50º aniversario del fallecimiento de John Ford

Excelente artículo de Jorge San Miguel, publicado en Letras Libres el 28 de agosto de 2023:

«El último día de agosto se cumplen cincuenta años de la muerte de John Ford. Son palabras mayores: por supuesto en el cine, que es lo que importa; pero también en la vida cultural y, qué remedio, política española de las últimas décadas. Ford ha representado un vínculo mitológico con el viejo cine para quienes ya no lo vivieron de primera mano, una especie de Homero –“¡Homérico!”– con parche, de contornos legendarios entrevistos en cine clubs de televisión, reposiciones y semblanzas culturales. Un eco de un tiempo que se adivina más bronco, más reglado y, paradójicamente, más libre –al menos en un concreto sentido creativo. Cuando había salas de cine y un mundo de normas tácitas y explícitas, pero también espacio para la espontaneidad, la transgresión y un cierta ética de pionero. Por eso mismo, en este tiempo de pegajosas doctrinas de lo político-personal, en el que todo debe tener un sentido ulterior y colectivizable, su nombre se ha convertido en salvoconducto de una vaga resistencia al progresismo ambiental, sus valores y sus ritos. En la intuición no errada de que a una mitología solo se le opone otra.

Pero antes que todo eso John Ford ha sido el cine. El cine tanto en la vertiente popular como en la intelectual. No a otro que Ford (Young Mr. Lincoln, 1939) se dedica el artículo más célebre de Cahiers du Cinéma, el que quería inaugurar una nueva crítica. Porque si alguien quería matar al padre, o reinstaurarlo, el padre era Ford. Y buena parte de los grandes debates críticos de los 60 acá tienen que ver con la recepción del cine comercial americano; que fue el de estudio (Ford, Hitchcock), como luego el nuevo cine americano; hasta llegar al actual mercado cinematográfico-mediático, que ha terminado de empotrar a martillazos lo popular en lo culto, géneros, plataformas y redes mediante. Cuando la cosa aún iba de “ir al cine”, los públicos masivos recibieron a Ford durante décadas a través ante todo del género western, pero también del bélico, los temas irlandeses o incluso los sociales. “Director de directores” pero también paisaje habitual de las tardes de cine y televisión. No por nada, cuando de jovencito empezaba uno a ver pelis de John Ford como tales, se encontraba que ya las había visto, recordado y reimaginado muchas veces.

John Martin Feeney, Sean Aloysius Ó Fearna en su fabulación irlandesa y Jack Ford para la industria temprana del cine, rodó su primera película en 1915 o, según algunos, 1914. Poco antes había empezado a trabajar como ayudante para su hermano Francis, con el que siempre hubo mar de fondo, incluso en la vejez. Cosa extraña si consideramos que Francis, de quien no se acuerda casi nadie, rodó su último largo en 1928, mientras Jack aparece en cualquier terna de los grandes entre los grandes; pero así son la familia y el corazón. Si el nuevo mundo del sonoro relegó a Francis a actor de reparto –aparece en la mayoría de las cintas más famosas de su hermano hasta su muerte en 1953–, tuvo el efecto contrario en Jack; cuya carrera, aunque exitosa en lo económico, discurría sin pena ni gloria –un artesano más de la industria– prácticamente hasta El delator (The Informer, 1935). Después llegarían La diligencia (Stagecoach, 1939), que rescató el género del Oeste para el público y para el propio Ford; Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940); ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941); y, por supuesto, la “trilogía de la Caballería”. La Depresión y el espíritu del New Deal permean este período. No solo como es obvio en la adaptación de Steinbeck o incluso la de Llewellyn, historia de mineros galeses; sino en la propia Diligencia, que puede verse sin esfuerzo como una representación de la comunidad política americana. Otra comunidad iba surgiendo desde los 30: la Stock Company que acompañó a Ford desde entonces, y de la que John Wayne, Henry Fonda, Ward Bond, Maureen O’Hara, Harry Carey padre e hijo, Victor McLaglen, John Carradine, Woody Strode o Hank Worden son solo algunos nombres señalados.

