Teatro de fantasmas: Chuka (Gordon Douglas, 1967)

El infravalorado Gordon Douglas vuelve en este western a la fórmula empleada en su anterior Solo el valiente (Only the Valiant, 1951), una historia con referencias a la «trilogía de la caballería» de John Ford, pasada por el prisma de Howard Hawks: la acumulación en un puesto fronterizo de caballería de una heterogénea galería de personajes obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, mientras se hallan sometidos a una letal amenaza exterior, en este caso el inminente ataque de los guerreros arapahoes. Basada en una novela de Richard Jessup -suya es también la obra de la que parte la espléndida El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison, 1965)- adaptada por él mismo, en esta ocasión las variantes añadidas provienen de la estructura de flashback y del hecho de que tanto los oficiales como los soldados que componen la guarnición han sido destinados allí como resultado de la aplicación del régimen disciplinario resultante de un consejo de guerra. Producida por Paramount Pictures con un presupuesto no precisamente holgado, y al contrario que su magnífica Río Conchos (1964), rodada fundamentalmente en interiores en los que se han construido el fuerte (la escasa parte de él que se ve) y sus aledaños, lo mismo que en Solo el valiente, la película, a pesar del dinamismo de su trama, por lo demás algo tópica, no logra sacudirse la artificiosa atmósfera de escenario teatral o de plató televisivo al concentrar la inmensa mayoría de su metraje (también algo prolongado para la brevedad de la premisa: 105 minutos) en una porción de terreno muy concreta: el frontal y el reverso de las puertas de acceso al fuerte, el patio reducidísimo en torno al cual se erigen cuadras, establos, alojamientos y dependencias de los oficiales, y los exiguos interiores de estos. Lejos, por tanto, salvo en el acompañamiento de los créditos iniciales, de la explotación de la épica del paisaje y las grandes bandas sonoras propias del género, la película se conforma como un modesto estudio de personajes en una situación límite.

Ese comienzo, aderezado con las oportunas tomas de exteriores, créditos en letras de un rojo vivo y la música grandilocuente de Leith Stevens, va precedido de un prólogo que sirve para dar paso al planteamiento del filme dentro de las coordenadas del llamado western «pro-indio». Un destacamento de caballería ha llegado a un fuerte destruido y saqueado, presumiblemente por los indios, en el que todos sus defensores son dados por muertos. El hallazgo entre los restos de un revólver de pertenencia reconocible da pie a reconstruir, gracias al testimonio de un jefe arapahoe capturado, la historia de Chuka, un pistolero que, en su marcha a través de la nieve y la ventisca, se topa con unos arapahoes que celebran un funeral (exterior rodado a su vez en estudio); su protagonista, una probable víctima del hambre que azota a unos indios que sufren particularmente las duras condiciones de un invierno de temperaturas extremas. Dándose cuenta de la situación, el pistolero comparte sus escasas provisiones con los indios antes de continuar su camino, que le lleva a encontrarse con una diligencia que tiene roto el eje delantero, y cuyos ocupantes se exponen a un ataque arapahoe. Cuando este llega, sin embargo, se encuentran con Chuka, que se ha unido a los viajeros: la anterior buena acción de este salva al grupo, que puede seguir su ruta hacia el fuerte. Allí se establece un drama con distintas vertientes argumentales que se cruzan entre sí: Chuka choca de inmediato con el coronel Valois (John Mills), autoritario y ordenancista, antiguo oficial del ejército británico condenado por su afición al alcohol, y, sobre todo, con su subordinado y máximo valedor, el sargento Hahnsbach (Ernest Borgnine), que ya sirviera bajo sus órdenes en las filas británicas y cuya lealtad ciega se basa en un oscuro episodio compartido en el pasado, cuando ambos estaban destinados en Sudán. El segundo oficial, el mayor Benson (Louis Hayward), introduce en el fuerte, con ayuda de un grupo de soldados afines a sus turbios gustos e intenciones, mujeres indias de las que abusa sin contemplaciones. Más afinidad tiene Chuka con el explorador Lou Trent (James Whitmore), que venía como tirador en la diligencia, en la que también viajaban dos ciudadanas mexicanas, Verónica Keitz (Luciana Paluzzi), un antiguo amor del pasado de Chuka, cuando trabajaba en un rancho como peón, y su sobrina, prometida en matrimonio, Helena Chávez (Victoria Vetri). Todos ellos, junto a la mínima guarnición militar, se enfrentan a la inevitable amenaza de los arapahoes, que solo quieren hacerse con las provisiones del fuerte (víveres, herramientas, pertrechos, armas, munición) para poder sobrevivir al invierno. Es la negativa de Valois a compartir o entregar estos bienes lo que justifica la acción de los indios que, nada sanguinarios y reacios de natural a una rebelión, no tienen otra salida que atacar, conquistar el fuerte y tomarlos por la fuerza si no quieren asistir al exterminio de su pueblo. El personaje de Chuka se constituye así en vértice y oráculo de lo que ocurre y va a ocurrir, y como tal, tanto generador como punto de confluencia de la trama y las subtramas de la cinta.

A partir de un guion de tan cerradas posibilidades, la puesta en escena es de manual. Sometido a las estreches de los decorados, Douglas hace lo posible por dotar de dinamismo a una historia concentrada en un espacio muy limitado, fragmentando este o trasladando la acción a ubicaciones más concretas dentro de él: el despacho del coronel, el comedor, el pajar, la escalera que flanquea el portón principal del fuerte, escenario tan angosto y diminuto que toda la acción transcurre en un margen de muy escasos metros. El suspense, por lo demás escaso dado que se conoce de antemano el destino del fuerte, se circunscribe a una única circunstancia principal, cuándo y cómo atacarán finalmente los indios una posición que, de normal, sería fácilmente defendible gracias a la cercanía de otras fortificaciones militares de la frontera, pero que ahora se ve en peligro mortal al haber sido rodeada y cortadas sus comunicaciones. Hilo completado con débiles subtramas secundarias, la aclaración de las razones de la animadversión de Valois y Hahnsbach por Chuka, el eventual desenlace del renacido romance entre este y Verónica, y la conclusión que tendrá el inevitable asalto, que está clara dados los pocos efectivos con los que cuenta Valois, las razones y el número que impulsan a los indios y la resolución de la que ya ha informado el prólogo, pero que aún depara un último giro no del todo sorprendente, aunque tampoco complaciente. Como muchas de las historias de Hawks, la película se centra en las relaciones entre los personajes mientras aguardan un estallido que amenaza su supervivencia, pero lo limitado de las opciones del guion y lo demorado del metraje hacen que la tensión no se repercuta adecuadamente en el espectador. No obstante, Douglas logra dar con algunas soluciones imaginativas, como la que protagoniza una de las amantes indias de Benson introducida subrepticiamente en el fuerte, o aquella con la que finaliza el episodio de la incursión que hace Chuka en el cercano poblado arapahoe (igualmente filmada en interiores), donde se reencuentra con Trent y descubre qué sucedió con la patrulla de tres hombres enviada a recabar información y, en su caso, pedir ayuda en alguno de los fuertes próximos. Igualmente, se permite algún alarde técnico, como la llegada de la diligencia al fuerte, cuando caballos y vehículo entran en él pasando por encima de la cámara, que gira sobre sí misma para mostrar la llegada a las puertas y, en el mismo plano, la entrada al patio del fuerte.

