Relevo en el terror: El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1968)

«Soy un anacronismo. Mi tipo de terror ya no aterroriza a nadie», confiesa resignado Byron Orlok (Boris Karloff), veterana celebridad del cine de horror clásico, en el momento de anunciar su retiro de la profesión. En su debut en el largometraje, Peter Bodganovich sorprende triplemente: en primer término, por su lúcida intuición al reflejar en su película el contraste entre la desgastada ficción terrorífica clásica de Hollywood y los nuevos temores que afrontaba la sociedad norteamericana en la década de los sesenta, justamente en el año crucial de 1968, en plena escalada en la guerra de Vietnam, solo cinco años después del magnicidio del presidente Kennedy y el mismo año del asesinato de su hermano Robert y de Martin Luther King, cuando la violencia y el horror reales eran servidos diariamente en copiosas raciones en los informativos de máxima audiencia y dejaban obsoletos a los monstruos tradicionales; en segundo lugar, porque el juego metacinematográfico que plantea magistralmente el filme (Boris Karloff interpretando a un actor de películas de miedo que es trasunto de sí mismo, y cuya carrera se ilustra con imágenes de cintas protagonizadas por el propio Karloff) ilustra como pocas veces el fenómeno de cómo el cine se impregna de la atmósfera socioeconómica y cultural, de los estados de ánimo sociales, de las euforias, depresiones y paranoias que laten en su entorno en el momento de surgir; por último, porque un director criado en la factoría de Roger Corman se atreve a emular desde los Estados Unidos el fenómeno cinematográfico, por entonces ya algo pasado de moda, de la nouvelle vague (como Truffaut o Chabrol, Bogdanovich es crítico de cine y partidario de la teoría del autor), y lejos de presentar el sucedáneo de serie B al estilo de sus adaptaciones de Edgar Allan Poe que su mentor esperaba (se dice que la participación de Karloff venía impuesta porque este le debía a Corman dos días de contrato), y para el cual le había a autorizado a utilizar tomas descartadas de su película El Terror (The Terror, 1963), protagonizada por Boris Karloff, Jack Nicholson, Sandra Knight y Dick Miller, se presenta con un brillante y agudo guion original, coescrito junto a su pareja de entonces, Polly Platt, y (sin acreditar) Samuel Fuller, muy ligado a la actualidad y repleto de referencias cinematográficas de nivel: Howard Hawks, Orson Welles y Alfred Hitchcock, nada menos. 

La historia se mueve en una doble vertiente. Karloff hace de sí mismo, en un estadio no muy diferente a aquel por el que transitaba su mortecina carrera en ese instante, mientras que Bogdanovich se reserva un papel coprotagonista, el de joven director de películas de terror que le ofrece un último guion, alejado de los clichés y temas del género, que Orlok, sin embargo, se ha negado a leer, pero que, en teoría, posibilitaría su renacimiento, o reciclaje, para nuevos públicos en un cine de distinta categoría, al tiempo que sería una estupenda carta de presentación para el cineasta en ciernes (segundo juego metacinematográfico: ¿es ese guion, no identificado ni explicado al público, El héroe anda suelto?). La trama en la que Sammy, el director, intenta convencer a Orlok de que lea su guion y participe en la película discurre en paralelo a los avatares de Bobby Thompson (Tim O’Kelly), el típico chico americano de los sesenta, buen hijo, trabajador y amante de su mujer, un joven saludable y normal de trato afable y educado pero de vida anodina que, sin embargo, tiene fascinación por las armas (lleva consigo un arsenal de rifles, carabinas, fusiles, revólveres y pistolas, cuidadosamente colocado en el maletero de su Ford Mustang). Inspirado también en una figura real, la de Charles Whitman, un antiguo marine estadounidense que el 1 de agosto de 1966 mató a tiros a su madre y a catorce desconocidos, el personaje de Bobby, del que progresivamente se revela la carga de tensión latente que soporta, asesina a su esposa y a su madre en un arrebato, antes de embarcarse en una orgía de fuego y de sangre que, iniciada en los altos de un depósito de agua que da a una autopista, finaliza en un autocine, precisamente, en la sesión nocturna que proyecta uno de los clásicos de Orlok (de Karloff), El terror, con la anunciada presencia de su protagonista, en la que este considera que va a ser su última aparición pública. Un Karloff-Orlok que previamente, en la habitación de hotel en la que vive, se ha apoderado del espectador en dos momentos verdaderamente cautivadores y conmovedores, cuando, mirando directamente a cámara, regala al público una última muestra de su capacidad para atemorizar, utilizando los ojos, la inflexión de la voz, el gesto, antes de, en un zoom largo que desde un plano general que muestra a varios interlocutores alrededor de una mesa y va cerrándose en torno a su figura, relata una inquietante anécdota alegórica sobre la omnipotencia de La Muerte.

