50º aniversario del fallecimiento de John Ford

Excelente artículo de Jorge San Miguel, publicado en Letras Libres el 28 de agosto de 2023:

«El último día de agosto se cumplen cincuenta años de la muerte de John Ford. Son palabras mayores: por supuesto en el cine, que es lo que importa; pero también en la vida cultural y, qué remedio, política española de las últimas décadas. Ford ha representado un vínculo mitológico con el viejo cine para quienes ya no lo vivieron de primera mano, una especie de Homero –“¡Homérico!”– con parche, de contornos legendarios entrevistos en cine clubs de televisión, reposiciones y semblanzas culturales. Un eco de un tiempo que se adivina más bronco, más reglado y, paradójicamente, más libre –al menos en un concreto sentido creativo. Cuando había salas de cine y un mundo de normas tácitas y explícitas, pero también espacio para la espontaneidad, la transgresión y un cierta ética de pionero. Por eso mismo, en este tiempo de pegajosas doctrinas de lo político-personal, en el que todo debe tener un sentido ulterior y colectivizable, su nombre se ha convertido en salvoconducto de una vaga resistencia al progresismo ambiental, sus valores y sus ritos. En la intuición no errada de que a una mitología solo se le opone otra.

Pero antes que todo eso John Ford ha sido el cine. El cine tanto en la vertiente popular como en la intelectual. No a otro que Ford (Young Mr. Lincoln, 1939) se dedica el artículo más célebre de Cahiers du Cinéma, el que quería inaugurar una nueva crítica. Porque si alguien quería matar al padre, o reinstaurarlo, el padre era Ford. Y buena parte de los grandes debates críticos de los 60 acá tienen que ver con la recepción del cine comercial americano; que fue el de estudio (Ford, Hitchcock), como luego el nuevo cine americano; hasta llegar al actual mercado cinematográfico-mediático, que ha terminado de empotrar a martillazos lo popular en lo culto, géneros, plataformas y redes mediante. Cuando la cosa aún iba de “ir al cine”, los públicos masivos recibieron a Ford durante décadas a través ante todo del género western, pero también del bélico, los temas irlandeses o incluso los sociales. “Director de directores” pero también paisaje habitual de las tardes de cine y televisión. No por nada, cuando de jovencito empezaba uno a ver pelis de John Ford como tales, se encontraba que ya las había visto, recordado y reimaginado muchas veces.

John Martin Feeney, Sean Aloysius Ó Fearna en su fabulación irlandesa y Jack Ford para la industria temprana del cine, rodó su primera película en 1915 o, según algunos, 1914. Poco antes había empezado a trabajar como ayudante para su hermano Francis, con el que siempre hubo mar de fondo, incluso en la vejez. Cosa extraña si consideramos que Francis, de quien no se acuerda casi nadie, rodó su último largo en 1928, mientras Jack aparece en cualquier terna de los grandes entre los grandes; pero así son la familia y el corazón. Si el nuevo mundo del sonoro relegó a Francis a actor de reparto –aparece en la mayoría de las cintas más famosas de su hermano hasta su muerte en 1953–, tuvo el efecto contrario en Jack; cuya carrera, aunque exitosa en lo económico, discurría sin pena ni gloria –un artesano más de la industria– prácticamente hasta El delator (The Informer, 1935). Después llegarían La diligencia (Stagecoach, 1939), que rescató el género del Oeste para el público y para el propio Ford; Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940); ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941); y, por supuesto, la “trilogía de la Caballería”. La Depresión y el espíritu del New Deal permean este período. No solo como es obvio en la adaptación de Steinbeck o incluso la de Llewellyn, historia de mineros galeses; sino en la propia Diligencia, que puede verse sin esfuerzo como una representación de la comunidad política americana. Otra comunidad iba surgiendo desde los 30: la Stock Company que acompañó a Ford desde entonces, y de la que John Wayne, Henry Fonda, Ward Bond, Maureen O’Hara, Harry Carey padre e hijo, Victor McLaglen, John Carradine, Woody Strode o Hank Worden son solo algunos nombres señalados.

