Mis escenas favoritas: Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979)

El capitán Willard (Martin Sheen) de esta obra maestra del cine (anti)bélico basada en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, quería una misión, y por sus pecados le dieron una. Aceptación, resignación, tal vez condena…

Vietnam sin Vietnam: La presa (Southern Comfort, Walter Hill, 1981)

 

Los cajunes son un grupo étnico, así reconocido por el Gobierno de los Estados Unidos desde 1980, que desciende de los acadianos, también llamados cadianos o, en su lengua materna, el francés, cadiens, habitantes de la región de Acadia, en lo que hoy es la frontera entre los Estados Unidos y Canadá, conocida también como Nueva Francia. Este pueblo está conformado por los descendientes de aquellos colonos franceses que, expulsados de sus tierras tras la victoria británica en la Guerra de los Siete Años (para contextualizar, donde se sitúa la acción de la novela El último mohicano de James Fenimore Cooper, llevada al cine en varias ocasiones), fueron confinados en el sur del estado de Luisiana, posesión francesa (y ocasionalmente española) hasta su venta por Napoleón a los Estados Unidos en 1803 (aquella Luisiana excedía con mucho el territorio del actual estado: se extendía desde Montana y Wyoming en el noroeste al golfo de México), especialmente en el entorno de las ciudades de Lafayette y Lake Charles, y se mezclaron durante décadas con españoles, inmigrantes alemanes y franceses autóctonos de origen criollo.

A aquella parte de Luisiana, con el fin de realizar unas maniobras, se desplaza en un momento indeterminado de 1973 la Guardia Nacional, cuerpo militar estadounidense, considerado como fuerza de reserva, compuesto de voluntarios civiles que reciben formación castrense y se estructura de manera similar al ejército regular, que cuenta con casi medio millón de efectivos distribuidos en los distintos cuerpos pertenecientes a cada uno de los estados que componen el país y que también es utilizado de manera esporádica en situaciones de crisis, emergencia o amenaza interna para la seguridad nacional. Entre el dominguero de excursión de fin de semana y las demostraciones de hombría y testosterona jugando a soldaditos, los yupies de ciudad que forman un pelotón pasan unos días en la naturaleza agreste simulando ser combatientes veteranos, haciendo marchas, pruebas de tiro, asaltos y defensas simulados, con una recompensa final en forma de comida abundante, cerveza a espuertas y chicas de alterne, evento en esta ocasión organizado por Spencer (Keith Carradine). Sin embargo, la inconsciencia, los aires de superioridad sobre los que consideran unos paletos de campo y, en suma, la mente irresponsable de unos adultos con cerebro adolescente, conspiran juntos para causar un incidente entre el grupo y unos lugareños cuando Stuckey (Lewis Smith) dispara contra ellos su ametralladora alimentada con balas de fogueo, por bromear, por reírse de los pueblerinos, y estos responden con fuego real. El desencuentro y las chanzas derivan en tragedia, y el enfrentamiento de machos alfa en persecución y aniquilación mutua. La guerra de juguete se ha convertido de golpe en reto de supervivencia, y la violencia fingida en terror real. Como escenario, los manglares y las más profundas y peligrosas zonas pantanosas de Luisiana. El grupo de soldaditos, poseído por el pánico y perdido en un terreno desconocido y hostil que sus adversarios dominan, a duras penas logra mantener la cohesión, la cordura, la templanza necesarios para hacer frente a la situación, y los rencores y las rivalidades estallan y se enconan. Una vez privados del titular del mando (Peter Coyote), solo cuentan para salir del paso con un puñado de balas auténticas que siempre lleva encima Reece (Fred Ward) por aquello de sentirse más hombre que el resto, un pésimo instinto de orientación que no les sirve más que para dar vueltas en círculo o meterse en los lugares más arriesgados y las observaciones, entre sardónicas y de sentido común, de una incorporación de última hora de Hardin (Powers Boothe), un texano que prefiere alistarse en la milicia de sus vecinos que en la propia de su estado.

