Un baile a la amistad: Siempre hace buen tiempo (It’s Always Fair Weather, Stanley Donen y Gene Kelly, 1955)

Genuina muestra del esplendor formal del musical clásico, en particular del estilo que definió a la unidad de producción que dirigiera Arthur Freed en el seno de la Metro Goldwyn Mayer, esta película de Stanley Donen y Gene Kelly -también protagonista, o uno de ellos…-, con no pocas reminiscencias de su anterior Un día en Nueva York (On the Town, 1949), se beneficia de la concurrencia de talentos y presupuestos que se dieron cita en el estudio del león desde el final de la guerra hasta mediados de los cincuenta. La música de André Previn, la fotografía en Cinemascope de Robert Bronner, el guion de Adolph Green y Betty Comden, la dirección artística de Cedric Gibbons, la dirección de Donen y Kelly y la presencia destacada en el reparto de este junto a Cyd Charisse, conforman un cóctel pletórico de energía y fuerza que refleja el proceso de reconstrucción del ánimo nacional durante la posguerra mundial, focalizado en tres antiguos camaradas de armas, Ted (Gene Kelly), Doug (Dan Dailey) y Angie (Michael Kidd), que, de regreso en Nueva York, pactan reunirse en esa misma fecha diez años después, en el mismo bar que había protagonizado sus sonadas correrías, para relatarse mutuamente cómo han retomado sus vidas, los avatares de sus nuevas carreras profesionales y de sus relaciones sentimentales, y celebrar así la vida. Cuando ese momento llega, sin embargo, no todo ha salido como se prometían, les puede el desánimo y la frustración. Pero lo más grave, con todo, es que los antiguos compañeros ahora no se reconocen, han perdido aquello que tenían en común, la amistad se ha disuelto, son auténticos extraños los unos para los otros.

Tras el espléndido prólogo en el que, después de asistir al desengaño amoroso de Ted, los amigos se conjuran para recuperar sus vidas, crecer y reencontrarse, pacto espectacularmente sellado con el largo número musical nocturno, de bar en bar, en el que los tres amigos juegan con las tapas de los cubos de basura o con las puertas y ventanas de un taxi amarillo, y al final de un divertido y brillante encadenado de tomas que muestran la evolución de las andanzas de Doug y Angie en contraste con el estancamiento de Ted a lo largo de esos diez años, la película se centra en el proceso de recuperación de la amistad de los tres exsoldados y, también, y al mismo tiempo, de su propia autoestima y de su empeño por conseguir sus sueños: Doug, que aspiraba a ser un gran pintor, no es más que un diseñador de campañas publicitarias de Chicago que está a punto de divorciarse de su mujer; Angie regenta en su pueblo un pequeño local de comidas al que gusta llamar restaurante; Ted, tras tocar muchos palos y no asentarse en ninguno, juega a ser promotor de boxeo de una gran promesa que va a consagrarse en el combate de su vida. Cuando el programa de televisión de Madeline Bradville (Dolores Gray) se queda sin historia para su emisión semanal, a Jackie Leighton (Cyd Charisse), ejecutiva del canal a la que Ted pretende, se le ocurre utilizar la historia de los tres antiguos amigos, ahora casi completos desconocidos forzados a convivir por unos días en la Gran Manzana, en busca de una reconciliación en horario de máxima audiencia. A la rivalidad y antipatía que surge entre ellos se une otra dificultad: los planes del crimen organizado para amañar el combate del pupilo de Ted.

Un guion bien armado acompaña la luminosa puesta en escena de Kelly y Donen, sustentada en un espectacular uso del Cinemascope y del color, y en particular en la excelsa labor de construcción de decorados del equipo de Cedric Gibbons, que reconstruye los exteriores neoyorquinos, las populosas avenidas repletas de locales nocturnos, de marquesinas de teatros y de escaparates comerciales, frecuentadas por multitud de personas entre el abundante tráfico de la hora punta, en el interior del estudio. En este marco tiene lugar uno de los números más recordados de la película, aquel en el que Ted, acosado por los esbirros del mafioso que le persigue (Jay C. Flippen), se pone unos patines y baila en la vía pública, incluso dando pasos de claqué. Los briosos números musicales combinan con otros más cómicos, como el que realiza Dan Dailey en la mansión del jefe de la delegación de su empresa en Nueva York o, sobre todo, el que protagonizan unos boxeadores en el gimnasio, que, tras un simpático preludio, sirve al lucimiento de Cyd Charisse. Romance, amistad, enredos, equívocos y una chispa de bajos fondos ligados al mundo del boxeo se combinan en una atmósfera de vodevil, punteada con un puñado de buenos diálogos y réplicas ágiles, que sin abandonar una perspectiva optimista y un tono ligero y amable, refleja en segundo plano, pero de manera determinante, ciertos cambios en la mentalidad de la sociedad estadounidense de posguerra: el protagonismo de la mujer en empleos destacados (en la publicidad y en la televisión), el peso de la mercadotecnia en la nueva dinámica consumista de la era Eisenhower, el boom económico de crecimiento y desarrollo de mediados de los años cincuenta y el rearme anímico y material del país tras dos décadas presididas por la depresión y por la guerra. En este punto, el trío protagonista representa un reverso alegre y despreocupado de los antihéroes del cine negro cuyas turbias andanzas se originaban y alimentaban de sus dificultades para reintegrarse a la vida civil, del mismo modo que la luz y el color de la película se oponen a los claroscuros y a la claustrofobia del noir (a pesar de que la película se filma en estudio, con telones pintados allí donde no llega la minuciosa reconstrucción de calles y edificios).

