Música para una banda sonora vital – Boogie nights (1997)

Toda una horterada ochentera este videoclip de la canción Jessie’s girl, de Rick Springfield (1991), digna de ser recogida en la tienda de los horrores en lugar preferente. El tema pertenece a la riquísima banda sonora de Boogie nights (Paul Thomas Anderson, 1997), por momentos una excelente película que retrata el origen de la gran industria del cine porno americano surgida en la frontera entre los setenta y los ochenta. Uno de los talentos del director es conseguir, mediante los dólares del productor, los derechos necesarios para dotar a prácticamente cada secuencia de un éxito musical de la época con que ilustrar sus imágenes, impactantes muchas de ellas; otras, en cambio, enloquecidas, entontecedoras, merced a una enfermiza obsesión por mover la cámara.

En particular, esta canción acompaña el momento del tiroteo final, con Alfred Molina en calzoncillos y más o menos cubierto por una bata plateada liándose a tiros con los tipos (ex actores porno) que han ido a su casa para estafarle con un asunto de drogas.

Cortometraje: La piel y el alma (Marc Nadal, 2013)

La piel y el alma es un cortometraje emitido por Televisión Española. Ha sido seleccionado en diversos festivales y está pendiente de ser proyectado en la Filmoteca de Cataluña en este mes de junio. En la web http://www.marcnadal.com/la-piel-y-el-alma está disponible toda la información, incluyendo fotografías y entrevistas a las actrices, Montserrat Ocaña y Núria Molina.

Marc Nadal, de 23 años, se ha diplomado en dirección cinematográfica en Barcelona Continuar leyendo «Cortometraje: La piel y el alma (Marc Nadal, 2013)»

La tienda de los horrores – Policía (1987)

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Una historia de amor en un mundo cada vez más hostil. Eso dice el cartel de este injustificable pestiño patrio de 1987 dirigido por Álvaro Sáenz de Heredia, perpetrador, entre otras, de las películas de Martes y 13 y Chiquito de la Calzada, además de una amplia variedad de títulos infantiles y juveniles, así como algún otro con pretensiones de comedia que no haría reír ni a un seminarista rodeado de efebos, y entre cuya filmografía destaca, eso sí, un «clásico»: La hoz y el Martínez (1985), con los «mitos eróticos» Andrés Pajares y Silvia Tortosa. Toma ya. Lo que no dice el cartel (que también se las trae…) es que si tras el visionado de este truño el mundo sí se vuelve más hostil: en concreto, el espectador desea reventarle la cabeza a quien concibió semejante petardo.

La mezcla es explosiva: Emilio Aragón, ex Milikito, cómico oficial desde el éxito de su programa Ni en vivo ni en directo, en su doble faceta, por entonces, de aprendiz de actor (que dura hasta hoy) y músico (suya es la esbafada partitura de la película); Ana Obregón, en su doble faceta, por entonces, de aprendiz de actriz de fama internacional (el Equipo A…; la cumbre, vamos) y bióloga de nula reputación; Agustín González, en uno de sus papeles menos comprensibles pero más fáciles: se limita a interpretar una caricatura de sí mismo como cabo López, aunque los cabreos fácilmente pueden deberse a verse metido en semejante producción… Junto a ellos, presencias «gloriosas» como la de Juan Luis Galiardo (tela), María Isbert (tela marinera), el aragonés Fernando Sancho (secundario y figurante de lujo durante muchos años en producciones nacionales e internacionales filmadas en España, durante la era Bronston y posteriormente) y José Guardiola (el entrenador no, el otro). Lo que se dice una joya.

