Invitación al noir: El muelle de las brumas (Le Quai des Brumes, Marcel Carné, 1938)

 

El cine negro se lo debe casi todo a Francia. Su denominación, por ejemplo, proveniente de la colección de la editorial Gallimard dedicada a aquellas historias pulp de detectives y chicas malas, de sabuesos de dudosa moral y de esbirros sin escrúpulos, de suburbios neblinosos y oscuridades amenazadoras, novelas de quiosco de cubiertas negras que en retrospectiva (empezaron a publicarse en 1945) darían nombre a una de los principales géneros del cine de las décadas siguientes. También le brinda una de sus mayores influencias (junto al expresionismo alemán, el cine de gánsteres americano, la literatura gótica y de terror y la tragedia griega), el realismo poético francés de los años treinta, encarnado en directores como Vigo, Duvivier, Renoir, Clair o Marcel Carné, y su lente deformante, su hallazgo del lirismo en los entornos a priori menos propensos, los marginales, los apartados, los excedentes de los cada vez más grandes conglomerados urbanos de vidas anónimas y vacías, su mirada poética a la realidad más sucia y dura, a la vida alejada de la pompa y el oropel de los entretenimientos de la clase alta (la ópera, el gran teatro) y de las proclamas patrióticas, los discursos solemnes y las demagogias políticas, la vida de los desfavorecidos de las barriadas y los extrarradios, los defenestrados del sistema económico y moral, de ahí que terminara desarrollando un importante componente de crítica social, o al menos de reivindicación de una mirada más ecuánime y sincera al verdadero entorno que rodeaba a quienes hacían el cine. Todas estas corrientes, notas y sinergias confluyen en esta producción francesa que sirve prácticamente de plantilla a lo que después se llamaría «ciclo negro americano», de 1941 a 1959, del que El muelle de las brumas es precursora, manual de estilo y casi manifiesto programático.

Basta la mera exposición de la sinopsis para establecer este parentesco directo: Jean, desertor del ejército (Jean Gabin), llega a Le Havre, ciudad portuaria de la costa occidental francesa habitualmente cubierta por nieblas nocturnas, con el propósito de escapar del país en barco. En Casa Panamá, un garito de la zona más agreste y desolada de los muelles donde se dan cita una serie de personajes deprimidos y solitarios, conoce a Nelly (Michèle Morgan), una muchacha de diecisiete años que vive bajo la tutela de Zabel, próspero comerciante de la ciudad (Michel Simon) cuya fortuna parece no provenir tanto de su negocio como de otras actividades algo más turbias que le generan ciertos problemas con unos jóvenes que encarnan algo así como el embrión de un grupo de crimen organizado, una pandilla de bravucones ociosos que recorren la ciudad y trapichean con lo que pueden, pero que al tiempo intentan mantener la apariencia de señores respetables. De esas conexiones surgen los distintos hilos conductores de la historia: en primer lugar, Jean encuentra en los parroquianos de Casa Panamá la ayuda que necesita para marcharse del país, hasta el punto de que consigue aprovechar la muerte de uno de ellos para hacerse con documentación y ropa nuevas; en segundo término, Jean y Nelly, cuyos flirteos comienzan como resultado de una atracción netamente sexual, se enamoran inesperadamente y entre ellos nace un sentimiento de esperanza y dependencia que choca con las aspiraciones de él y con la realidad inmediata de ella; la naturaleza ambigua de la relación entre Nelly y Zabel se revela cuando este siente unos celos terribles de Jean, y empieza a maquinar la manera de deshacerse de él aprovechando el desencuentro entre el desertor y Lucien (Pierre Brasseur), el cabecilla de los gánsteres, con el que ha tenido un altercado y al que ha humillado delante de sus compinches. Queda así definida la telaraña del vínculo que, por encima de los detalles argumentales, se entreteje de unos personajes a otros y a su vez a todos entre sí: la fatalidad, ingrediente esencial del género negro por encima de la intriga detectivesca, la presencia policial o la existencia de un crimen.

Todos los personajes se encuentran poseídos por fuerzas que les superan y que les obligan a actuar por encima de sus intereses iniciales, incluso en contra de su instinto de conservación: por Nelly, Jean arriesga el éxito de su proyecto de huida de Francia y se expone a la detención; por Jean, Nelly está dispuesta a lanzarse a una vida de incertidumbre lejos de las comodidades y seguridades que le proporciona Zabel; este, por asegurarse y retener a Nelly, pero también por ambición, por satisfacción de su ego, por soberbia, no solo se ha metido en negocios sucios, sino que intenta aprovechar el desencuentro entre Jean y Lucien para utilizar a este contra aquel; Lucien no puede sustraerse a la herida en su orgullo que le ha causado la humillación sufrida y su única posibilidad de sacudirse su complejo de inferioridad pasa por enfrentarse a Jean, que es la encarnación de sus propias debilidades, de su cobardía, de su insignificancia. En este juego de propósitos cruzados cobra especial dimensión la relación a tres bandas entre Jean, Nelly y Zabel, que insinúa claramente la clave sexual del conflicto, que luego deriva en romántica (en cuanto a Nelly y Jean), y no al revés, a través de alusiones veladas (o no tanto) en los diálogos y en el trabajo de puesta en escena, bastante inequívoco.

En esta radica la segunda y tal vez más importante batería de influencias de la película en la inminente eclosión del cine negro americano. El estilo de Carné, en particular su gusto por recrear los exteriores en estudio cuando es posible (no sucede así con las escenas iniciales de la carretera ni con las localizaciones diurnas del puerto ni en las proximidades del mar), como ocurre con las escenas nocturnas por las calles de la ciudad, a veces con complicados movimientos de cámara, uso de grúas, travellings…, unido a la creación de una atmósfera a un tiempo poética e inquietante (las nieblas, la humedad, las calles mojadas, los contrastes lumínicos, el empleo del sonido del agua chocando con el malecón, la música diagética), además de plasmar el estado de incertidumbre y de ansiedad que envuelve a los personajes de manera cada vez más asfixiante (de nuevo las nieblas, la oscuridad, la composición de los planos, los ángulos de cámara y de las fuentes de luz, el sonido o la ausencia de él), anticipa el tema del destino implacable, fatal, que incluso con la partida ganada obliga a los personajes a encararlo y afrontarlo hasta sus últimas consecuencias, aquellas a las que han estado a punto de burlar pero que finalmente se imponen porque nada pueden contra unas retorcidas circunstancias, externas e internas (en especial la propia conciencia), que dictan sus condiciones y los utilizan como simples peones para sus trágicos designios. La conclusión, homenajeada por Brian De Palma en Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1993), sintetiza a la perfección cuál es el mecanismo vertebrador del género negro: la victoria de la fatalidad.