Importa detenerse en los veinte años que Ford pasó rodando una cinta tras otra sin apenas reconocimiento, quién sabe si pretensión, de autoría. En la madurez cultivó esa imagen de profesional despegado de frivolidades artísticas –“My name is John Ford. I make Westerns”, según la leyenda propagada por Mankiewicz. Pero podemos sospechar que el filisteísmo era, como otros tantos rasgos del personaje, fachada. Es evidente desde época temprana la vocación de estilo; y no otra cosa delatan sus hábitos de rodar en secuencia y reducir al mínimo lo rodado, para llegar a la sala de edición con lo puesto y mantener el control del metraje final. Un autor que llega a serlo conociendo la industria y su poder relativo dentro de ella; también contra el autorismo.

En otros textos he recordado la influencia, abstracta y concreta, de Ford sobre el gran cine industrial americano de mi generación: Spielberg, Lucas, el mismo Scorsese. También en un cierto cine europeo de vocación americana: Wim Wenders, como antes Leone. Pero la lista sería inagotable porque, como decía, las películas de Ford –el asalto indio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), el costumbrismo romántico de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), las familias y los grupos de camaradas filmados en espacios cerrados de gran profundidad, las ceremonias religiosas o cabalgadas en recorte contra el horizonte, una larguísima conversación a la orilla del río– forman parte del repertorio de imágenes del cine universal y, sobre todo, del recuerdo de varias generaciones.

En lo político, Ford fue uno de tantos demócratas intuitivos o del New Deal que fueron escorando a la derecha ante sucesivas olas contraculturales o, sin más, el paso del tiempo. En vano se buscará una orientación ideológica unívoca en su filmografía, más allá de la simpatía por el popolo minuto –que a veces pueden ser los apaches o los cheyenne– y la reverencia hacia, justo, lo prepolítico: lo que permanece tras la espuma de los días y el zarandeo de los mercachifles del relato. Un humanismo sin doctrina. Por eso brilla en el western, en la guerra y en lo comunitario; y por eso en su última obra maestra el momento de consolidación de lo político coincide con el ocaso de un mundo: el de los héroes.

Punto y aparte merece la cuestión del racismo, dada la época de Ford y su cultivo de un género, por así llamarlo, colonial. En La diligencia los apaches son poco más que atrezzo; quizás porque, como señalábamos, no se trata tanto de una película sobre el Oeste como sobre la nación en un momento de crisis. La “trilogía de la Caballería” presenta tratamientos dispares, en algunos casos abundando en topos racistas; pero Fort Apache es una película pro india, por decirlo sin ambages, en la que la voracidad del agente apache y la alienación y el reglamentismo del capitán interpretado por Fonda desencadenan la tragedia –de forma, por cierto, bastante fiel a la tragedia real de los indios de las llanuras. En Centauros, a pesar de la brutalidad de la premisa, Ford no ahorra detalles que quince años más tarde serían revisionistas o anticoloniales, como la muerte de la india Look o el propio desenlace, con la transformación de Ethan. Otoño Cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964) es una elegía, fallida y falta de energías quizás, pero con un mensaje inequívoco. Ford, en términos generales, tuvo en el cine el respeto por los indios que reservaba hacia lo auténtico, lo previo a la caída; y en la vida real los trató con simpatía y el paternalismo que le permitía su posición: así a los navajos de Monument Valley, con los que rodó a lo largo de las décadas, a los que intentó favorecer y proveer en tiempos de escasez, y que le acabaron reconociendo miembro de la tribu: Natani Nez. Hoy, por supuesto, se presentarían no pocos problemas al hacer pasar año tras a otro a la misma troupe de navajos por comanches, apaches, cheyennes o lo que tocase.

Es esa reverencia de Ford por lo auténtico y prepolítico, por el destilado de la vida, la que lo ha convertido en santo y seña de un cierto casticismo en estos últimos años. Ante el eclipse de figuras patrias como un Cela o un Umbral –eclipse que es, sin más, la decadencia de la gran literatura como arbitrio de la vida social–, Ford emergió ante todo de la divulgación en el programa de José Luis Garci como emblema de un tiempo, una estética y una gavilla de valores, no siempre claros ni coherentes, pero casi siempre a la contra; o eso se pretendía. Un paquete convencional que incluía el boxeo; una cierta idea romántica pero no militante del periodismo; el tabaco, la bebida, los “paraísos artificiales” –como se decía cuando yo era joven–; la creación artística como evacuación y refugio, pero en todo caso empresa netamente individual; la elegante derrota. En suma, una sublimación más o menos forzada de aquel espacio mítico –volvemos a Garci– en que un grupo de hombres fuman y hablan de sus cosas. La evocación de una forma de vida espontánea, intensamente masculina, que hoy parece en retroceso, quizás en vía de proscripción.

