Testimonio de Serie B: En un aprieto (Tight Spot, Phil Karlson, 1955)

 

También conocida en España como Testimonio fatal, en un alarde dramático de una grandilocuencia digna de las sobremesas de Atresmedia, y dirigida por Phil Karlson, uno de los reyes de la serie B con un puñado de títulos merecedores de mayor consideración –Trágica información (Scandal Sheet, 1952), El cuarto hombre (Kansas City Confidential, 1952), Calle River 99 (99 River Street, 1953), El imperio del terror (The Phenix City Story, 1955)…-, se trata de un entretenido thriller en torno a la protección de una valiosa testigo que, sin embargo, se mantiene reacia a colaborar. Tras el asesinato del más importante confidente de las autoridades cuando se disponía a testificar ante el tribunal contra Benjamin Costain (Lorne Greene), un jerarca mafioso, la última esperanza del fiscal Lloyd Hallett (Edward G. Robinson) reside en la reclusa Sherry Conley (Ginger Rogers), condenada en su momento por dar cobijo a un fugitivo, que es puesta bajo custodia del teniente de policía Vince Striker (Brian Keith). Confinada en una habitación de hotel hasta el día fijado para su declaración, los hombres de Costain ponen en práctica toda una serie de maniobras y estrategias en busca de que Sherry no pueda testificar, mientras que el fiscal y el policía tratan de convencerla de que lo haga. Así, es la descarada, socarrona y algo vulgar Sherry el eje sobre el que se articula la lucha entre la ley y el crimen organizado en la ciudad de Nueva York, si bien el objetivo de Hallett no es encerrar a Costain, sino deportarlo: su intención no es que la mujer revele la participación del mafioso en la comisión de delitos capitales que impliquen su condena y prisión, o tal vez algo más, sino que acredite, como testigo presencial, la realización de ciertas prácticas ilegales, como son la introducción ilegal de personas en el país, que quiebran el juramento de lealtad pronunciado por los ciudadanos extranjeros para obtener su permiso de residencia, y cuya vulneración implica su expulsión de territorio estadounidense. Una premisa, adaptada de una obra teatral de Leonard Kantor por el guion de William Bowers, que recuerda, con muchos matices, al episodio real de la deportación del famoso Charles Lucky Luciano.

La puesta en escena de la película, así como la estructura de su guion, denotan, quizá excesivamente, la deuda con su origen teatral. Situada en escenarios reducidos (en particular, la habitación de hotel, con un breve preludio en la prisión y un aún más breve epílogo en la sala del tribunal, a los que se añaden el paso por algunos despachos y por un aparcamiento), la dirección de Karlson trata de paliar su dependencia de este estatismo formal con las herramientas habituales, es decir, fragmentando los espacios por medio de la utilización de distintas perspectivas y angulaciones de la habitación 2409 del hotel St. Charles, incluso sacando la cámara al otro lado de la ventana para mirar hacia dentro, y haciendo que los personajes se desplacen continuamente por ella, entren o salgan, y también colocando secuencias de transición, ubicadas en exteriores, que conectan un escenario con otro y que preferentemente tienen lugar en las cercanías de los edificios o en el interior de vehículos en circulación que se mueven entre uno y otro. En paralelo, tiene lugar el proceso de transformación de los personajes principales: Sherry, desde el punto egoísta y resentido de quien, castigada por la sociedad, ve cómo esta requiere ahora de su participación apelando a los mismos valores que sirvieron para excluirla y encerrarla; y Striker, cuyo celoso cumplimiento de las normas choca con el carácter disoluto y desafiante de su protegida, mientras que, al mismo tiempo que su actitud hacia ella varía hacia el extremo opuesto, su conducta real obedece a un cambio sobre el que pivota el giro de guion que domina el tramo final del filme. Por su parte, la interpretación de Edward G. Robinson como fiscal es más bien de perfil bajo; siendo consciente de su condición secundaria, deja cancha abierta en escena a sus compañeros de reparto. En cuanto a Lorne Greene, su personaje es de una pieza, y lo interpreta como tal. En este apartado interpretativo, destaca especialmente el trabajo de Ginger Rogers, que para nada buscar disimular el efecto de sus cuarenta y cuatro años en su rostro y en su figura, pero que demuestra una vez más su talento como actriz, como ha hecho prácticamente siempre que se ha alejado del género musical. En esta ocasión, su celebrada vis cómica se reduce a la ironía y al sarcasmo, recurso que, a fuerza de reiteración, resulta incluso irritante, pero que se sostiene mejor que la algo forzada mutación final de su carácter.

La película, que transita por los lugares comunes propios de su subgénero, el de protección de testigos cruciales (antagonismo de caracteres, choque entre el interés personal y el deber público, claustrofobia y atmósfera permanente de amenaza, acción y violencia en las tentativas de agresión y en las consiguientes respuestas defensivas, tentativas de soborno, relaciones del hampa con elementos turbios de la policía dispuestos a plegarse a sus intereses, traiciones y dobles juegos…), necesita proporcionar un final acorde con los dictados del Código de Producción, por lo que el desenlace, justo tras el clímax del giro de guion que lo condiciona todo, conduce al inevitable castigo de los culpables (incluido alguno no inicialmente previsto) y a la redención, por medio del sacrificio, de quienes todavía conservan un ápice de rectitud moral que los lleva a dudar. La conclusión, sin embargo, aunque mesurada y coherente en lo que se refiere al personaje de Striker, resulta algo precipitada y «peliculera» en lo que respecta a Sherry pero, sobre todo, resulta involuntariamente abierto e interpretable, para nada tan cerrado y determinante como tal vez le gustaría a los responsables de gestionar la aplicación del Código. Así, como en la vida misma, queda en el aire, o a la interpretación del espectador, decidir si el final es tan feliz como una lectura explícita de las imágenes invita a pensar, o si fuera de cuadro pueden todavía operar fuerzas e intereses que conduzcan a un final «real» muy distinto, en el que los Striker y los Conley salen derrotados, y los Costain y los Luciano caen de pie y sobreviven.

Imitando a Orson Welles (II): La muerte silba un blues (Jesús Franco, 1964)

Durante su mejor época como director (cabría afirmar que la más digna, la única digna, incluso), y al año siguiente de su primer acercamiento al universo noir inspirado en Orson Welles, Rififí en la ciudad (1963), Jesús Franco repitió fórmula con esta película de intriga que remite, en el fondo y en la forma, a la obra del genio de Wisconsin, de quien el español había sido asistente y ayudante de dirección durante sus rodajes previos en España. En particular, títulos importantes en la filmografía de Welles como La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), Mr. Arkadin (1955) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958) están muy presentes, mediante alusiones estilísticas constantes, en esta modesta propuesta española de thriller con aires internacionales. Uno de los terrenos favoritos del cineasta estadounidense, el de las ciudades de tránsito internacional, con misterios y enigmas alrededor del contrabando, el mercado negro, el espionaje, la persecución policial y personajes de oscuro pasado, nacionalidad incierta, mixtura cultural y turbiedades psicológicas, que Franco hace suyo de nuevo en esta historia de planteamiento estimable, desarrollo fallido y conclusión mediocre, pero en conjunto llamativo en la cinematografía española del momento.

