Cine de verano: También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, Werner Herzog, 1970)

Los reclusos de una especie de centro de internamiento, situado en la isla canaria de Lanzarote, se rebelan contra la autoridad y empiezan a destruirlo todo para provocar al responsable de la institución, que tiene a uno de ellos retenido. Perversa alegoría sobre la humanidad con forma de comedia negra, su personaje central funciona como la encarnación de los siete pecados capitales, mientras los rebeldes que luchan entre ellos para conseguir territorio y comida son cada vez más crueles. Se dice que, dado el caos que estaba suponiendo el rodaje, Herzog prometió a su reparto, compuesto enteramente por actores no profesionales con acondroplasia, que se arrojaría desnudo sobre un campo de cactus si lograban finalizar la filmación. Y, según se cuenta, cumplió su palabra.

Diálogos de celuloide: El expreso de Chicago (Silver Streak, Arthur Hiller, 1976)

SHERIFF: ¿Qué puedo hacer por usted?

GEORGE: Quiero denunciar un asesinato.

SHERIFF: ¿Eh?

GEORGE: Un hombre ha sido asesinado en el expreso de Chicago y hay una chica que corre grave peligro. Hay que detener el tren.

SHERIFF: Un momento. ¿Dice que han matado a un hombre?

GEORGE: Sí.

SHERIFF: ¡VAYA! Nunca habíamos tenido aquí un asesinato. Siéntese, tome una taza de café. Sírvase usted mismo. Vamos con los hechos. ¿Cómo se llama usted?

GEORGE: Corwell. George Caldwell. Soy de Los Ángeles.

SHERIFF: … «Los Ángeles», muy bien. ¿Quién ha sido asesinado?

GEORGE: En realidad, han sido dos. El primero se llamaba Bob Sweet. Era un agente federal.

SHERIFF: ¿Un agente federal?

GEORGE: Sí. El segundo era un hombre llamado Reese. Le maté yo.

SHERIFF: ¿Le mató usted?

GEORGE: Si, él mató a Sweet.

SHERIFF: ¿Porque Sweet era un federal?

GEORGE: No, porque le confundió conmigo.

SHERIFF: Reese mató a Sweet y usted mató a Reese.

GEORGE: Exacto. Con un fusil de arpón.

SHERIFF: Con un, ¿con un qué?

GEORGE: Yo cogí el revólver de Sweet, pero se me cayó y tuve que usar un fusil de arpón. ¿No cree que deberíamos avisar a alguien?

SHERIFF: Espere, espere. ¿Dice que mató a Reese con un arpón?

GEORGE: Sí, él iba a dispararme a mí.

SHERIFF: Con un arpón.

GEORGE: No, con una bala; él mató al profesor.

SHERIFF: ¿Quién mató al profesor?

GEORGE: ¡Reese!.

SHERIFF: Reese mató a Sweet.

GEORGE: Y al profesor.

SHERIFF: Ya son tres.

GEORGE: Oh, sí, claro, lo olvidé. El profesor fue asesinado anoche. ¿No podríamos dejar eso para más tarde?

SHERIFF: Ummm. ¿No hay ninguno más?

GEORGE: ¿Ninguno más qué?

SHERIFF: Asesinado.

GEORGE: No, no, pero podría haberlo pronto si no detenemos el tren. Coja el teléfono y llame a sus superiores. Dígales que yo tengo las cartas de Rembrandt. Por ellas han asesinado al profesor.

SHERIFF: ¿Era un federal?

GEORGE: ¿Quién?

SHERIFF: Ese tal Rembrandt…

GEORGE: ¡REMBRANDT ESTÁ MUERTO!

SHERIFF: Ya son cuatro. Escuche, ¿seguro que no se está inventando todo esto? Soy un agente de la ley y tengo mejores cosas que hacer que escuchar tonterías [suena un teléfono]. Ése es mi teléfono rojo. Ahora procure poner en claro sus ideas porque cuando vuelva quiero respuestas claras y concretas, ¿entendido?. Y empezaremos por el que mató a Rembrandt.