En suma, una película mucho más interesante en su planteamiento y primer desarrollo que en su clímax y su desenlace, que se va volviendo progresivamente tópica y previsible a medida que la acción avanza, el pasado de los personajes se revela (en particular, la relación de antaño entre Verónica y Chuka) y las pequeñas situaciones personales se van resolviendo (el romance retomado, el antagonismo con Hahnsbach, la búsqueda de una heroica redención por Valois, el castigo debido a las acciones de Benson, el conato de sedición de los soldados más cobardes…), y cuyo mayor lastre viene constituido por una puesta en escena en exceso teatral y televisiva, en la que la meritoria fotografía a todo color de Harold Stine choca con los decorados, las recreaciones de exteriores en interiores y los telones pintados que confieren al conjunto una estética de lo más pobre que termina afectando a la acción: solo se entiende así que un asalto a un fuerte tenga lugar por un único punto, en ataque frontal, exponiéndose los guerreros a un número enorme de bajas, y que la defensa, aun así ejercida con torpeza, responda a esa misma limitación. Sin embargo, la película posee un registro desde el cual todo lo que acontece alcanza un interés más que notable, y es el punto a partir del cual los personajes se saben muertos si se obcecan, como les impone Valois, en la resistencia: su condición de muertos vivientes, de fantasmas en vida, de seres que se saben ya resignados a un final dramático, y que sin embargo siguen luchando. La plasmación de una necesidad, la de saber encarar la muerte con independencia de que esta ocurra o no de manera violenta a manos de los indios en un fuerte fronterizo o, tal vez, mientras se asiste como espectador a la proyección de un western interesante aunque, en última instancia, fallido.

Música para una banda sonora vital: El vengador sin piedad (The Bravados, Henry King, 1958)

Alfred Newman y Hugo Friedhofer, con aportaciones de Lionel Newman y Charles Gerhardt, ponen la música a este estupendo western de Henry King, una dura historia de persecución y venganza en la que Jim Douglas (Gregory Peck) pretende acabar con los asesinos de su esposa, recién fugados de la cárcel en la que esperaban su ejecución por otro crimen (Stephen Boyd, Henry Silva, Lee Van Cleef, Albert Salmi). La música que acompaña a los créditos es un estupendo aperitivo de lo que va a venir a continuación.

Palabra de Arthur Penn

El cineasta de Filadelfia habla de su película Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970), escrita por Calder Willingham a partir de la novela de Thomas Berger, y protagonizada por Dustin Hoffman, Faye Dunaway, Martin Balsam, Richard Mulligan, Chief Dan George y Jeff Corey.

Entrevista a Walter Hill

(entrevista de Luis Martínez al director estadounidense, publicada en el diario El Mundo el 8 de mayo de 2023)

Walter Hill (Long Beach, California, 1942) se mueve como una leyenda, habla como una leyenda, mira como lo hacen las leyendas y se diría que su última película es ya, desde antes de tocar la pantalla, toda una leyenda. El cazador de recompensas, con Christoph Waltz, Willem Dafoe y Rachel Brosnahan, es un ‘western’, pero como él mismo dice, bien podría ser un capítulo más de La Ilíada. John Ford, Akira Kurosawa y el propio Homero son sus referentes, sus mitos y sus constantes en una conversación entregada a reivindicar el sentido y el placer de la narración. Habla el responsable de clásicos como Los amos de la noche (The Warriors), además de guionista de La huida (The Getaway) y productor de Alien. Habla el director de Forajidos de leyenda (The Long Riders). Pura leyenda.

-Su primer guión fue un western y en más de una ocasión ha declarado que durante toda su vida no ha hecho otra cosa que rodar westerns. Cuando creíamos que era un género ya agotado, usted vuelve con el último western…

-En realidad, el primer western de la historia lo escribió Homero. El western no es más que otra manera de volver a contar La Odisea. Es imposible que envejezca o se agote como dice, por la sencilla razón de que pertenece a la esencia misma de la narración. Es la mejor manera de presentar un conflicto moral de la manera más enérgica y simple al mismo tiempo. Pero, de todos modos, mi intención con esta película no era recuperar intacta una tradición conservada en una piedra de ámbar. Me importa respetar la tradición, pero mi interés con esta película, como con cualquier otra, es hablar del presente. El cazador de recompensas habla de conflictos raciales, habla del papel de la mujer, habla de feminismo…

-¿No teme pecar de anacrónico, de colocar los problemas que nos preocupan ahora en un contexto completamente diferente?

-Sí, lo temo. Y por eso he huido de cualquier tentación pedante. Si analiza el nudo del relato verá que se trata sencillamente de la historia un hombre corrupto que contrata a un mercenario para que libere a una esposa presuntamente secuestrada. Eso, como decía antes, es La Ilíada. Digamos que las historias son siempre las mismas las firme John Ford u Homero. Ésta tiene más de 2.700 años.

-¿Cuál diría que es la característica que mantiene vivo a Homero?

-Lo realmente interesante es que todos sus personajes son reconocibles. Homero no solo se preocupó de dibujar de forma compleja a los griegos, sino que también dedicó tiempo a los troyanos. Los vicios y las virtudes se encuentran en los dos lados, del lado de los héroes y de los villanos. Cuando veo ciertas películas de acción hoy me desagrada la infantilización que hace que los buenos sean muy buenos y los villanos, muy malos.

-¿Se refiere a las películas de superhéroes?

-No me gusta hablar mal de lo que hacen mis compañeros. Pero es evidente que las cosas han cambiado y yo soy un hombre del pasado mucho más vinculado con las cosas del pasado. Desde mi punto de vista, es mucho más interesante una película de Kurosawa que todas las películas de Marvel juntas. Me refiero al Kurosawa que hizo películas de acción, claro.