Importa detenerse en los veinte años que Ford pasó rodando una cinta tras otra sin apenas reconocimiento, quién sabe si pretensión, de autoría. En la madurez cultivó esa imagen de profesional despegado de frivolidades artísticas –“My name is John Ford. I make Westerns”, según la leyenda propagada por Mankiewicz. Pero podemos sospechar que el filisteísmo era, como otros tantos rasgos del personaje, fachada. Es evidente desde época temprana la vocación de estilo; y no otra cosa delatan sus hábitos de rodar en secuencia y reducir al mínimo lo rodado, para llegar a la sala de edición con lo puesto y mantener el control del metraje final. Un autor que llega a serlo conociendo la industria y su poder relativo dentro de ella; también contra el autorismo.

En otros textos he recordado la influencia, abstracta y concreta, de Ford sobre el gran cine industrial americano de mi generación: Spielberg, Lucas, el mismo Scorsese. También en un cierto cine europeo de vocación americana: Wim Wenders, como antes Leone. Pero la lista sería inagotable porque, como decía, las películas de Ford –el asalto indio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), el costumbrismo romántico de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), las familias y los grupos de camaradas filmados en espacios cerrados de gran profundidad, las ceremonias religiosas o cabalgadas en recorte contra el horizonte, una larguísima conversación a la orilla del río– forman parte del repertorio de imágenes del cine universal y, sobre todo, del recuerdo de varias generaciones.

En lo político, Ford fue uno de tantos demócratas intuitivos o del New Deal que fueron escorando a la derecha ante sucesivas olas contraculturales o, sin más, el paso del tiempo. En vano se buscará una orientación ideológica unívoca en su filmografía, más allá de la simpatía por el popolo minuto –que a veces pueden ser los apaches o los cheyenne– y la reverencia hacia, justo, lo prepolítico: lo que permanece tras la espuma de los días y el zarandeo de los mercachifles del relato. Un humanismo sin doctrina. Por eso brilla en el western, en la guerra y en lo comunitario; y por eso en su última obra maestra el momento de consolidación de lo político coincide con el ocaso de un mundo: el de los héroes.

Punto y aparte merece la cuestión del racismo, dada la época de Ford y su cultivo de un género, por así llamarlo, colonial. En La diligencia los apaches son poco más que atrezzo; quizás porque, como señalábamos, no se trata tanto de una película sobre el Oeste como sobre la nación en un momento de crisis. La “trilogía de la Caballería” presenta tratamientos dispares, en algunos casos abundando en topos racistas; pero Fort Apache es una película pro india, por decirlo sin ambages, en la que la voracidad del agente apache y la alienación y el reglamentismo del capitán interpretado por Fonda desencadenan la tragedia –de forma, por cierto, bastante fiel a la tragedia real de los indios de las llanuras. En Centauros, a pesar de la brutalidad de la premisa, Ford no ahorra detalles que quince años más tarde serían revisionistas o anticoloniales, como la muerte de la india Look o el propio desenlace, con la transformación de Ethan. Otoño Cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964) es una elegía, fallida y falta de energías quizás, pero con un mensaje inequívoco. Ford, en términos generales, tuvo en el cine el respeto por los indios que reservaba hacia lo auténtico, lo previo a la caída; y en la vida real los trató con simpatía y el paternalismo que le permitía su posición: así a los navajos de Monument Valley, con los que rodó a lo largo de las décadas, a los que intentó favorecer y proveer en tiempos de escasez, y que le acabaron reconociendo miembro de la tribu: Natani Nez. Hoy, por supuesto, se presentarían no pocos problemas al hacer pasar año tras a otro a la misma troupe de navajos por comanches, apaches, cheyennes o lo que tocase.

Es esa reverencia de Ford por lo auténtico y prepolítico, por el destilado de la vida, la que lo ha convertido en santo y seña de un cierto casticismo en estos últimos años. Ante el eclipse de figuras patrias como un Cela o un Umbral –eclipse que es, sin más, la decadencia de la gran literatura como arbitrio de la vida social–, Ford emergió ante todo de la divulgación en el programa de José Luis Garci como emblema de un tiempo, una estética y una gavilla de valores, no siempre claros ni coherentes, pero casi siempre a la contra; o eso se pretendía. Un paquete convencional que incluía el boxeo; una cierta idea romántica pero no militante del periodismo; el tabaco, la bebida, los “paraísos artificiales” –como se decía cuando yo era joven–; la creación artística como evacuación y refugio, pero en todo caso empresa netamente individual; la elegante derrota. En suma, una sublimación más o menos forzada de aquel espacio mítico –volvemos a Garci– en que un grupo de hombres fuman y hablan de sus cosas. La evocación de una forma de vida espontánea, intensamente masculina, que hoy parece en retroceso, quizás en vía de proscripción.

