Monstruos y dioses en Villa Diodati

Cada vez sentía mayor desprecio por las tesis de la moderna filosofía natural. Qué distinto sería si los científicos se dedicaran a la búsqueda de los secretos de la inmortalidad y del poder; aquellas metas, aunque sin valor real, estaban llenas de grandeza.

Mary Shelley

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Gonzalo Suárez, rara avis del cine español, cineasta, narrador, dramaturgo, periodista, poeta y antiguo ojeador de fichajes del club de fútbol Internazionale de Milán se aproxima en Remando al viento (1988) a la realidad histórica de personajes como Lord Byron, John Polidori, la pareja formada por Percy Bhysse Shelley y su esposa Mary o el filósofo William Godwin para narrar con grandes dosis de lirismo e imaginación literaria la génesis de una de las grandes novelas góticas, una de las más populares e icónicas creaciones literarias de todos los tiempos, Frankenstein. Con enfoque realmente fantasioso examina el proceso creativo desde la mágica perspectiva de una obra literaria que cobra vida hasta el punto de influir decisivamente en los destinos de quienes han asistido a su nacimiento o colaborado en él. De este modo la historia, surgida del reto lanzado por Byron a la luz de las velas durante una veraniega noche de tormenta en Villa Diodati, la casa cerca de Ginebra donde el poeta se encontraba en 1816, de escribir el más estremecedor cuento de terror, se toma como punto de unión del trágico destino de todos los personajes involucrados en la forja de la narración en la que un moderno Prometeo debía desafiar nuevamente a los dioses.

Después de Waterloo y el confinamiento de Bonaparte en Santa Elena, finalizado el Congreso de Viena que reordenó las fronteras del continente y perdonó la vida a Francia, Europa se ve inmersa en una turbulenta época de cambios sociales y políticos. Se intenta profundizar en los conceptos democráticos insinuados en la Revolución, comienzan a sentarse las bases de las reivindicaciones obreras que marcarán las revoluciones que salpicarán el siglo y empiezan a despertar las conciencias nacionales que, a través de un romanticismo exacerbado y dogmático, tantos desastres traerán en un futuro no muy lejano. Al mismo tiempo Schiller, Byron, Goethe y algunos otros destronan a Goldoni como mejor autor de su tiempo y el Romanticismo se encuentra en pleno apogeo. Las estampas de castillos abandonados, de ruinas, de cementerios desolados y sombríos, los ideales y los amores que pueden llevar a un suicidio temprano, a la muerte como ascenso hacia la ansiada libertad total, la crítica a los privilegiados, especialmente a la Iglesia, la ruptura de las convenciones sociales y, sobre todo, el teatro y la poesía que sirven de vehículo a estos pensamientos se alternan con la preocupación por los acontecimientos políticos europeos, como la forja por parte de Inglaterra de un inmenso imperio colonial, los levantamientos liberales en España contra el absolutismo de Fernando VII o los primeros conatos independentistas de Grecia frente al poder otomano.

En este marco se desarrolla la historia, inspirada en hechos reales pero con gran derroche de imaginación, que relata las jornadas que estos personajes compartieron en Villa Diodati durante la visita que Percy Bysshe Shelley (Valentine Pelka), Mary (Lizzy McInnerny) y su hermana Clara (Elizabeth Hurley, antes de recauchutarse) realizaron a Lord Byron (Hugh Grant) en su retiro suizo. El estupendo vestuario (incluso en cuanto a las rarezas estéticas de Byron), la escenografía, las magníficas localizaciones naturales y los exteriores escogidos dotan a esta película de un magnetismo misterioso, repleto de poesía y al mismo tiempo cercano a la puesta en escena teatral. Las secuencias rodadas en exteriores profundizan en la estética romántica como forma de mostrar las firmes convicciones ideales de quienes pertenecían a esta corriente: los planos de la barca bogando en el lago a la luz de la luna, el mágico jardín de la casa, iluminado o en penumbra, el castillo al que se dirigen Byron y Shelley cuando sufren la tempestad, las anchas playas de fina arena y los mares embravecidos, los acantilados sometidos a fuertes vientos, la campiña italiana de prados verdes bajo la lluvia, ese clérigo vestido de ricas ropas, apoltronado en una góndola que surca los canales venecianos sobre aguas grises, entre edificios sucios y bajo puentes comidos por la humedad, que se deja llevar hacia el palacio de inmenso patio enlosado para oficiar de correo entre Byron, que retoza en ese instante con una dama casada, y el marido de ésta, que aguarda el dinero que el poeta está dispuesto a pagar como indulgencia por el disfrute obtenido de su esposa, labor diplomática para la que tan ilustre mensajero resulta de lo más apropiado.