Vogel (Georges Rollin), un traficante y contrabandista que ahora se esconde en Kingston, la capital de Jamaica, bajo la fachada de respetabilidad del millonario Paul Radeck, su nueva identidad como hombre de negocios, hizo su fortuna tras traicionar a dos amigos y socios, Castro, abatido por la policía en un control que pretendía atravesar con un cargamento de armas, y Julius Smith (Manuel Alexandre), cuya máxima aspiración en la vida era triunfar como trompetista. Diez años después de este episodio y tras pasar ocho en la cárcel, Smith ha logrado su sueño, y además de grabar discos, es la gran estrella de un club de Nueva Orleans; en particular, su tema El blues del tejado es un gran éxito popular. La aparición de una cantante de cabaret, Moira Santos (Danik Patisson), muy interesada en Castro y Smith, la recuperación de la pista de Vogel y la comisión de un crimen ponen tras los pasos del delincuente al comisario Fenton (Fortunio Bonanova, asimismo antiguo actor para Welles en Ciudadano Kane) y a su ayudante Folch (Adriano Domínguez) -apoyados por un subalterno de breve aparición interpretado por un joven Agustín González-. La llegada a Kingston de un enigmático forastero (Conrado San Martín) que empieza a rondar a Radeck, a su esposa (Perla Cristal) y a su secuaz y hombre de confianza, Moroni (Gérard Tichy), y al que Radeck toma por un Castro «resucitado», completa un planteamiento de secretos y mentiras que se desarrolla primordialmente en ambientes nocturnos de la isla.

No es una elección baladí, puesto que en parte responde a la necesidad de esconder o disimular las evidentes estrecheces presupuestarias en las que se maneja la película. La conversión de emplazamientos de rodaje españoles en localizaciones de Nueva Orleans y Jamaica, no siempre lograda (los vehículos españoles con las matrículas modificadas, los letreros, los neones, las señales y el atrezo que altera estéticamente fachadas o lugares para hacerlos «anglosajones», recursos aprendidos por Franco en los rodajes a bajo coste de Welles), obedece a esta técnica de trampantojo continuo a la que sirve igualmente el doblaje, que igualmente contribuye a uniformizar en la banda de sonido la presencia en el reparto de intérpretes extranjeros de lengua diferente al castellano o con distinto acento al español de España. La fotografía de Juan Mariné cumple igualmente un esta doble función, además de crear atmósfera siguiendo algunos de los patrones visuales de las películas de Welles (ángulos de cámara inclinados, empleo del claroscuro, de iluminaciones saturadas y luces distorsionadas, de rostros grotescos presentados en primer término, preferencia por los espacios urbanos filmados entre sombras, uso reiterado de la profundidad de campo y del contrapicado tanto en interiores como exteriores), ayuda a camuflar las carencias de espacios y decorados, tanto las propias de las limitaciones de financiación como las deficientes para hacer pasar un entorno determinado por exteriores de Luisiana o de Jamaica.

La compleja trama, en la que se mezclan historias del pasado y del presente con la investigación policial y una historia de venganza, encuentra no obstante en la brevedad de su metraje (apenas 78 minutos) tiempo para varios números musicales, filmados desde una artificiosidad algo chusca y grandilocuente en una intención de sofisticación y refinamiento que choca con la torpeza y falta de maña en las secuencias de acción, ya sea la persecución de coches o se trate de las escenas de pelea, en particular la que enfrenta a San Martín y Tichy, uno de los momentos álgidos de la historia que, sin embargo, en su concepción y desarrollo, provoca incluso la sonrisa. Los entornos de lujo y opulencia, en particular la mansión de Radeck, evidencian igualmente el «quiero y no puedo» de una puesta en escena sustentada en medios tan precarios, la cual, sin embargo, también cuenta con aciertos, como la recreación del ambiente nocturno en los locales de copas y música, convenientemente aderezado con la música de Antón García Abril, y, sobre todo, la secuencia donde tiene lugar el clímax, esa multitudinaria fiesta de disfraces (más por el adecuado aprovechamiento del espacio en relación al número de extras, y por los ángulos de cámara elegidos para mostrarlo, que por la abundancia de figurantes) que parece extraída directamente de la mascarada goyesca de Mr. Arkadin. Una película que no pasa de mera curiosidad aunque se sigue con cierto interés, tanto por la trama en sí (si uno pasa por alto la irregularidad del guion y de ciertas interpretaciones) como por la observación atenta de cómo intenta ponerse en pie un cine a todas luces por encima de las posibilidades de la producción (la película está financiada por Rosa Films S. A.) al mismo tiempo que intenta denodadamente emular la mano genial de Orson Welles, fantasma aludido pero en todo punto ausente de este ejercicio fallido de amor de un discípulo por la obra de su maestro.

Radiografía de la corrupción: Cuerpo y alma (Body and Soul, Robert Rossen, 1947)

La nómina de involucrados en esta película a medio camino entre el melodrama y el cine negro da buena idea de cuál era el clima cinematográfico en plena «caza de brujas»: Robert Rossen, su director, víctima de la persecución del macchartismo que acabó cediendo y delatando a un buen puñado de antiguos camaradas simpatizantes del comunismo o miembros del Partido; John Garfield, uno de los actores más beligerantes contra la política de acoso y depuración de izquierdistas en el seno del cine norteamericano de posguerra; el guionista Abraham Polonsky, otro de los más célebres represaliados en aquella etapa oscura y vergonzosa para la democracia estadounidense. No termina ahí el nombre de ilustres participantes en el filme; tras la cámara, aunque menos conflictivos en lo ideológico pese a recibir su ración correspondiente de señalamiento, el ayudante de dirección, Robert Aldrich, y el montador, Robert Parrish, ambos futuros directores. Y la película, aunque no tenga un contenido declaradamente político sí refleja una atmósfera turbia y asfixiante en la que la brutalidad y la corrupción son la única ley dictada por unos poderosos sin escrúpulos morales ni ética alguna. Una trituradora de seres humanos sacrificados en el altar de su única divinidad: el dinero.

El contenido social de la película no es baladí: Charlie Davis (Garfield), el joven hijo de una familia judía humilde, es un prometedor boxeador amateur que asiste a la muerte de su padre (Art Smith) durante una algarada. Acosada por las estrecheces económicas, su madre (Anne Revere) recurre a la beneficencia para obtener recursos con los que costear los estudios de su hijo. Este, que acaba de conseguir un campeonato de boxeo para aficionados, pide a su amigo Shorty (Joseph Pevney, también futuro director) que arregle con Quinn (William Conrad), un mánager y promotor, sus primeros combates en el circuito profesional, para así ganar algo de dinero y sacar a su madre de la miseria. A pesar de la oposición de esta y de Peg (Lilli Palmer), la nueva novia de Charlie, el boxeador se introduce así en un oscuro mundo de influencias, favores, arreglos y amaños del que poco a poco se va convirtiendo también en víctima, y cuyos hilos maneja Roberts (Lloyd Gough), un hampón de los bajos fondos, para el que los boxeadores, como el antiguo campeón Ben Chaplin (Canada Lee), retirado por problemas de salud, no son más que carne de cañón con la que ganar dinero gracias a sus oscuras maniobras con las apuestas. Sumergido en una nueva vida de lujos y comodidades, con fiestas repletas de falsos amigos y de alguna que otra chica fácilmente disponible pero también aprovechada (Hazel Brooks), Charlie va perdiendo progresivamente los escrúpulos hasta convertirse en una pieza más del engranaje de corrupción que maneja Roberts, y acepta finalmente dejarse vencer en una pelea amañada.