Una comedia con finales felices en las que el triunfo del amor, del reencuentro, de la reconciliación, del deseo de continuar luchando por la consecución de los propios anhelos se reviste del éxito económico y social, en la mejor tradición de un género, el musical, que, además de ser un canto (y un baile) al amor y a la amistad, es, sobre todo, en su formulación clásica, una manifestación de complacencia y satisfacción con un modo de vida y un sistema de valores en los que las oportunidades están al alcance de la mano, o de un paso de claqué. Sin embargo, con esa extraña condición premonitoria que el cine manifiesta en ocasiones, la película sirvió igualmente de advertencia acerca del desamor y del final de la amistad: cuando Gene Kelly inició un romance con la primera esposa de Donen, su amistad se rompió, y el director terminó abandonando el estudio para no coincidir con su antiguo amigo. Fue su última película juntos, y es que no siempre hace buen tiempo a gusto de todos.

Dos vestidos rojos contra la fatalidad: Chicago, años 30 (Party Girl, Nicholas Ray, 1958)

Suele citarse, con fundamento, esta gran película de Nicholas Ray como broche de oro del ciclo del cine negro clásico norteamericano, abierto diecisiete años antes con El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), a la vez, por tanto, colofón de un estilo y predecesora del neonoir que pobló las carteleras en los años sesenta y que, remozado en la década siguiente con sus temáticas e influencias coyunturales, ha seguido apareciendo con cuentagotas, con mayor o menor talento y fortuna, hasta nuestros días. Algo tiene la película, en efecto, de resumen del canon y de propuesta de nuevos horizontes para el género. Su argumento vuelve a una de las fuentes temáticas y estilísticas del cine negro estadounidense (junto con la tragedia griega, el expresionismo alemán o el realismo poético francés), las películas de gánsteres, mientras que, en el extremo contrario, además de una estética luminosa y colorista más próxima al musical que a las tradicionales tinieblas y los claroscuros universos del noir, propone una resolución novedosa respecto a uno de los ingredientes principales del género, la fatalidad, ese dios omnipotente que condiciona los acontecimientos y las relaciones entre los personajes hasta anular su voluntad, sus sentimientos o sus esfuerzos por resistirse a afrontar su destino. Al mismo tiempo, la película responde a las características creativas de Nicholas Ray como cineasta, uno de los más célebres exponentes de entre quienes transitaron desde el modelo clásico hacia los nuevos movimientos de modernización, y a sus intereses como autor diferenciado y con personalidad propia dentro del sistema de estudios.

