La evolución del cine negro en imágenes (1915-2022)

 

 

Existen distintas nociones de cine negro o de film noir, más amplias o restrictivas en función de la presencia de los elementos considerados estrictamente como integrantes del género o bien de la apertura a ideas y conceptos más generales y difusos. En cualquier caso, puede decirse que el noir se nutre de una tradición tanto literaria (la tragedia griega, la novela gótica, el relato de detectives y de bajos fondos del siglo XIX, de Poe, Leroux, Ponson du Terrail…) como cinematográfica (el cine americano de gánsteres, el expresionismo alemán, el realismo poético francés), además de su inserción en un contexto que comporta una serie de condicionantes económicos y sociales (la Gran Depresión y el New Deal, la Segunda Guerra Mundial y el retorno de los combatientes a una sociedad cambiada, cierta liberación de la mujer y el auge de los estudios psiquiátricos y psicológicos…) que explican su tono, sus temáticas, sus personajes… A continuación, un resumen con algunas de las más importantes contribuciones del género a la historia del cine, además de algunas otras que, strictu sensu, no son cine negro, sino antecedentes o adyacentes.

(activar los subtítulos para visualizar la identificación de las imágenes)

 

Diálogos de celuloide: Doce monos (12 Monkeys, Terry Gilliam, 1995)

La verdad es que muy pocos de nosotros somos enfermos mentales. No digo que tú no lo seas. Por lo que yo sé tú estás…. ¡estás más loco que una cabra! Pero no estás aquí por eso, no estás aquí por eso, ¡¡NO ESTÁS POR ESO!! Estás aquí por el Sistema. Ahí está la tele. Todo está ahí, todo esta ahí. Mira, escucha, arrodíllate, reza los anuncios. Ya no somos productivos, ya no nos necesitan para hacer cosas, todo está automatizado. ¿Para qué estamos aquí? Somos consumidores, Jim. De acuerdo, compra muchas cosas y serás un buen ciudadano, pero si no compras muchas cosas, si no compras ¿qué es lo que eres? Pregunto ¿QUÉ? Un enfermo mental. Los hechos, Jim, los hechos. Si no compras cosas: papel de váter, coches nuevos, batidoras computerizadas, artilugios sexuales eléctricos, sistemas de sonido con auriculares en el cerebro, destornilladores con dispositivo de radar incorporado, ordenadores activados por voz…

(guion de David Webb Peoples y Janet Peoples a partir de la historia de Chris Marker)

El reverso de Douglas Sirk: Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, Rainer Werner Fassbinder, 1974)

Cine-fórum: 'Todos nos llamamos Ali' (Angst essen Seele auf)-Vitoria-Gasteiz  - Poetas en Mayo

Entre los cineastas germanos que vinieron a constituir eso que se llamó Nuevo Cine Alemán (Schlöndorff, Petersen, Herzog, Wenders, Fassbinder…), late una pulsión doble que refleja el conflicto de identidad colectiva surgido tras la derrota de la Segunda Guerra Mundial y el conocimiento público generalizado de todos los horrores provocados por el régimen nazi, tanto en el frente como en la retaguardia bélica. Esta crisis de reconstrucción mental y moral, de redefinición política y social dentro y fuera de sus fronteras, de observación crítica del pasado, entre la conmoción, la incredulidad y la necesidad de explicación y de expiación, se trasladó a la filmografía de estos directores junto con otro elemento muy presente en la sociedad en la que crecieron, la realidad de un país dividido y ocupado militarmente por los vencedores, compartimentado en sectores, reconstruído, al menos en la parte occidental, con capital extranjero, zona en la que predominaban los nuevos valores, modas, modelos, sistemas, influencias culturales y sinergias de la superpotencia triunfante de la guerra en el bloque de Occidente, los Estados Unidos, de los que Alemania, en particular la parte libre de Berlín, dependía también económicamente, sobre todo en la primera posguerra. De este modo, su música, su cine, su literatura, los conceptos e idiosincrasias presentes en su democracia liberal, y, en particular, la fiebre consumista y modernizadora impregnaron la sociedad y el cine alemanes tanto como el conocimiento y el reconocimiento de su verdadera naturaleza nacional a la vista de su unificación bajo el Imperio en el siglo XIX y lo acontecido en las dos guerras mundiales, y marcaron su renacimiento y reconversión como democracia moderna en una economía de mercado homologable a las del resto de Occidente. Pasado nacional y presente y futuro globales, con sus respectivos tipos humanos y mecanismos de relaciones conviven así en un cine que, en general, retrata la desorientación de una sociedad que busca un nuevo rumbo, hasta entonces inédito en su historia, en un contexto de Guerra Fría en el que el fragmentado territorio alemán es, además, punta de lanza de ambos bloques. En el caso de Fassbinder, como en el de otros de sus compañeros, particularmente Wenders, esa mezcla de admiración, asimilación, recelo y resistencia hacia la colonización económica y cultural americana, la referencia constante del cine y la cultura estadounidenses asociados a su hegemonía capitalista, conviven con una mirada crítica, no exenta de un humor muy característico, hacia esa nueva sociedad que se reconfigura de acuerdo a unas nuevas realidades impensables solo unos años atrás, un salto evolutivo que la hace recorrer más distancia en veinte años que en los ochenta previos. Un salto que también puede contemplarse en la filmografía de Fassbinder, de la modernidad de bajo presupuesto de sus inicios a sus más elaboradas, enriquecidas y sólidas puestas en escena de su último periodo, un cambio progresivo del que esta película de 1974 constituye el punto crucial de inflexión. En este aspecto, el título original, que al español puede traducirse como «El miedo se come el alma», resulta mucho más ilustrativo y adecuado que el empleado para comercializar la película en España.