El guion de Polonsky va entretejiendo así el planteamiento de drama social de tintes melodramáticos con un desarrollo temático y narrativo más vinculado al cine negro, en particular con la presencia del fatum, o destino irrenunciable, implacable, sobrevolando a los personajes, y situado en el mundo del boxeo, del que asume prácticamente todos los clichés y lugares comunes tan vigentes entonces como ahora en el género: el ascenso y la caída de un campeón, sus relaciones con representantes, entrenador, mánager y promotores, sus encuentros y desencuentros con familia y novia, sus peligrosas amistades con mujeres de mal vivir, sus relajaciones e indisciplinas de cara a su preparación física y mental para las peleas, la contraproducente comodidad y disipación resultante de la entrada de dinero a espuertas… Todos los elementos conducen en esta historia a la destrucción de Charlie, a la pérdida de las personas que sienten por él un afecto sincero (su madre, su novia, Shorty…, en algún caso, en sentido literal) y a su puesta en manos de aquellas que solo buscan aprovecharse de él y sacarle todo el dinero y bienestar posible antes de abandonarlo a su suerte, exprimido, sonado y probablemente tan acabado física y mentalmente como Ben Chaplin. Una historia que, sin embargo, gira hacia una inesperada y desesperada lucha de Charlie por recuperar su dignidad, justo en el momento más decisivo e inoportuno, cuando su integridad personal puede correr más peligro que nunca, y no precisamente dentro del ring. En este punto, las visiones de Rossen y Polonsky diferían: se rodaron dos finales para la película, uno más explícito y otro más ambiguo y abierto, más interpretable, que fue finalmente el que United Artists impuso para encargarse de la distribución de la película.

Película capital entre las que se sitúan en el mundo del boxeo, una de sus mayores virtudes es la estructura del guion: su comienzo in media res, la presentación del presente de Charlie en la víspera de su gran combate, su regreso no autorizado al entorno familiar y el largo flashback, en la mejor tradición noir, que ocupa la mayor parte de la primera mitad de los ciento cuatro minutos de metraje. A partir de ahí, la narración recupera el hilo hacia adelante y narra con profusión y detalle la toma de conciencia de Charlie y lo que acontece durante los quince asaltos pactados (además de su derrota a los puntos) en el combate de su vida, o más bien por su vida, que tutelan Roberts y Quinn. Montado en unos patines, el director de fotografía y operador James Wong Howe se adelanta técnicamente a posteriores ingenios de cámaras móviles y, narrativamente, a otros clásicos de boxeo como Nadie puede vencerme (The Set-Up, Robert Wise, 1949) o Toro salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980), para retratar la dureza de los combates con una estética expresionista en la que no ahorra momentos de particular crudeza y crueldad. No son, sin embargo, estas, las únicas secuencias meritorias de la película; algunas de ellas alcanzan una notable intensidad dramática y proporcionan un agudo y profundo sentido narrativo a la idea central de turbiedad y corrupción que preside en filme. Basta citar, como ejemplo, la secuencia que comparten Quinn y Alice, la interesada amante de Charlie, en la que el mánager revela sus sentimientos (muy poco románticos, todo sea dicho) por la chica, que a su vez habla abiertamente de cuáles son los verdaderos objetivos e intereses de su proximidad a Charlie, y de la segura fecha de caducidad de estos cuando el bienestar material que le procura venga a menos. Un retrato de la crueldad que se ceba en los personajes más desvalidos o con mejores intenciones, como sucede con Shorty en su última secuencia de la película, sacado de la vida de Charlie literalmente a golpes en un callejón oscuro. Una atmósfera opresiva y asfixiante, tal como lo era para ciertos profesionales de Hollywood en ese año de 1947, que apenas tiene momentos de luz, casi todos ellos propiciados por Peg y por el personaje de la madre. En este punto, el retorno de Charlie a casa para reencontrarse con ellas y la escena en la que se encierra con Peg en un cuarto cuyo interior se muestra a través de un gran ventanal iluminado sobre una habitación en penumbra, es probablemente el momento álgido, estéticamente hablando, de una película que, a la vez que todo un clásico del cine ambientado en el mundo del boxeo, supone un testimonio de primer orden sobre el estado sociológico del Hollywood sacudido por las tensiones políticas.

Una película que, temática y estéticamente, enlaza con otros dos clásicos de Rossen, El político (All the King’s Men, 1949) y El buscavidas (The Hustler, 1961), en particular en cuanto a los ambientes y la presencia de algunos estereotipos de personajes, y que atesora algunas frases de guion que ilustran certeramente el último sentido del filme en su conjunto: «coge este dinero. El dinero no es como las personas: no piensa, no tiene memoria». Y puede añadirse, «ni principios».

Invitación al noir: El muelle de las brumas (Le Quai des Brumes, Marcel Carné, 1938)

 

El cine negro se lo debe casi todo a Francia. Su denominación, por ejemplo, proveniente de la colección de la editorial Gallimard dedicada a aquellas historias pulp de detectives y chicas malas, de sabuesos de dudosa moral y de esbirros sin escrúpulos, de suburbios neblinosos y oscuridades amenazadoras, novelas de quiosco de cubiertas negras que en retrospectiva (empezaron a publicarse en 1945) darían nombre a una de los principales géneros del cine de las décadas siguientes. También le brinda una de sus mayores influencias (junto al expresionismo alemán, el cine de gánsteres americano, la literatura gótica y de terror y la tragedia griega), el realismo poético francés de los años treinta, encarnado en directores como Vigo, Duvivier, Renoir, Clair o Marcel Carné, y su lente deformante, su hallazgo del lirismo en los entornos a priori menos propensos, los marginales, los apartados, los excedentes de los cada vez más grandes conglomerados urbanos de vidas anónimas y vacías, su mirada poética a la realidad más sucia y dura, a la vida alejada de la pompa y el oropel de los entretenimientos de la clase alta (la ópera, el gran teatro) y de las proclamas patrióticas, los discursos solemnes y las demagogias políticas, la vida de los desfavorecidos de las barriadas y los extrarradios, los defenestrados del sistema económico y moral, de ahí que terminara desarrollando un importante componente de crítica social, o al menos de reivindicación de una mirada más ecuánime y sincera al verdadero entorno que rodeaba a quienes hacían el cine. Todas estas corrientes, notas y sinergias confluyen en esta producción francesa que sirve prácticamente de plantilla a lo que después se llamaría «ciclo negro americano», de 1941 a 1959, del que El muelle de las brumas es precursora, manual de estilo y casi manifiesto programático.

Basta la mera exposición de la sinopsis para establecer este parentesco directo: Jean, desertor del ejército (Jean Gabin), llega a Le Havre, ciudad portuaria de la costa occidental francesa habitualmente cubierta por nieblas nocturnas, con el propósito de escapar del país en barco. En Casa Panamá, un garito de la zona más agreste y desolada de los muelles donde se dan cita una serie de personajes deprimidos y solitarios, conoce a Nelly (Michèle Morgan), una muchacha de diecisiete años que vive bajo la tutela de Zabel, próspero comerciante de la ciudad (Michel Simon) cuya fortuna parece no provenir tanto de su negocio como de otras actividades algo más turbias que le generan ciertos problemas con unos jóvenes que encarnan algo así como el embrión de un grupo de crimen organizado, una pandilla de bravucones ociosos que recorren la ciudad y trapichean con lo que pueden, pero que al tiempo intentan mantener la apariencia de señores respetables. De esas conexiones surgen los distintos hilos conductores de la historia: en primer lugar, Jean encuentra en los parroquianos de Casa Panamá la ayuda que necesita para marcharse del país, hasta el punto de que consigue aprovechar la muerte de uno de ellos para hacerse con documentación y ropa nuevas; en segundo término, Jean y Nelly, cuyos flirteos comienzan como resultado de una atracción netamente sexual, se enamoran inesperadamente y entre ellos nace un sentimiento de esperanza y dependencia que choca con las aspiraciones de él y con la realidad inmediata de ella; la naturaleza ambigua de la relación entre Nelly y Zabel se revela cuando este siente unos celos terribles de Jean, y empieza a maquinar la manera de deshacerse de él aprovechando el desencuentro entre el desertor y Lucien (Pierre Brasseur), el cabecilla de los gánsteres, con el que ha tenido un altercado y al que ha humillado delante de sus compinches. Queda así definida la telaraña del vínculo que, por encima de los detalles argumentales, se entreteje de unos personajes a otros y a su vez a todos entre sí: la fatalidad, ingrediente esencial del género negro por encima de la intriga detectivesca, la presencia policial o la existencia de un crimen.