En el frío verano de 1816 (conocido como el año sin verano), una noche de tormenta, de esas que en Villa Diodati transcurren leyendo poesía a la luz de una vela o jugando una partida de billar, Shelley, Byron, Polidori (José Luis Gómez), Mary y Clara se entretienen leyendo y contando historias de fantasmas en un entorno lúgubre, de viento, lluvia, truenos, relámpagos y sombras de perfiles sinuosos que se proyectan en las paredes débilmente iluminadas. De esta reunión histórica nació El vampiro, de John Polidori y por supuesto, Frankenstein o el moderno Prometeo, cuyo título hace referencia al Prometeo liberado de Shelley, y a su vez al clásico Prometeo encadenado atribuido a Esquilo.

Contada a modo de flashback por una solitaria Mary, pasajera de un barco que surca aguas árticas en busca de la Criatura que ella misma ha creado (remedando así el principio y final de la obra literaria, que Mary Shelley situaba en las heladas superficies polares), la película realiza el seguimiento de las vidas de estos personajes que coincidieron aquella mágica noche y los desgraciados avatares que les sucedieron a ellos y a quienes los rodearon. Para ello utiliza como vehículo al monstruo, la Criatura (José Carlos Rivas) ideada por Mary Shelley, el Prometeo (al que erróneamente suele identificarse como Frankenstein, olvidando que éste es el nombre de su creador, con toda probabilidad el verdadero monstruo) cuyas espectrales apariciones tienen lugar siempre como anuncio de la catástrofe que está a punto de sobrevenir. Polidori contempla a la horrible Criatura antes de poner fin a su vida. Más tarde, tras la muerte en Londres de Godwin y de la hermana menor de Mary y Clara, la Criatura visita al hijo de los Shelley (en una escena inspiradísima que rememora la famosa secuencia de la película de James Whale de 1931) y a la hija de Byron y Clara, internada en una escuela religiosa, justo antes de morir prematuramente. Igualmente, aparecerá en la playa antes de que Shelley se haga a la mar en la travesía que le costará la vida, y su presencia amenaza a Byron, que tras la sugerente escena de la incineración del cadáver de Shelley en la playa mientras se recita La serpiente, formula propósito de ir a luchar por la libertad de Grecia, donde encontrará la muerte en Missolonghi. Las apariciones de la Criatura se rubrican además con frases de diálogo apenas susurradas que recuperan palabras dichas por los propios personajes en momentos anteriores del guión con las que parecían estar presagiando sin darse cuenta su propio desgraciado final. De este modo se nos muestra la Criatura no como un espectro o una presencia ajena a los personajes sino como proyección de su propia alma que cobra vida, como un reflejo del lado oscuro de cada uno de ellos en el espejo de un futuro fatal resumido en la frase “Tu respiración es mi respiración”.

Una banda sonora maravillosamente escogida en la que la música de Mozart o la magnífica Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis de Ralph Vaughan Williams es puerta de entrada al inquietante mundo de sueños, ilusiones, amores y pesadillas de los personajes acompaña unas imágenes emocionantes, lúgubres, majestuosas y de admirable factura filmadas en espléndidas localizaciones fotografiadas con gran belleza formal y sutil sensibilidad. El guión, impregnado de influencias literarias, que ensambla con gran pulso narrativo historia y literatura, realidad, ficción e imaginación, intenta acercarse al mito literario a través de una interpretación fantasiosa del contexto real en que fue concebida la obra más que al monstruo de cicatrices y tornillos que encarnara Boris Karloff en el clásico cinematográfico de 1931 que homenajea Bill Condon en su estupenda Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998).

