Fabricando mitos: Wichita, ciudad infernal (Wichita, Jacques Tourneur, 1955)

 

Jacques Tourneur es uno de esos maestros que atesoran excelentes títulos en los géneros más diversos, ya sea en el cine negro, el de aventuras o en el de terror, en particular en este caso durante la etapa de Val Lewton en la RKO. Su contribución al western no es menor, y contiene títulos tan estupendos como esta película a mayor gloria de uno de los grandes mitos del Oeste americano, Wyatt Earp, presentado aquí como aventurero y cazador de búfalos reconvertido en sheriff de Wichita (Kansas) por las circunstancias, y cuya figura real resulta mucho más controvertida, tanto a causa de su dudosa ética en ciertos aspectos de su labor como agente de la ley como en el desempeño de otras profesiones menos honorables como la de cuatrero o la de proxeneta en sus tiempos de regente de salones y cantinas. El guion de Daniel B. Ullman establece un triple paralelismo que funciona como parábola de la construcción del Oeste, y por ende, de la nación americana: en primer lugar, la figura del propio Wyatt Earp en una etapa anterior a sus más famosas correrías por Dodge City y Tombstone, un héroe también en progresiva conformación, que en su etapa en Wichita habría cimentado los principios de rectitud moral de los que luego haría gala en su trayectoria como comisario (al menos en el cine); en segundo término, su presencia en la ciudad, atraído por el súbito y constante crecimiento de una localidad que se está convirtiendo en epicentro de la conquista del Oeste gracias a la llegada del ferrocarril y a ser punto de destino de las grandes caravanas de ganado que suministran carne a las populosas urbes del Este; por último, y muy ligado a lo anterior, la sustitución de un estado natural en el que impera la ley de la fuerza por un tejido económico y social cada vez más complejo que conduce a la politización y burocratización de la vida pública en un territorio no hace tanto sumido en un estado salvaje.

La película, por tanto, habla en suma del progreso material, del necesario cambio del modelo de vida representado antaño por los ganaderos y sus peones, que viven conforme a las antiguas normas no escritas del Oeste, frente a los nuevos ciudadanos amantes del orden y de la paz que garantizan su prosperidad, aunque no siempre la evolución moral de sus acciones vaya en consonancia. En el centro, puente entre un mundo y otro y encarnación inevitable de esa transformación, Wyatt Earp (Joel McCrea), que pasa de cazador y aventurero nómada a representante de la ley en una sola noche (después de que los notables de la ciudad le hayan ofrecido el puesto de sheriff, por él inicialmente declinado, tras un atraco al banco que él ha solventado y que tiene a un joven Sam Pekinpah como cajero de la entidad) como resultado de los estragos que causa en la ciudad la llegada de las cuadrillas de peones con paga fresca y el tambor del revólver lleno de balas. En el otro extremo, las fuerzas vivas nacientes en una comunidad emergente: el alcalde, el juez, el banquero, la prensa, los propietarios de los salones…, entidades que funcionan más por interés personal de quienes detentan cierta posición de preeminencia que por verdadera identificación con los valores democráticos de la nación, y que cuando ven estos intereses amenazados no vacilan en ignorar esos valores y acudir a los últimos vestigios de la vida ruda, anárquica y violenta del viejo Oeste para resolver su problema, que no es otro que un sheriff demasiado íntegro y estricto con el cumplimiento de la ley, tanto que la rentabilidad de los buenos negocios asociados al tránsito ganadero empiezan a correr peligro. De este modo se desata un conflicto civil a pequeña escala entre quienes apoyan a Earp y quienes se revuelven contra él. Entre los primeros, el director del periódico local (Wallace Ford) y su ayudante (Keith Larsen), un joven llamado Bat Masterson, que después de cambiar de ocupación para convertirse en ayudante del sheriff dará sus primeros pasos también en la construcción de su propia leyenda como pistolero del Oeste con denominación de origen. Los segundos, aquellos cuyos intereses económicos dependen de que el Estado no se haga demasiado fuerte en la ciudad y los esbirros a los que recurren (Lloyd Bridges o Jack Elam), elementos que intentan patrimonializar la ley para utilizarla en provecho propio. El innecesario aderezo, en forma de concesión comercial, viene de parte del romance entre Earp y Laurie (Vera Miles), hija de uno de los potentados antagonistas del sheriff que, sin embargo, verá su postura afectada por las circunstancias. Un complemento romántico de la trama en los que director y guionista, con buen juicio, no hacen excesivo hincapié para no desviar la atención de los asuntos principales ni banalizar la cuestión de fondo.