Todos los personajes se encuentran poseídos por fuerzas que les superan y que les obligan a actuar por encima de sus intereses iniciales, incluso en contra de su instinto de conservación: por Nelly, Jean arriesga el éxito de su proyecto de huida de Francia y se expone a la detención; por Jean, Nelly está dispuesta a lanzarse a una vida de incertidumbre lejos de las comodidades y seguridades que le proporciona Zabel; este, por asegurarse y retener a Nelly, pero también por ambición, por satisfacción de su ego, por soberbia, no solo se ha metido en negocios sucios, sino que intenta aprovechar el desencuentro entre Jean y Lucien para utilizar a este contra aquel; Lucien no puede sustraerse a la herida en su orgullo que le ha causado la humillación sufrida y su única posibilidad de sacudirse su complejo de inferioridad pasa por enfrentarse a Jean, que es la encarnación de sus propias debilidades, de su cobardía, de su insignificancia. En este juego de propósitos cruzados cobra especial dimensión la relación a tres bandas entre Jean, Nelly y Zabel, que insinúa claramente la clave sexual del conflicto, que luego deriva en romántica (en cuanto a Nelly y Jean), y no al revés, a través de alusiones veladas (o no tanto) en los diálogos y en el trabajo de puesta en escena, bastante inequívoco.

En esta radica la segunda y tal vez más importante batería de influencias de la película en la inminente eclosión del cine negro americano. El estilo de Carné, en particular su gusto por recrear los exteriores en estudio cuando es posible (no sucede así con las escenas iniciales de la carretera ni con las localizaciones diurnas del puerto ni en las proximidades del mar), como ocurre con las escenas nocturnas por las calles de la ciudad, a veces con complicados movimientos de cámara, uso de grúas, travellings…, unido a la creación de una atmósfera a un tiempo poética e inquietante (las nieblas, la humedad, las calles mojadas, los contrastes lumínicos, el empleo del sonido del agua chocando con el malecón, la música diagética), además de plasmar el estado de incertidumbre y de ansiedad que envuelve a los personajes de manera cada vez más asfixiante (de nuevo las nieblas, la oscuridad, la composición de los planos, los ángulos de cámara y de las fuentes de luz, el sonido o la ausencia de él), anticipa el tema del destino implacable, fatal, que incluso con la partida ganada obliga a los personajes a encararlo y afrontarlo hasta sus últimas consecuencias, aquellas a las que han estado a punto de burlar pero que finalmente se imponen porque nada pueden contra unas retorcidas circunstancias, externas e internas (en especial la propia conciencia), que dictan sus condiciones y los utilizan como simples peones para sus trágicos designios. La conclusión, homenajeada por Brian De Palma en Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1993), sintetiza a la perfección cuál es el mecanismo vertebrador del género negro: la victoria de la fatalidad.

Glorioso noir: El merodeador (The Prowler, Joseph Losey, 1951)

Una de las influencias más patentes en el género negro (cuando es auténtico noir, es decir, cuando la historia supera las fronteras de la intriga meramente policíaca o criminal), junto a las de la novela gótica, el relato detectivesco, el expresionismo alemán, el realismo poético francés o el cine de gánsteres de los años treinta, es la tragedia griega y, en particular, el peso que en ella representa el destino como elemento caracterizador de los personajes. Estos, en la lucha por la consecución de sus deseos, despiertan unas fuerzas adversas que se afanan en dificultar sus logros, y ante las que triunfan o sucumben según el sentido en que su destino esté escrito en los designios divinos, con independencia de sus talentos, destrezas y bondades, o también de sus malas acciones. Trasladado al género negro, este principio se manifiesta en aquellos protagonistas que se revuelven contra un sino que se les muestra implacable, al que combaten denodadamente con su astucia y todas sus fuerzas pero frente al que terminan inevitablemente por claudicar, no sin antes haber experimentado o incluso provocado grandes sufrimientos, al comprender que ese desenlace va ligado a una naturaleza íntima de la que no pueden desprenderse por más que lo intenten. Así ocurre con Webb Garwood (Van Heflin, en una de las mejores interpretaciones de su carrera), el agente de policía que una noche acude a la llamada de una mujer casada que denuncia la presencia de un merodeador en los contornos de su casa (magnífica primera secuencia, antes de los créditos, cuando la cámara subjetiva obliga al espectador a ocupar la posición del mirón, es decir, a comprender su auténtica naturaleza como espectador de cine). Una misión que cambia sus ambiciones y sella su destino, porque al fin hace emerger su auténtica personalidad.

El instante en que el destino de Webb empieza a escribirse es aquel en que se fija en el atractivo de la denunciante, Susan Gilvray (Evelyn Keyes), que se disponía a darse un baño cuando observó la cara de un hombre que la miraba desde el otro lado de la ventana (planta baja, persiana levantada y cortinas descorridas, todo hay que decirlo). Asustada, llamó a la policía, y ahí el inteligentísimo guion de Dalton Trumbo y Hugo Butler efectúa un trasvase de identidades desde el anónimo acosador inicial de la mujer al personaje de Webb quien, tras cumplir junto a su compañero de patrulla (John Maxwell) la misión de revisar los alrededores y comprobar que ya no hay nadie allí y ha desaparecido el peligro, comete su primer gran error, solamente porque no puede actuar de otro modo: de regreso a casa, finalizado ya su turno, visita de nuevo a Susan bajo el pretexto de que hacer una segunda ronda para asegurarse de que todo sigue bien es un imperativo de sus protocolos policiales. Una segunda visita que tiene como objetivo tantear el terreno, extraer e interpretar el sentido de las señales que ha creído detectar en su estancia anterior, conocer las circunstancias personales de la mujer y ver en qué medida puede satisfacer sus deseos con ella. Y no puede decirse que no estuviera en lo cierto, porque a esa segunda visita le sigue una tercera, ya vestido de paisano, en la que se desenvuelve como el dueño de la casa. Dos casualidades, o quizá no tanto, terminan de conformar en la mente de Webb un plan muy diferente al de permanecer en la policía un par de décadas antes del retiro y de una modesta pensión de jubilación: primero, se entera de que a esas horas de la noche el marido de Susan está trabajando, y precisamente no en cualquier empleo, puesto que es el locutor de una popular emisión radiofónica nocturna; segundo, mientras busca tabaco en el escritorio del famoso marido, descubre en un cajón una póliza de seguro de vida por valor de setenta y dos mil dólares. Ahora bien, ¿ha sido simple azar o bien cosa de Susan, que le ha dicho dónde guarda precisamente el tabaco su marido? Por otro lado, ella no está muy feliz en su matrimonio; al contrario, apenas puede decir nada bueno de su esposo. ¿Está incitando a Webb a alguna acción drástica para conseguir que puedan estar juntos, sin la molestia de un marido iracundo opuesto al divorcio? Sea como fuere, las circunstancias en que conoció a Susan proporcionan a Webb una vía de escape: si el marido fuera objeto de una muerte violenta, las culpas podrían recaer en cualquier merodeador.