-¿Echa de menos los viejos tiempos?

-En parte sí. No quiero parecer una persona nostálgica por la sencilla razón de que no lo soy. Sé que las cosas cambian y te tienes que adaptar tú al mundo, no el mundo a ti. Sin embargo, sí veo que antes era más fácil sacar adelante un proyecto. Había una serie de estudios y enviabas tu propuesta a uno o a otro hasta que alguno aceptaba. O no. Ahora ese sistema funciona solo con películas muy especiales, las de Marvel y eso. Para levantar una película hoy en día te pasas la vida de reunión en reunión. Peleas por la financiación en pequeños paquetes hasta que reúnes el dinero suficiente. No hay productores con cara y ojos que se responsabilicen de una idea y triunfen o fracasen con ella. Antes, el trabajo de un director consistía en dirigir películas, ahora pasas más tiempo reuniéndote explicando lo mismo una y otra vez que haciendo cualquier otra cosa. Se ha vuelto algo aburrido ser director de cine. Por otro lado, gracias a la tecnología digital se rueda y se edita infinitamente más rápido.

-Antes ha mencionado el feminismo y me viene a la mente que usted produjo Alien, el octavo pasajero, la primera vez que una película de género otorgó el papel protagonista a una mujer…

-Y no a cualquier mujer, a Sigourney Weaver. Recuerdo perfectamente cómo se llegó a la conclusión de que lo mejor para la película era que la protagonista fuera mujer y que, además, no fuera una estrella del momento. David [Giler], el otro productor, me dejó sólo porque se fue de vacaciones. Estábamos dándole vueltas a hacer una película de ciencia ficción, pero que funcionara sobre todo como una cinta de terror. Necesitábamos que el efecto sorpresa estuviera ahí desde el primer momento. El público de entonces no estaba acostumbrado a identificarse con una mujer protagonista. Por otro lado, no podía ser un rostro conocido porque habría quedado claro que se salvaría. Ninguna estrella muere. Weaver lo reunía todo: no era célebre y tenía una presencia imponente. Recuerdo que cuando le hicimos la prueba en Londres, lo primero que dijo una de las secretarias al verla fue que le recordaba a una versión mejorada de Jane Fonda. Le puse el nombre de Ellen como mi madre y su apellido lo tomé de la atracción ‘Ripley, ¡aunque usted no lo crea!’.

-Por retomar el hilo de la conversación, ¿cree que el cine está en peligro? ¿Cree que vivimos el ocaso del cine tal y como lo conoció el guionista de La huida o el director de Los amos de la noche, Forajidos de leyenda o Límite: 48 horas?

-El cine siempre se ha enfrentado al peligro de su extinción. Está en su naturaleza estar a punto de desaparecer. Si me pregunta por los peligros de ahora mismo, señalaría dos. Por un lado, me alarma el nuevo macartismo que intenta constantemente decirnos lo que se puede y lo que no se puede decir. El cine ha perdido ese impulso a lanzarse a los límites. Por otra parte, la transición hacía en streaming ha hecho que las historias se serialicen. Hay que tener enganchado al espectador y eso lo consiguen las plataformas con la repetición una y otra vez del mismo esquema. Hay muchas películas que son completamente iguales entre sí.

-¿Quiere esto decir que jamás trabajaría para una plataforma?

-En absoluto. No me malinterprete. Soy contador de historias y nunca rechazaré trabajar para quien pague. Que me lamente de lo que ocurre solo quiere decir que preferiría que las cosas fueran de otra manera, pero nada más. El cine, tal y como lo he entendido toda mi vida, está desapareciendo. Lloro su pérdida, pero ¿qué vas a hacer? ¿Son los modelos actuales de streaming un sustituto adecuado para el cine? No.

-¿Un cineasta se jubila?

-Ni me lo planteo. Me considero como un jugador de béisbol. Un día llega quien sea te quita el uniforme y te manda a casa. De momento, eso no ha ocurrido. Sigo en el campo muy pendiente de por dónde va la bola.

Fabricando mitos: Wichita, ciudad infernal (Wichita, Jacques Tourneur, 1955)

 

Jacques Tourneur es uno de esos maestros que atesoran excelentes títulos en los géneros más diversos, ya sea en el cine negro, el de aventuras o en el de terror, en particular en este caso durante la etapa de Val Lewton en la RKO. Su contribución al western no es menor, y contiene títulos tan estupendos como esta película a mayor gloria de uno de los grandes mitos del Oeste americano, Wyatt Earp, presentado aquí como aventurero y cazador de búfalos reconvertido en sheriff de Wichita (Kansas) por las circunstancias, y cuya figura real resulta mucho más controvertida, tanto a causa de su dudosa ética en ciertos aspectos de su labor como agente de la ley como en el desempeño de otras profesiones menos honorables como la de cuatrero o la de proxeneta en sus tiempos de regente de salones y cantinas. El guion de Daniel B. Ullman establece un triple paralelismo que funciona como parábola de la construcción del Oeste, y por ende, de la nación americana: en primer lugar, la figura del propio Wyatt Earp en una etapa anterior a sus más famosas correrías por Dodge City y Tombstone, un héroe también en progresiva conformación, que en su etapa en Wichita habría cimentado los principios de rectitud moral de los que luego haría gala en su trayectoria como comisario (al menos en el cine); en segundo término, su presencia en la ciudad, atraído por el súbito y constante crecimiento de una localidad que se está convirtiendo en epicentro de la conquista del Oeste gracias a la llegada del ferrocarril y a ser punto de destino de las grandes caravanas de ganado que suministran carne a las populosas urbes del Este; por último, y muy ligado a lo anterior, la sustitución de un estado natural en el que impera la ley de la fuerza por un tejido económico y social cada vez más complejo que conduce a la politización y burocratización de la vida pública en un territorio no hace tanto sumido en un estado salvaje.