Muy influenciada en su planteamiento por Defensa (Deliverance, John Boorman, 1971), incluso en la cita literal (el breve pasaje en el que los soldados, confundidos por un mapa que ya no refleja la realidad alterada por unas recientes inundaciones, «confiscan» unas canoas para ahorrarse trayecto a pie y enfilar hacia su punto de reunión con el resto de la tropa, transitan por un río de aguas turbias), la película, que cuenta con la música de Ry Cooder, es una extraña pero efectiva combinación de thriller psicológico a la manera hawksiana y de aventura bélica de acción, con un grupo enfrentado a una doble amenaza, la de los cajunes ofendidos, una sociedad al margen de la sociedad organizada del estado y del Gobierno, de un país que, en suma, les resulta ajeno (ni siquiera se dignan a hablar en inglés, como el personaje que interpreta Brion Jones), en persecución y labores de exterminio del enemigo tradicional que ha tomado cuerpo en esa pandilla de invasores urbanitas, y la de la pérdida de la necesaria serenidad y de las habilidades supuestamente adquiridas durante su entrenamiento en la primera ocasión en la que tienen que ponerlo en práctica en la realidad, lo que conlleva al enfrentamiento interno y el consiguiente agravamiento del problema. Incapaces, incompetentes y, en algún caso, incluso rozando la demencia (la parte más floja del guion, necesaria para que progrese la acción pero demasiado metida con calzador), de repente reducidos a la dimensión más patética de sí mismos, los miembros del grupo se arrastran entre el fango y las arenas movedizas huyendo de la muerte, o tal vez corriendo a otra forma de ella. El guion de Walter Hill sintetiza así tres conflictos en un solo argumento: la dinámica campo/ciudad, con sus tópicos, sus cargas de prejuicios y su imposible entendimiento mutuo; la oposición Norte/Sur, que en los Estados Unidos colea desde la Guerra de Secesión, con su particular repunte en los años cincuenta y sesenta, que nunca ha llegado a desaparecer del todo y a la que se alude de manera irónica en el título original del filme; y por fin, la guerra de Vietnam al llevar la historia a 1973, cuando esta daba sus últimos coletazos, y en paralelismo al pasado de colonización francesa de ambos territorios, Indochina y Luisiana, y que fue, precisamente, el cierre en falso de la presencia francesa en Vietnam lo que motivó su sustitución como potencia colonizadora por los Estados Unidos.

Walter Hill se maneja con soltura en el tratamiento de un argumento a priori de corto recorrido. No solo usa con acierto, agilidad y dinamismo unas localizaciones de, en principio, aprovechamiento limitado, precisamente, por su propia configuración (lluvia, humedad, pantanos, maleza impenetrable…). También se sale de lo previsible en los instantes de acción, que podrían ceñirse a lo meramente bélico, y por tanto, resultar monótonas y repetitivas, pero que explotan adecuadamente los matices psicológicos del planteamiento en lo que respecta al grupo (la demencia de Bowden, el racismo de Reece, la bisoñez en el mando de Casper, los conatos de deserción de Spencer y Hardin, las continuas demostraciones de hombría de todos contra todos…) para crear una variopinta serie de situaciones (combates abiertos, emboscadas, trampas, peleas a cuchillo, uso de explosivos…) que, aunque no siempre desprovistas de lugares comunes o de encajes algo forzados, ni tampoco de un empleo sensacionalista de la violencia y de sus resultados, impulsan el desarrollo de la historia hasta su eclosión final, primero en el pueblo cajún, y, por último, en el desenlace, en cierto modo abrupto y alucinógeno, de la pesadilla vivida por estos soldados de fin de semana. La película hace así una reflexión crítica demoledora (presunción, superioridad moral, racismo, incompetencia, soberbia, pésima planificación, mala formación, insuficiencia de medios, inmadurez en el mando y en la tropa) acerca del militarismo norteamericano en el momento histórico de su mayor puesta en cuestión, como resultado (siempre es así) de la más imponente, y vergonzosa, de sus derrotas.