La construcción del drama que empieza a envolver a Webb y Susan se nutre a partes iguales del guion literario y de los aciertos de Losey en los detalles de la puesta en escena. Un origen levemente común de ambos, el mismo entorno californiano en la juventud, aunque en barrios muy distintos, ella en uno residencial de casas ordenadas y césped recién cortado, él en un populoso suburbio marginal, pero coincidente en los entornos sociales (cafeterías, centros comerciales, bailes de fin de curso), les dota de una especie de pasado común que los lleva a proyectar la posibilidad de un futuro juntos. Por otro lado, Webb deja claro que fue su extracción social lo que dificultó su ascenso en la vida y lo que le obligó a ser un simple patrullero, profesión que denigra y desprecia; su sueño es convertirse en administrador de un motel de Las Vegas, aunque para eso necesitaría dinero fresco, unas decenas de miles de dólares para hacerse con él, porque confía en que se trata de un negocio seguro que procura beneficios cuantiosos. Susan, por su parte, huiría a gusto hacia ese futuro… si no estuviera casada. Todo parece apuntar al marido como único obstáculo para la felicidad de ambos (no juntos, aunque se necesiten entre sí, sino la de cada uno por separado, utilizando al otro: conseguir su sueño empresarial o escapar de una cárcel matrimonial), y así lo subraya la puesta en escena de Losey, que avanza buena parte de lo que va a ocurrir: si en su segunda visita, todavía de uniforme pero fuera de servicio, Webb deposita su gorra de policía sobre la radio en la que resuena la voz del marido parásito, en su angosto apartamento, la primera vez que recibe una llamada telefónica de Susan, una diana con un contorno humano cuelga en de la pared, y deja a las claras el testimonio de la excelente puntería de Webb con el revólver en forma de varios impactos limpios en el corazón. La visita de Webb a casa de su compañero para observar su colección de piedras raras recolectadas por todo el Oeste adelanta asimismo el tercio final del metraje (de un total muy breve, apenas ochenta y ocho minutos), la presencia de Webb y Susan en uno de los antiguos pueblos mineros abandonados, al que se accede por un único camino de tierra que atraviesa un desfiladero a menudo taponado por grandes piedras desprendidas de los muros que lo circundan.

El detalle crucial que puede demostrar ante todos la relación adúltera previa a la muerte del marido y, por tanto, también para Susan, la prueba de que una fatalidad fortuita pudo ser en realidad una maniobra muy bien calculada para hacer pasar un asesinato premeditado por un desgraciado infortunio sobrevenido, amenaza la armoniosa vida en común recién inaugurada de la pareja. Webb revela una personalidad áspera, mentirosa y ruin. Ama a Susan, o eso dice, y sin embargo le miente para seducirla y conquistarla, le tiende una trampa de aparente honorabilidad en la que ella cree pero que es por completo falsa, porque pesa más el egoísmo en la consecución de sus fines que la supuesta felicidad a la que aspira junto a ella, que no es más que resultado de la elaborada construcción de una mentira, y esos fines no eluden incluso la posibilidad de más asesinatos si de ocultar el primero de ellos se trata. Susan, sin embargo, es la víctima no del todo inocente de un sofisticado engaño, pero no es ajena a nociones como la de los escrúpulos o la del remordimiento, y será a través de ella, de una mujer fatal en contra de su voluntad, como se certificará el destino que Webb ha buscado desde el principio, desde su vida anterior, desde el ingreso en la policía o incluso antes. Aunque el guion abusa en algunos puntos de un exceso del empleo de la casualidad y el forzamiento de situaciones (la oportuna visita al desierto del compañero de Webb y de su esposa en busca de más piedras para su colección, y su llegada en el momento oportuno para taponar la huida de Webb por el desfiladero), resulta de lo más pertinente para ilustrar la influencia de la predestinación y de la tragedia en la conformación de los antihéroes del cine negro. La última imagen de Webb, su trabajoso ascenso por un montículo rocoso y el desenlace de la historia al alcanzar la cima, ejercen de acertado resumen visual de lo que implica el auténtico noir para sus protagonistas: un esforzado, y, en última instancia, incluso anhelado, camino de expiación mediante la autodestrucción.

Nuevo tratado sobre el odio: Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953)

La etapa de esplendor del drama de tribunales en el cine estadounidense tuvo lugar entre 1957 y 1962, periodo durante el que se produjeron los grandes clásicos del género. Espléndidas películas que, además de ser dramas magníficamente construidos, dirigidos e interpretados, suscitaban, en plena digestión del retroceso democrático que supuso el macartismo, cuestiones sociopolíticas de enjundia que profundizaban en materias candentes para la sociedad norteamericana del momento: la libertad, la democracia, la sexualidad y los derechos de las mujeres, el racismo y los derechos civiles, la corrupción política e institucional, la confusión moral entre el sentido de la justicia y el deseo de venganza… Antes de todo ello, sin embargo, estuvo Fritz Lang. Llegado a Estados Unidos a mediados de la década de los treinta, se aplicó en el cine de Hollywood, con idéntico ímpetu y el mismo espíritu incisivo que había empleado en Alemania, en destapar las agudas contradicciones y desvelar las llamativas incoherencias e imperfecciones del sistema de ideales de su país de adopción. Consagrado a ello con total dedicación y volcando en la tarea todas sus virtudes como cineasta, su presencia, aunque trabajara dentro del sistema de estudios y muy a menudo con grandes estrellas y equipos técnicos a sus órdenes, y a pesar de que durante la Segunda Guerra Mundial suavizara sus posturas para contribuir al esfuerzo propagandístico, siempre fue incómoda, discutida, controvertida, con frecuencia incluso conflictiva, algo a lo que también contribuía, y no poco, su carácter y su fuerte personalidad. Sin embargo, Lang fue, quizá por eso mismo, el gran diseccionador de las debilidades estructurales de la democracia estadounidense, y encontró en el cine negro, que ayudó a instituir y popularizar como casi ningún otro director, un vehículo de expresión y de denuncia, retratando sin más recato que el obligado por la censura los vicios y perversiones de estructuras como la política, la administración de justicia, las fuerzas del orden o la prensa. Precisamente, una de sus líneas de interés es la identificación entre justicia y venganza como manifestación casi instintiva de una cultura del odio que sobrevive bajo el barniz de la educación y la conducta sujeta a los valores democráticos, y que late en sus trabajos estadounidenses desde Furia (Fury, 1936) al western Encubridora (Rancho Notorious, 1952). En cierto modo como continuación o cara B de esta última, filma al año siguiente, el mismo de Gardenia azul (The Blue Gardenia, 1953), Los sobornados, todo un tratado sobre el odio, la muerte y la venganza en la que un sargento de homicidios, Bannion (Glenn Ford) abandona el imperio de la ley y cruza la línea hacia el lado tenebroso de sus propios instintos cuando su mujer (Jocelyn Brando) se convierte en víctima indirecta de los peligros derivados del trabajo policial.