En su forma ideal, este neofordismo sería, hablando claro, un refugio contra el coñazo imperante; una milicia contra la militancia, parafraseando a Gracián. En la medida además en que el universo de Ford se construye a partir de los espacios de resistencia al poder por antonomasia: el hogar, la familia y la pareja; la amistad; la solidaridad entre soldados, trabajadores o juramentados. Espacios donde menudencias como la política o la discusiones de moda no entran. O, por decirlo, con Faulkner, concomitante con Ford en no pocas cosas, “los amigos son los amigos voten lo que voten” –doctrina hoy aventurada. No en vano su cine bélico parte ante todo de esa camaradería; una mirada de abajo arriba en la que tanto las gestas como los desastres emergen siempre del material humano básico –They Were Expendable se titula esa película en la que Robert Montgomery y John Wayne piden unas San Miguel en una barra de Manila antes de la invasión japonesa.

Quizás por eso mismo Ford tuvo la capacidad, como reconocía Miguel Marías, de emocionar con lo castrense, la familia o la religiosidad popular a una generación, la crecida entre los 60 y los 70, que fuera del cine no sentía precisamente apego por dichas instituciones. A otras generaciones nos ha servido para volver a contemplarlas de manera no irónica. Aun recibiendo a Ford de segunda mano –otros ya irán por la tercera o cuarta–, no me cuesta imaginar como secundario en La taberna del irlandés a mi abuelo, que habitó también un mundo de tascas, amigotes, bravuconadas y guerras poco heroicas. Hombres que, si no eran ejemplares, eran lo que fuesen de forma espontánea, sin segundas lecturas ni ese sucedáneo de vida examinada que es hoy la autocontemplación colectiva. Los héroes de Ford no rompen las convenciones para cumplir algún designio gregario ni mucho menos por exhibir una identidad, sino porque tienen un impulso individual más fuerte que la conformidad. Es casi el exacto contrario de ese “lo personal es político” que, invirtiendo los términos, nos ha traído un desfile cotidiano de seres vacíos y destartalados, despojados precisamente de cuanto hay en ellos de persona.

Interesa por eso mismo separar a Ford de sus lecturas y recepciones epocales, para no acabar embadurnándolo también a él de sentidos y discursos de circunstancias. Para no degradarlo convirtiéndolo en proyectil contra lo perecedero. Para evitar la impostura –el larpeo se dice ahora–, tan contraria a la mitología fordiana. Hay en su cine, como en las metáforas quevedianas de las que escribía Borges, un goce inmediato, una sensación de hondura sin artificio que es previa a la contienda intelectual, la política o incluso la querella de los valores. Una aprehensión que no está mediada por la crítica ni por la ideología; signo del arte de largo recorrido, que absorbe públicos y perspectivas; y cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y zonas de sombra morales de lo real».

El reverso de Douglas Sirk: Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, Rainer Werner Fassbinder, 1974)

Cine-fórum: 'Todos nos llamamos Ali' (Angst essen Seele auf)-Vitoria-Gasteiz  - Poetas en Mayo