La película, por tanto, habla en suma del progreso material, del necesario cambio del modelo de vida representado antaño por los ganaderos y sus peones, que viven conforme a las antiguas normas no escritas del Oeste, frente a los nuevos ciudadanos amantes del orden y de la paz que garantizan su prosperidad, aunque no siempre la evolución moral de sus acciones vaya en consonancia. En el centro, puente entre un mundo y otro y encarnación inevitable de esa transformación, Wyatt Earp (Joel McCrea), que pasa de cazador y aventurero nómada a representante de la ley en una sola noche (después de que los notables de la ciudad le hayan ofrecido el puesto de sheriff, por él inicialmente declinado, tras un atraco al banco que él ha solventado y que tiene a un joven Sam Pekinpah como cajero de la entidad) como resultado de los estragos que causa en la ciudad la llegada de las cuadrillas de peones con paga fresca y el tambor del revólver lleno de balas. En el otro extremo, las fuerzas vivas nacientes en una comunidad emergente: el alcalde, el juez, el banquero, la prensa, los propietarios de los salones…, entidades que funcionan más por interés personal de quienes detentan cierta posición de preeminencia que por verdadera identificación con los valores democráticos de la nación, y que cuando ven estos intereses amenazados no vacilan en ignorar esos valores y acudir a los últimos vestigios de la vida ruda, anárquica y violenta del viejo Oeste para resolver su problema, que no es otro que un sheriff demasiado íntegro y estricto con el cumplimiento de la ley, tanto que la rentabilidad de los buenos negocios asociados al tránsito ganadero empiezan a correr peligro. De este modo se desata un conflicto civil a pequeña escala entre quienes apoyan a Earp y quienes se revuelven contra él. Entre los primeros, el director del periódico local (Wallace Ford) y su ayudante (Keith Larsen), un joven llamado Bat Masterson, que después de cambiar de ocupación para convertirse en ayudante del sheriff dará sus primeros pasos también en la construcción de su propia leyenda como pistolero del Oeste con denominación de origen. Los segundos, aquellos cuyos intereses económicos dependen de que el Estado no se haga demasiado fuerte en la ciudad y los esbirros a los que recurren (Lloyd Bridges o Jack Elam), elementos que intentan patrimonializar la ley para utilizarla en provecho propio. El innecesario aderezo, en forma de concesión comercial, viene de parte del romance entre Earp y Laurie (Vera Miles), hija de uno de los potentados antagonistas del sheriff que, sin embargo, verá su postura afectada por las circunstancias. Un complemento romántico de la trama en los que director y guionista, con buen juicio, no hacen excesivo hincapié para no desviar la atención de los asuntos principales ni banalizar la cuestión de fondo.

La película, de manera muy inteligente, conecta la fabricación de leyendas como Wyatt Earp, que contará además con la presencia de dos de sus hermanos, Morgan (Peter Graves) y Jim (John Smith), o Bat Masterson al despegue y consolidación de la ciudad de Wichita como metáfora de una nación asomada a la nueva modernidad del siglo XX. Los forajidos, los exploradores, los jugadores y los pistoleros hasta entonces protagonistas de los mitos y hazañas del Oeste dejan paso a los representantes del orden y la ley. Los métodos violentos (los duelos, los tiroteos, las peleas, las muertes por la espalda…) se emplean con comedimiento y con el objetivo de la detención y el procesamiento de los culpables, y el recurso a la violencia se regula y modera, es decir, se ordena, se restringe, se aplica en exclusiva como monopolio del poder público (así, la orden de Earp de que todos los visitantes de la ciudad vayan desprovistos de armas). A este punto sirve la estética sombría, casi fantasmagórica, de los escenarios nocturnos en los que transcurren la mayoría de los episodios violentos, algunos notablemente osados (la muerte de un niño en un tiroteo), de gran belleza plástica a pesar de su crudeza. Producida por Allied Artists, compañía fundada por Walter Mirisch, aunque muestra ciertos tics de serie B, se beneficia del empleo del CinemaScope y de la fotografía de Harold Lipstein, tanto en esas escenas de noche como en el retrato de los grandes paisajes diurnos de las praderas salpicadas de cabezas de ganado, así como del complemento que suponen la música de Hans J. Shalter y la pegadiza canción que interpreta Tex Ritter en los créditos. Apenas ochenta minutos de metraje que contienen una porción -y una explicación- de la mítica historia americana prefabricada en los laboratorios del nacionalismo político y dan muestra de la gran capacidad de Tourneur como realizador, un hombre que reconocía que su película se apartaba «de lo ordinario» y que, preguntado sobre su propio legado como cineasta llegó a manifestar: «soy un realizador muy mediano, he hecho mi trabajo lo mejor posible, con todas mis limitaciones”.

Tourneur responde así a la imagen que dejan muchas de sus mejores películas: una aparente modestia formal y una ligereza en el lenguaje que no logran ocultar en ningún caso la talla de un cineasta mayúsculo.

Un western de su tiempo: Rio Conchos (Gordon Douglas, 1964)

 

Muy pronto queda evidenciado en este excelente western (otro más, y son unos cuantos, como ya se comentó a propósito de Solo el valiente) de Gordon Douglas, uno de esos llamados «artesanos» cuya filmografía ya querrían para sí muchos de esos considerados «autores», que una buena película del Oeste, además de ofrecer una vibrante historia de aventuras situada en la frontera mexicana, puede proponer interesantes y oportunas reflexiones críticas sobre la América del momento de su rodaje, mediada la década de los sesenta y en plena efervescencia de la lucha por los derechos civiles de la población negra, entre otras minorías. La caracterización de los personajes gira en torno a ese detalle particular, la raza a la que pertenecen y sus relaciones con los individuos de otras razas, bien sean estas las de tolerancia o de rechazo basado en estereotipos o en generalizaciones resultado de malas experiencias personales. Así sucede con Lassiter (Richard Boone), exoficial sudista durante la guerra civil que destila un odio visceral por los indios que asesinaron a su familia. Frente a él, el capitán Haven (Stuart Whitman), representante del nuevo Estado, del nuevo orden deseable que defiende la ley y la convivencia pacífica. Este está secundado por el sargento Franklyn (Jim Brown, en su debut tras abandonar su carrera en el fútbol americano), uno de los conocidos como Buffalo Soldiers de la caballería estadounidense. El grupo lo completan Rodríguez (Tony Franciosa), un bandolero mexicano, conocido de Lassiter, encerrado en la prisión de un fuerte y que está a punto de ser ejecutado, y Sally (Wende Wagner), una apache a la que arrastran en el cumplimento de su misión. Esta no es nada indiferente al tema de fondo: se trata de recuperar un cargamento de armas robadas que se cree que está en posesión del coronel Pardee (Edmond O’Brien), un militar confederado que está reuniendo al otro lado de la frontera mexicana un heterogéneo grupo de fuerzas (apaches, confederados huidos, forajidos mexicanos) con las que regresar al sur de Estados Unidos y reanudar la guerra civil.