¿Y la trama? Pues nada, que Gumer (de Gumersindo, Emilio Aragón), trabaja como ayudante de farmacia. Obviamente, es un tipo torpe y despistado. Pero cuando un drogata atraca la farmacia y se carga a su jefe y mentor, se deja convencer por su tío para ingresar en la Academia de Policía (¿a alguien le suena?), a pesar de que nunca ha sentido ninguna inclinación por el servicio público. No obstante, a medida que, una vez superados sus estudios, se ve envuelto en peleas, persecuciones, tiros, atracos y demás, el tío va pillándole el tranquillo y el gusto al tema, y de ser un absoluto incompetente pasa a convertirse en el primo castizo de John McClane-Bruce Willis, sólo que no en ninguna jungla urbana, sino en los Madriles, que es más de andar por casa. En una de esas trifulcas aparece Luisa (la Obregón), que es la buenorra del circo y que, aunque el chico es torpe, feúcho y medio tonto, pues se encandila del muchacho, siendo la cosa mutua (el momento del beso es descacharrante, tronchante, pero OJO, no está rodado para hacer reír…). Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Policía (1987)»

La tienda de los horrores – Iron Man (2008)

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El Hombre Sardina vs. El profesor Bacterio. Este título sería sin duda menos glamuroso pero más exacto con el contenido de este megabodrio titulado Iron Man y dirigido por un tal Jon Favreau, insignificante autor de películas de cacharrería insulsa en cuyo contenido el volumen de las explosiones es inversamente proporcional a la cantidad y calidad de la inteligencia y de buen gusto vertidos en ella. El prácticamente unánime (y, por eso mismo, sospechoso) aplauso de la crítica no esconde que se trata de una de tantas películas de superhéroes, adaptación de un tebeo de Stan Lee (que tiene un papelito en la película) con el sello Marvel, en las que sus supuestas notas positivas no son más que antojos publicitarios, amplificados por los corifeos de turno, que no se corresponden más que con un vacío pretenciosamente llenado de humor banal, falsos traumas, tensión hueca, parafernalias y petardeces visuales, y dramatismo de chichinabo. Es decir, lo habitual en una película de superhéroes basada en tebeos.

Como siempre, partimos de una arquetípica y pobrísima explicación de la realidad de las cosas (incluso de las ficticias), ese gran absurdo que supone el combate entre el Bien y el Mal, y de un multimillonario -porque, claro, ser superhéroe cuesta una pasta porque cotiza el máximo en la Seguridad Social- que abomina de lo que representa el capitalismo especulativo y se dedica a hacer el bien sin mirar a quién (eso sí, sin dejar de ser multimillonario y vivir como tal, faltaba más). Exactamente lo contario de los promotores de los tebeos y de la película, que renuncian, claro está, a ganar dinero y hacerse millonarios con ellos… En este caso, el pecado va incluso más allá. Porque el amigo Tony Stark (Robert Downey Jr.) es un bon vivant, frívolo, bebedor, pendenciero y burlón, al que se la trae floja enriquecerse ideando armas y comerciando con ellas, siendo un adalid de la autodestrucción del ser humano. No hay ética ni principios. En esas está cuando, durante una patrulla americana por Afganistán, es capturado, no sin antes hacerse con un «corazón» nuevo. Para huir, crea la Sardina Humana, una armadura de hierro a la que acopla armas como gadgets y con la que le da estopa a los talibanes, que son malísimos. Por supuesto, la película no dice nada que quiénes son los talibanes, quién les llevó al poder en el país y quién los estuvo armando durante años para que lucharan contra los rusos, ni, por supuesto menciona a un cachorro llamado Bin-Laden como agente americano al servicio de la guerra santa anticomunista… Pero claro, es una película de superhéroes: se ponen los calzoncillos por fuera, po tanto, no se les puede exigir que tengan cerebro y mucho menos que lo usen…

