La tienda de los horrores – ‘Los Tenenbaums. Una familia de genios’

Este coñazo integral, oda a la imbecilidad dirigida por Wes Anderson en 2001 es el prototipo de cine de aburrimiento mayúsculo por excelencia: se cuenta que un rebaño de ovejas de Connecticut pidió hora para el matadero tras contemplar diez minutos de esto y que un pastor de Trondheim que llevaba cinco años sin un solo feligrés en su misa del sábado tarde tuvo que colgar el cartel de completo en la parroquia tras la invasión de una turba desesperada cuando la televisión estatal proyectaba esta memez. El gran éxito de público que logró en Estados Unidos o España, lo cual permitió que Anderson rodara más películas, no compensa para nada el hecho de que sea una cinta lamentable, sosa, lenta, absurda y reiterativa hasta el asqueamiento, protagonizada por una familia presuntamente exótica y realmente ridícula, sin ninguna gracia, sin ningún interés, unos personajes a los que se odia desde el primer minuto (como al director, al guionista y al cretino que puso un solo dólar para filmar esta birria) en la que las pretensiones de estudio serio y sociológico de las contradicciones y taras de la vida familiar se queda en mera estética deliberada y rebuscadamente complicada, excesiva, insoportable, en el erróneo camino de «a la risa por la ridiculez».

La historia, por decir algo, que se supone que cuenta (porque quien lo cuenta realmente es la monótona, monocorde, plana, insulsa, voz de Alec Baldwin en lo que es uno de los peores recursos narrativos posibles, una maldita y repugnante voz en off que va contando lo que los personajes sienten o dicen, sin dejar a éstos que se relacionen directamente con el público o que, simplemente, se escuchen los efectos sonoros), es la de la familia Tenenbaums, un grupo de presuntos genios talentosos cada uno para una cosa, pero que en el resto de las facetas de la vida son una panda de gilipollas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – ‘Los Tenenbaums. Una familia de genios’»

Mis escenas favoritas – West side story

Conocido es que al promotor de esta humilde escalera el musical no le eriza los pelos precisamente. Sabido es también que hay escasas pero importantes excepciones a esta regla sumarísima. West side story, incalculable compendio de la suma de los talentos de los directores Robert Wise y Jerome Robbins, de ese pedazo de genio de la música llamado Leonard Bernstein, del grandísimo guionista Ernest Lehman y de actores y bailarines pluscuamperfectos como Natalie Wood, Rita Moreno (Oscar en 1961) o George Charikis, revisitación de Romeo y Julieta en el West side neoyorquino y con traje y corbata sesentero en lugar de los leotardos típicos de la Verona del Renacimiento, es por derecho propio la primera excepción (o la segunda, que por ahí anda Cantando bajo la lluvia) a la regla de esta escalera de tirar los musicales por su hueco. Esta escena hace mover los pies, provoca una sonrisa, un puntillo de orgullo hispanoamericano y una enorme frustración para quienes, como quien escribe, a la hora de bailar tienen dos pies izquierdos… Muchas son las escenas inolvidables de esta cinta: la pelea de bandas, María… Por más reservas que se tengan hacia los musicales, esto es otra cosa.

Gosford Park: el mejor Robert Altman

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De vez en cuando los cineastas veteranos, aquellos que durante sus largas carreras se han anotado importantes aciertos y algún que otro tropiezo, que ya peinan canas, de los que apenas se espera ya nada aparte de fórmulas repetidas o el rodaje de una misma película año tras año, ocasión tras ocasión, se desmarcan con auténticas joyas que dejan a todo el mundo boquiabierto y convierten la famosa expresión «quien tuvo, retuvo» en algo más que un refrán. Así ha sido el caso de Woody Allen con Match Point, de Sidney Lumet con la reciente Antes de que el diablo sepa que has muerto, o como fue en 2001 con esta maravilla de Robert Altman.