Producida por 20th Century Fox, con guion de Joseph Landon y Clair Huffaker a partir de la novela de este, la película posee la entidad visual propia del mejor western de la época, con la fotografía en color DeLuxe de Joseph MacDonald, especialmente destacada en los exteriores, y el adecuado acompañamiento sonoro gracias a la estupenda partitura de Jerry Goldsmith. Algo carente de brío y espectacularidad en las secuencias de acción (muestra de ello es la secuencia del incendio provocado en el sitio a la granja abandonada, o, igualmente, el episodio de la maniobra de distracción en la taberna para el cruce del río por la pasarela), por más que resulten eficaces y consecuentes al sentido del argumento, la fuerza de la película radica en las relaciones entre los personajes y, particularmente, sobre la evolución del personaje de Lassiter. La película juega al comienzo con su doble condición de asesino de indios (desarmados, indefensos y en plena ceremonia de un funeral) y de sudista militante, vertiendo en la muerte indiscriminada de unos apaches pacíficos todo el odio acumulado por el personaje, y erigiéndole en antagonista natural del sargento Franklyn, al que reta desde su posición de sudista blanco que ha combatido a favor del mantenimiento de la esclavitud y se enfrenta ahora a un militar negro del ejército enemigo, al que considera doblemente subalterno, por su rango y por su raza. Sin embargo, a medida que se desarrolla la trama (y es previsible), Lassiter muta de temperamento a partir de la sucesión de episodios que conectan directamente con su trauma personal, desde el abandono del bebé en la granja saqueada por los apaches hasta el reconocimiento en Franklyn de un hombre valiente y diestro en la lucha contra los indios. Este proceso de reescritura personal culmina con el hallazgo del ejército de Pardee y su pequeño reino, mitad fuerte mitad ciudad en construcción, con la súbita comprensión de que un antiguo camarada de armas y objeto de admiración ahora se dispone a utilizar a los indios como fuerza de choque para la causa. La lealtad a sus compañeros de misión y la quiebra parcial de sus propios valores cierran el proceso de cambio de personaje cuyo clímax es el enfrentamiento con Pardee y sus partidas guerreras. Menos matizados son estos procesos en el capitán Haven y en Franklyn, personajes de una pieza, y más estereotipados y ambiguos en el caso de Rodríguez, cuya turbiedad y dudosa fiabilidad, insinuadas al comienzo de la historia, no hacen sino confirmarse a cada paso de la trama. El giro del personaje de Sally tampoco queda suficientemente construido y explicado, quedando muy libremente a la interpretación del espectador.

Bien equilibrada en su metraje de una hora y tres cuartos, alternando momentos más reposados y reflexivos con súbitos estallidos de acción violenta, se trata de una de esas obras de «artesano» realizadas con destreza y oficio, con actores solventes para los papeles que tienen adjudicados, buena factura visual, sustrato bien elaborado y presentado, diálogos con poso y subtexto, que adelantan en parte el cine que vendrá -de Peckinpah a Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967) o incluso Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979- y conectan sobradamente con la incómoda realidad de su tiempo. Ahí radica quizá el mayor valor de la película y su posición en la historia del western como género, puesto que establece un puente directo entre el momento de su rodaje y estreno y el contexto temporal de la historia que relata. De esta manera, rescata el epílogo de la guerra civil y la candente cuestión del racismo (no solo con los negros; también respecto a los indios o los hispanos) en un momento en el que los fantasmas de ese conflicto inconcluso o mal cerrado revivían en la sociedad norteamericana con el protagonismo de personajes no demasiado alejados de la naturaleza de Pardee. Este encarna en su megalomanía ciertas esencias de la intransigencia norteamericana, y su larga sombra se proyecta sobre su campamento, coronado por esa mansión en construcción, rodeada de ex soldados confederados, apaches y partidas de bandidos mexicanos, que pretende erigir a imagen y semejanza de las grandes propiedades de amplias y altas fachadas, ventanas y columnas propias de las plantaciones del viejo sur arrebatado por las tropas de la Unión a las que pretende volver a enfrentarse. Su imagen última, incrédulo y resignado ante el desmantelamiento de su plan, girándose y penetrando en esa enorme casa a medio hacer que ya se consume en llamas, supone un espléndido colofón a un tiempo que una excelente metáfora visual del tiempo real que retrata, el de una sociedad que no ha terminado de fraguarse por completo y ya se está desmoronando, sus cimientos devorados por un incendio eterno, imposible de sofocar.

Western como estudio de personajes: Solo el valiente (Only the Valiant, Gordon Douglas, 1951)

 

La película que Gregory Peck llegara a considerar como la primera gran crisis personal y profesional en su incipiente carrera ha ido adquiriendo con el tiempo cierta pátina de joya escondida, a medida que se ha ido reivindicando la figura y la trayectoria del siempre discreto Gordon Douglas, uno de esos considerados «artesanos» que presenta sin embargo suficiente nómina de títulos sólidos y solventes para otorgarle dimensión propia como cineasta con personalidad creativa e intereses concretos. Se trata de un western con referencias fordianas (la última entrega de la llamada «trilogía de la caballería» de John Ford, Rio Grande, se estrenó el año anterior) y tintes hawksianos que, a través de un protagonista atormentado como centro, acumula a su alrededor una heterogénea galería de personajes masculinos obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, sometidos a una letal amenaza exterior, con un fuerte de la caballería estadounidense hostigado por tribus apaches como escenario. El capitán Lance (Peck) tiene fama de severo y poco empático, pero también de ser el mejor oficial del puesto. Cuando la avanzadilla ante el territorio apache, situada en un enclave militar llamado Fort Invincible, es aniquilada, Lance se desplaza allí con un pelotón y logra capturar a Tucsos (Michael Ansara), el jefe de la partida. Sin embargo, demasiados expuestos al enemigo, el coronel decide trasladar al prisionero a un fuerte mayor y más lejano, para lo que elige al teniente Holloway (Gig Young), un hombre muy querido por la tropa que además es rival de Lance por el amor de Cathy (Barbara Payton), hija de otro oficial. Aunque la decisión es estrictamente de interés militar (el coronel, enfermo e impedido, considera a Lance más cualificado para la defensa del fuerte ante el inminente ataque de un millar de enfurecidos apaches dispuestos a liberar a su jefe), los hombres interpretan la elección de Holloway para la misión como una maniobra de Lance para deshacerse de un adversario personal, y cuando el pelotón es atacado, Tucsos liberado por sus guerreros y Holloway y otros hombres perecen, Lance es señalado por todos (incluida Cathy) como responsable único. Cuando diseña un plan de defensa que incluye establecer una primera línea de resistencia en el desolado Fort Invincible, elige para acompañarle a la tropa que más le desprecia: el teniente Winters (Dan Riss), débil e incompetente; el sargento Ben Murdock (Neville Brand), un bravucón indisciplinado; el cabo Gilchrist (Ward Bond), un borracho; el corneta Saxton (Terry Kilburn), un cobarde; y los soldados Rutledge (Warner Anderson), que le guarda un rencor irracional desde los tiempos de la Academia; Kebussyan (Lon Chaney Jr.,), un árabe enrolado en la caballería estadounidense que formaba parte del destacamento aniquilado de Holloway y odia a muerte al capitán Lance; Onstot (Steve Brodie), un sudista que siempre se hace el enfermo; y Joe Harmony (Jeff Corey), el explorador de la unidad. Las intenciones de Lance son impedir a los apaches el paso por el estrecho desfiladero que conecta su territorio con la empalizada de Fort Invincible, volándolo con explosivos si es preciso.