Con un estupendo título difícil de igualar, recrea de forma libre los últimos días del olvidado cineasta James Whale, autor de grandes hitos del género de terror como El Doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), El hombre invisible (The Invisible Man, 1933) o La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), y también de clásicos más convencionales como Magnolia (Show Boat, 1936). Según la película, Whale, acosado por una enfermedad cerebral degenerativa, habría sufrido un deterioro progresivo de sus facultades mentales hasta el punto de creerse rodeado de las criaturas de ficción que creó en el pasado, en una especie de delirio relativamente común entre actores y cineastas por el cual en sus postreros momentos se sentirían poseídos, acosados o acompañados por los personajes que interpretaron o crearon, al estilo de Bela Lugosi, que cerca de su muerte sólo vivía de noche, vestía su traje de vampiro, dormía en un ataúd e incluso ordenó que se le amortajase con su famosa capa, o Johnny Weissmüller, que ya anciano insistía en vestir el taparrabos de Tarzán y emitir su famoso grito, el mismo fenómeno del que Billy Wilder echó mano a la hora de retratar la extravagante personalidad de Norma Desmond en Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950).

El vehículo de Bill Condon para presentar los problemas de Whale es Clayton, interpretado de manera bastante más efectiva de lo que cabía esperar por el insípido Brendan Fraser, muy solvente en la piel del joven viril, impulsivo y un tanto simplón que se contrata como jardinero en casa del anciano cineasta. Whale (magistral Ian McKellen), conocido homosexual de la época dorada de Hollywood, abandonado por su amante y aburrido de aprovecharse de insustanciales y bobos jovencitos que sólo buscan historias morbosas sobre el pasado, se siente atraído por el joven Clayton, al que convence para que pose como modelo de sus eróticos retratos masculinos. Pero la atracción, al principio física, es también de otra índole. En Clayton, aunque no se hace patente para el espectador hasta bien entrada la película, Whale ve la encarnación de su monstruo, inventado ciertamente por Mary Shelley, pero al que él dio la estética, la personalidad, el marchamo mítico definitivo.

Clayton, desconocedor al principio de las tendencias sexuales de su patrono, acepta actuar como modelo para sus dibujos y tras el tiempo y las charlas compartidos empieza a sentir respeto y admiración hacia ese viejo encogido en su sillón de mimbre cuyo humor destila cierta amargura. Se abre aquí una doble vía en sus relaciones. En sus encuentros flota una atmósfera de atracción-repulsión sexual: Whale es para Clayton todo lo que rechaza, un monstruo que desempeña un papel opuesto en su concepción de lo correcto en las relaciones íntimas, la más estricta heterosexualidad, a poder ser, a rienda suelta y sin ataduras, de ahí que busque desfogarse con la primera desconocida que encuentra cuando la camarera del bar y amante ocasional (Lolita Davidovich) le da plantón, una forma radical de afirmar su condición sexual frente a los continuos devaneos e insinuaciones de Whale. Por el contrario, para el director Clayton es todo lo que él deseó en su pasado, inalcanzable ya cuando está a punto de dejar el mundo. Este callado lenguaje da pie a una segunda clave en su relación, un extraño juego de confesiones, de verdades a medias y de antiguos complejos que salen a la luz fruto de la confianza algo recelosa que surge entre ambos. En ese intercambio, cada vez más profundo e inquietante, la vida de Whale irá siendo objeto principal de las charlas y su realidad, su historia repleta de dioses y monstruos se mostrará a Clayton como mucho más compleja de lo que hubiera imaginado. Este nivel de su relación converge con la verdadera historia de Whale, el adaptador a la pantalla de la famosa novela de Mary Shelley, el creador de la criatura. Un hombre que juega a ser Dios, que inventa a un monstruo a su imagen y semejanza, que es él mismo y que por tanto niega su condición de Dios, una reinterpretación del moderno Prometeo, el hombre que quiso desafiar a los dioses, imitarlos, sentarse entre ellos, y que como castigo a su soberbia fue reducido a la categoría de monstruo, condenado a ser eternamente devorado por un águila hasta que Zeus se apiadó de él y envió a Heracles, el musculado Clayton, para liberarle.