En su forma ideal, este neofordismo sería, hablando claro, un refugio contra el coñazo imperante; una milicia contra la militancia, parafraseando a Gracián. En la medida además en que el universo de Ford se construye a partir de los espacios de resistencia al poder por antonomasia: el hogar, la familia y la pareja; la amistad; la solidaridad entre soldados, trabajadores o juramentados. Espacios donde menudencias como la política o la discusiones de moda no entran. O, por decirlo, con Faulkner, concomitante con Ford en no pocas cosas, “los amigos son los amigos voten lo que voten” –doctrina hoy aventurada. No en vano su cine bélico parte ante todo de esa camaradería; una mirada de abajo arriba en la que tanto las gestas como los desastres emergen siempre del material humano básico –They Were Expendable se titula esa película en la que Robert Montgomery y John Wayne piden unas San Miguel en una barra de Manila antes de la invasión japonesa.

Quizás por eso mismo Ford tuvo la capacidad, como reconocía Miguel Marías, de emocionar con lo castrense, la familia o la religiosidad popular a una generación, la crecida entre los 60 y los 70, que fuera del cine no sentía precisamente apego por dichas instituciones. A otras generaciones nos ha servido para volver a contemplarlas de manera no irónica. Aun recibiendo a Ford de segunda mano –otros ya irán por la tercera o cuarta–, no me cuesta imaginar como secundario en La taberna del irlandés a mi abuelo, que habitó también un mundo de tascas, amigotes, bravuconadas y guerras poco heroicas. Hombres que, si no eran ejemplares, eran lo que fuesen de forma espontánea, sin segundas lecturas ni ese sucedáneo de vida examinada que es hoy la autocontemplación colectiva. Los héroes de Ford no rompen las convenciones para cumplir algún designio gregario ni mucho menos por exhibir una identidad, sino porque tienen un impulso individual más fuerte que la conformidad. Es casi el exacto contrario de ese “lo personal es político” que, invirtiendo los términos, nos ha traído un desfile cotidiano de seres vacíos y destartalados, despojados precisamente de cuanto hay en ellos de persona.

Interesa por eso mismo separar a Ford de sus lecturas y recepciones epocales, para no acabar embadurnándolo también a él de sentidos y discursos de circunstancias. Para no degradarlo convirtiéndolo en proyectil contra lo perecedero. Para evitar la impostura –el larpeo se dice ahora–, tan contraria a la mitología fordiana. Hay en su cine, como en las metáforas quevedianas de las que escribía Borges, un goce inmediato, una sensación de hondura sin artificio que es previa a la contienda intelectual, la política o incluso la querella de los valores. Una aprehensión que no está mediada por la crítica ni por la ideología; signo del arte de largo recorrido, que absorbe públicos y perspectivas; y cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y zonas de sombra morales de lo real».

Insólito western con mar de fondo: El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, Marlon Brando, 1961)

El éxito excesivo puede arruinar, igual que el fracaso excesivo (Marlon Brando).

Entre el western clásico reinventado por John Ford y los aires de renovación de Sergio Leone que insuflaron nueva vida al género transformándolo para siempre a partir de los sesenta, se halla un eslabón a priori de lo más improbable: Marlon Brando, el mayor y más célebre exponente de actor de método en un cine americano que a comienzos de los cincuenta empezaba tímidamente a abrirse a nuevos temas y formas de contar. Brando, para algunos el mejor intérprete que ha dado el cine en su historia, sorprendió al hacerse cargo de la dirección de esta adaptación de una novela de Charles Neider en forma de atípico western. Lo más cerca del género que Marlon Brando había estado hasta entonces había sido ¡Viva Zapata! (Elia Kazan, 1952), ambientada en la revolución mexicana, por lo que no parecía el terreno más propicio para un aventurado estreno tras la cámara; menos todavía a costa de desplazar a un Stanley Kubrick que había trabajado durante meses en el guión, circunstancia que aprovechó Kirk Douglas para encargarle la dirección de Espartaco (Spartacus, 1960) en sustitución de Anthony Mann. Quizá después de todo el western no fuera el género más adecuado para Brando, dado que tras esta experiencia sólo apareció en dos westerns más a lo largo de su carrera, Sierra prohibida (The Appaloosa, Sydney J. Furie, 1966), y Missouri (The Missouri Breaks, Arthur Penn, 1976), junto a Jack Nicholson. En cualquier caso, a pesar de todos los problemas durante el rodaje, a menudo fruto de la megalomanía del actor, la obra consigue una espectacular e intensa mezcla de profundidad psicológica e inquietante, por momentos casi fantasmagórica, belleza visual.