Así las cosas, pues el multimillonario decide salvar el mundo, qué narices, y para eso crea una Sardina Humana perfeccionada que dispara mejor que cualquier tanque, vuela más alto y más rápido que cualquier avión, y ametralla que no veas. Todo eso sin que el peso le impida moverse como un gimnasta olímpico en una piscina de bolas. Y es que la experiencia afgana lo ha hecho un hombre bueno y sensato, que cambia de vida radicalmente. Pero, claro está, tiene que haber un malo maloso, que es su socio empresarial (Jeff Bridges), que también vende armas y es malo, no como Stark, que vende armas pero es bueno. Y más buena todavía es su asistente-chica para todo (Gwyneth Paltrow), con la que se abre la puerta a la habitual tensión sexual no resuelta, aunque los dos son ya talluditos para andarse con los tontunos remilgos santurrones con los que el guión los retrata. La bella se verá amenazada, y el bueno se carga al malo. El multimillonario sigue siendo multimillonario, los malos siguen siendo malos, y que viva América. Fin de la historia. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Iron Man (2008)»

Cine en fotos: Greta Garbo, John Gilbert y «Moviola»

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Brown se dirigió a su ayudante y dijo:

-Ahora.

-¡Campana! -gritó el ayudante.

Una fuerte campana resonó y siguió haciéndolo hasta que se logró el silencio total.

-¿Preparados? -preguntó Brown.

El ayudante asintió.

-Vamos.

-¡Rodando! -gritó el ayudante.

La cámara zumbó.

El hombre de la claqueta se arrodilló frente a Garbo y Gilbert. En la claqueta decía:

DIR.: BROWN / CAM: DANIELS

EL DEMONIO Y LA CARNE

ESCENA 82, TOMA 1

29 DE OCTUBRE DE 1926

PELÍCULA EASTMAN 87 B

MGM

-¡Cámara! -avisó el camarógrafo.

El hombre de la claqueta se alejó.

-Música -dijo Brown en voz baja.

Cerca del plató, pero invisible, un cuarteto de cuerda, compuesto por integrantes de la orquesta sinfónica de Los Ángeles, comenzó a tocar La niña de los cabellos de lino, de Debussy.

-¡Acción! -dijo Brown.

Hubo una pausa demasiado larga para el gusto de Brown, hasta que descubrió que Garbo estaba concentrándose, seleccionando sus pensamientos, preparándose. Finalmente, respiró hondo y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la transformación era completa. De hecho, se había transformado en otra persona, en Leonora. Y habló:

-¡Ven! Ven, acércate…

Leo/Gilbert estaba tendido a su lado. Algo en la manera de actuar de ella, la forma en que sus ojos se posesionaban de él, algo que tenía que ver con la cualidad hipnótica y magnética de los movimientos de Garbo, lo mesmerizó y se acercó a ella con gracia, sensualmente, como en un sueño. Ella cogió tiernamente su cabeza y empezó a besar su cara… pero no como en el ensayo.

Ahora otorgaba tentadoras prendas de amor, deseo e invitación. Los ligeros besos de ángel eran mucho más elocuentes que cualquier palabra. De pronto, y no como habían ensayado, él se hizo cargo de la situación, la abrazó con fuerza, se colocó encima de ella y la besó de verdad. Ella respondió. La cámara se iba acercando lentamente.

Brown estaba tan asombrado como feliz. Por una vez, no le importaba que sus cuidadosas indicaciones hubiesen sido desoídas.

En el plató, el beso llegó a su fin. De mala gana, de forma vacilante, a regañadientes.

Leo/Gilbert continuó recitanto su papel, pero con una nueva voz y un asombroso realismo.

-¡Cómo he anhelado eso… el… -la besó de nuevo aunque el guión no lo exigía. Finalmente, como en cámara lenta-: … alimento del amor!

Siguió otra serie de besos. Él le besó los ojos, las orejas, el cuello y la garganta. Después los dos labios, uno a uno. Ella respondió, transformándose en parte de él.

Sus posiciones se invirtieron. Ella lo besó. Él le cogió la cabeza con sus fuertes manos y dijo:

-¡Dios mío! Cómo lo he deseado…

Volvió a besarla. Ella quedó abandonada en sus brazos. Sus manos se movieron hacia arriba, flotando primero en una súplica y, finalmente, en la entrega. Levantó la cabeza y se unieron.