La película trata también de la estéril y eterna discusión entre lo bueno y lo malo, de su asimilación con lo aceptado o no aceptado, de la duda ante si una objetividad es posible. Clayton, avanzando en el conocimiento del anciano director, se encontrará con que es una criatura frágil, física y anímicamente (“ojalá fuera el hombre invisible”, se lamenta) que sólo merece su compasión y su piedad. Sabrá que en su pasado hay muchas experiencias negativas que acabaron por hundirle en la desesperación y que su anonimato fue una opción que él mismo escogió a raíz de un desengaño amoroso con un actor. La evolución de Clayton con respecto a Whale queda plasmada en la escena en que, muy cambiado (su efigie no recuerda ya aquí al monstruo), acompañado de su mujer y su hijo, emulará al monstruo bajo la lluvia. Así da vida nuevamente a la creación de Whale, que no es otra cosa que un reflejo de la intolerancia, la incomprensión.

La relación de ambos llega finalmente al extremo más íntimo posible, el juego de la vida y la muerte. Al igual que en la novela y la cinta clásica, una tormenta nocturna desencadena una tempestad interior y se suceden las tomas en las que se alternan paralelamente imágenes de Clayton, con una apariencia casi monstruosa, y de la Criatura, creando así un híbrido de realidad y ficción que no es más que la angustia interior que amenaza a Whale desde su reprimida infancia, y que volcó en el esbozo a lápiz que hizo del verdadero monstruo, el rechazo, la marginación, el odio, allá por los años treinta, en el trozo de papel que, enmarcado, sigue presidiendo su escritorio como, en recuerdo del maestro Goya, monstruo nacido del sueño de su razón.

Condon ofrece una espléndida recreación de los últimos días de vida de James Whale, una obra maestra acerca del dolor, una epopeya sobre la implacable e invencible soledad, sobre el fracaso en la búsqueda del amor, donde Ian McKellen obsequia un verdadero recital interpretativo y en la que Brendan Fraser logra su mejor actuación hasta la fecha como joven inmaduro y dubitativo. El mayor mérito no obstante lo adquiere un fantástico guión, premio de la Academia, en el que se logra atrapar y combinar perfectamente la profundidad y las dudas de la novela de Mary Shelley con la cinta clásica de James Whale y las propias vivencias de éste para crear un potente drama que no deja indiferente, un clásico imperecedero.

Música para una banda sonora vital: Una habitación con vistas (A Room With a View, James Ivory, 1985)

O mio babbino caro, aria de Giacomo Puccini para su ópera Gianni Schicchi, ejerce de tema central de esta película de época, una producción minuciosamente cuidada de las diseñadas para premios, de las que acaparan galardones y candidaturas. Escrita por Ruth Prawer Jhabvala a partir de una novela de E. M. Forster, Ivory compone un fresco y sofisticado drama de época sobre las cuitas amorosas de una joven inglesa de buena familia (Helena Bonham Carter) que viaja a Florencia en compañía de una prima gorrona (Maggie Smith) para ver mundo antes de volver a casa a dedicarse a las obligaciones que la aguardan, en particular, casarse con un lechuguino (Daniel Day-Lewis). Completan el reparto Denholm Elliott, Judi Dench, Simon Callow, Julian Sands y Rupert Graves, entre otros.

La famosa aria de Puccini se ofrece aquí en la voz de la diva Maria Callas.

Mis escenas favoritas: Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939)

Aguda y ácida sátira del llamado «paraíso comunista» al tiempo que sofisticada y divertidísima comedia romántica, esta obra maestra de Ernst Lubitsch, coescrita por este, Charles Brackett, Billy Wilder y Walter Reisch a partir de una historia de Melchior Lengyel, contiene tantos diálogos afilados y tanta carga de profundidad hacia la dictadura soviética en sus ambivalentes secuencias que resulta imposible recordarlos todos y muy difícil quedarse con uno.

En este caso se trata del duro retorno a la realidad moscovita una vez disfrutados los grandes placeres parisinos.