(guion de Colin Higgins)

Círculo de fuego: Antes de la lluvia (Before the Rain – Pred Dozdot, Milcho Manchevski, 1994)

En el comienzo de esta aclamada película de Milcho Manchevski (que tantas y tan altas expectativas despertó, prácticamente todas defraudadas a partir de su segunda película, hasta el punto de la súbita, progresiva e imparable disolución de su carrera), coproducción entre Macedonia, Francia y el Reino Unido, el director macedonio establece visualmente cuál es la estructura y el fondo narrativo de la cinta: en un homenaje directo al comienzo de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), unos niños ponen a luchar a dos tortugas en el centro de un círculo que han creado con ramas y palos, azuzando a la una contra la otra, empujándolas y agarrándolas de sus caparazones, antes de prender fuego a las ramas y palos y completar así un círculo de muerte. De este modo, en dos breves tomas, Manchevski sitúa temática y narrativamente la película: en primer lugar, el esqueleto circular del guion, construido sobre historias cruzadas -tan de moda durante los noventa y hasta bien entrados los dos mil- de círculos concéntricos que convergen al comienzo y al final del metraje; en segundo término, las imágenes aluden simbólicamente al fondo de la historia, la guerra enconada, de difícil resolución, en un mundo que ha estallado en llamas. Estructurada en tres partes, Palabras, Rostros e Imágenes, la historia entreteje las evoluciones de distintos personajes en la recién independizada república de Macedonia en el contexto de la guerra de los Balcanes, en una atmósfera de odio y depuración étnica y racial.

El primero de los segmentos es el visualmente más logrado, y también al que mejor se ajusta la música compuesta por Anastasia para la película. La fotografía de Manuel Teran crea hermosas composiciones de exteriores, aprovechando la morfología montañosa y el perfil del monasterio medieval recortado junto al lago, mientras que en los interiores saca enorme partido al ceremonial ortodoxo griego, a la modesta suntuosidad de los iconos y la iluminación con velas y cirios, a la solemnidad ceremonial del culto y al entorno tranquilo, semioscuro y silencioso de la vida monacal. En este escenario, un joven monje que ha hecho voto de silencio (Grégoire Colin) se ve en la tesitura de contravenir las severas normas de la comunidad para esconder y proteger a una muchacha albanesa, de fe musulmana, perseguida por una brigada de ciudadanos armados de una localidad próxima. Mintiendo a sus superiores al tiempo que oculta a la chica, la presión de ambas situaciones se hace insostenible y conduce a un final pesimista en el que el odio y se impone sobre la razón y la fe, la intransigencia sobre la compasión y la caridad. Las esperanzas del monje se vuelcan entonces en reunirse en Londres con un tío suyo, un famoso y premiado fotoperiodista. En la segunda de las historias, una fotógrafa de una agencia de prensa londinense (Katrin Cartlidge) lucha por superar la crisis personal que se deriva tanto del alejamiento de su marido (Jay Villiers) como de los deseos de su colega y amante (Rade Serbedzija) de retornar a Macedonia; cuando se reúne con su marido para intentar poner fin a sus problemas, de un modo u otro, se ven súbitamente interrumpidos y amenazados por un episodio irracional y violento que prueba que las armas y la guerra tienen los tentáculos muy largos y pueden llegar a cualquier parte en todo momento; en el último de los fragmentos, el fotógrafo, de retorno a su país de origen, se encuentra con una realidad muy distinta a la que dejó atrás: los pueblos prácticamente en ruinas, su casa medio derruida, barrios enteros desiertos y muy deteriorados, y comunidades que antaño vivían en paz y armonía, separadas, incomunicadas, armadas, preparada una para expulsar a los que considera extraños, lista la otra para defenderse a cualquier precio; en este contexto, reencontrarse con amigos «del otro» lado, con su descendencia, como la muchacha albanesa del primer capítulo, y tratar de recuperar a un antiguo amor, conllevan un enorme riesgo, y mantener la cordura implica pagar el más alto precio ante el absurdo abismo de la guerra.

El atractivo visual y el gusto del director por la composición de planos y el uso del escenario que rigen en el primer capítulo no se trasladan al episodio londinense, plano y anodino, de estética artificiosa y ritmo apresurado. El nudo central del drama, el triángulo amoroso entre la fotógrafa, su amante y su marido encajan mal con la resolución, un tanto caprichosa y traída por los pelos, por más que se comprenda la tesis que subyace sobre ella, si bien la conexión con el primero de los fragmentos está bien hilada, aunque truncada e inconclusa por las circunstancias. Estéticamente, la película decae, tanto por la menos inspirada fotografía como por el diseño frío y aséptico de los interiores, que en el restaurante dan incluso sensación de precariedad. El tono visual remonta en el último capítulo, si bien su tema es principalmente la desolación, y esta idea se traslada a los interiores y exteriores escogidos. Una desolación doble, la de los campos sin cultivar o las casas abandonadas como metáfora de la campana de incomunicación e incomprensión que se ha extendido sobre las comunidades macedonia y albanesa, antaño bien avenidas. En ese contexto, cualquier intento por un miembro de una de las partes por tender puentes, de la clase que sean, con la otra, recibe los recelos de ambas, si no acusaciones de traición, con las consecuencias fáciles de prever.