Clarence Brown y su equipo observaban, inmóviles como estatuas. Nunca habían visto una cosa así en un plató cinematográfico.

Brown se volvió hacia su ayudante que estaba arrodillado a su lado y dijo:

-Yo no estoy dirigiendo esta maldita escena. La dirige Dios.

En el escenario terminó el beso y ella habló. Su voz provocó estremecimientos en la mayor parte de las espaldas de quienes observaban.

-Se acabó, amor mío. Estamos juntos. Como Dios y la naturaleza quieren.

Siguió un inspirado intercambio de besos. Hacia delante, hacia atrás, dando y recibiendo. Un perfecto intercambio sexual. Terminó con un beso que pareció el punto culminante, el orgasmo, un beso sísmico.

(Esta fue la escena que la publicidad de MGM explotó diciendo: ¡89 BESOS EN UNA SOLA ESCENA!) Continuar leyendo «Cine en fotos: Greta Garbo, John Gilbert y «Moviola»»

Diálogos de celuloide – Ese oscuro objeto del deseo (1977)

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MATHIEU [absolutamente alterado, desencajado]: ¡¡Haga las maletas de inmediato!! ¡Nos vamos a Singapur!

MAYORDOMO [asombrado, perplejo]: ¿Y qué haremos en Singapur a las tres de la tarde, señor?

MATHIEU [tras titubear un instante]: La siesta.

Cet obscur objet du désir. Luis Buñuel (1977).

La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)

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El director Andrew V. McLaglen apenas puede ocultar sus influencias personales y artísticas en sus películas. Hijo natural del actor Victor McLaglen (la letra V. del apellido indica, de hecho, el mismo nombre), es casi o tanto más hijo cinematográfico de uno de los grandes camaradas de su padre, nada menos que John Ford. Esto salta a la vista tanto en los argumentos de las películas dirigidas por Andrew, consagradas en su totalidad al western, al cine bélico o a las películas de acción, como también en la confección de sus repartos, entre los que se dan cita los habituales nombres del cine fordiano, desde John Wayne, James Stewart, Maureen O’Hara o Richard Widmark, hasta otros menos conocidos pero igualmente presentes como Harry Carey Jr., Ken Curtis, Jeff Corey, Woody Strode, Ben Johnson, etc., etc. Pero lo que más destaca en la filmografía de McLaglen hijo como director, es que es uno de los primeros y máximos exponentes de la cultura del sucedáneo. Desposeído del talento, de la pasión lírica y poética y del magistral ojo técnico para el encuadre de su “padre cinematográfico”, John Ford, las películas de McLaglen parecen eso mismo, sucedáneos, versiones planas y superficiales de las grandes historias fordianas, con a menudo las mismas caras, los mismos ambientes y los mismos entornos, a veces también con una puesta en escena pretendidamente similar, pero vacía de ese último sentido de Ford para componer imágenes elocuentes, soberbias, poéticas, significativas. Es decir, que el cine de McLaglen parece hecho por un mal imitador de Ford, una persona interesada por los mismos temas y argumentos pero desprovista de su talento, profundidad, capacidad técnica y hondura emocional. A lo largo de la carrera de McLaglen encontramos, por tanto, un puñado de westerns voluntariosos pero fallidos como las comedias El gran McLintock (1963), con John Wayne y Maureen O’Hara, o Una dama entre vaqueros (1966), de nuevo con O’Hara y James Stewart, o los más serios Desafío en el rancho (1967), con Doris Day, o Camino de Oregón (1967), protagonizada por Robert Mitchum y Richard Widmark, Chisum (1970) y La soga de la horca (1973), estos dos últimos de nuevo con Wayne, así como episodios de la guerra civil americana, como El valle de la violencia (1965), de nuevo con James Stewart, o Los indestructibles (1969), con John Wayne una vez más, acompañado por Rock Hudson; también hay títulos bélicos, como La brigada del diablo (1968), con William Holden, especie de edulcorada copia de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), o Lobos marinos (1980), con Gregory Peck y David Niven, siguiendo las líneas marcadas por Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961). Esa es otra característica extraña en McLaglen, su condición de obrador de refritos, no sólo sugeridos, sino también convertidos en continuaciones y remakes, como la serie televisiva Doce del patíbulo (1985), Cerco roto (1979), continuación no oficial de La cruz de hierro de Sam Peckinpah (1977), o la más evidente El regreso del río Kwai (1988). De entre todo este culto a la copia, el sucedáneo y la imitación desnaturalizada destaca, junto a Rescate en el Mar del Norte (1979), atípica película de acción situada en una plataforma petrolífera secuestrada por un grupo terrorista, Patos salvajes (1978), una cinta que bebe en parte del argumento del excelente western de Richard Brooks Los profesionales (The professionals, 1966).