Y Altman, creador irregular donde los haya, vulgar hasta decir basta cuando filmaba vulgaridades, sublime cuando se ponía a hacer cine, nos regaló una obra excelente, a priori sin elementos especialmente sorprendentes, pero con un resultado soberbio. Porque ni narrativa ni estilísticamente ofrece algo que no hayamos visto antes, pero la factura final, el altísimo nivel de las interpretaciones, el cuidado en la puesta en escena y la magnífica labor de dirección hacen de esta película un placer de 137 minutos. Cuando comienza Gosford Park, uno sabe instantáneamente que se está asomando a cine de muchos kilates.

La acción se sitúa en la mansión propiedad de Sir William y Sylvia McCordle en el noviembre de 1932, en la cual va a tener lugar un aristocrático fin de semana de caza al que está invitado los más granado de la alta sociedad de los contornos y algún ilustre invitado extranjero. El marco es incomparable, valga la frase hecha: un paisaje hermosísimo, unos bosques tupidos, un cielo azul casi transparente, larguísimos campos y praderas por los que galopar o enviar a los perros tras un venado, una enorme mansión repleta de lujos, amplias estancias, salones, bibliotecas, salas de baile y de billar, comedores kilométricos y dormitorios lujosos y aptos para escaramuzas nocturas con captura de prisioneros incluida. Continuar leyendo «Gosford Park: el mejor Robert Altman»

Música para una banda sonora vital – Flores rotas

Pedazo de banda sonora, como casi siempre en el cine de Jim Jarmusch, la de Flores rotas, película en la que Bill Murray explota una vez más sus excelsas cualidades para poner cara de palo durante ciento y pico minutos, acompañado esta vez de mujeronas tales como Sharon Stone, Jessica Lange, Julie Delpy, Chloe Sevigny o Tilda Swinton. La película es estupenda y no poca culpa la tiene la magnífica música, de la que es buena muestra este There is an end, de The Greenhornes.

CineCuentos – John Ford Point

Hace muchos años que en la noche de cada 31 de agosto Jonas ‘Big Jackal’ Johnson sale en plena noche de su cabaña, monta en su camioneta Chevrolet roja, y pisa a fondo el acelerador hasta más allá de la reserva por la ruta del cañón.

La noche es clara, las caprichosas formas de arenisca se recortan de manera fantasmal contra el cielo estrellado en el que a estas horas los antepasados deben estar ya entonando sus cánticos alrededor del gran fuego, y el coche devora millas levantando una enorme nube de polvo que se ve gris a la luz de la luna. ‘Big Jackal’ (llamémosle esta noche por la traducción inglesa de su nombre navajo) teme llegar tarde; siempre se le adelanta su amigo -por una sola noche- Val ‘Red Horse’ Smith, que viene de la frontera de Dakota, mucho más al norte, desde mucho más lejos.

La luna llena atrae el aullido del lobo. Hace décadas que dejó de haber lobos por esta zona; hoy ni siquiera queda apenas algún chacal escuálido que amenace la plácida existencia de los pequeños roedores. Pero el anciano indio sabe que sus espíritus no faltarán a la cita. Incluso, entre el rugido del motor, ‘Big Jackal’ cree oír un murmullo lejano, un lastimero quejido lanzado al leve resplandor de la noche como un homenaje perpetuo que le lleva al esplendoroso pasado de su pueblo, cuando hombre, lobo y tierra eran uno.

Tampoco faltarán los grupos de guerreros blandiendo al aire sus tomahawks, con sus cantos de guerra y sus cuerpos y rostros pintados mientras cabalgan por las inmensas llanuras de la otra vida, en un paraíso de tierra fértil, agua, caballos y búfalos, ni las mujeres con sus vestidos de fiesta danzando erectas al son del tambor, el rostro serio, grave, gráciles y terriblemente dulces, llorando por los guerreros que marcharon a las praderas eternas antes de tiempo.

‘Big Jackal’ no se ha equivocado. Cuando detiene el coche al pie del promontorio el Jeep azul ya esta allí. En lo alto se ve el resplandor tenue de una fogata. ‘Red Horse’ ya habrá preparado sus pinturas de guerra y esperará enfundado en sus ropas de Gran Jefe. La ascensión se hace penosa, y al llegar arriba ‘Big Jackal’ reconoce en su cansancio las señales del agotamiento de su pueblo. ‘Red Horse’ le espera sentado ante el fuego, fumando su pipa tranquilamente, el rostro surcado de líneas rojas, amarillas y blancas, con su penacho de plumas blancas descansando a un lado, tarareando una antigua nana que su madre le cantaba en los largos inviernos, su rostro a la luz naranja del interior de la tienda.