El silencio de dos hombres

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Los siete principios del ‘Bushido’:

  1. Gi (justicia)

Sé honrado con todo el mundo. Cree en la justicia, pero no en la de los demás, sino en la tuya propia. Para un auténtico samurai no hay una escala de grises. Sólo existe lo correcto y lo incorrecto.

  1. Yuu (coraje)

Álzate sobre las masas de gente que teme actuar. Ocultarse como una tortuga en su caparazón no es vivir. Hay que arriesgarse. Es peligroso, pero es la única forma de vida plena.

  1. Jin (compasión)

El samurai no es como los demás hombres. Desarrolla un poder que debe ser usado en bien de todos y ayuda a sus compañeros en cualquier oportunidad. Y si ésta no surge, sale de su camino para encontrarla.

  1. Rei (respeto)

No tienes motivos para ser cruel. No muestres tu fuerza. Sé cortés con tus enemigos. Y recuerda que tu fuerza interior se vuelve evidente en tiempos de apuros.

  1. Meiyo (honor)

El auténtico samurai sólo tiene un juez de su propio honor. Él mismo. Las decisiones que toma y cómo las lleva a cabo son reflejo de quién es en realidad. El samurai no puede ocultarse de sí mismo.

  1. Makoto (sinceridad)

Cuando un samurai dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. No promete: hablar y hacer son la misma acción.

  1. Chuu (lealtad)

El samurai es leal con quien se hace responsable. Y recuerda: las palabras de un hombre son como sus huellas, puedes seguirlas donde quiera que él vaya.

 

Aunque la cita que abre la película, no existe mayor soledad que la del samurai, salvo tal vez la del tigre en la jungla, es una falsa alusión al libro Bushido de los samuráis, Jean-Pierre Melville impregna al protagonista de El silencio de un hombre (Le samurai, 1967), Jef Costello (Alain Delon), de los rasgos propios de un asceta guerrero, de un monje cuyo motor interior, entendido en una clave íntima y muy personal, explica el sentido de su violencia.

Hierático, frío, metódico, aparentemente carente de emociones, alejado de las mujeres y ajeno a cualquier aspecto ético o moral de su profesión, Jef se emplea como asesino a sueldo, ejecutando sin piedad de manera implacable a quienes sus benefactores señalan. Es absolutamente discreto y extremadamente leal, y su eficiencia resulta incuestionable. Al menos hasta que un asunto se tuerce y le obliga a pensar que sus patrocinadores le han tendido una trampa. Desde ese instante, toda la existencia sobre la que ha edificado su sombra se tambalea y su supervivencia depende del esclarecimiento del enigma que le persigue, el por qué y el precio de su sacrificio, mientras, al mismo tiempo que huye de quienes quieren acabar con él, tapa los agujeros que sus traicioneros patronos van abriendo en la alfombra de su anonimato para que la policía ate cabos.

El silencio de un hombre además de un magnífico film noir es la ejemplar plasmación del continuo cruce de referencias a tres bandas que conecta como un cable submarino las tradiciones narrativas francesa, japonesa y norteamericana. Si el realismo poético francés inspiró al menos en parte el surgimiento del cine negro americano, éste retorna al París de los sesenta en una magistral eclosión de todos sus elementos, desde el nombre del protagonista en homenaje al personaje de Robert Mitchum en Retorno al pasado (Out of the Past, Jacques Tourneur, 1947) hasta la conversión de la ciudad en un escenario irreal por el que se mueven violentos esbirros, mujeres glaciales y policías rudos, una atmósfera atemporal, mítica, desprovista de espacios reconocibles en una sucesión de rincones oscuros, calles lluviosas y despobladas, clubes de jazz envueltos en la bruma, patios y escaleras poco iluminados y apartamentos vacíos de ventanas abiertas a la más abstracta oscuridad, una ciudad de sonidos apagados, de silencios, de pasos amortiguados, en la que cada uno de los ruidos audibles o de los escasos diálogos posee un significado trascendental, premonitorio. La fuente original del guión, la novela The Ronin de Joan McLeod (ronin, literalmente hombre-ola, evoca el carácter errabundo de estos guerreros sin dueño), título referido a los samuráis que carecían de señor al que servir, conecta la película con la tradición japonesa de los samuráis y con su reflejo en los filmes de Kurosawa o Inagaki (47 Ronin, 1962), inspiradores a su vez de géneros tan norteamericanos como el cine negro o el western de John Ford y Sergio Leone, influencia mantenida incluso hasta las postrimerías del siglo XX, ya sea explícitamente en películas como Ronin (John Frankenheimer, 1998) o implícitamente en la obra de Martin Scorsese, Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson o Wong Kar-Wai.