Música para una banda sonora vital: La cruz de hierro (Cross of Iron, Sam Peckinpah, 1977)

Un pelotón de soldados alemanes liderados por el sargento Steiner (James Coburn) no solo soporta estoicamente las privaciones y los fuertes combates del frente ruso durante la Segunda Guerra Mundial; también tiene que apechugar con la llegada de un nuevo capitán, Stransky (Maximilian Schell), un aristócrata prusiano ansioso por conseguir la mayor de las glorias militares simbolizada por la más alta condecoración de la Werhmacht, imbuido de delirantes ambiciones y de propósitos suicidas (para las tropas bajo su mando, no para él mismo).

La música compuesta para Ernest Gold para esta obra maestra de Sam Peckinpah capta todo el horror de la guerra total, con ese contraste entre la canción infantil, ingenua pero, en cierto modo, terrorífica, y los pomposos aires de marcha militar.

Mis escenas favoritas: Los violentos de Kelly (Kelly’s Heroes, Brian G. Hutton, 1970)

Uno de los muchos atractivos de esta cinta bélica con toques de comedia (además de un buen puñado de secuencias de acción, del amplio y estupendo reparto, de la excelente fotografía de Gabriel Figueroa, de la música de Lalo Schifrin, de los cabreos del general…) es el choque de actitudes y caracteres de Oddball (Donald Sutherland), oficial al mando de un carro de combate Sherman norteamericano, y su segundo a de a bordo, Moriarty (Gavin MacLeod). Ellos ponen algunos de los más celebrados instantes de comedia de este clásico de aventuras bélicas durante la Segunda Guerra Mundial, con mucha más miga de la que parece.

Efemérides del horror: Masacre: ven y mira (Idi i smotri, Elem Klimov, 1985)

Ven y mira' (1985), Elem Klimov – NOVA

Esta portentosa obra de Elem Klimov, surgida de un encargo oficial del gobierno soviético para conmemorar el 40º aniversario del triunfo sobre los nazis en lo que para los rusos es la Gran Guerra Patriótica y para el resto del planeta la Segunda Guerra Mundial, sigue resultando tan abrumadora, subversiva y devastadora como en el momento de su estreno, y permanece como una de las cumbres del cine bélico de carácter antibelicista, mucho más dura, extrema y contundente en sus imágenes y en su mensaje, en su modo de entender la crueldad y la brutalidad de la guerra, que la inmensa mayoría de cintas del mismo género, en particular con muchísima mayor agudeza y profundidad que las películas norteamericanas del ramo. El punto de partida es un episodio real y concreto dentro del horror generalizado que hizo sucumbir al mundo durante seis años: la acción sistemática de los batallones de exterminio nazis, dirigidos por las SS, en las aldeas de las grandes llanuras bielorrusas y ucranianas durante la llamada «Operación Barbarroja», la invasión alemana de la Unión Soviética a partir del 22 de junio de 1941. El viaje de su protagonista, un muchacho bielorruso (Alexei Kravchenko), hacia el infierno de la guerra, empujado al principio por las falsas promesas de acción, heroísmo, patriotismo y gloria en las filas del Ejército Rojo, de súbito desmontadas por la crudeza de la realidad de la guerra, pronto deriva en un camino hacia el inconcebible infierno de horror en carne viva, en una sucesión de atrocidades que harán tal mella en el joven que su rostro inocente y tierno del comienzo del metraje se habrá convertido dos horas más tarde en un mapa facial del terror más absoluto, esculpido en unos ojos desencajados, desbordados de lágrimas, de sangre y de experiencias traumáticas, en una mandíbula rígida, congelada en una mueca de aterrada incredulidad, de un shock emocional que, adivinamos, sabemos, nunca abandonará a su protagonista aunque sobreviva a los desastres de la guerra y llegue a una edad provecta. Considerada por muchos como la mejor cinta bélica de la historia del cine, la potencia de sus imágenes y la tremenda carga dramática de su argumento impide cualquier atisbo de indiferencia o de tibieza.