Esta noche, como todas cada 31 de agosto desde 1973, un cheyenne y un navajo, con Monument Valley como anfiteatro, danzarán alrededor del fuego y emularán un combate cuerpo a cuerpo cuchillo al viento entonando cánticos de celebración por el espíritu del Chief John Ford, que pasa la eternidad bebiendo «agua loca» sentado al fuego sagrado del Gran Consejo, como un anciano más de la tribu.

Douglas F. Leibowitz
Western American Tales
Books of Middle West – Des Moines, 1997.

Cortometraje – ‘Éramos pocos’ de Borja Cobeaga

Este extraordinario cortometraje, nominado al Oscar en la edición de 2007, dirigido por Borja Cobeaga y protagonizado por Ramón Barea, Mariví Bilbao y Alejandro Tejería expone con mucho humor negro, ironía y unas gotas de amargura problemas como la soledad, la deshumanización de las relaciones de familia e incluso los problemas de pareja. Parece mentira que quepan tantas cosas en apenas 16 minutos. Muy recomendable.

‘Días sin huella’: vida rebajada con alcohol

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Un fin de semana perdido. Ese es el título original en inglés (The lost weekend) de esta obra maestra indiscutible filmada en 1945 por ese genio llamado Billy Wilder cuya escasa presencia en este blog, limitada durante su año y medio de edad a referencias tangenciales, puntuales, esporádicas, resultaba tan imperdonable que no será la última vez, ni mucho menos, que este coloso del cine de origen austriaco aparezca en los próximos meses por esta escalera. En esta ocasión no se trata de una de esas maravillosas e inteligentes comedias en las que desmenuza las contradicciones y absurdos de la sociedad de su tiempo utilizando el punto de vista del americano medio. Wilder ofrece aquí, desde el mismo prisma (esta vez un escritor del montón de la ciudad de Nueva York), un drama urbano, duro, contundente, difícil, doloroso, crudo, con la adicción al alcohol como tema y también como pretexto para, con la agudeza de siempre pero con el rictus más serio que nunca, realizar un retrato incómodo, áspero, desencantado, de una sociedad difícil en la que la indiferencia, la soledad y la ingratitud tejen una red en la que tememos ser atrapados, que nos amenaza, y en contra de la cual hay quien no tiene más remedio que buscar ayuda en elementos externos que le permitan disfrazar una realidad triste, agobiante, excesiva, implacable.

Quiero beber hasta perder el control, dice la canción de los Secretos. Beber para olvidar, dice el tópico. Ray Milland, en uno de los mejores papeles de su carrera, si no el mejor, da vida a Don Birman, un mediocre escritor neoyorquino que libra un singular y desigual combate con su adicción al alcohol. Wilder, con un comienzo que otro genio llamado Alfred Hitchcock plasmará a su vez en el principio de Psicosis, sobrevuela la gran ciudad, recorre los tejados, ventanas, balcones y escaleras de incendios de Brooklyn hasta detenerse en una ventana abierta cualquiera, escogida al azar, como un capricho. Wilder nos introduce así, como si fuera cosa de la casualidad, en la historia de Don, una historia que ya se ha desarrollado en sus principales capítulos antes de que el espectador llegue a introducirse en ella: la botella de whisky que cuelga de un cordón desde la ventana en el exterior de la fachada, las miradas furtivas y ávidas de Don hacia ella, la vigilancia apenas disimulada de su hermano (Philip Terry) y de su novia (Jane Wyman, en uno de los mejores personajes de su carrera, muchas décadas antes de ser la mala por excelencia de los culebrones con viñedos californianos -curioso bucle del destino- como escenario), el nerviosismo de todos, la necesaria esperanza de pensar que un fin de semana lejos de la ciudad hará que la mente de Don pueda olvidar por un tiempo su obsesión. Somos conscientes apenas traspasamos la fachada del edificio y nos introducimos en la vida de este terceto, que poderosos y trémulos dramas han ocurrido entre esas paredes, que esos rostros aparentemente alegres y serenos esconden miles de horas de tensión, rabia, ira y desesperación, que la clemencia de Wilder nos ha ahorrado detalles horrorosos de lo que una adicción puede causar, no sólo en quien la padece, sino en quienes se encuentran alrededor de la víctima.
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La tienda de los horrores – ‘La Pantera Rosa’