El metraje de apenas hora y media transcurre de forma vertiginosa. Se abre con una pistola en primer plano, la que utiliza el policía corrupto Tom Duncan para quitarse la vida. Su esposa (Jeanette Nolan) toma el voluminoso sobre que ha dejado como reveladora nota explicativa de los motivos de su suicidio y, antes de llamar a la policía, informa al gánster Mike Lagana (Alexander Scourby), con el que su marido se entendía en sus negocios sucios y que tiene en nómina a buena parte del departamento de policía, incluidos algunos de los altos mandos, de la ficticia ciudad de Kenport en la que transcurre la acción. Es así como Bertha Duncan prende la chispa del drama: mientras se dedica a chantajear a Lagana a cambio de ocultar la larga carta de su esposo, siembra pistas falsas en la labor de Bannion. No obstante, cuando la amante de Duncan (Dorothy Green), que revela a Bannion que todo lo declarado por la viuda es un burdo montaje, aparece muerta, torturada y desfigurada, él se toma el caso como el resultado de una trama de corrupción, presiona a la viuda, se encuentra con la hostilidad de los mandos, que le ordenan detener la investigación y, finalmente, ve cómo su esposa sufre las consecuencias de la lucha que se entabla entre los villanos y el único policía honesto que parece haber en el cuerpo. La película se zambulle en un acelerado proceso de transformación de los personajes: Bannion, hasta entonces honrado hombre de familia, se convierte en una bestia cruel e irreflexiva que solo busca venganza; por su parte, Debby (Gloria Grahame), la chica de Vince (Lee Marvin), secuaz y principal matón de Lagana, una joven descarada y mordaz que acepta las humillaciones, los desprecios y maltratos de su novio como pago de la vida cómoda y cara que disfruta gracias a él, se siente de inmediato atraída por el policía cuando, durante una refriega en un club y como represalia por haber agredido a una mujer, Bannion pone en su sitio a Vince. El proceso de cambio de Debby, de mera party girl a agente de venganza cuando Vince, celoso y temeroso de sus tratos con el policía, le arroja una cafetera hirviendo a la cara y la desfigura, la convierte en elemento capital del argumento, en ángel de venganza que, más en respuesta a Vince, al que devuelve la moneda sin el menor escrúpulo y sin muestra alguna de debilidad, que en busca de algún tipo de redención personal, comete el acto que la, a pesar de todo, integridad moral que Bannion todavía conserva, le impide realizar por sí mismo para cerrar el drama.

Nacida de una novela de William P. McGivern convertida en guion por Sydney Boehm, la dirección de Lang, quien ubica la acción prácticamente al completo en interiores concretos y repetidos, conserva ecos de su etapa expresionista por medio de la caracterización que hace de los personajes a través de los escenarios en los que se desenvuelven cotidianamente: el lujo clásico con toques horteras de la mansión de Lagana, sus grandes salones, las alfombras, las chimeneas, los anaqueles de libros encuadernados en piel y el lúgubre retrato de su madre fallecida; el ambiente frío y coqueto de la casa de los Duncan, con esos toques de decoración de nuevo rico pagados con dinero manchado de sangre; el confort moderno y algo chabacano del ático que comparten Vince y Debby, en el que se organizan partidas de póquer en las que el comisario de policía puede compartir mesa con los esbirros a los que debería perseguir; el modesto hogar, angosto y repleto de objetos y mobiliario, de los Bannion; la habitación de hotel donde este se refugia, amplia y limpia pero solo a un paso de las oscuras y tétricas que ocupara Edward G. Robinson en algunas de las cintas previas de Lang… En cuanto a las interpretaciones, nunca Glenn Ford sonrió tan a menudo (en el primer tramo de la película) ni con tanta amplitud en la pantalla, Marvin compensa con su incipiente carisma la falta de pegada de la que adolece Scourby como villano, y Gloria Grahame está espléndida en la composición de esa chica alegre y frívola, de ingenio veloz y lengua vivaracha, que sufre un tremendo shock traumático que la instala en la amargura y que encuentra en hacer lo moralmente correcto la forma de sanar las heridas de su rostro, que no son más que expresión de las que ha arrastrado en su interior todo el tiempo que ha permanecido cerca de personajes como Lagana, Vince o Larry (Adam Williams), otro de los colegas de su novio, que también la pretende. La película mantiene una tensión creciente que se retroalimenta en momentos concretos hasta la eclosión final: el estallido del coche-bomba, la cafetera arrojada a la cara de Debby y su respuesta a Vince, el encuentro de Debby y Bertha Duncan, la pelea entre Bannion y Vince y su conclusión, cuando el policía no puede finalmente traspasar la línea (más por las limitaciones censoras, probablemente, que por voluntad de Lang).

Pese a que la película cumple con los cánones morales impuestos por el código Hays, en particular en lo referente al destino de los personajes que han tenido comportamientos o han cometido actos inmorales, incluida Debby, su desenlace no es precisamente complaciente. Bannion solo puede aspirar a recuperar su vida truncada, su puesto de sargento, su escritorio en la comisaría y un trabajo que le exige mezclarse con lo peor de la sociedad, discutir con sus superiores y recibir incomprensión y una pingüe recompensa salarial. Un perpetuum mobile, una sensación de continuidad que se subraya con el teléfono que suena para comunicar un atropello con fuga, y a los agentes saliendo por la puerta en busca de una nueva misión mientras las palabras «The End» aparecen en pantalla. Pero ha tenido que pagar un alto precio, la destrucción de su familia y un futuro que ya no podrá ser como debía o, al menos, apuntaba. Ahí radica la importancia de esa duplicidad y turbiedad del universo languiano, y a su vez la contestación a las limitaciones del código, que sobrepasa por las costuras del relato: los villanos, los seres moralmente corrompidos, se ven arrastrados a la más contundente de las sanciones; los inocentes, como Bannion, su hija y, sobre todo, su esposa, también. Porque no son la ley ni la moral las que distinguen como en un juicio final los buenos y los malos comportamientos y, en consecuencia, otorgan necesariamente las recompensas o aplican los castigos; no son ellas las que rigen los destinos, sino que son la fuerza y el azar los que dictan las sentencias. Y en ese entorno, en el reconocimiento de esa verdad tremenda, oscura y cruel que es saber perder, es donde descansa el mérito de, aun así, decidirse a hacer lo correcto, abogar por el mantenimiento de una ética personal y de una moral colectiva para toda la sociedad.

Mis escenas favoritas: Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, 1957)

Dentro del catálogo de joyas producidas por la compañía Hill-Hecht-Lancaster, destaca esta obra maestra de Alexander Mackendrick, versión en la pantalla de una novela de Ernest Lehman adaptada por él mismo junto Clifford Oddets e inspirada en la persona del crítico Walter Winchell. J. J. Hunsecker (Burt Lancaster) y Sidney Falco (Tony Curtis) son, por derecho propio, dos de los personajes más viscosos del género noir ligado a los bajos fondo del mundo del espectáculo.

Una lección sobre el capitalismo: Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, Jules Dassin, 1949)

 

Jules Dassin es uno de los más ilustres damnificados de la llamada «caza de brujas» que durante diez años, a partir de mediados de los cuarenta y bajo el pretexto del anticomunismo, sometió al cine norteamericano a los dictados de los inquisidores políticos y de los depuradores ideológicos. Tras el cuarteto de grandes obras maestras de su primera etapa americana, filmadas sucesivamente entre 1947 y 1950, Dassin se vio obligado a continuar su trabajo, casi siempre al mismo nivel de altísima calidad, en Francia, Italia y Grecia, antes de retornar a los Estados Unidos en los sesenta, en lo que supuso el inicio de su declive. A ese primer grupo de excelentes obras del periodo previo a su exilio pertenece Mercado de ladrones, que destaca por el carácter incisivo y pesimista de su lectura social y económica aunque se adorne con algunos de los atributos del cine negro, y que, pese a que Dassin, que dirigía por encargo, y el guion de A. I. Bezzerides (a partir de su propia novela) pusieron buen cuidado en salvaguardar el papel protector y benefactor de la policía y de distinguir y diferenciar los modos y maneras mafiosos de ciertos intermediarios del resto del sistema, llegó a formar parte del pliego de cargos que las autoridades blandieron en contra el cineasta.