La película gozó en su momento de una excelente acogida crítica y de público, sin duda sensibilizados a causa de las imágenes que diariamente podían contemplarse en los informativos de todo el mundo y de la accesibilidad de su tesis central, por sabida que sea nunca improcedente, y que gira en torno a la idea de los estragos que puede causar la guerra, más allá de las banderas y los himnos patrióticos, de los maximalismos ideológicos o raciales, en las historias particulares de las personas, de sus familias, sus amigos y su modo de vida. La guerra como hecho absoluto y fenómeno universal, que afecta a todo y a todos aunque su localización geográfica sea la de un lugar poco relevante cuyos habitantes no importan a nadie, y que convierte en bestias irracionales incluso a las personas más justas, amigables y cabales, aun dentro de la propia familia. La película, con todo, ha sufrido el impacto de los treinta años transcurridos, y aunque las tres historias conservan la potencia de su fondo dramático y su capacidad de conmoción, visual y narrativamente la construcción de su entrelazado se ha revelado como una maniobra de guion artificiosa y algo postiza. Una película más de fragmentos, de partes, que de la totalidad, en la que brillan planos e instantes concretos por encima del conjunto, a la manera de la propia carrera de Manchevski, que siguió incidiendo en historias temporalmente fragmentadas e interconectadas sin la fortuna ni el éxito de este primer trabajo suyo, en media docena de películas y una serie de televisión. El desenlace del personaje del fotógrafo, en este punto, resulta casi un augurio irónico.

Cine de verano: Grito de piedra (Schrei aus Stein, Werner Herzog, 1991)

Partiendo de una idea del alpinista italiano Reinhold Messner, con quien ya filmara el documental La montaña luminosa en 1984, el cineasta alemán lleva a la pantalla la historia de la rivalidad entre dos montañeros, una veterana celebridad que ha conquistado los catorce picos que superan los ocho mil metros (Vittorio Mezzogiorno) y un alpinista deportivo que ha ganado el mundial de escalada indoor (Stefan Glowacz), por la conquista de la cima del Cerro Torre, en la Patagonia argentina, en paralelo a su lucha por el amor de la misma mujer (Mathilda May). Al mismo tiempo, un ambicioso cronista deportivo (Donald Sutherland), se hace con la exclusiva para la retransmisión del evento a nivel mundial. Hermosas imágenes de la alta montaña hostil y salvaje, fotografiadas por Rainer Klausmann, acompañadas de la música de Sarah Hopkins, Ingram Marshall, Atahualpa Yupanqui y Richard Wagner. Completan el reparto Brad Dourif, Al Waxman, Lautaro Murúa, Chavela Vargas y Volker Prechtel.

Cine de verano: La millonaria (The Millionairess, Anthony Asquith, 1960)

Muy irregular comedia, escrita por Wolf Mankowitz y Riccardo Aragno a partir de la obra teatral de George Bernard Shaw, en la que una joven italiana, rica y de buena posición (Sophia Loren), derrocha maridos y dinero en toda clase de lujos. Su materialista visión del mundo y del amor cambia radicalmente cuando conozca al doctor indio Ahmed el Kabir (Peter Sellers), que atiende a las clases más desfavorecidas de Londres en una clínica de los barrios bajos. Algunos momentos inspirados de comedia se combinan con no poca cursilería romántica y varios gags que ya no funcionaban cuando fueron concebidos y ejecutados, pero que el paso del tiempo ha vuelto por completo obsoletos. Dos notas de interés predominante: el abogado que interpreta Alastair Sim, el mejor personaje de la película y el que más humor negro destila, y, en la versión doblada al castellano, el hallazgo de la voz de Alfredo Landa en boca de un personaje secundario.