La irrealidad de luces y sombras, de espacios claustrofóbicos y atmósferas saturadas y recargadas del cine en blanco y negro salta aquí a otra clase de irrealidad más cercana a la edad dorada del musical marca MGM, una Chicago reconstruida en decorados de estudio ya desde el inicial telón pintado de los rascacielos noctunos sobre el que se impresiona el letrero que sitúa temporalmente la acción, «los primeros años treinta», antes de internarse en un local sobre cuyo escenario tiene lugar la representación de un número de revista. Entre las chicas emplumadas y ligeras de ropa, Vicki Gaye (Cyd Charisse), bailarina y modelo ocasional (tal vez algo más) que tras tres años en la ciudad vio truncados sus sueños de danza, fama y estrellato y gana un dinero extra acudiendo como acompañante a las fiestas organizadas por mafiosos como Rico Angelo (Lee J. Cobb). En una de ellas conoce al abogado de Angelo, Thomas Farrell (Robert Taylor), especializado en llevar sus turbios asuntos y en librar de la cárcel a esbirros como Canetto (John Ireland). Unidos en principio por la causticidad que les provoca verse en eventos sociales indeseados, su relación circunstancial se asienta debido a una inesperada tragedia, a partir de la cual el antagonismo mutuo (el desdén con el que la maneja Farrell hiere continuamente a Vicki, a pesar de lo cual no deja de frecuentarle, lo mismo que Farrell no cesa de buscarla) se va transformando en atracción, tal vez en algo más. De este modo, Farrell le sirve a Vicki para afianzarse en sus principios y objetivos vitales (eso sí, gracias al «ascenso» que en su local le procura Angelo como favor personal a su abogado), mientras que Vicki es para Farrell la recuperación de una oportunidad perdida, la curación a las heridas del pasado que le han procurado un presente de insatisfacción, frustración y soledad, y que tienen que ver también con sus previos fracasos en el amor. En este sentido, la cojera que arrastra, fruto de las bravuconerías de la juventud, y cuyos efectos supera en parte gracias al hecho de sostenerse con un bastón, ejerce de espléndida metáfora del proceso interior que sufre Farrell, y que va de la dependencia de una muleta al hallazgo de un soporte vital diferente, sentimental, anímico, que le permite sobreponerse a su carencia (también físicamente, pues es entonces cuando se plantea por fin operarse de la pierna) para emerger como un hombre nuevo, con ideales, valores, objetivos y deseos completamente distintos, y por ende, ajenos al mundo en el que su trabajo para Angelo le obliga a vivir.

Se abre así una doble trama paralela, de tonos y estilos diferentes que convergen en la magnífica plástica que procura a la narrativa de Ray la fotografía de Robert Bronner con el sello de calidad de Metro-Goldwyn-Mayer. Por un lado, un drama romántico-musical que se centra en los números de baile de Charisse (espléndidamente rodados, con una puesta en escena digna de la unidad de Arthur Freed; no sería descabellado verlos incluidos en alguno de los musicales protagonizados por la actriz) y en cómo su relación con Farrell afecta a su trabajo; por otro, una típica historia de cine negro en la que el incipiente amor de la pareja se ve sacudido por el fantasma de la fatalidad: la profesión de Farrell, sus amistades, sus conocimientos sobre la organización criminal de Angelo, le dificultan el paso de abandonar, le limitan y le reconducen una y otra vez, por las buenas o por las malas (principalmente, los temores a que Vicki se convierta en rehén o chivo expiatorio de la situación), a verse en manos de Angelo y sus nuevos socios. Por su parte, la ley, encarnada en el fiscal del distrito Jeffrey Stewart (Kent Smith) utiliza las dudas de Farrell para presionarle y meterle en una trampa en la que cualquier solución es arriesgada, y en la que las mayores amenazas recaen sobre Vicki, y no sobre él. Este tejido de presiones e influencias deviene en una situación desesperada cuya resolución violenta choca, sin embargo, con el tradicional e inalterable triunfo de la fatalidad en el género. El ciclo clásico del noir finaliza con una victoria del Hombre frente al destino, con la superación de la derrota, con el triunfo de la vida sobre la muerte. El cine negro, en Technicolor y con final «feliz», tiene abierta la puerta para reinventarse.

El carácter precursor de la película se observa explícitamente en determinadas secuencias homenajeadas en el cine posterior, por ejemplo, la alusión literal, aunque más brutal, que se hace en Los intocables de Eliot Ness (The Untouchables, Brian de Palma, 1987) a la escena de la cena que protagoniza Lee J. Cobb y en la que aplica una represalia de urgencia sobre un colaborador que le ha defraudado o traicionado, o en los breves apuntes visuales de los asesinatos cometidos en la guerra de bandas, cuya recreación remite directamente a ilustres descendientes cinematográficos (la trilogía de El padrino, por ejemplo). No obstante, lo más destacado de la cinta es la interpretación de Robert Taylor, de una intensidad infrecuente en su carrera, el trabajo de cámara y de puesta en escena, tanto en los fragmentos de cine musical como en los interiores (despachos, camerinos, tugurios) y en los falsos exteriores resconstruidos en estudio, que proporcionan a la película un aura irreal, pesadillesca, por momentos incluso onírica, que la sustraen del realismo, y, por encima de todo, la presencia majestuosa, sensual, también sensible, de Cyd Charisse, que despliega todo su magnetismo en los números musicales que protagoniza, ambos con tintes de sensualidad y exotismo, y que, enfundada en dos ajustados vestidos rojos, como la pasión, como la sangre, abre y cierra el proceso de transformación de un hombre amargado y atormentado, prisionero de sus traumas, que resucita a la vida gracias a su amor desinteresado y sincero. Un amor que, por fin, y como cierre por todo lo alto de uno de los ciclos cinematográficos más gloriosos de la historia, vence de una vez por todas a la fatalidad y escribe su propio destino.