La película resulta insólita ya desde su comienzo. La primera toma esté dedicada a un plátano devorado tranquilamente por el propio Brando mientras supervisa con suficiencia los detalles del atraco que está encabezando en un banco mexicano cercano a la frontera estadounidense. La fruta, generalmente desplazada en los menús del cine del Oeste por los gruesos filetes, las sartenes de alubias y las tazas de café, ya es un indicativo de que sobre detalles tan nimios como ese se edifica un western diferente en el fondo y en la forma. La cinta transcurre por derroteros en apariencia convencionales con la huida de Rio (Brando) y Dad Longworth (Karl Malden) y su persecución por parte de las autoridades mexicanas hasta el momento de su cercamiento, del que Dad escapa a caballo con la promesa de volver con otra montura para su amigo mientras éste contiene a las fuerzas que los rodean. Sin embargo, Dad no regresa, Rio es capturado y ha de cumplir una larga condena en una prisión mexicana. A partir de ese instante la película de Brando se transforma en una sórdida pesadilla de venganza en contraste con el marco idílico en el que tiene lugar, la frontera texana y las zonas próximas a Monterrey, una elección de localizaciones que otorga un papel predominante, como importante nota distintiva respecto al western clásico, al océano, sus playas de arenas blancas y sus acantilados.

El traidor Longworth ha rehecho su vida, se ha convertido en sheriff de Monterrey, se ha casado con una mexicana (Katy Jurado) e incluso ha adoptado a la hija de ésta, Louisa (Pina Pellicer). Vive cómodamente en una buena casa frente al mar y su única preocupación es mantener a raya a los borrachos y a los pescadores que amarran en las cercanías. Rio en cambio se ha alimentado de rencor durante su estancia en la cárcel, y al salir se une a la banda de Bob Amory (Ben Johnson –actor que resume en su carrera la historia del western, desde la “Trilogía de la caballería” de John Ford hasta Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), entre otros muchos títulos-), con la que se propone asaltar el banco de Monterrey. El enorme resentimiento de Rio le hace concebir un plan mucho más retorcido y doloroso que la mera burla de la ley que ahora representa Dad. Simulando la búsqueda de la reconciliación y ofreciendo un perdón sin resentimientos, se acerca a Longworth, se integra en su familia y enamora a su hija mientras en secreto planea el atraco y la muerte de Dad. Éste, no obstante, desconfía desde el principio, sabe de las mentiras de Rio pero le deja hacer a la espera de que descubra su juego para acabar con él, aunque cometa el error de, tras torturarlo (la habitual secuencia de autoinmolación, tan presente en las películas de Brando), perdonarle la vida. El juego psicológico entre Rio y Dad («papá», que no recibe este nombre de forma casual) se cobra dos víctimas inocentes, María, la esposa de Dad, y Louisa, que, seducida, atrapada en el carismático influjo de Rio, se convierte en el instrumento que posibilita finalmente una venganza cruel, implacable e inevitable.

Brando se conduce con seguridad y pericia en un ámbito en principio ajeno a él, ofrece secuencias de imborrable belleza e intensidad explotando al máximo el exotismo de los escenarios escogidos y consigue dotar al filme de algunos de los rasgos definitorios del ya anticuado cine negro, tanto en la recreación de atmósferas abstractas como en la explotación de la dualidad de los personajes. Los problemas de ritmo asociados a su excesiva duración no impiden dejarse atrapar por esta turbia crónica de venganza y ambivalencia moral relatada con lirismo y sensibilidad, en la que los personajes comen pescado y fruta y en la que cabezas de ganado y adornos indios son sustituidos por redes de pesca, flores y piña colada. Ejemplo único de western tropical.

Mis escenas favoritas: Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)

Esta obra maestra de John Ford acumula momentos inolvidables. Uno de ellos es este: «y nosotros no descansaremos».

 

Mis escenas favoritas – Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)

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Una lección de cine en menos de un minuto: colocación de la cámara, composición del plano, creación de atmósfera hogareña,el apunte musical, la importancia de los objetos en el encuadre, las miradas, los gestos o la ausencia de ellos, y el elocuente silencio que lo dice todo. Pocas veces el calificativo de obra maestra está tan justificado.