Entre los cineastas germanos que vinieron a constituir eso que se llamó Nuevo Cine Alemán (Schlöndorff, Petersen, Herzog, Wenders, Fassbinder…), late una pulsión doble que refleja el conflicto de identidad colectiva surgido tras la derrota de la Segunda Guerra Mundial y el conocimiento público generalizado de todos los horrores provocados por el régimen nazi, tanto en el frente como en la retaguardia bélica. Esta crisis de reconstrucción mental y moral, de redefinición política y social dentro y fuera de sus fronteras, de observación crítica del pasado, entre la conmoción, la incredulidad y la necesidad de explicación y de expiación, se trasladó a la filmografía de estos directores junto con otro elemento muy presente en la sociedad en la que crecieron, la realidad de un país dividido y ocupado militarmente por los vencedores, compartimentado en sectores, reconstruído, al menos en la parte occidental, con capital extranjero, zona en la que predominaban los nuevos valores, modas, modelos, sistemas, influencias culturales y sinergias de la superpotencia triunfante de la guerra en el bloque de Occidente, los Estados Unidos, de los que Alemania, en particular la parte libre de Berlín, dependía también económicamente, sobre todo en la primera posguerra. De este modo, su música, su cine, su literatura, los conceptos e idiosincrasias presentes en su democracia liberal, y, en particular, la fiebre consumista y modernizadora impregnaron la sociedad y el cine alemanes tanto como el conocimiento y el reconocimiento de su verdadera naturaleza nacional a la vista de su unificación bajo el Imperio en el siglo XIX y lo acontecido en las dos guerras mundiales, y marcaron su renacimiento y reconversión como democracia moderna en una economía de mercado homologable a las del resto de Occidente. Pasado nacional y presente y futuro globales, con sus respectivos tipos humanos y mecanismos de relaciones conviven así en un cine que, en general, retrata la desorientación de una sociedad que busca un nuevo rumbo, hasta entonces inédito en su historia, en un contexto de Guerra Fría en el que el fragmentado territorio alemán es, además, punta de lanza de ambos bloques. En el caso de Fassbinder, como en el de otros de sus compañeros, particularmente Wenders, esa mezcla de admiración, asimilación, recelo y resistencia hacia la colonización económica y cultural americana, la referencia constante del cine y la cultura estadounidenses asociados a su hegemonía capitalista, conviven con una mirada crítica, no exenta de un humor muy característico, hacia esa nueva sociedad que se reconfigura de acuerdo a unas nuevas realidades impensables solo unos años atrás, un salto evolutivo que la hace recorrer más distancia en veinte años que en los ochenta previos. Un salto que también puede contemplarse en la filmografía de Fassbinder, de la modernidad de bajo presupuesto de sus inicios a sus más elaboradas, enriquecidas y sólidas puestas en escena de su último periodo, un cambio progresivo del que esta película de 1974 constituye el punto crucial de inflexión. En este aspecto, el título original, que al español puede traducirse como «El miedo se come el alma», resulta mucho más ilustrativo y adecuado que el empleado para comercializar la película en España.

La idea para la trama puede remontarse unos años atrás, cuando un personaje de otra de sus películas, precisamente El soldado americano (Der Amerikanische Soldat, 1970), la camarera de hotel que interpreta Margarethe von Trotta, menciona el matrimonio de una conocida, una tal Emmi, con un extranjero musulmán de nombre Alí. Es aquí, por tanto, donde se cuenta el origen y el desarrollo de esta relación aludida por Von Trotta, desde que Emmi Kurowski (Brigitte Mira), una viuda de en torno a los sesenta años que se gana la vida haciendo tareas de limpieza, entra para resguardarse de la lluvia en un café frecuentado habitualmente por trabajadores inmigrantes, entre ellos Alí (El Hedi ben Salem). La apuesta, el desafío de la camarera del bar (y amante ocasional de Alí) para que saque a bailar a aquella extraña cliente con la música de la gramola, da inicio a una relación que comienza desde la soledad, a través del respeto y la palabra, y se dirige hacia el matrimonio. Emmi y Alí hablan, este la acompaña a casa, y ya desde la mañana siguiente, acepta ocupar una habitación que ella tiene disponible. Su relación levanta un gran escándalo entre todas las partes. Las compañeras de trabajo de Emmi, con las que hace tertulia durante el almuerzo en el rellano de la escalera entre piso y piso del edificio que limpian -en un guiño a Murnau y su clásico El último (Der Letzte Man, de 1924)-, le dan de lado; sus vecinas la miran suspicaz, entre la socarronería y el desprecio (y tal vez la envidia), y hacen comentarios hirientes y denigrantes a sus espaldas; el tendero del comercio habitual donde compra se niega a atenderles; sus hijos, conmocionados, rompen con ella. Por el lado de Alí la situación no es mucho mejor. En el bar sufre el resentimiento de su antigua amante; sus anteriores compañeros de piso, trabajadores marroquíes como él pero más holgazanes, insensibles y descerebrados (porque la película no se embelesa con la supuesta bondad natural del inmigrante o del pobre, como tampoco, naturalmente, lo condena, sino que ofrece todo el espectro del cuadro real), lo convierten en objeto de sus risas y sus bromas. La pareja se ve así obligada a centrarse en ella misma, y eso va creando las primeras fisuras en su confianza y su respeto, que amenazan con hacer naufragar el matrimonio y los distancian antes de que se planteen la posibilidad de recapacitar y recomponer lo que se ha roto en ese amor aparentemente improbable que habían logrado hacer posible. Las cosas, sin embargo, han ido cambiando a su alrededor mientras el amor se deterioraba. La progresiva aceptación de la relación por parte de las vecinas, de las compañeras de trabajo, del tendero, de los hijos de Emmi, de los amigos de Alí, etc., viene condicionada por la necesidad que cada uno de ellos tiene de Emmi o de Alí. Es el interés, la necesidad de resolver un problema material que cada uno de ellos presenta, lo que conduce a la asimilación y la aceptación del matrimonio de Emmi y Alí justo en el momento en que son ellos los que empiezan a cuestionarlo, a replanteárselo.