Lo primero que llama la atención en la película, vista por un espectador español, es el cambio de título: en España se prefirió sustituir los gansos del original (‘geese’ es el plural de ‘goose’, “ganso”) por los patos, no se sabe muy bien por qué. En todo caso, nos hallamos ante una película floja de argumento y un tanto descuidada y, desde luego, escasa de medios, en lo visual, que encuentra su mayor virtud en las implicaciones derivadas de algunas cuestiones de su guión y en el cuarteto protagonista, un póquer compuesto por Richard Burton, Richard Harris, Roger Moore y el alemán Hardy Krüger, cuatro mercenarios contratados por un magnate inglés (Stewart Granger) para cuyos intereses comerciales y políticos conviene la liberación de un político africano al que quiere asesinar el militar golpista que lo ha derrocado. Para ello, ha ofrecido a cambio de su cabeza las mismas concesiones mineras de cobre que el político inglés explota actualmente. La posibilidad de perder ese negocio, además de la causa de la liberación del político, llevan a la contratación del grupo y a la confección de una pequeña unidad de veteranos ex combatientes para saltar en paracaídas sobre el campamento donde está preso, liberarlo y llegar a un cercano campo de aviación desde el que ser evacuados. Obviamente, el fantasma de la traición hace que el grupo sea abandonado a su suerte en un país hostil, debiendo abrirse paso a tiro limpio hasta tierra amiga sólo con la ayuda de un fanático sacerdote (Frank Finlay).

La película nos lleva desde el Londres inicial, en el que Burton recibe el encargo y trata de reunir a su grupo (Moore es un esbirro del crimen organizado metido en problemas y Harris anda ya retirado, preocupado tan sólo por cuidar de su hijo de nueve años), al entrenamiento en Swazilandia y Rhodesia (este país se independizó de Reino Unido en 1980 y pasó a llamarse Zimbabwe) y, finalmente, a un país indeterminado de la zona de los Grandes Lagos (Uganda, Ruanda, Burundi…) en el que tendrá lugar toda la segunda mitad de la cinta, antes de volver a Londres para la conclusión justiciera previsible. Poco, por tanto, se puede rascar de la película en el aspecto de la trama (frases altisonantes en referencia a la libertad de los pueblos en plena era de la descolonización; cambios de actitud, como en el caso de Krüger, militar sudafricano del apartheid, racista por tanto, que descubre en el discurso del político negro nuevos horizontes vitales; personajes planos y esquemáticos) o en el de la acción (la precariedad de medios, con una o dos excepciones –el bombardeo del puente y el ataque con la ballesta-, priva de verdadera elaboración de las secuencias de tiroteos y explosiones, quedando a veces la acción principal fuera del encuadre). Continuar leyendo «La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)»