La dirección de Bogdanovich, apoyada en la estructura del guion, construye un solvente diálogo entre estas tramas paralelas, con las acciones criminales de Bobby punteando visualmente el discurso nostálgico y desesperanzado de Orlok, la muerte del terror clásico a manos de los horrores modernos, mucho más truculentos, violentos, mortíferos y próximos a la cotidianidad de los espectadores/ciudadanos, que confluyen en un mismo tiempo y espacio en el lugar en el que ficción y realidad se dan la mano, el autocine, donde no solo interaccionan sino que llegan incluso a identificarse. Así, aquellas tomas en las cuales la mira del fusil de Bobby ocupa la misma posición y desempeña la misma función que el objetivo de una cámara cinematográfica (el primer encuentro de Orlok y Bobby, a distancia, tiene lugar precisamente a través de la mira telescópica del nuevo rifle que este está adquiriendo), reflejando el proceso por el que la tentación homicida va configurándose y creciendo en el interior del muchacho, dan paso al clímax durante el que este dispara al público directamente desde la pantalla del autocine, ocupando el mismo plano que la película, desplazándola, suplantándola, erigiéndose en el auténtico terror ante el que chillar, removerse, temblar, huir. Todos menos Orlok, quien, asumiendo su icónico papel protagonista, en una identificación literal entre los planos de El terror que muestra la gran pantalla del autocine y su propia actuación en la secuencia clave para la resolución de Targets, o bien dándose por amortizado y en una tentativa de poner un final rápido a lo que prevé como una lenta y agónica decadencia en un forzado, lamentable y vergonzante anonimato, afronta al criminal exponiéndose a una muerte prácticamente segura, tal vez buscada como única salida digna concebible, como personaje y como ser humano.

La película plantea así un tejido de relaciones al modo de juego de espejos entre realidad y ficción, entre la condición de sujeto agente y la de observador pasivo, que alcanza su conclusión visual, llena de pesimismo, en el plano largo del autocine vacío de público, en la desolación de una explanada desierta de vida, de imaginación, de cine. Una película fascinante que hace de los Estados Unidos del momento una película real que es preciso observar sobrecogido, hasta el punto, quizá, de aterrorizarse.

 

 

8 comentarios sobre “Relevo en el terror: El héroe anda suelto (Targets, Peter Bogdanovich, 1968)