Fassbinder se recrea en el melodrama excesivo y teatral (fuente de inspiración, en versión aún más kitsch y desmesurada, a menudo hasta lo ridículo, de Pedro Almodóvar), con una puesta en escena minimalista y estática de evidente parentesco con la filmografía de Aki Kaurismäki (“hay más ideas en una secuencia de Fassbinder que en toda la filmografía de uno de esos modernos gafapasta”, ha dicho del alemán el cinesta finés), para, a través de un foco extremadamente realista a diferencia del maestro alemán Douglas Sirk, que llevó el melodrama de Hollywood a las más altas cotas de perfección formal combinadas con la más devastadora carga crítica implícita, retratar sin concesiones los sueños, los miedos, las miserias y las debilidades de sus contemporáneos desde la sinceridad más elocuente y estremecedora, sin sentimentalismos pero con sensibilidad, con sencillez formal pero también con una intrincada sofisticación emocional y moral que brotan en su mayor parte de la vehemencia de las excelentes interpretaciones de la pareja protagonista. El drama va de lo particular a lo general. La repercusión de la relación de Emmi y Alí en su entorno y su proceso de transformación hasta la asimilación y la aceptación total transita desde el drama social con tintes racistas al retrato político de la relación de Alemania con los extranjeros, ya sean los trabajadores inmigrantes o la gran superpotencia que marca los destinos económicos, culturales y sociales del país: la clave para desenvolverse en el tejido de complejidad de estas relaciones reside en el entendimiento mutuo a partir de las necesidades comunes a cubrir y satisfacer. Este es el único camino para componer y mantener una armonía estable que permita la consecución de objetivos conjuntos sin renunciar a la propia identidad, desde el respeto, el reconocimiento y la identificación con el otro, pero también sin engañarse, ocultar o dulcificar los problemas de convivencia.

Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

Resultado de imagen de nicholas ray

El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

Diálogos de celuloide: París, Texas (Wim Wenders, 1984).

Resultado de imagen de paris texas

Yo… yo solía darte largos discursos después de que te fuiste. Yo solía hablar contigo todo el tiempo, a pesar de que estaba sola. Caminé durante meses, hablándote. Ahora no sé qué decir. Era más fácil cuando solo te imaginaba. Incluso te imaginé hablándome de nuevo. Solíamos tener largas conversaciones, los dos solos. Era casi como si estuvieras allí. Podía escucharte, podía verte, olerte. Podía escuchar tu voz. A veces, tu voz me despertaba. Me despertó en medio de la noche, como si estuvieras en la habitación conmigo. Entonces… poco a poco se desvaneció. No pude imaginarte más. Traté de hablarte en voz alta como solía hacerlo, pero no había nadie allí. No podía oírte. Entonces… todo se puso de cabeza. Todo se detuvo. Tú solo… desapareciste. Y ahora estoy trabajando aquí. Escucho tu voz todo el tiempo. Cada hombre tiene tu voz.

Guion de Sam Shepard.

Música para una banda sonora vital – Mixteca (Harry Dean Stanton, 1984)

paris-texas-39

Harry Dean Stanton, uno de los secundarios más característicos del cine norteamericano de las últimas décadas (su filmografía es realmente espectacular, como lo es también la calidad de sus trabajos: alguien debería escribir un largo artículo, o tal vez un libro entero, sobre él), se arranca en español, acompañado de Ry Cooder en la guitarra, con la canción Mixteca, interpretada dentro de la música de la película de Wim Wenders París, Texas (1984).

Zumo de melancolía, del que se bebe a solas, rodeado de cascos vacíos…

Música para una banda sonora vital – Lou Reed

lou_reed_39Lou Reed ha sido una presencia esporádica pero constante en el cine underground (en cuál si no) desde finales de los años sesenta hasta bien entrado el siglo XXI. Además de media docena larga de documentales relacionados con la música, Reed también aparece en un puñado de películas de ficción, entre las que destacan Blue in the face (Wayne Wang y Paul Auster, 1995) y Palermo shooting (Wim Wenders, 2008).