Que a Douglas y sus guionistas, Harry Brown y Edward H. North, les interesa sobre todo el retrato de personajes en una situación desesperada se desprende del desprecio a la lógica que resulta de la incongruente premisa argumental, es decir, cómo un grupo de nueve hombres puede resistir en un fuerte cuya guarnición completa ha sido aniquilada totalmente por el mismo enemigo al que van a enfrentarse ahora, o bien cómo aquella no fue capaz de pensar en el bloqueo del desfiladero como infalible medio de defensa y ahorro de vidas. Dejando esta anomalía dramática aparte, es el pequeño espacio de Fort Invincible y las relaciones entre los personajes el objeto de interés de Douglas. La película pasa aquí de los exteriores y las cabalgadas por las praderas a escenarios recreados en el estudio, tanto en el interior del fuerte como en sus alrededor y en las acartonadas paredes supuestamente rocosas del desfiladero (la película es una producción conjunta de Warner Bros. con Republic Pictures, famosa por la producción de sus westerns de bajo presupuesto, lo que se traslada a cierta precariedad en los decorados y en una absoluta incoherencia visual, de puesta en escena y de iluminación, respecto a los exteriores auténticos), y si bien la principal queja de Peck en su día se refería a que su personaje no deja de deambular, de forma algo desorientada y caprichosa, de aquí para allá para tener grupos de escenas de uno a uno con sus compañeros que revelen las motivaciones y aspiraciones más o menos veladas de los personajes, lo cierto es que es ahí donde radica el interés de la película. Un poco al modo de La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), incluido el personaje de árabe algo místico que allí era Boris Karloff y aquí el hijo de Lon Chaney, los soldados van siendo eliminados uno a uno por un enemigo invisible, al tiempo que sus conflictos e intereses opuestos condicionan el incierto éxito de una misión que Lance ha encomendado a los hombres a priori menos indicados para estar bajo su mando (más adelante, en el instante previo al clímax de acción de la cinta, anuncia los verdaderos motivos de esta elección: su carácter prescindible; el hecho de que sus muertes, más que seguras, no supondrán una gran pérdida a la caballería ni a sus compañeros de la segunda línea defensiva).

Sobre esa estructura de western convencional insertado en el marco de la caballería (terceto de personajes en choque sentimental; situación límite bajo la amenaza india; toque de corneta y salvación in extremis en la secuencia decisiva), algo lastrado por los exteriores reconstruidos en estudio, donde la fotografía de Lionel Lindon hace lo que puede y en los que, además, tiene lugar el grueso de las secuencias de acción, con un guion en parte caprichoso y con un desenlace algo apresurado y comprimido en su búsqueda del final armónico y feliz que haga encajar las piezas anteriormente diseminadas con meticulosidad y detalle, la fortaleza de la película, como en otros estimables westerns de su director –Río Conchos (1964), Chuka (1967), Los forajidos de Río Bravo (Barquero, 1970)-, radica, en la línea de Hawks, en la presentación de un puñado de personajes bien caracterizados con intereses diversos, que se van desarrollando a medida que se suceden las circunstancias expuestas en el guion y convergen en torno a ideas y principios como el instinto de supervivencia, el orden, la disciplina, la angustia, la debilidad, el egoísmo y el deber. Bajo los acordes de una vibrante y sensible música de Franz Waxman, Douglas conduce con buen pulso y vivo ritmo una historia que va más de personas que de situaciones, en la que lo que más le interesa es la evolución de los personajes en torno a Lance (la chica y el malogrado Holloway, y cada uno de los miembros de su pequeña tropa), y de cómo este es capaz de recuperar o redimir a algunos de ellos (el cobarde Saxton, el borracho Gilchrist -si bien cediendo y dejándole entrar en su terreno-, el iluminado Kebussyan, que de desafecto pasa a ser su gran defensor, el teniente Winters, el héroe mudo que posibilita el sentido del desenlace), ganándolos para la causa de todos, mientras que nada puede hacer por otros -el sargento Murdock y el soldado Onslot, reducidos a la categoría de divertimento para los apaches; el soldado Rutledge, que siente su animadversión por el capitán hasta el final- porque aceptan de mayor grado la muerte que la autoridad de su superior.

En el momento culminante, sin embargo, antes del presuroso epílogo que nos introduce en la reconfortante conclusión, la presencia inesperada de una ametralladora Gatling anuncia ya en 1951 la muerte de un mundo, de una manera de entender el Oeste, la guerra, el choque de civilizaciones entre blancos e indios, la imposibilidad de un futuro para estos. La irrupción definitiva de la era moderna, de la tecnología, de la aniquilación masiva cuyo pulso se sentía notablemente al inicio de aquella década. Y, sobre todo, la muerte de unos personajes que en un solo golpe de manivela (como las de las antiguas cámaras cinematográficas, que también señalaron un cambio de era) han quedado anticuados, desfasados, héroes imperfectos sin tiempo ni sitio.

Cine en fotos: Sam Shepard

«Se queda junto a la reventada maleta, contemplando las que fueran sus pertenencias. Aplastadas pastillas de jabón que se llevó del baño de los moteles. Chatas latas de judías. Un magullado mapa de Utah. El recalentado alquitrán negro empaña la blanquísima toalla que se guardaba para el primer baño a fondo de todo un mes.

De un extremo a otro de la carretera, nada se mueve. Ni un solo tallo se agita. Ni siquiera se mueve la solitaria pluma de alondra enganchada en el clavo del poste de la valla.