  1. Aunque en tiempos de la «nouvelle vague» los críticos de cine se solían convertir en directores (Truffaut, Chabrol, etcétera), ese fenómeno no fue demasiado frecuente en Estados Unidos. Peter Bogdanovich fue una de las raras excepciones, y “Targets” su prometedor debut. Reveló que era perfectamente consciente de las turbias corrientes subterráneas que impregnaban la vida urbana de su país, al igual que su espléndida “La última sesión”, demostraría algo después que era todavía más capaz de retratar poéticamente las oscuras frustraciones de la sociedad rural americana. Sin avergonzarse de ser un sentimental en todo lo relativo al cine de Hollywood y a la América provinciana y rural, a Bogdanovich le gusta que le asociaran con la vieja generación de cineastas. A veces esa nostalgia había funcionado, mientras que otras el público no acudía a ver sus películas. La nostalgia florece cuando nadie se atreve a contemplar cómo el futuro se va haciendo presente. Eso es lo que la convierte en un sentimiento típico del siglo XX, ayudado e inducido por el cine. Se basa en la preferencia a remontarse hasta el pasado, para no tener que hacer frente a un presente difícil e incierto. Pero los críticos deberían tener cuidado de no rechazar demasiado tajantemente ese sentimiento de nostalgia, pues, aunque en ocasiones es un signo de autoprotección, también puede tener aspectos positivos y estimulantes. Bogdanovich poseía un mayor sentido de la ironía que la mayoría de los directores que trabajaban en Estados Unidos, por lo que sería capaz de darse cuenta (y de divertirse con la idea) de que, desde un primer momento, decidió iniciar su futura carrera solo para poder mirar mejor hacia atrás. Al mismo tiempo, y mientras que una rápida ojeada a su obra podría definirle como un profesional de la nostalgia, un estudio más a fondo de esta revela en ella un profundo análisis de los estragos del tiempo y del proceso de maduración. De ahí que, en su cine, haya personajes como los de la antigua estrella de cine de terror enfrentada a una pesadilla de verdad, o como el de Daisy Miller de “Una señorita rebelde”, aplastada por un anterior error impulsivo. Entre el pasado y el presente hay siempre en la obra de Bogdanovich la sensación de fracaso a dolor, lo que impregna a su nostalgia de un cierto tono sombrío y amargo, que elimina cualquier posibilidad de llegar a la errónea conclusión de que «cualquier tiempo pasado fue mejor».

    Las primeras películas de Bogdanovich mostraban una destreza, una ductilidad y un refinamiento que hacían pensar que se estaba ante un nuevo George Cukor. Respetaban escrupulosamente las normas del cine de género, pero eran capaces de utilizarlas, para presentar visiones del mundo y de las cosas frescas y personales. Eran películas de un hombre que conocía y amaba la Historia del Cine, y que sabía aprovechar y disfrutar con la oportunidad de rendir tributo a, por ejemplo, Boris Karloff y el cine de terror, la comedia clásica americana, el cine en blanco y negro de los años 40 o John Ford. Pero lo más deslumbrante del debut profesional de Bogdanovich fue que supo utilizar todo eso para reforzar y mejorar sus retratos de la gente y sus problemas.

    Sus películas eran tan hábiles y llenas de gracia como las de Howard Hawks, y Bogdanovich dio señales de ser tan versátil como ese gran maestro del cine americano. Pero, con el tiempo, algo empezó a ir mal. Se convirtió en una gran personalidad, de la que los medios de comunicación de masas se ocupaban con bastante frecuencia, en un director algo jactancioso y excesivamente seguro de sí mismo. Se enamoró de la actriz Cybill Shepherd, y, en “Una señorita rebelde” permitió que sus sentimientos le distrajeran y se olvidó de sus anteriores conocimientos sobre cuáles eran los gustos del gran público. Todo esto se cuenta espléndidamente en el libro de Peter Biskind “Moteros tranquilos, toros salvajes”.

    Si el cine perdura como medio (lo dudo) Bogdanovich quedará como un maestro del cine de entretenimiento profundamente sentido, pero lejos de ser el heredero de Hawks, Cukor y Lubitsch, pero ni falta que hace porque ya están ellos y tantos otros. También Bogdanovich con sus mejores películas y sus maravillosos libros.