Música para una banda sonora vital: Música y cine en la BBC

La televisión pública británica, la BBC, ejemplar modelo, entre otras cosas, de lo que deben ser las relaciones entre los medios de comunicación públicos con respecto a los gobiernos de turno con los que se relaciona, que no la financian, no la controlan y no marcan ni su agenda ni los contenidos políticos de sus informativos ni de sus entrevistas ni de sus programas de reportajes (al contrario de lo que sucede en España actualmente, y ha sucedido en el pasado, a excepción de las dos legislaturas anteriores), lo es también en cuanto a la programación cultural de su parrilla. Como en este caso, más de dos horas para la retransmisión en directo de un concierto desde el Royal Albert Hall de Londres en el que se unen cine y música con la recuperación de las bandas sonoras de algunas de las películas británicas más importantes de todos los tiempos (mientras la televisión pública española se centra en el fútbol, las series casposas, los programas de corazón con presentadoras bobas y la propaganda más tendenciosa y burda).

Toda una ocasión para el disfrute que se ofrece en versión original sin subtítulos (aunque con información suficiente para reconocer títulos, directores y compositores), y en la que lo más importante es la música y el recuerdo cinéfilo que destapa.

Vidas de película – Akim Tamiroff

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Raramente suelen encontrarse imágenes del verdadero rostro de Akim Tamiroff, sin los aditamentos y particularísimas caracterizaciones, a veces realmente camaleónicas, con las que solía aparecer tradicionalmente en pantalla y que a menudo alteraban sustancialmente sus rasgos.

Nacido en Tbilisi, la capital de Georgia, por entonces ya dentro del imperio ruso, en 1899, estudió teatro con el mismísimo Stanislavsky antes de dar el salto a Estados Unidos y llegar a Hollywood ya a una edad considerable, la década de los años treinta. En esta primera época destaca su aparición en títulos como Tres lanceros bengalíes (The lives of a Bengal lancer, Henry Hathaway, 1935), con Gary Cooper y Franchot Tone, Deseo (Desire, Frank Borzage), 1936, de nuevo con Cooper y Marlene Dietrich, o El general murió al amanecer (The general died at dawn, Lewis Milestone, 1936), una vez más con Cooper y Madeleine Carroll. Su papel en esta película le valió una nominación al Oscar.

Su segunda nominación se produjo en los años cuarenta, por enésima vez al acompañar a Gary Cooper, y con Ingrid Bergman como improbable joven española en ¿Por quién doblan las campanas? (For whom the bells tolls?, Sam Wood, 1943). En esta década son importantes sus trabajos para Preston Sturges, como El gran McGinty (1940) y El milagro de Morgan Creek (1944), o para Billy Wilder, en Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), junto a Franchot Tone, Anne Baxter y Erich von Stroheim.

Pero sus interpretaciones más memorables tienen lugar junto a Orson Welles, codirector de Cagliostro (1949), basada en la obra de Alejandro Dumas, y también en Mr. Arkadin (1955) y, muy especialmente, en Sed de mal (Touch of evil, 1958) y El proceso (The trial, 1962), o su inacabada Don Quijote, en la cual interpretaba a Sancho Panza.

No termina en Welles la carrera de Tamiroff, que en los años cincuenta y sesenta apareció en filmes tan importantes como Anastasia (Anatole Litvak, 1956), Topkapi (Jules Dassin, 1964) o Lemmy contra Alphaville (Alphaville, Jean-Luc Godard, 1965).

Akim Tamiroff, casado una única vez con la actriz Tamara Shayne, falleció en 1972.