La película, de manera muy inteligente, conecta la fabricación de leyendas como Wyatt Earp, que contará además con la presencia de dos de sus hermanos, Morgan (Peter Graves) y Jim (John Smith), o Bat Masterson al despegue y consolidación de la ciudad de Wichita como metáfora de una nación asomada a la nueva modernidad del siglo XX. Los forajidos, los exploradores, los jugadores y los pistoleros hasta entonces protagonistas de los mitos y hazañas del Oeste dejan paso a los representantes del orden y la ley. Los métodos violentos (los duelos, los tiroteos, las peleas, las muertes por la espalda…) se emplean con comedimiento y con el objetivo de la detención y el procesamiento de los culpables, y el recurso a la violencia se regula y modera, es decir, se ordena, se restringe, se aplica en exclusiva como monopolio del poder público (así, la orden de Earp de que todos los visitantes de la ciudad vayan desprovistos de armas). A este punto sirve la estética sombría, casi fantasmagórica, de los escenarios nocturnos en los que transcurren la mayoría de los episodios violentos, algunos notablemente osados (la muerte de un niño en un tiroteo), de gran belleza plástica a pesar de su crudeza. Producida por Allied Artists, compañía fundada por Walter Mirisch, aunque muestra ciertos tics de serie B, se beneficia del empleo del CinemaScope y de la fotografía de Harold Lipstein, tanto en esas escenas de noche como en el retrato de los grandes paisajes diurnos de las praderas salpicadas de cabezas de ganado, así como del complemento que suponen la música de Hans J. Shalter y la pegadiza canción que interpreta Tex Ritter en los créditos. Apenas ochenta minutos de metraje que contienen una porción -y una explicación- de la mítica historia americana prefabricada en los laboratorios del nacionalismo político y dan muestra de la gran capacidad de Tourneur como realizador, un hombre que reconocía que su película se apartaba «de lo ordinario» y que, preguntado sobre su propio legado como cineasta llegó a manifestar: «soy un realizador muy mediano, he hecho mi trabajo lo mejor posible, con todas mis limitaciones”.

Tourneur responde así a la imagen que dejan muchas de sus mejores películas: una aparente modestia formal y una ligereza en el lenguaje que no logran ocultar en ningún caso la talla de un cineasta mayúsculo.

Claustrofobia en la inmensidad: La patrulla perdida

Primera Guerra Mundial. Desierto de Mesopotamia.

Una patrulla de caballería del ejército británico atraviesa un mar de dunas camino de una misión que solamente conoce su comandante, pero que parece de vital importancia para el curso de la contienda en aquella demarcación. Sin embargo, el destino del grupo de soldados cambia cuando, en una acción aislada, el oficial resulta muerto de un disparo procedente de alguna de las partidas de árabes que luchan a favor de los turcos. El resto de los soldados, que apenas tiene capacidad para responder al ataque, queda aislado, desconectado tanto de su acuartelamiento de origen como de la misión que únicamente conocía el comandante que yace muerto en la arena, y a merced de los grupos armados que acosan a las tropas británicas en el desierto. Se hace cargo del mando el sargento de la pequeña compañía (Victor McLaglen), con la esperanza de encontrar el camino a la base o de cruzarse con algún contingente aliado que les permita volver a casa o cumplir su desconocida misión.