    Sí, Byron Orlok es mostrado al principio como una figura anacrónica, y no solo desde el punto de vista de una personalidad del cine de terror de otros tiempos, sino también como un hombre de ideas anticuadas. «¡Qué feo se ha vuelto este sitio!», comenta con aire de leve sorpresa cuando contempla las calles bañadas en luces de neón de Los Ángeles mientras se dirige en coche al estreno de una de sus películas, The Terror (1963), que, según Roger Corman, se escribió en una lluviosa tarde de domingo y se rodó en solo tres días. Es como si Orlok no se hubiese fijado en mucho tiempo en el aspecto de la propia ciudad en la que vive.

    Mañana cogemos un avión rumbo al mundo de la memoria falsa, de la imaginación y de los sueños.

    Cine, cine, cine
    Más cine por favor
    Que todo en la vida es cine
    Que todo en la vida es cine
    Y los sueños
    Cine son.

    Abrazos mil.

  2. Disfrutad mucho, ya me contarás…

    Al leer tu primer párrafo (¡tu primer párrafo!) pienso de inmediato en Ben Johnson, junto al río, hablándoles del Oeste a Timothy Bottoms y Jeff Bridges. Creo que esa escena, sublime, concentra toda la idea que del cine y el arte tenía Bogdanovich por aquel entonces, lo que marca su mejor obra como cineasta. Después… Bueno, su vida personal, a veces de manera extraordinariamente violenta (el caso de Dorothy Straten), irrumpió en su trabajo, y todo se estropeó. Se convirtió en una personalidad más que en un cineasta, y así ha seguido en la mayor parte del tiempo. No obstante, cuánto le debemos…

    Sus mejores películas tienen un aroma a pasado, en efecto, pero son extraordinariamente frescas, se proyectan hacia el futuro y hoy aguantan perfectamente. Porque su nostalgia no es tanto por el pasado sino por lo clásico, es decir, aquello que nunca envejece porque siempre está vigente.

    Abrazos

  3. Jo, qué buen texto para una película de Peter Bodganovich que me gusta una barbaridad. Y es que señalas cada uno de los aspectos que hacen de esta película algo muy especial.

    El tema metacinematográfico de cómo cambian los tiempos y, por tanto, la percepción del terror es genial. Es alucinante lo bien que se refleja con esas dos historias paralelas que terminan coincidiendo en un autocine.

    Siempre es un placer muy disfrutable el ver «Un héroe anda suelto», donde hay una historia bien resuelta, además de uso del lenguaje cinematográfico y la puesta en escena muy interesante.

    Qué buen ciclo se puede hacer de debut brillantes en la ficción y en largometraje.

    Beso

    Hildy

    1. Una película fantástica, mi querida Hildy, como, en general, la primera etapa de Bogdanovich en la dirección.

      Es buena idea esa: un ciclo de primeras películas y otro de últimas. Incluso de los mismos cineastas.

      Besos

  4. Fantástico texto de una película que vi con retraso, pues no fue en el cine sino en la tele y que me dejó un imborrable recuerdo de Karloff, a la vez patético por su cercanía al fin y grande por su magnética y poderosa presencia.

    Bogdanovich, con su escasa filmografía, es un referente para los cinéfilos que nos iniciábamos en lo que era el cine «actual» en una adolescencia que abarcó los sesenta y los setenta del siglo pasado (no en vano no fuimos mayores de edad hasta los 21) y su enorme conocimiento de la cinematografía mundial lo destilaba con una potencia visual que le hace reconocible.

    Hace mucho tiempo que no veo esta película y ahora, tu magnífica reseña, Alfredo, me impele a disfrutarla cuanto antes.

    Un abrazo.

    Josep

    1. Muchas gracias, Josep. La entrada de Bogdanovich en el circuito fue pletórica y refrescante, aunque bien pronto dio señales de los peligros y de las tentaciones de su estilo (Nickelodeon, 1976), y, aun con aciertos parciales, su filmografía se volvió progresivamente irregular, hasta dar algún que otro patinazo severo. No obstante, solo por su condición de divulgador, merece un lugar de honor en el cine del último medio siglo.

      Abrazos

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