Avanza con la puntera de la bota por la negra pista de caucho quemado del patinazo. Sigue con la vista el brusco y enloquecido viraje de los neumáticos. El acre olor del caucho. El dulce olor de la arena abrasada.

Ahora salta un lagarto. Deja una estela pisciforme con la cola. Desaparece. Tragada por el mar de arena.

¿Debería esforzarse por salvar alguna cosa? Un simple botón de muestra. ¿Un par de calcetines? ¿Las pilas de la linterna? Debería tratar de recoger alguna cosa para llevársela a ella a su regreso. Algún detalle. Un recuerdo para que ella no pueda creer que no ha estado haciendo absolutamente nada. Que se ha pasado todos estos meses errando de un lado para otro.

Revuelve los restos de una rama de mezquite. Busca un regalo. No parece que valga la pena salvar ninguna cosa. Ni siquiera las que no se han estropeado. Ni siquiera la ropa que lleva puesta. El anillo de turquesa. Las botas de punta afilada. La hebilla india.

Lo arroja todo al montón de chatarra. Se queda sentado en cuclillas, completamente desnudo, en medio de la ardiente arena. Prende fuego a los restos. Después se pone en pie. Vuelve la espalda a la autopista 608. Se pone a caminar hacia las desiertas extensiones».

(Sam Shepard, «Crónicas de Motel». Traducción de Enrique  Murillo)

50º aniversario del fallecimiento de John Ford

Excelente artículo de Jorge San Miguel, publicado en Letras Libres el 28 de agosto de 2023:

«El último día de agosto se cumplen cincuenta años de la muerte de John Ford. Son palabras mayores: por supuesto en el cine, que es lo que importa; pero también en la vida cultural y, qué remedio, política española de las últimas décadas. Ford ha representado un vínculo mitológico con el viejo cine para quienes ya no lo vivieron de primera mano, una especie de Homero –“¡Homérico!”– con parche, de contornos legendarios entrevistos en cine clubs de televisión, reposiciones y semblanzas culturales. Un eco de un tiempo que se adivina más bronco, más reglado y, paradójicamente, más libre –al menos en un concreto sentido creativo. Cuando había salas de cine y un mundo de normas tácitas y explícitas, pero también espacio para la espontaneidad, la transgresión y un cierta ética de pionero. Por eso mismo, en este tiempo de pegajosas doctrinas de lo político-personal, en el que todo debe tener un sentido ulterior y colectivizable, su nombre se ha convertido en salvoconducto de una vaga resistencia al progresismo ambiental, sus valores y sus ritos. En la intuición no errada de que a una mitología solo se le opone otra.

Pero antes que todo eso John Ford ha sido el cine. El cine tanto en la vertiente popular como en la intelectual. No a otro que Ford (Young Mr. Lincoln, 1939) se dedica el artículo más célebre de Cahiers du Cinéma, el que quería inaugurar una nueva crítica. Porque si alguien quería matar al padre, o reinstaurarlo, el padre era Ford. Y buena parte de los grandes debates críticos de los 60 acá tienen que ver con la recepción del cine comercial americano; que fue el de estudio (Ford, Hitchcock), como luego el nuevo cine americano; hasta llegar al actual mercado cinematográfico-mediático, que ha terminado de empotrar a martillazos lo popular en lo culto, géneros, plataformas y redes mediante. Cuando la cosa aún iba de “ir al cine”, los públicos masivos recibieron a Ford durante décadas a través ante todo del género western, pero también del bélico, los temas irlandeses o incluso los sociales. “Director de directores” pero también paisaje habitual de las tardes de cine y televisión. No por nada, cuando de jovencito empezaba uno a ver pelis de John Ford como tales, se encontraba que ya las había visto, recordado y reimaginado muchas veces.

John Martin Feeney, Sean Aloysius Ó Fearna en su fabulación irlandesa y Jack Ford para la industria temprana del cine, rodó su primera película en 1915 o, según algunos, 1914. Poco antes había empezado a trabajar como ayudante para su hermano Francis, con el que siempre hubo mar de fondo, incluso en la vejez. Cosa extraña si consideramos que Francis, de quien no se acuerda casi nadie, rodó su último largo en 1928, mientras Jack aparece en cualquier terna de los grandes entre los grandes; pero así son la familia y el corazón. Si el nuevo mundo del sonoro relegó a Francis a actor de reparto –aparece en la mayoría de las cintas más famosas de su hermano hasta su muerte en 1953–, tuvo el efecto contrario en Jack; cuya carrera, aunque exitosa en lo económico, discurría sin pena ni gloria –un artesano más de la industria– prácticamente hasta El delator (The Informer, 1935). Después llegarían La diligencia (Stagecoach, 1939), que rescató el género del Oeste para el público y para el propio Ford; Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940); ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941); y, por supuesto, la “trilogía de la Caballería”. La Depresión y el espíritu del New Deal permean este período. No solo como es obvio en la adaptación de Steinbeck o incluso la de Llewellyn, historia de mineros galeses; sino en la propia Diligencia, que puede verse sin esfuerzo como una representación de la comunidad política americana. Otra comunidad iba surgiendo desde los 30: la Stock Company que acompañó a Ford desde entonces, y de la que John Wayne, Henry Fonda, Ward Bond, Maureen O’Hara, Harry Carey padre e hijo, Victor McLaglen, John Carradine, Woody Strode o Hank Worden son solo algunos nombres señalados.

Importa detenerse en los veinte años que Ford pasó rodando una cinta tras otra sin apenas reconocimiento, quién sabe si pretensión, de autoría. En la madurez cultivó esa imagen de profesional despegado de frivolidades artísticas –“My name is John Ford. I make Westerns”, según la leyenda propagada por Mankiewicz. Pero podemos sospechar que el filisteísmo era, como otros tantos rasgos del personaje, fachada. Es evidente desde época temprana la vocación de estilo; y no otra cosa delatan sus hábitos de rodar en secuencia y reducir al mínimo lo rodado, para llegar a la sala de edición con lo puesto y mantener el control del metraje final. Un autor que llega a serlo conociendo la industria y su poder relativo dentro de ella; también contra el autorismo.