La mejor recepción de esta vorágine de referencias cruzadas es el remake de la cinta de Melville obra del inclasificable Jim Jarmusch, Ghost Dog, el camino del samurai (Ghost Dog, The Way of the Samurai, 1999). La acción se traslada a un Nueva York suburbial, los sonidos no se diluyen en el silencio sino en el hip-hop, pero el asesino (Forest Whitaker) captura la esencia de Costello en su lucha por mantener el tipo frente a los mafiosos de barrio que le han traicionado, delincuentes veteranos de origen italiano que visten de manera vulgar o combinan cadenas y anillos de oro con el chándal, precursores de los matones horteras y bravucones de la teleserie Los Soprano (The Sopranos, David Chase, 1999-2007). La película de Jarmusch, fragmentada en capítulos introducidos con una cita del libro del Bushido, es un excelente tributo a Melville, una película ni tan distante ni tan aséptica, cargada de ironía y humor y poseedora tanto de sencillez desarmante como de no pocos momentos de brillante solemnidad cercana a la épica del western. Incluso hace gala de una rara ternura melancólica en lo que afecta a los personajes de la niña lectora o del vendedor de helados (Isaach de Bankolé), único amigo del protagonista aunque el neoyorquino angloparlante no consiga trabar una sola conversación con el haitiano francófono. Esta relación, la metáfora lanzada al viento de dos personas que se entienden a la perfección y se aprecian sin hablar la misma lengua, es el verdadero tesoro de la película más allá de su condición de homenaje.

Con ella se cierra de momento ese circuito cerrado que conecta sensibilidades, miradas, perspectivas y cinematografías tan diversas y distintas pero que se encuentran en el único punto del que nacen y en el que concluyen todas las historias: el silencio.

Música para una banda sonora vital: La suerte de los Logan (Logan Lucky, Steven Soderbergh, 2017)

Take Me Home, Country Roads, clásico del malogrado John Denver (fallecido a los 53 años en un accidente aeronáutico cuando pilotaba una aeronave experimental), es el motivo musical de esta intrascendente comedia de robos dirigida por Steven Soderbergh, prematuro «nuevo genio» del cine en cuya carrera se alternan las películas interesantes con las naderías intrascendentes.

Mis escenas favoritas: Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, Woody Allen, 1997)

En estos tiempos de persecución inquisitorial, recuperamos uno de los más hilarantes momentos de esta magnífica comedia-homenaje bergmaniana de Woody Allen, todo un tributo a Fresas salvajes (Smultronstället, Ingmar Bergman, 1957) justo en el año en que se cumplía su 40º aniversario.

Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

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El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

Música para una banda sonora vital: Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990)

Convertida ya en un clásico de ciencia ficción, esta vigorosa adaptación de un relato de Philip K. Dick dirigida por el neerlandés Paul Verhoeven contaba con dos curiosidades extra para el público español. En primer lugar, la inopinada aparición de una repulsiva criatura de rasgos faciales inquietamentemente cercanos a las del entonces president y hoy reconocido corrupto y malversador, Jordi Pujol. En segundo término, el uso que hizo Canal+ del tema principal de la música de la película, compuesta por Jerry Goldsmith, para su retransmisiones futbolísticas de los domingos.

Mis escenas favoritas: El gran Lebowski (The Big Lebowski, Joel Coen, 1998)

Dos momentos impagables de los muchos con que cuenta esta comedia de culto de los hermanos Coen que gira en torno a las tribulaciones de El Nota. Todo un personaje.

John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

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John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

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En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»