El salto de madurez del muchacho se convierte en un inesperado salto al abismo. El joven sueña con la heroicidad, con la victoria, con la gloria, y ansía no solo incorporarse a una unidad de combate del Ejército Rojo, sino, sobre todo, ser un combatiente más a todos los efectos, que le aparten de las funciones auxiliares a las que lo han destinado como joven imberbe y sin experiencia en combate para ser un soldado de pleno derecho, poseer un arma y matar con ella a los enemigos invasores. En este punto, el inicio de la película, con los chicos urgando entre las arenas y los cráteres y las trincheras de batallas ya terminadas en busca de restos de los soldados muertos, y en particular de armas que aún puedan emplearse para luchar, marca el concepto de guerra como juego que todavía mantiene el joven-niño, antes de que la realidad le obligue a reconocerse antes de tiempo en el niño-hombre del final del metraje. Cuando por fin abandona su aldea para ir al frente como subalterno de una compañía de soldados, comienza un relato que transita entre la clave picaresca de su experiencia personal y sus ambiciones de ascenso y de reconocimiento y el súbito descubrimiento de la más dura y dolorosa realidad, de la madurez instantánea, devastadora, de la comprensión absoluta y la explosión de todas las fantasías (o de las propagandas). Construida más a través de la rabia y de la furia que desde una compleja confección de personajes, relaciones y acontecimientos en términos dramáticos, la película muestra las peripecias del muchacho a partir del momento en que se ve alejado de su unidad, retorna a su aldea, ya vacía, en compañía de una muchacha por la que se siente atraído hasta que, finalmente, comprueba de primera mano, como testigo en primera fila, cuál es la horripilante realidad de la guerra más allá de los juegos y los efluvios patrióticos, cómo los soldados se abstraen de cualquier noción de humanidad y actúan como bestias sin principios, moral ni piedad, cómo se instaura el reinado de la sinrazón, el odio y la muerte, primero con la llegada de un batallón de exterminio, y después con la reacción de las tropas soviéticas cuando pueden caer sobre el enemigo y dar cumplida respuesta, la venganza, igual de extrema, igual de cruel.

El tremebundo impacto que la película de Klimov genera todavía hoy en el espectador es producto tanto de la inmensa carga de profundidad de la historia como de la forma que Klimov, coescritor del guion, elige para contarla. La combinación de toda la potencia visual propia del mejor cine soviético de los primeros años, la década de los veinte, se combina con el lirismo casi espiritual propio de las películas de Andréi Tarkovski, aunque con un ritmo mucho más ágil y vivo pero igualmente efectivo en su aspiración de trascendencia vital, merced a la conformación de una puesta en escena meticulosa, siempre con el encuadre perfecto, que sin ahorrar un ápice de crueldad y violencia conserva toda su perturbadora y turbia belleza, un espectáculo del horror, y de la atracción del hombre por ese horror, que es una obra maestra sobre el lado más terrible de la condición del ser humano. Siempre con las imágenes muy por encima de los diálogos, la película se eleva para convertirse en toda una lección de lenguaje visual, de cine puro, monumental, al servicio no de la propaganda patriótica en el aniversario de una victoria, sino de la denuncia de la derrota de todos que es la guerra como imposibilidad de resolver los conflictos por otros medios, y de la llamada a que jamás se repita (mientras los soviéticos guerreaban en Afganistán, por cierto, a pesar de lo cual la película contó con la aprobación oficial). Casi cuarenta años más tarde, la impresión que sigue causando hace que su discurso permanezca vigente y resulte tanto o más desolador, implacable y deslumbrante que en el momento de su estreno.