Poco espacio deja la película para las buenas expectativas. A su regreso al hogar familiar después de participar en la Segunda Guerra Mundial como maquinista de la Marina, Nick Garcos (Richard Conte) encuentra a su padre convaleciente de la amputación de sus piernas como resultado de un grave accidente de tráfico. Su camión volcó tras la rotura de la transmisión cuando regresaba de San Francisco, de entregar un cargamento de fruta a Mike Figlia (Lee J. Cobb), uno de los intermediarios del mercado con peor reputación, al que se atribuyen maniobras torticeras, extorsiones y juego sucio para pagar el menor precio posible a sus proveedores o, llegado el caso, no pagarles en absoluto. Además, su padre ha vendido el camión a Ed Kenney (Millard Mitchell), un transportista que no le ha pasado el importe pactado. Cuando Nick se presenta en su casa, dispuesto a apretarle las clavijas para que pague, este le propone un negocio redondo: hacer setecientos kilómetros en dos camiones para conseguir llevar al mercado las primeras manzanas de la temporada y obtener así un alto beneficio limpio y cobrarse lo que se debe; para ello, Ed tiene que traicionar, sin embargo, a dos socios a los que ya había ofrecido el mismo trato (Joseph Pevney y Jack Oakie). En la mente de Nick cobra fuerza, además, otro plan: vengarse de Mike Figlia. Nick invierte en la operación los mil ochocientos dólares ganados en el barco con el doble propósito de recuperar lo debido a su padre y de ganar dinero para casarse con su novia, Polly (Barbara Lawrence). Las buenas intenciones no bastan, y al llegar al mercado, mientras espera a Ed, Nick tiene que enfrentarse a los chanchullos de Figlia, que se comporta como un capo del crimen organizado, con esbirros, matones y chicas a sueldo que colaboran en sus oscuros tejemanejes. Una de ellas es Rica (Valentina Cortese), que entabla una especial relación con Nick a pesar de que acaban de conocerse.

La acción, mayormente situada en una sola madrugada, en el mercado y los tugurios que lo rodean, predomina sobre las interpretaciones, en general bastante mediocres, sin duda el punto más flojo de la película (Conte y Cortese, muy limitados; Cobb, por el contrario, muy pasado). La historia se divide en dos focos de interés. El del camión más rápido, conducido por Nick, su llegada al mercado, su encuentro con Figlia y sus intentos para cobrarse las manzanas a buen precio y sacarle el dinero debido a su padre y la indemnización por el daño sufrido, y la del más lento, el antiguo camión de su padre que ahora conduce Ed, vertiente que se centra en el suspense que gira en torno a si llegará o no al mercado a tiempo con la transmisión a punto de romperse, y en qué harán sus antiguos socios traicionados, que le siguen y hostigan durante el camino. En ambos casos se producen situaciones de presión y de violencia en las que unos individuos de una clase social extorsionan a sus semejantes por dinero. A excepción de Nick, ningún personaje juega limpio, todos intentan hacerse trampas, aprovecharse del otro, ya sea traicionando la palabra dada, negándose a pagar el precio convenido, engañando, manipulando, conspirando o incluso, en algún caso, robando, chantajeando y violentando. Las duras condiciones de vida en la posguerra y lo ajustado de los precios introducen una presión adicional; solo los más fuertes resisten, como Nick, que, aunque vulnerable en sus sentimientos, logra mantener su integridad aun cuando las circunstancias le empujan a seguir la dinámica de los demás. Pero si este es un personaje de una pieza, como lo es Figlia en sentido opuesto, el de la prostituta Rica presenta el desarrollo más interesante del filme, desde su posición inicial de asalariada de Figlia hasta la toma de decisiones autónomas que la ponen en una situación de riesgo.

La película, de espléndida fotografía en blanco y negro, trata de no generalizar, de evitar su sentido metafórico, simbólico o ejemplar. Su intención es narrar un hecho concreto al margen de la actividad normal del mercado que no pueda extrapolarse al conjunto del sector o al total de la actividad económica, para librarse así de la censura política. También intenta sacudirse el sambenito de la demonización del extranjero (un trabajador de origen italiano es el que más explícitamente abomina de Figlia y del modo en que dirige su negocio, una deshonra tanto los trabajadores y para los italoamericanos). Por último, conserva de manera impoluta la honorabilidad de la policía, que no solo se muestra comprensiva y amable ante las circunstancias que Nick va atravesando, sino que al final interviene como elemento pacificador y resolutivo en el obligado final complaciente, hasta el punto de que incluso actúa de manera indulgente con las malas acciones de Nick. Al menos, en la forma superficial, porque tanto cabe afirmar lo contrario: la policía, en realidad, no aparece porque no puede (o no quiere) hacer nada por neutralizar los modos y maneras de Figlia, que campan a su antojo durante todo el metraje. La mayor virtud de la cinta, sin embargo, consiste en el retrato realista de la actividad del mercado mayorista, muy lograda, filmada en plano semi-documental, y en reflejar las fallas del sistema que se cuelan por las rendijas del relato dramático y del desarrollo de la relación entre Nick y Rica, en un entorno condicionado por las convulsiones y los desajustes económicos y sociales acaecidos tras el final de la guerra.

En este punto, el elemento central es el dinero y la relación que los distintos personajes mantienen con él: medio de supervivencia, de crecimiento personal, de desarrollo familiar, de construcción de sociedad y de país, pero también objeto de deseo, ingrediente indispensable para la codicia, mecanismo ineludible para el ascenso social, no solo en el caso de Figlia, que llega a delinquir para conservarlo y aumentarlo, o para Rica, que tiene que venderse para obtenerlo, sino también para la respetable Polly, que mide los afectos por los emolumentos que acumulan, o para Ed, que pierde con aquellos que considera inferiores los escrúpulos morales que conserva con sus iguales. Y es eso, el retrato que hace de lo que implica la vida en una sociedad que tiene el dinero como pilar central, lo que resulta subversivo, incómodo y revolucionario en una película cuyo director (que también hace un breve cameo) sufrió las iras de los guardianes de las esencias del sistema. La sociedad convertida en mercado no solo donde le es propio; también en el campo, en la carretera, en los bares, en la habitación de Rica, en las pacíficas y satisfactorias relaciones prematrimoniales… Una sociedad que, hundida en la turbiedad, se mantiene viva solo porque todo se compra y se vende, y cuyo crecimiento depende de que todos se pongan a la venta y se dispongan a comprar y ser comprados. En la actualidad, el reflejo que hace la película de la debilidad negociadora de los productores agrícolas y de los transportistas, y de la concepción del sistema para el beneficio de los grandes intermediarios y de las cadenas de distribución, hace que esta gran película, efectiva combinación de drama social, thriller noir y romance, adquiera hoy una dimensión todavía mayor y más profunda.