Relevo en el terror: El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1968)

«Soy un anacronismo. Mi tipo de terror ya no aterroriza a nadie», confiesa resignado Byron Orlok (Boris Karloff), veterana celebridad del cine de horror clásico, en el momento de anunciar su retiro de la profesión. En su debut en el largometraje, Peter Bodganovich sorprende triplemente: en primer término, por su lúcida intuición al reflejar en su película el contraste entre la desgastada ficción terrorífica clásica de Hollywood y los nuevos temores que afrontaba la sociedad norteamericana en la década de los sesenta, justamente en el año crucial de 1968, en plena escalada en la guerra de Vietnam, solo cinco años después del magnicidio del presidente Kennedy y el mismo año del asesinato de su hermano Robert y de Martin Luther King, cuando la violencia y el horror reales eran servidos diariamente en copiosas raciones en los informativos de máxima audiencia y dejaban obsoletos a los monstruos tradicionales; en segundo lugar, porque el juego metacinematográfico que plantea magistralmente el filme (Boris Karloff interpretando a un actor de películas de miedo que es trasunto de sí mismo, y cuya carrera se ilustra con imágenes de cintas protagonizadas por el propio Karloff) ilustra como pocas veces el fenómeno de cómo el cine se impregna de la atmósfera socioeconómica y cultural, de los estados de ánimo sociales, de las euforias, depresiones y paranoias que laten en su entorno en el momento de surgir; por último, porque un director criado en la factoría de Roger Corman se atreve a emular desde los Estados Unidos el fenómeno cinematográfico, por entonces ya algo pasado de moda, de la nouvelle vague (como Truffaut o Chabrol, Bogdanovich es crítico de cine y partidario de la teoría del autor), y lejos de presentar el sucedáneo de serie B al estilo de sus adaptaciones de Edgar Allan Poe que su mentor esperaba (se dice que la participación de Karloff venía impuesta porque este le debía a Corman dos días de contrato), y para el cual le había a autorizado a utilizar tomas descartadas de su película El Terror (The Terror, 1963), protagonizada por Boris Karloff, Jack Nicholson, Sandra Knight y Dick Miller, se presenta con un brillante y agudo guion original, coescrito junto a su pareja de entonces, Polly Platt, y (sin acreditar) Samuel Fuller, muy ligado a la actualidad y repleto de referencias cinematográficas de nivel: Howard Hawks, Orson Welles y Alfred Hitchcock, nada menos. 

La historia se mueve en una doble vertiente. Karloff hace de sí mismo, en un estadio no muy diferente a aquel por el que transitaba su mortecina carrera en ese instante, mientras que Bogdanovich se reserva un papel coprotagonista, el de joven director de películas de terror que le ofrece un último guion, alejado de los clichés y temas del género, que Orlok, sin embargo, se ha negado a leer, pero que, en teoría, posibilitaría su renacimiento, o reciclaje, para nuevos públicos en un cine de distinta categoría, al tiempo que sería una estupenda carta de presentación para el cineasta en ciernes (segundo juego metacinematográfico: ¿es ese guion, no identificado ni explicado al público, El héroe anda suelto?). La trama en la que Sammy, el director, intenta convencer a Orlok de que lea su guion y participe en la película discurre en paralelo a los avatares de Bobby Thompson (Tim O’Kelly), el típico chico americano de los sesenta, buen hijo, trabajador y amante de su mujer, un joven saludable y normal de trato afable y educado pero de vida anodina que, sin embargo, tiene fascinación por las armas (lleva consigo un arsenal de rifles, carabinas, fusiles, revólveres y pistolas, cuidadosamente colocado en el maletero de su Ford Mustang). Inspirado también en una figura real, la de Charles Whitman, un antiguo marine estadounidense que el 1 de agosto de 1966 mató a tiros a su madre y a catorce desconocidos, el personaje de Bobby, del que progresivamente se revela la carga de tensión latente que soporta, asesina a su esposa y a su madre en un arrebato, antes de embarcarse en una orgía de fuego y de sangre que, iniciada en los altos de un depósito de agua que da a una autopista, finaliza en un autocine, precisamente, en la sesión nocturna que proyecta uno de los clásicos de Orlok (de Karloff), El terror, con la anunciada presencia de su protagonista, en la que este considera que va a ser su última aparición pública. Un Karloff-Orlok que previamente, en la habitación de hotel en la que vive, se ha apoderado del espectador en dos momentos verdaderamente cautivadores y conmovedores, cuando, mirando directamente a cámara, regala al público una última muestra de su capacidad para atemorizar, utilizando los ojos, la inflexión de la voz, el gesto, antes de, en un zoom largo que desde un plano general que muestra a varios interlocutores alrededor de una mesa y va cerrándose en torno a su figura, relata una inquietante anécdota alegórica sobre la omnipotencia de La Muerte.