Cuatro pasajes inolvidables marcan las dos horas largas de esta historia desgarradora y apocalíptica. En primer lugar, los cuerpos apilados en un discreto rincón de una aldea, no ya tanto por el descubrimiento mismo, en sí suficientemente impactante, sino por la forma en que Klimov lo presenta al espectador, casi como por azar, como parte del paisaje, como un horror sobrevenido en medio de un entorno rural por lo demás inalterado, de campos verdes, vacas pastando y casas de madera en las que todavía arden los fuegos en los hogares y la comida y la bebida están servidos en las mesas de comedor. En segundo término, el pelele con la efigie de Hitler que los soldados soviéticos construyen para que las madres, esposas, hijas, nietas, hermanas, novias…, puedan dar rienda suelta a su odio y su rencor, y la sucesiva aventura de la vaca que tiene lugar en el campo de minas, y su terrible conclusión, tanto o más horrible que descubrir los muslos ensangrentados y escocidos de una muchacha obligada a subir a un camión de soldados alemanes y violada múltiples veces antes de ser arrojada sin contemplaciones. Por último, la acción brutal del batallón alemán de ejecución en una de las aldeas, la concentración de la población en la iglesia del lugar y la puesta en práctica, sin ahorrar detalles, de la política de aniquilación y exterminio ordenada por las SS. Todo este tramo final viene subrayado por dos epílogos. Uno general, cuando las tropas soviéticas, la unidad de la que el muchacho se ha visto privado casi desde el principio de la historia, puede proyectar sobre los enemigos capturados todo el odio y el horror acumulado; uno particular, cuando la efigie del pelele, un retrato de Hitler, yace en un charco y el joven, por fin, puede realizar sus primeros disparos de verdad.

Inolvidable combinación de realismo documental y de cine poético, su antibelicismo surge de su capacidad para destrozar al espectador y superar sus expectativas en la misma medida que ha acabado con la inocencia y los delirios de grandeza de su protagonista. La imposible indiferencia ante la película se extrapola a la imposible indiferencia que el público, a poca sensibilidad que posea, ha de sentir ante la posibilidad de pensar de nuevo en la guerra en términos de la heroica ficción en que el cine la ha representado en otras épocas y otras geografías. El «ven y mira» del título original y del subtítulo español es una invitación a comprender y a aprender, y también a la militancia y a la beligerancia, no para cerrar filas con un bando ideológico concreto, ni siquiera para el promotor de esta película conmemorativa, sino, en todo caso, para hacerlo en el único bando posible, el contrario a que la guerra siga siendo considerada como una herramienta váida y aceptada para la resolución de conflictos. Porque la guerra siempre es el conflicto, el mayor de todos, y nunca la solución. La prueba de que los supervivientes también son, en cierto modo, muertos de la guerra, está plasmada en el destruido rostro de Alexei Kravchenko, que queda para siempre imperturbable en la memoria del espectador.

Cine de verano: Historias de la revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1960)

El afamado director cubano Tomás Gutiérrez Alea debutó en el largometraje con esta película de episodios sobre la revolución cubana, primera producción estrenada por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos. El herido trata de las paradójicas consecuencias que tiene para un grupo de personas acoger a un activista revolucionario buscado por la policía de Batista. Rebeldes plantea el conflicto entre deber y conciencia que surge de la duda entre abandonar a un guerrillero herido durante una acción en Sierra Maestra para salvar al resto del grupo o permanecer junto a él y exponerse a un contraataque del ejército que pueda acabar con todos. Por último, La batalla de Santa Clara recrea la toma de esta ciudad por los revolucionarios en diciembre de 1958, el principio del fin del régimen de Batista.