Cine bisagra: Bob le flambeur (Jean-Pierre Melville, 1956)

 

En pocas ocasiones puede situarse con certeza el punto crucial o la sutil aparición de una personalidad que impliquen un cambio profundo, automático, irreparable e irreversible. En la historia del cine, uno de estos momentos es la irrupción de Jean-Pierre Melville y su obra debut, El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949), crónica de la vida de un anciano y su sobrina que deben compartir alojamiento con un afable oficial nazi durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Con ella se abrió un doble proceso amplificado en sus siguientes títulos, Los chicos terribles (Les enfants terribles, 1950), basada en una obra de Jean Cocteau, quien también coescribió el guion, y el melodrama Cuando leas esta carta (Quand tu liras cette lettre, 1953), que suponía, en primer lugar, una notabilísima influencia en lo que después llegaría a denominarse nouvelle-vague y, en particular, en cineastas como Jean-Luc Godard, y en segundo término, la paulatina disolución de las hasta entonces reconocidas distinciones estilísticas y temáticas entre las películas europeas y las norteamericanas, entre los aires clásicos y el cine moderno y, finalmente, entre las películas de gánsteres y los relatos costumbristas. Rápida maduración de un lenguaje propio que con esta, su cuarta película, derivaría en la consideración de Melville como máximo exponente e inevitable referencia no solo del noir francés, sino del cine negro a nivel mundial, además de convertirle en precursor e inspirador de cineastas posteriores como Sergio Leone o Quentin Tarantino y de proporcionarle una breve y no muy feliz experiencia como productor dueño de su propio estudio que lo llevó a la ruina. Bob le flambeur (Bob, el jugador) se encuentra, por tanto, en el punto exacto en el que Melville asume herramientas cinematográficas heredadas a la vez que avanza y aventura otras nuevas, aunando un sentimiento de nostalgia por los tiempos pasados con las sensibilidades contemporáneas surgidas tras el conflicto mundial, todo ello bajo una respetuosa atención por una caracterización de los personajes y de las relaciones entre ellos y una recreación de espacios y lugares estrictamente realista, casi documental, pero dotada de una poética muy personal, melancólica y amarga, resultante de los estériles esfuerzos de debatirse entre la lucha por la consecución de las ilusiones y el desengaño y el desencanto de las derrotas.

 

En este punto, la atmósfera y el escenario pesan tanto como un protagonista más, en especial las bulliciosas noches de bares, restaurantes y cabarés enloquecidos a ritmos de jazz y los tenues amaneceres solitarios y románticos del Pigalle parisino (limpieza de calles, rótulos luminosos que se apagan, el renacer del pálpito de la vida diaria…) entre los que se desenvuelve Robert Montaigné (Roger Duchesne), más conocido por su apodo “Bob, le flambeur”, un cincuentón que vive en Montmartre (desde el salón de su casa se ve la fachada de la Basílica del Sacré Coeur), viste con sobria elegancia y es tratado con reconocimiento y respeto por todos los que le conocen. Bob es un antiguo gánster retirado hace más de veinte años, tras una larga condena de prisión. Soltero y sin familia, se mantiene activo gracias a su obsesión por el juego y las apuestas, se comporta con las maneras, la tranquilidad y la educación de un dandi y manifiesta un código moral muy concreto y estricto respecto a sus conocidos más próximos y de confianza (tal vez fuera demasiado llamarlos «seres queridos»). Sin embargo, después de unas cuantas malas jugadas y a causa de un revés de la fortuna (la fatalidad, ingrediente imprescindible del noir en todas sus expresiones), y a pesar de las advertencias de algunos de sus viejos amigos, se deja enrolar en un proyecto de atraco al casino de Deauville, una ciudad de vacaciones de la costa normanda (con un prestigioso festival de cine, por cierto), cuyo plan él se encarga de perfeccionar como un mecanismo ajustado e infalible… Salvo por un detalle, una voz indiscreta que, entre el interés, la venganza y el despecho, mantiene informada a la policía, algo incrédula y recelosa a creer que la regeneración de Bob pueda verse realmente en riesgo (tampoco se hacen ilusiones: cuestión de interés y de terror a volver a la cárcel a su edad), de los planes del jugador. Particularmente, el inspector Ledru (Guy Decomble) se niega a dar por ciertos los rumores que apuntan la vuelta al crimen de Bob después de dos décadas lejos de los negocios sucios, un hombre, además, que se siento unido a Bob por una especial relación de amistad, gratitud y lealtad después de que, en cierta ocasión, el jugador le salvara la vida.

Melville, que escribe el guion en colaboración con Auguste Le Breton, también coautor del guion de Rififi (Jules Dassin, 1955) combina magistralmente las rígidas convenciones del género (planificación de un robo, partidas de póquer, gánsteres y matones de anchos abrigos y pistolas en la sobaquera, triángulos amorosos, delatores, confidentes, tiroteos cruzados, vehículos que cruzan las noches a toda velocidad, tipos con dobleces y turbios intereses que se traicionan a unos y otros) con un estilo desenfadado e informal que dota al conjunto de una atractiva elegancia visual al tiempo que explora nuevas y evocadoras demarcaciones. Construida de manera indirecta, a base de sobrentendidos y elipsis y un uso lacónico de los diálogos, lo relevante de la película no es tanto el golpe y sus consecuencias policiales, judiciales y penitenciarias como la gente en sí misma, sus problemas, sus dificultades vitales en el día a día, la incertidumbre por el futuro ante la llegada de la vejez (ese colchón de seguridad en forma de miles de francos ahorrados durante toda una carrera en los bajos fondos que se desvanece y que obliga al jugador a reponerlo volviendo a las andadas) y, por encima de todo, sobrevolando al grupo (Anne -Isabelle Corey-, la muchacha menor de edad; el proxeneta Marc -Gerard Buhr-; Paolo, el amante de Anne -Daniel Cauchy-; Yvonne -Simone Paris-, propietaria de un bar de noche que frecuentan todos ellos…), un común sentimiento de nostalgia por lo no vivido, por el triunfo no logrado, por la ansiada edad dorada que nunca pudieron alcanzar y disfrutar y que hoy es solo un sueño del pasado transformado en una realidad opresiva, aburrida, insustancial y llena de interrogantes. Este es el ingrediente principal de la cinta, su hallazgo de la belleza y de la melancolía en el retrato de una época que ha muerto sin llegar a eclosionar y que se proyecta hacia un futuro ignorado repleto de promesas, pero fuera del alcance de unos seres acabados y amortizados, extremo que se subraya mediante la ironía que domina el desenlace de la historia.

Una película cálida y absorbente que alimenta al espectador a través de su sobria y precisa construcción, su ritmo sostenido y la atención que dedica a detalles reveladores y anticipadores de la acción. Por una parte, define perfectamente al protagonista y su apego a los juegos de azar por medio del recorrido que metódicamente sigue cada noche antes del regreso a casa, de garito en garito. Por otro lado, transmite de manera visual los altibajos de confianza de Bob de cara al éxito del atraco en función de su relación con la joven Anne y de sus previsiones y maniobras respecto al romance de esta con Paolo. Finalmente, la secuencia en la que el experto en cajas fuertes (René Salgue) ensaya ante el financiador de la operación su ejecución del trabajo que tiene asignado mientras el pastor alemán que le acompaña reacciona a cada uno de sus actos y avances, advierte al espectador de la inevitable conclusión a la que está abocado el último golpe de Bob y sus compinches. Una película bajo la que, desde otra perspectiva, alimenta el buñueliano tema del conflicto entre el deseo y las fuerzas que este desencadena para impedir su consecución, y que se nutre del contraste entre lo asfixiante y opresivo de los espacios cerrados y la lírica composición que la fotografía de Henri Decae hace de los exteriores nocturnos, acompañados de aires jazzísticos, y del paisaje urbano que refleja el pulso inalterable de la ciudad. Porque, al margen del combate entre los deseos y las frustraciones de Bob y los suyos, el corazón de París y de la noche no deja de latir.