La dirección de Bogdanovich, apoyada en la estructura del guion, construye un solvente diálogo entre estas tramas paralelas, con las acciones criminales de Bobby punteando visualmente el discurso nostálgico y desesperanzado de Orlok, la muerte del terror clásico a manos de los horrores modernos, mucho más truculentos, violentos, mortíferos y próximos a la cotidianidad de los espectadores/ciudadanos, que confluyen en un mismo tiempo y espacio en el lugar en el que ficción y realidad se dan la mano, el autocine, donde no solo interaccionan sino que llegan incluso a identificarse. Así, aquellas tomas en las cuales la mira del fusil de Bobby ocupa la misma posición y desempeña la misma función que el objetivo de una cámara cinematográfica (el primer encuentro de Orlok y Bobby, a distancia, tiene lugar precisamente a través de la mira telescópica del nuevo rifle que este está adquiriendo), reflejando el proceso por el que la tentación homicida va configurándose y creciendo en el interior del muchacho, dan paso al clímax durante el que este dispara al público directamente desde la pantalla del autocine, ocupando el mismo plano que la película, desplazándola, suplantándola, erigiéndose en el auténtico terror ante el que chillar, removerse, temblar, huir. Todos menos Orlok, quien, asumiendo su icónico papel protagonista, en una identificación literal entre los planos de El terror que muestra la gran pantalla del autocine y su propia actuación en la secuencia clave para la resolución de Targets, o bien dándose por amortizado y en una tentativa de poner un final rápido a lo que prevé como una lenta y agónica decadencia en un forzado, lamentable y vergonzante anonimato, afronta al criminal exponiéndose a una muerte prácticamente segura, tal vez buscada como única salida digna concebible, como personaje y como ser humano.

La película plantea así un tejido de relaciones al modo de juego de espejos entre realidad y ficción, entre la condición de sujeto agente y la de observador pasivo, que alcanza su conclusión visual, llena de pesimismo, en el plano largo del autocine vacío de público, en la desolación de una explanada desierta de vida, de imaginación, de cine. Una película fascinante que hace de los Estados Unidos del momento una película real que es preciso observar sobrecogido, hasta el punto, quizá, de aterrorizarse.

 

 

Música para una banda sonora vital: Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One Two Three, Joseph Sargent, 1974)

David Shire pone la música de este estupendo thriller de secuestros que combina acción e intriga con un refinado sentido de la comedia negra.

A Dios rogando: El rapto (Rapito, Marco Bellocchio, 2023)

La última, hasta la fecha, película del veterano cineasta italiano Marco Bellocchio mantiene la apuesta por una de las constantes de su amplia y variada filmografía: el cuestionamiento de la ética de las instituciones de poder. En este caso, circunstancia siempre en cierto punto arriesgada cuando se trata de un creador transalpino, el foco de atención es la Iglesia Católica personalizada en el papa Pío IX a través de un hecho real acaecido en 1858, la separación forzosa, a instancias del papado, de un niño de siete años, Edgardo Mortara, del resto de su familia, de religión judía, a partir del conocimiento que se tiene del hecho de que ha sido bautizado clandestinamente, sin el consentimiento de sus padres, y como consecuencia de la ley canónica, que impide que un católico permanezca bajo la tutela de una familia que no profesa esta creencia. El suceso tiene lugar en Bolonia, entonces parte de los Estados Pontificios, el territorio que, bajo la forma política de reino, gobernaba el papa como monarca absoluto hasta que el proceso de unificación italiana limitó sus dominios a la ciudad de Roma y, tras los acuerdos de Letrán de 1929, a los límites de la Ciudad del Vaticano. De ahí que, en contra de lo que dice el mismo título de la película, y a diferencia de lo que afirma la mayoría de sinopsis y reseñas que hablan de ella, no se trate de la crónica de un secuestro (aunque su realización y efectos puedan considerarse equiparables), sino del pormenorizado y extenso (en el tiempo) relato de las infaustas repercusiones que la aplicación de una norma basada en postulados religiosos de legitimidad y justicia más que dudosas, por partidistas y excluyentes, máxime cuando parten de la Inquisición, puede tener en la vida de los ciudadanos comunes, y de las escasas o nulas herramientas de que estos disponen para oponerse a un poder arbitrario y despótico, por más revestido de dignidades espirituales y oropeles políticos que se muestre.