Maquinaria de muerte: Rey y patria (King and Country, Joseph Losey, 1964)

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Basada en una pieza teatral de John Wilson, de la que la película hereda la limitación de escenarios y cierto estatismo (al menos aparente) en la acción, esta obra de Joseph Losey, realizada en su forzado exilio británico, queda emparentada de inicio con el argumento de otro pilar del antibelicismo cinematográfico, Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957), ya que, como esta, comparte la premisa de representar al ejército en tanto que institución, y a sus mandos en tanto que valedores de su permanencia y omnipotencia, con los atributos de una maquinaria en continuo funcionamiento desprovista de toda humanidad, sensibilidad o compasión, estrictos mecanismos de la burocracia del horror que, con las más altas palabras como coartada moral, sirven al humo de las grandes proclamas de las que se alimenta como colectividad y organismo compuesto (honor, gloria, patria, valor, moral, servicio, sacrificio), mientras que muestra poca o nula preocupación, al menos en tiempos de combate, por las inquietudes, necesidades, temores y debilidades de quienes lo conforman, sobre todo si ocupan los lugares inferiores de la cadena de mando, los más bajos del escalafón o son simplemente carne de cañón. Pero la película, ya desde su título, añade dos matices interesantes, uno de ellos propio del contexto temporal de la cinta, la Corona (la Primera Guerra Mundial enfrentó, entre muchos otros, a cuatro antiguos imperios cuyos soberanos mantenían estrechas relaciones de parentesco), pero también un valor típicamente británico (God Save the King, o the Queen, según el caso) en el pasado y el presente, y otro más a priori mundano pero igualmente condicionante, la influencia del pueblo, el Country, el país, no solo entendido como ente abstracto de carácter histórico, político, jurídico, social o cultural, sino como masa de gente concreta (parientes, amigos, compañeros de trabajo, novias, la sociedad civil que ennoblece el hecho de alistarse y condena como acto de cobardía a quien elude tomar las armas) que, llena la cabeza del aire de las proclamas antes citadas e imbuida de ese nacionalismo por oposición (una redundancia, puesto que no hay otro nacionalismo que el que se afirma creando un enemigo ante el que erigirse) que tanto ayuda a lavar el cerebro del pueblo, empuja a sus miembros a servir de materia prima imprescindible en los distintos teatros de operaciones, a merced de intereses, ambiciones y problemas que no son los suyos, que son creados por otros, pero que los utilizan como moneda de cambio de carne y sangre para solventar sus ocasionales desencuentros. Así, una vez sucias y cuarteadas las banderas, apagados los himnos, las fanfarrias y los discursos, llenos de cadáveres los campos de batalla, con el hundimiento de la economía y el racionamiento, el hambre, la carestía y las privaciones, ese mismo pueblo que empujaba a los hombres a luchar al servicio de principios e ideales que no eran los suyos vuelca su ira y su resentimiento, precisamente, en aquellos a los que arrastró a ir a la guerra, olvidando su existencia, marginándolos a su regreso, culpándolos de sus años de vida perdidos. Pero el protagonista de la cinta, el soldado Arthur James Hamp (Tom Courtenay) no llegará a sufrir y padecer este postrero desencanto, puesto que su doble condición de víctima, de la guerra y de la propia naturaleza del ejército, lo sentencia precisamente por aquello que todavía conserva de ser humano: la capidad de horrorizarse, de racionalizar el terror, de reaccionar como un ser humano sensible ante la carnicería continua en la que vive.