En otros textos he recordado la influencia, abstracta y concreta, de Ford sobre el gran cine industrial americano de mi generación: Spielberg, Lucas, el mismo Scorsese. También en un cierto cine europeo de vocación americana: Wim Wenders, como antes Leone. Pero la lista sería inagotable porque, como decía, las películas de Ford –el asalto indio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), el costumbrismo romántico de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), las familias y los grupos de camaradas filmados en espacios cerrados de gran profundidad, las ceremonias religiosas o cabalgadas en recorte contra el horizonte, una larguísima conversación a la orilla del río– forman parte del repertorio de imágenes del cine universal y, sobre todo, del recuerdo de varias generaciones.

En lo político, Ford fue uno de tantos demócratas intuitivos o del New Deal que fueron escorando a la derecha ante sucesivas olas contraculturales o, sin más, el paso del tiempo. En vano se buscará una orientación ideológica unívoca en su filmografía, más allá de la simpatía por el popolo minuto –que a veces pueden ser los apaches o los cheyenne– y la reverencia hacia, justo, lo prepolítico: lo que permanece tras la espuma de los días y el zarandeo de los mercachifles del relato. Un humanismo sin doctrina. Por eso brilla en el western, en la guerra y en lo comunitario; y por eso en su última obra maestra el momento de consolidación de lo político coincide con el ocaso de un mundo: el de los héroes.

Punto y aparte merece la cuestión del racismo, dada la época de Ford y su cultivo de un género, por así llamarlo, colonial. En La diligencia los apaches son poco más que atrezzo; quizás porque, como señalábamos, no se trata tanto de una película sobre el Oeste como sobre la nación en un momento de crisis. La “trilogía de la Caballería” presenta tratamientos dispares, en algunos casos abundando en topos racistas; pero Fort Apache es una película pro india, por decirlo sin ambages, en la que la voracidad del agente apache y la alienación y el reglamentismo del capitán interpretado por Fonda desencadenan la tragedia –de forma, por cierto, bastante fiel a la tragedia real de los indios de las llanuras. En Centauros, a pesar de la brutalidad de la premisa, Ford no ahorra detalles que quince años más tarde serían revisionistas o anticoloniales, como la muerte de la india Look o el propio desenlace, con la transformación de Ethan. Otoño Cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964) es una elegía, fallida y falta de energías quizás, pero con un mensaje inequívoco. Ford, en términos generales, tuvo en el cine el respeto por los indios que reservaba hacia lo auténtico, lo previo a la caída; y en la vida real los trató con simpatía y el paternalismo que le permitía su posición: así a los navajos de Monument Valley, con los que rodó a lo largo de las décadas, a los que intentó favorecer y proveer en tiempos de escasez, y que le acabaron reconociendo miembro de la tribu: Natani Nez. Hoy, por supuesto, se presentarían no pocos problemas al hacer pasar año tras a otro a la misma troupe de navajos por comanches, apaches, cheyennes o lo que tocase.

Es esa reverencia de Ford por lo auténtico y prepolítico, por el destilado de la vida, la que lo ha convertido en santo y seña de un cierto casticismo en estos últimos años. Ante el eclipse de figuras patrias como un Cela o un Umbral –eclipse que es, sin más, la decadencia de la gran literatura como arbitrio de la vida social–, Ford emergió ante todo de la divulgación en el programa de José Luis Garci como emblema de un tiempo, una estética y una gavilla de valores, no siempre claros ni coherentes, pero casi siempre a la contra; o eso se pretendía. Un paquete convencional que incluía el boxeo; una cierta idea romántica pero no militante del periodismo; el tabaco, la bebida, los “paraísos artificiales” –como se decía cuando yo era joven–; la creación artística como evacuación y refugio, pero en todo caso empresa netamente individual; la elegante derrota. En suma, una sublimación más o menos forzada de aquel espacio mítico –volvemos a Garci– en que un grupo de hombres fuman y hablan de sus cosas. La evocación de una forma de vida espontánea, intensamente masculina, que hoy parece en retroceso, quizás en vía de proscripción.

En su forma ideal, este neofordismo sería, hablando claro, un refugio contra el coñazo imperante; una milicia contra la militancia, parafraseando a Gracián. En la medida además en que el universo de Ford se construye a partir de los espacios de resistencia al poder por antonomasia: el hogar, la familia y la pareja; la amistad; la solidaridad entre soldados, trabajadores o juramentados. Espacios donde menudencias como la política o la discusiones de moda no entran. O, por decirlo, con Faulkner, concomitante con Ford en no pocas cosas, “los amigos son los amigos voten lo que voten” –doctrina hoy aventurada. No en vano su cine bélico parte ante todo de esa camaradería; una mirada de abajo arriba en la que tanto las gestas como los desastres emergen siempre del material humano básico –They Were Expendable se titula esa película en la que Robert Montgomery y John Wayne piden unas San Miguel en una barra de Manila antes de la invasión japonesa.

Quizás por eso mismo Ford tuvo la capacidad, como reconocía Miguel Marías, de emocionar con lo castrense, la familia o la religiosidad popular a una generación, la crecida entre los 60 y los 70, que fuera del cine no sentía precisamente apego por dichas instituciones. A otras generaciones nos ha servido para volver a contemplarlas de manera no irónica. Aun recibiendo a Ford de segunda mano –otros ya irán por la tercera o cuarta–, no me cuesta imaginar como secundario en La taberna del irlandés a mi abuelo, que habitó también un mundo de tascas, amigotes, bravuconadas y guerras poco heroicas. Hombres que, si no eran ejemplares, eran lo que fuesen de forma espontánea, sin segundas lecturas ni ese sucedáneo de vida examinada que es hoy la autocontemplación colectiva. Los héroes de Ford no rompen las convenciones para cumplir algún designio gregario ni mucho menos por exhibir una identidad, sino porque tienen un impulso individual más fuerte que la conformidad. Es casi el exacto contrario de ese “lo personal es político” que, invirtiendo los términos, nos ha traído un desfile cotidiano de seres vacíos y destartalados, despojados precisamente de cuanto hay en ellos de persona.

Interesa por eso mismo separar a Ford de sus lecturas y recepciones epocales, para no acabar embadurnándolo también a él de sentidos y discursos de circunstancias. Para no degradarlo convirtiéndolo en proyectil contra lo perecedero. Para evitar la impostura –el larpeo se dice ahora–, tan contraria a la mitología fordiana. Hay en su cine, como en las metáforas quevedianas de las que escribía Borges, un goce inmediato, una sensación de hondura sin artificio que es previa a la contienda intelectual, la política o incluso la querella de los valores. Una aprehensión que no está mediada por la crítica ni por la ideología; signo del arte de largo recorrido, que absorbe públicos y perspectivas; y cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y zonas de sombra morales de lo real».