La habilidad del guion de Susanna Nicchiarelli, Edoardo Albinati, Daniela Ceselli y el propio Bellocchio consiste en ligar los acontecimientos que afectan a la familia Mortara y a la comunidad judía de Bolonia con las pinceladas que contextualizan los hechos respecto al largo proceso de unificación italiana, y que hacen que un caso inicialmente privado, el enfrentamiento de una familia con el poder estatal, se convierta en un conflicto internacional cuando Bolonia pasa al reino de Italia y Edgardo permanece en los Estados Pontificios. En paralelo, la película se ocupa del tratamiento psicológico del protagonista como vértice de sus relaciones con quienes lo acogen, el papa y sus agentes, y los compañeros de la escuela vaticana, así como de los efectos que tanto en él como en su familia tiene la separación obligada. Edgardo, todavía una mente sin formar, sufre un rápido y comprensible síndrome de Estocolmo que le lleva a encajar demasiado bien en su nuevo entorno, mientras que su padres sufren su ausencia y, o bien maniobran en busca de ayuda (jurídica, política y religiosa, dentro de su comunidad, lo que genera incluso intentos ilegales de recuperación del pequeño), o se dejan caer en la depresión y la frustración. Pero esta fortaleza del argumento contiene igualmente su debilidad estructural. Aunque la película se muestra sólida y enérgica en la narración de la detención del niño, su traslado forzado a Roma, la ausencia que deja en su familia y las distintas acciones que esta intenta para recuperarlo, todo ello bajo una adecuada atmósfera de drama y pesadilla de tintes casi kafkianos que alimenta un suspense absorbente plagado de incertidumbres, en el aspecto histórico queda demasiado deudora del tránsito temporal señalado a base de irritantes letreros que marcan el paso de los años y su relación con el proceso de unificación de Italia. Ahí es donde el tratamiento flojea, puesto que se alude de oídas a condicionantes de la situación -el eco que tiene el episodio de Edgardo entre los gobiernos extranjeros y la prensa internacional; por ejemplo, el apoyo inicial de Napoleón III de Francia y su posterior cambio de posición-, mientras que en otros aspectos la película renuncia progresivamente a la complejidad y deriva hacia el maniqueísmo. Así, apuntes psicológicos inicialmente esbozados -la duplicidad que experimenta Edgardo, por un lado, su aceptación del statu quo, y por otro, el extrañamiento de su familia; la ambivalencia del muchacho y el papa en su relación personal, ese acercamiento y ese afecto que quedan, no obstante, mediatizados por la voluntad y el férreo dominio del pontífice- quedan repentinamente simplificados y reducidos al antagonismo de buenos y malos desde la base del rechazo a todo fanatismo religioso y a toda imposición de poder, mientras que la carga dramática sufrida por la familia adquiere tintes de folletín, en episodios como, por ejemplo, el reencuentro entre Edgardo y uno de sus hermanos, soldado del ejército de Italia durante la entrada de las tropas en Roma, o bien durante la enfermedad de la madre y el desenlace que esta circunstancia tiene en relación con las posibilidades de encaje del muchacho en su familia.

La película, sin embargo, aunque truncada como melodrama, conserva en todo momento una exquisita pulcritud formal que se beneficia tanto de los escenarios escogidos, interiores (los palacios vaticanos, las dependencias gubernativas, las oficinas diplomáticas, las instancias judiciales) y exteriores (las recreaciones de las calles y plazas decimonónicas de Roma y Bolonia o el tráfico fluvial, algo justas, no obstante, en cuanto a medios, cuando se trata de reflejar instantes socialmente convulsos, ya sean manifestaciones, algaradas violentas o la presencia de los soldados), como del tratamiento de la fotografía, de la dirección artística y del vestuario, que remarcan adecuadamente la suntuosidad y la abundancia de la corte papal y lo que implica el contraste entre la vida teóricamente dedicada a la dimensión espiritual en un marco de riquezas materiales y escenarios repletos de obras de arte, lo cual, a su vez, simboliza la dualidad entre los buenos propósitos alimentados por la fe y la aplicación autoritaria del rodillo de poder terrenal. El trabajo de cámara y el guion contribuyen decisivamente a crear una serie de viñetas de hermosa factura técnica y mensaje de contundente calado, en secuencias de contenido onírico -como la de Edgardo y el Cristo que tanto le impresiona- o en frescos en movimiento de estimable composición formal y apreciable textura plástica, que sirven al fin de mostrar la grandeza avasalladora del poder vaticano frente a los insignificantes ciudadanos anónimos, en contraste con el devenir de la narración y cómo estas posiciones se invierten a medida que Italia se impone sobre su adversario papal, en un cine de mundos, estructuras sociales y concepciones mentales y morales que desaparecen, próximo a la óptica de Visconti. El excelente tratamiento formal no va a acompañado, por tanto, de un desarrollo dramático equiparable, que a lo largo del extenso metraje (quizá demasiado) de dos horas y cuarto va decantándose desde un planteamiento rico y contradictorio de dinámicas de fe y pensamiento encontradas, hacia la simplicidad de posturas maniqueas inamovibles solo rota en una escena que resulta algo caprichosa de tan abrupta, lo que no impide que la película se erija en pertinente testimonio de tolerancia y oposición el dogma y al autoritarismo, más en un tiempo en que, en la propia Italia particularmente, pero también fuera de ella, estos recordatorios no van resultando ociosos.