Porque Hamp reacciona por instinto como cualquier ser humano cuando llega a su límite de lo soportable, y en plena batalla ha echado a caminar en dirección distinta a la marcada por sus mandos hacia las trincheras enemigas, y desde el terrible campo de batalla de Passchendaele (uno de los más tremendos de toda la guerra, con centenares de miles de muertos), tal como los británicos conocen la tercera batalla de Ypres, en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, comienza a andar provisto de su arma y de sus pertrechos, sin que nadie lo detenga, le pregunte nada o cuestione sus actos, hasta que la Policía Militar lo arresta en Calais, ya en el Canal de la Mancha. Razón por la que Hamp está prisionero en un repugnante calabozo improvisado (la puerta de barrotes está hecha con el cabecero metálico de una cama) en la inmunda trinchera en la que su unidad, bajo una lluvia torrencial que deja todo embarrado y lleno de charcos de agua putrefacta en un ambiente de insana y podrida humedad, con cadáveres de hombres y bestias sepultados por el lodo y descubiertos por las bombas y los corrimientos de tierras, esperando que se celebre el consejo de guerra que debe dar respuesta jurídico-militar a la insubordinación, cobardía y falta de patriotismo que supone su acto de deserción. La primera gran virtud de la película de Losey y del guion de Evan Jones en que nada de esto nos es mostrado (la película alcanza un breve metraje de ochenta y seis minutos), sino que el público es informado de ello a través de sucintas menciones y de lacónicas exposiciones de hechos durante el proceso. El espectador conoce a Hamp ya recluido en su prisión privada, custodiado por sus compañeros de unidad, estos ya plenamente deshumanizados, que lo mismo tratan con odio e indiferencia a los mandos que reprochan, callada o violentamente, la actitud de su compañero traidor, pero que también son capaces, en un irreflexivo acto de piedad, de convocar una juerga nocturna de alcohol y desenfreno, humillando incluso a la víctima, la noche anterior al cumplimiento de la pena máxima. Es ahí, en la debilidad mostrada por Hamp y en el redescubrimiento por parte del oficial designado para su defensa, el capitán Hargreaves (Dirk Bogarde), de la verdadera esencia del ejército como maquinaria ajena a sentimientos y emociones humanos que no sirvan para la retroalimentación de su familiaridad con el horror y la violencia, donde reside la esencia de la película. Continuar leyendo «Maquinaria de muerte: Rey y patria (King and Country, Joseph Losey, 1964)»

Música para una banda sonora vital: Zulú (Zulu, Cy Endfield, 1964)

Tema central de la banda sonora de esta crónica sobre el heroico hecho de armas de Rorke’s Dift. El 22 de enero de 1879, durante la primera guerra anglo-zulú por el dominio de lo que hoy es Sudáfrica, los británicos al mando de Lord Chelmsford, que había desobedecido sus órdenes y había penetrado en territorio zulú, sufrieron la apabullante derrota de Isandlwana, en la que perdieron más de mil soldados y todo su armamento moderno frente a una tropa de cuatro mil guerreros zulúes. El mismo día, apenas ciento cincuenta británicos que no habían llegado a tiempo a la batalla resistieron durante dos días a la misma fuerza zulú en la misión de Rorke’s Drift, logrando que finalmente los nativos levantaran su asedio y se replegaran.

En 1964, en pleno proceso descolonizador de los dominios británicos en África, Stanley Baker y el debutante Michael Caine protagonizaron esta epopeya del cine historicista británico que cuenta con la música de John Barry. Quince años más tarde, en conmemoración del centenario de aquellos hechos, con guion de Endfield y dirección de Douglas Hickox, el cine británico narró de forma más crítica y menos complaciente la masacre de Isandlwana en Amanecer Zulú (Zulu Dawn, 1979).

Mis escenas favoritas: Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967)

Hábil y económica, es decir, efectiva en términos cinematográficos, presentación de los personajes principales de este clásico del cine bélico, dirigido por el gran Robert Aldrich.

Mis escenas favoritas: M. A. S. H. (Robert Altman, 1970)

Hacer el amor y no la guerra es un mandato que se toma muy en serio cierta pareja de esta comedia «bélica» de Robert Altman, película tan atrevida como para situarse en un hospital militar de campaña durante la guerra de Corea y estrenarse en 1970, en plena guerra de Vietnam. Una coincidencia totalmente deliberada que difícilmente podría darse hoy en las carteleras.