Sensacional obra del maestro John Ford en la que vuelve a dar muestras, como hizo durante prácticamente toda su etapa muda anterior, de su excepcional manejo del lenguaje visual, el sentido del ritmo y el equilibrio narrativo en una historia épica que alterna acción, aventura, suspense y toques de cine fantástico. La película, de nada menos que 1934, se mantiene fresca, dinámica y más que interesante, y presenta excelentes interpretaciones que añadir al vigoroso pulso que Ford otorga a la dirección, en un ejercicio de estilo que manifiesta ya a las claras las que serán las notas características más celebradas de su excepcional filmografía sonora de las décadas posteriores, casi siempre en la cumbre del arte cinematográfico. Destaca, en primer lugar, la utilización del paisaje con sentido dramático. Las inmensidades del desierto, retratadas primorosamente por la fotografía en blanco y negro de Harold Wenstrom, adquieren a un tiempo la luminosidad y el silencio de la calma tensa de un desierto en guerra y la atmósfera amenazante y tétrica del peligro que se esconde tras cada promontorio, en cada hueco en las arenas, tras el perfil de una duna o en los lejanos puntos en movimiento que se adivinan en la distancia. Ford y Wenstrom consiguen lo que parece imposible: que un inmenso espacio abierto gobernado por un sol inclemente y omnipresente se dote de las agobiantes sensaciones y de los paranoicas inquietudes de un entorno cerrado, asfixiante, limitado. Los soldados son diminutas presencias en un océano de arena, acosadas por un enemigo invisible cuyas motivaciones no se contemplan, cuya presencia siempre es lejana, remota, pero mortal. No cuesta nada, en este aspecto, rememorar pasajes de los posteriores westerns de Ford, en los que los paisajes de Monument Valley u otras infinitas extensiones de desiertos y praderas (La diligencia, Tres padrinos o el comienzo de Fort Apache, entre muchos otros ejemplos) poseen un valor narrativo propio, simbólico y dramático, casi como un personaje más, benevolente o adverso, clemente y cómplice o cruel y asesino. Ello, junto a pequeños guiños, como la aparición de un soldado Quincannon, apellido que lucirá espléndidamente McLaglen en la futura «Trilogía de la Caballería» de John Ford, encarnando a ese sargento irlandés, pendenciero y borrachín, a las órdenes de John Wayne; la presencia de Francis Ford, hermano mayor y mentor en el cine de John (y que aparecerá también, ya muy viejecito, en El hombre tranquilo, de 1952), con el que mantuvo una ambivalente relación toda su vida cinematográfica; o la producción de Merian C. Cooper, el codirector de King Kong, todo un personaje que merecería una película él solito que contara su vida, que no tardaría en cofundar con Ford la productora Argosy, en la que verían la luz los primeros grandes westerns del maestro y no pocas de sus más memorables películas.

El clima de asfixia y peligro se acrecienta con la llegada de la noche y también con el descubrimiento de un oasis en el que detenerse a descansar y protegerse de la cada vez mayor sensación de vulnerabilidad ante un enemigo omnipresente, poderoso y letalmente hostil. El destacamento de caballería, prácticamente sitiado por un adversario terrible e invisible, presenta distintas reacciones en cada uno de sus miembros, lo que permite a Ford realizar un brevísimo, sintético pero suficientemente acertado análisis de personajes a través de su manera de encarar y afrontar la dificultad de hallarse en peligro de muerte, más cuando durante todo el tiempo que permanecen en el oasis los miembros del escuadrón son uno a uno diezmados por las selectivas acciones de los árabes cuya presencia sólo se percibe a través del poderoso sonido del silencio, de reflejos inexplicables en el perfil del horizonte o en oscuras siluetas de cabezas y sombras que parecen asomar de vez en cuando entre las dunas. Continuar leyendo «Claustrofobia en la inmensidad: La patrulla perdida»