Palabra de Robert Mitchum

“Tengo la misma actitud que tenía cuando comencé. No he cambiado nada más que mi ropa interior. He hecho de todo, menos de enano y de mujer. La gente no puede decidir si soy el mejor actor del mundo… o el peor. De hecho, yo tampoco. Se ha dicho que minimizo tanto que podría haberme quedado en casa. Pero debo ser bueno en mi trabajo, o no me transportarían por todo el mundo a estos precios”.

«La cárcel es como Hollywood, pero la gente tiene más clase».

«La gente cree que tengo un modo interesante de caminar; yo solo intento meter barriga».

«Tengo dos estilos de actuación: con caballo y sin caballo».

«La única diferencia entre mis compañeros actores y yo es que yo he estado más tiempo en la cárcel».

«Cada dos o tres años lo dejo por un tiempo. De esa manera siempre seré la chica nueva del prostíbulo».

«Estos niños de ahora solo quieren hablar de métodos de actuación y de motivación. En mis tiempos de lo único de lo que hablábamos era de sexo y de horas extras».

«Claro que me alegré de ver a John Wayne ganar el Oscar. También me alegra siempre ver a la señora gorda ganar el Cadillac en la televisión».

«Empecé siendo un fanático del sexo, pero no pude pasar el examen físico».

«Las estrellas de hoy son solo imágenes de masturbación».

«Las películas me aburren, especialmente las mías».

«¿Cómo me mantengo en forma? Paso mucho tiempo tumbado».





Un baile a la amistad: Siempre hace buen tiempo (It’s Always Fair Weather, Stanley Donen y Gene Kelly, 1955)

Genuina muestra del esplendor formal del musical clásico, en particular del estilo que definió a la unidad de producción que dirigiera Arthur Freed en el seno de la Metro Goldwyn Mayer, esta película de Stanley Donen y Gene Kelly -también protagonista, o uno de ellos…-, con no pocas reminiscencias de su anterior Un día en Nueva York (On the Town, 1949), se beneficia de la concurrencia de talentos y presupuestos que se dieron cita en el estudio del león desde el final de la guerra hasta mediados de los cincuenta. La música de André Previn, la fotografía en Cinemascope de Robert Bronner, el guion de Adolph Green y Betty Comden, la dirección artística de Cedric Gibbons, la dirección de Donen y Kelly y la presencia destacada en el reparto de este junto a Cyd Charisse, conforman un cóctel pletórico de energía y fuerza que refleja el proceso de reconstrucción del ánimo nacional durante la posguerra mundial, focalizado en tres antiguos camaradas de armas, Ted (Gene Kelly), Doug (Dan Dailey) y Angie (Michael Kidd), que, de regreso en Nueva York, pactan reunirse en esa misma fecha diez años después, en el mismo bar que había protagonizado sus sonadas correrías, para relatarse mutuamente cómo han retomado sus vidas, los avatares de sus nuevas carreras profesionales y de sus relaciones sentimentales, y celebrar así la vida. Cuando ese momento llega, sin embargo, no todo ha salido como se prometían, les puede el desánimo y la frustración. Pero lo más grave, con todo, es que los antiguos compañeros ahora no se reconocen, han perdido aquello que tenían en común, la amistad se ha disuelto, son auténticos extraños los unos para los otros.