Esta pseudopelícula de Shawn Levi es otra de las muestras de la gran capacidad de Hollywood para joder su propia historia con nuevas versiones chapuceras, insulsas, estúpidas y ridículas de antiguos clásicos que no precisan de más vueltas de tuerca. Esta fagocitación de antiguos clásicos que se verán devaluados, ridiculizados, autoparodiados, lo que es peor, con pretensiones de seriedad y de mejora, es una de las taras de nuestro tiempo y una situación que, lejos de mitigarse, amenaza con continuar sin respetar a nada ni a nadie. Esta vez la que se ve afectada es ni más ni menos que la saga de películas de La pantera rosa de Blake Edwards, protagonizadas por el gran Peter Sellers.

Protagonizada por Steve Martin, coautor además del guión, es una abominación de principio a fin. No sólo por la estupidez argumental en comparación con los visos de seriedad que tienen las comedias de Edwards, sino por innecesaria, superflua y capaz de empeorar su original a todos los niveles. No sólo no tiene puñetera la gracia (excepto dos o tres golpes, cómicos más por producto de la desesperación que por su gracia intrínseca) Continuar leyendo «La tienda de los horrores – ‘La Pantera Rosa’»

Diálogos de celuloide – Blue in the face

JIMMY: Auggie dice que… dice que… primero de todo, tú, primero de todo te gusta alguien… y… y luego… y luego las besas. Y luego, después de besarlas, aah… haces porquerías. Sí, sí, haces porquerías. Sí. Dice… Y después de eso… aah… luego descubres si aah… si puedes enamorarte de ellas. Y si puedes enamorarte de ellas, te casas con otra.

Blue in the face. Wayne Wang y Paul Auster (1995).

Cine para pensar – El experimento

En los últimos lustros vivimos en una epidemia televisiva llamada «realities», sobre la base de la cual se coloca a una serie de personas -parafraseando a los físicos- en unas condiciones determinadas de presión y temperatura, con el objeto de ofrecer sus peripecias diarias y los avatares de sus relaciones a un público siempre ansioso por ver, implicarse emocionalmente y dar relevancia a cosas que, en el fondo, le importan un pimiento morrón. Sin embargo, resulta curioso el grado de identificación que estos personajillos (lo mejor de cada casa) que interviene en este tipo de pseudotelevisión logra en algunos espectadores que llegan incluso a debatir, discutir y enfrentarse a causa de las circunstancias generadas en este tipo de programas. Lo que para algunos significa encerrar a un montón de mamarrachos para que hagan el tonto y que así se diviertan los espectadores que son aún más tontos, para otros es la puesta en marcha de un «experimento sociológico» que conlleve la difusión pública del comportamiento «natural» de las personas en un marco de convivencia determinado. Una chufla marinera, teniendo en cuenta que, queramos o no, nuestro comportamiento no es natural cuando sabemos que nos graban (ni siquiera cuando nos toman una foto en una boda) y, todavía mejor, que se hacen castings para participar, con lo cual es de todo menos natural. Estas objeciones, y las dudas y quejas en cuanto a la existencia de guiones, manipulaciones y fenómenos teledirigidos en función de las audiencias televisivas de este tipo de programas que se venden como «la vida en directo», ha hecho que la Unión Europea haya investigado este tipo de televisión y que canales televisivos como la RAI italiana hayan renunciado, en una muestra de buen gusto encomiable, a este tipo de telebasura.

Cuando estos experimentos quieren hacerse con seriedad, normalmente se hacen llamando la atención lo menos posible, y desde luego, con ninguna pretensión de obtener rendimientos publicitarios. Mario Giordano tomó como base la experiencia real de uno de estos ensayos para escribir una novela adaptada por él mismo para la película dirigida por Oliver Hirschbiegel en 2001.
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