Cine «independiente» hecho con molde: Atando cabos (2001)

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Esta película de Lasse Hallström es un caso curioso cuyo análisis resulta muy revelador para entender cuánta hipocresía se encuentra a veces bajo el pretendido y pretencioso sello de la independencia cinematográfica. Ésta, lejos de ser un invento «moderno», esa etiqueta con la que nos referimos desde finales de los ochenta y principios de los noventa a la confluencia del auge del Festival de Sundance con el ascenso de la productora y distribuidora Miramax de los hermanos Bob y Harvey Weinstein, es una realidad muy presente en Hollywood ya desde los tiempos de los pioneros, pero que encuentra su eclosión y su máximo exponente en el primer Orson Welles. Esa reciente moda de la «independencia cinematográfica», más una etiqueta comercial que una realidad (casi todas las compañías independientes fueron absorbidas o sustituidas por otras promovidas por los grandes estudios) pretendía englobar aquellas producciones que por temática, bajo presupuesto, pormenores de la trama, reparto, etc., quedaban fuera de los grandes estudios por suponer «riesgos» para la taquilla. Pero, hecha la ley, hecha la trampa, porque cuando estos productos de diseño (laboratorios de guión y robo de ideas en Sundance, estudios de mercado en Miramax…) comenzaron a obtener el favor del público de forma más que testimonial, las señas de identidad se pervirtieron y las películas «independientes» cayeron en los mismos errores que sus hermanas mayores de los estudios: confección de repartos comercialmente atractivos, aumento de las inversiones en publicidad, aumento del presupuesto y consiguiente necesidad de obtener compensaciones en taquilla, lo cual hacía abandonar los argumentos y guiones «de riesgo», etc., etc. Tal fue así que esas productoras «independientes» buscaron el cobijo de las anchas alas de los grandes estudios para mantenerse en pie. Columbia, Universal, o Disney (que compró Miramax), se quedaron con el sello de la independencia, y comenzaron a fabricar con molde productos «independientes» de diseño en los que la antigua frescura, la ambición por innovar, por ir más allá de las convenciones comerciales, habían desaparecido por completo. Así, nos encontramos con cineastas y películas falsamente independientes, que no son más que productos de lo más conservadores pasados por la pátina estética (y nada más) de la independencia, pero que en realidad son, quizá más que nunca, fruto de los estudios de mercado (Juno, Pequeña Miss Sunshine, El lado bueno de las cosas…). Atando cabos (The shipping news, 2001), como se ha dicho, es un ejemplo paradigmático.

Quoyle (Kevin Spacey), una piltrafa de ser humano que trabaja como controlador de tinta en las prensas de un periódico, pierde en poco tiempo a sus padres y a su esposa (Cate Blanchett), una muchacha casquivana y demasiado habituada a emplearse como prostituta, con la que tuvo una hija en un corto e infeliz matrimonio. Para huir del pasado, y gracias a una tía suya (Judi Dench), marcha al pequeño pueblo de pescadores de Terranova de donde es originaria su familia, y se emplea como cronista del puerto para el periódico local. Allí descubrirá de nuevo el amor (Julianne Moore), conocerá hechos del pasado de su familia, no pocos de ellos perturbadores (un oscuro episodio incestuoso), otros mágicos (la casa sin cimientos trasladada de aquí allá), y se dejará rodear y apreciar por un grupo de pintorescos lugareños entre los que descubrirá de nuevo la alegría de vivir.

A priori, todo en la película parecen elementos atractivos, a saber: un reparto de primer nivel que cumple con solvencia (Kevin Spacey, Judi Dench, Julianne Moore, Cate Blanchett, Scott Glenn, Pete Postlethwaite); unas localizaciones espectacularmente bellas en las costas salvajes de Terranova; la interesante música de Christopher Young; un material original, la novela de E. Annie Proulx ganadora del Pulitzer de 1994, como buena materia prima; la excepcional labor de ambientación; la dirección correcta, funcional, artesanal, de un veterano cineasta experimentado; y el bolsillo de Miramax para costearlo todo y para darle el rebozo adecuado para la carrera al Oscar… Sin embargo, todos estos ingredientes, por separado estimables, no terminan de cuajar, no hacen masilla, y la película se deshilacha. Continuar leyendo «Cine «independiente» hecho con molde: Atando cabos (2001)»