Tras el espléndido prólogo en el que, después de asistir al desengaño amoroso de Ted, los amigos se conjuran para recuperar sus vidas, crecer y reencontrarse, pacto espectacularmente sellado con el largo número musical nocturno, de bar en bar, en el que los tres amigos juegan con las tapas de los cubos de basura o con las puertas y ventanas de un taxi amarillo, y al final de un divertido y brillante encadenado de tomas que muestran la evolución de las andanzas de Doug y Angie en contraste con el estancamiento de Ted a lo largo de esos diez años, la película se centra en el proceso de recuperación de la amistad de los tres exsoldados y, también, y al mismo tiempo, de su propia autoestima y de su empeño por conseguir sus sueños: Doug, que aspiraba a ser un gran pintor, no es más que un diseñador de campañas publicitarias de Chicago que está a punto de divorciarse de su mujer; Angie regenta en su pueblo un pequeño local de comidas al que gusta llamar restaurante; Ted, tras tocar muchos palos y no asentarse en ninguno, juega a ser promotor de boxeo de una gran promesa que va a consagrarse en el combate de su vida. Cuando el programa de televisión de Madeline Bradville (Dolores Gray) se queda sin historia para su emisión semanal, a Jackie Leighton (Cyd Charisse), ejecutiva del canal a la que Ted pretende, se le ocurre utilizar la historia de los tres antiguos amigos, ahora casi completos desconocidos forzados a convivir por unos días en la Gran Manzana, en busca de una reconciliación en horario de máxima audiencia. A la rivalidad y antipatía que surge entre ellos se une otra dificultad: los planes del crimen organizado para amañar el combate del pupilo de Ted.

Un guion bien armado acompaña la luminosa puesta en escena de Kelly y Donen, sustentada en un espectacular uso del Cinemascope y del color, y en particular en la excelsa labor de construcción de decorados del equipo de Cedric Gibbons, que reconstruye los exteriores neoyorquinos, las populosas avenidas repletas de locales nocturnos, de marquesinas de teatros y de escaparates comerciales, frecuentadas por multitud de personas entre el abundante tráfico de la hora punta, en el interior del estudio. En este marco tiene lugar uno de los números más recordados de la película, aquel en el que Ted, acosado por los esbirros del mafioso que le persigue (Jay C. Flippen), se pone unos patines y baila en la vía pública, incluso dando pasos de claqué. Los briosos números musicales combinan con otros más cómicos, como el que realiza Dan Dailey en la mansión del jefe de la delegación de su empresa en Nueva York o, sobre todo, el que protagonizan unos boxeadores en el gimnasio, que, tras un simpático preludio, sirve al lucimiento de Cyd Charisse. Romance, amistad, enredos, equívocos y una chispa de bajos fondos ligados al mundo del boxeo se combinan en una atmósfera de vodevil, punteada con un puñado de buenos diálogos y réplicas ágiles, que sin abandonar una perspectiva optimista y un tono ligero y amable, refleja en segundo plano, pero de manera determinante, ciertos cambios en la mentalidad de la sociedad estadounidense de posguerra: el protagonismo de la mujer en empleos destacados (en la publicidad y en la televisión), el peso de la mercadotecnia en la nueva dinámica consumista de la era Eisenhower, el boom económico de crecimiento y desarrollo de mediados de los años cincuenta y el rearme anímico y material del país tras dos décadas presididas por la depresión y por la guerra. En este punto, el trío protagonista representa un reverso alegre y despreocupado de los antihéroes del cine negro cuyas turbias andanzas se originaban y alimentaban de sus dificultades para reintegrarse a la vida civil, del mismo modo que la luz y el color de la película se oponen a los claroscuros y a la claustrofobia del noir (a pesar de que la película se filma en estudio, con telones pintados allí donde no llega la minuciosa reconstrucción de calles y edificios).

Una comedia con finales felices en las que el triunfo del amor, del reencuentro, de la reconciliación, del deseo de continuar luchando por la consecución de los propios anhelos se reviste del éxito económico y social, en la mejor tradición de un género, el musical, que, además de ser un canto (y un baile) al amor y a la amistad, es, sobre todo, en su formulación clásica, una manifestación de complacencia y satisfacción con un modo de vida y un sistema de valores en los que las oportunidades están al alcance de la mano, o de un paso de claqué. Sin embargo, con esa extraña condición premonitoria que el cine manifiesta en ocasiones, la película sirvió igualmente de advertencia acerca del desamor y del final de la amistad: cuando Gene Kelly inició un romance con la primera esposa de Donen, su amistad se rompió, y el director terminó abandonando el estudio para no coincidir con su antiguo amigo. Fue su última película juntos, y es que no siempre hace buen tiempo a gusto de todos.