Mejor, en todo caso, quedarse con cualquiera de sus clásicos, como Satellite of love.

Mis escenas favoritas – El cielo sobre Berlín

Mágico momento -junto a aquellos en los que aparece Peter Falk- de la brillante película de Wim Wenders El cielo sobre Berlín, filmada en 1987. Como ocurre tantas veces, la película fue recompensada con una estúpida versión de Hollywood que nos negamos a consignar aquí.

El ‘toque’ Samuel Fuller: Casco de acero

The steel helmet fue el primer éxito comercial de Samuel Fuller, uno de los «chicos malos» oficiales de Hollywood, uno de esos directores considerados como sensacionalistas y políticamente incómodos en Estados Unidos pero que en Europa siempre ha sido tomado por creador de culto. Tras iniciarse como periodista de sucesos y escritor de novelas pulp, Fuller comenzó a escribir guiones durante los años treinta e incluso dirigió un par de westerns convencionales. Sin embargo, en 1951, con Casco de acero dio el primer toque de atención a crítica y público sobre sus enormes facultades como cineasta, un excelente pulso narrativo, el empleo de largas tomas y planos secuencia y también de primerísimos planos, al igual que sobre su gusto por las historias potentes y cargadas de violencia a través de la cual denunciar déficits sociales y políticos.

Nos encontramos en la guerra de Corea: Zack es el único americano que ha sobrevivido, gracias a su casco, que en recuerdo conserva la perforación de la bala, a la ejecución masiva de su pelotón por parte de los soldados comunistas. Junto al niño coreano que le libera de sus ataduras y un enfermero que encuentran en el bosque, se unen a una patrulla desorientada cuya misión consiste en tomar un templo budista utilizado por el enemigo como base de operaciones. Sin embargo, al llegar la posición parece desierta, y ellos la ocupan mientras esperan que llegue su relevo. No obstante, el enemigo no anda muy lejos, y no tardan en producirse bajas en el pelotón provocadas por unos combatientes invisibles que se mueven en la oscuridad de la noche.

Con una precariedad de medios evidente y unas limitaciones de presupuesto que le obligaron a economizar utilizando imágenes de archivo de la guerra real, Fuller construye un atípico alegato antibelicista que, además de cargar las tintas contra la crueldad y la violencia al margen de toda ley, sentido o sentimiento humano, apunta al origen de los conflictos, a los intereses que mueven a los gobiernos a involucrarse en escaladas armadas, y a los pretextos que enarbolan para obligar y convencer a los más desfavorecidos de sus sociedades a que acudan a morir por unos motivos que les son ajenos y que son vendidos con propaganda grandilocuente y discursos falseados. En ese sentido, resultan elocuentes las conversaciones que el prisionero coreano mantiene con dos de sus captores, en primer lugar el soldado negro, al que le pregunta cómo es posible que luche por un país que consagra la segregación racial y considera a los de su raza como animales o cosas, y no como a personas, y posteriormente con el soldado de origen japonés, al que le recuerda que sus conciudadanos japoneses nacidos o residentes en Estados Unidos fueron confinados en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.
Continuar leyendo «El ‘toque’ Samuel Fuller: Casco de acero»

Diálogos de celuloide – El hotel del millón de dólares

million_dollar

Habrá oído que yo trato a todos los sospechosos como si fuesen culpables. Y, de algún modo, lo son. Es mi estilo. Si quiere estratagemas, llame a la CIA. Conmigo sólo conseguirá la verdad.

¿La verdad? Mi gente decide la verdad en sesenta países cada mañana y en cada país es diferente. La verdad es la explicación que la mayoría quiere comprar. Y lo que mis rivales quieren comprar es cualquier patraña para tirarme al retrete.

Yo lo averiguaré antes. Lo mío es la información.

Esto es Hollywood, amigo. Ellos inventaron el juego. No necesitan gran cosa: de un gramo de mierda hacen todo un soufflé.

The million dollar hotel. Wim Wenders (2000).

Música para una banda sonora vital – U2

Ya hemos dejado constancia más de una vez de las colaboraciones del grupo de rock irlandés U2 en la música para películas (Wim Wenders, Scorsese, etc.). En esta ocasión nos remitimos al clásido New years day para felicitaros a todos el año nuevo.

Feliz 2009 de cine a todos.