La idea para la trama puede remontarse unos años atrás, cuando un personaje de otra de sus películas, precisamente El soldado americano (Der Amerikanische Soldat, 1970), la camarera de hotel que interpreta Margarethe von Trotta, menciona el matrimonio de una conocida, una tal Emmi, con un extranjero musulmán de nombre Alí. Es aquí, por tanto, donde se cuenta el origen y el desarrollo de esta relación aludida por Von Trotta, desde que Emmi Kurowski (Brigitte Mira), una viuda de en torno a los sesenta años que se gana la vida haciendo tareas de limpieza, entra para resguardarse de la lluvia en un café frecuentado habitualmente por trabajadores inmigrantes, entre ellos Alí (El Hedi ben Salem). La apuesta, el desafío de la camarera del bar (y amante ocasional de Alí) para que saque a bailar a aquella extraña cliente con la música de la gramola, da inicio a una relación que comienza desde la soledad, a través del respeto y la palabra, y se dirige hacia el matrimonio. Emmi y Alí hablan, este la acompaña a casa, y ya desde la mañana siguiente, acepta ocupar una habitación que ella tiene disponible. Su relación levanta un gran escándalo entre todas las partes. Las compañeras de trabajo de Emmi, con las que hace tertulia durante el almuerzo en el rellano de la escalera entre piso y piso del edificio que limpian -en un guiño a Murnau y su clásico El último (Der Letzte Man, de 1924)-, le dan de lado; sus vecinas la miran suspicaz, entre la socarronería y el desprecio (y tal vez la envidia), y hacen comentarios hirientes y denigrantes a sus espaldas; el tendero del comercio habitual donde compra se niega a atenderles; sus hijos, conmocionados, rompen con ella. Por el lado de Alí la situación no es mucho mejor. En el bar sufre el resentimiento de su antigua amante; sus anteriores compañeros de piso, trabajadores marroquíes como él pero más holgazanes, insensibles y descerebrados (porque la película no se embelesa con la supuesta bondad natural del inmigrante o del pobre, como tampoco, naturalmente, lo condena, sino que ofrece todo el espectro del cuadro real), lo convierten en objeto de sus risas y sus bromas. La pareja se ve así obligada a centrarse en ella misma, y eso va creando las primeras fisuras en su confianza y su respeto, que amenazan con hacer naufragar el matrimonio y los distancian antes de que se planteen la posibilidad de recapacitar y recomponer lo que se ha roto en ese amor aparentemente improbable que habían logrado hacer posible. Las cosas, sin embargo, han ido cambiando a su alrededor mientras el amor se deterioraba. La progresiva aceptación de la relación por parte de las vecinas, de las compañeras de trabajo, del tendero, de los hijos de Emmi, de los amigos de Alí, etc., viene condicionada por la necesidad que cada uno de ellos tiene de Emmi o de Alí. Es el interés, la necesidad de resolver un problema material que cada uno de ellos presenta, lo que conduce a la asimilación y la aceptación del matrimonio de Emmi y Alí justo en el momento en que son ellos los que empiezan a cuestionarlo, a replanteárselo.

Fassbinder se recrea en el melodrama excesivo y teatral (fuente de inspiración, en versión aún más kitsch y desmesurada, a menudo hasta lo ridículo, de Pedro Almodóvar), con una puesta en escena minimalista y estática de evidente parentesco con la filmografía de Aki Kaurismäki (“hay más ideas en una secuencia de Fassbinder que en toda la filmografía de uno de esos modernos gafapasta”, ha dicho del alemán el cinesta finés), para, a través de un foco extremadamente realista a diferencia del maestro alemán Douglas Sirk, que llevó el melodrama de Hollywood a las más altas cotas de perfección formal combinadas con la más devastadora carga crítica implícita, retratar sin concesiones los sueños, los miedos, las miserias y las debilidades de sus contemporáneos desde la sinceridad más elocuente y estremecedora, sin sentimentalismos pero con sensibilidad, con sencillez formal pero también con una intrincada sofisticación emocional y moral que brotan en su mayor parte de la vehemencia de las excelentes interpretaciones de la pareja protagonista. El drama va de lo particular a lo general. La repercusión de la relación de Emmi y Alí en su entorno y su proceso de transformación hasta la asimilación y la aceptación total transita desde el drama social con tintes racistas al retrato político de la relación de Alemania con los extranjeros, ya sean los trabajadores inmigrantes o la gran superpotencia que marca los destinos económicos, culturales y sociales del país: la clave para desenvolverse en el tejido de complejidad de estas relaciones reside en el entendimiento mutuo a partir de las necesidades comunes a cubrir y satisfacer. Este es el único camino para componer y mantener una armonía estable que permita la consecución de objetivos conjuntos sin renunciar a la propia identidad, desde el respeto, el reconocimiento y la identificación con el otro, pero también sin engañarse, ocultar o dulcificar los problemas de convivencia.

Música para una banda sonora vital: American Gigoló (Paul Schrader, 1980)

Call Me, del grupo Blondie, con la chispeante Debbie Harry al frente, abre esta película de Paul Schrader, una intriga no muy trabajada a partir de un enfoque interesante que estéticamente es todo un escaparate cool y pop de los ochenta, lo que permite a su protagonista, Richard Gere, poner caritas, posturitas, morritos y ojitos durante todo el metraje. La canción, un temazo.

Diálogos de celuloide: El dormilón (Sleeper, woody Allen, 1973)

-Las soluciones políticas no funcionan. No importa quién esté en el poder. Son todos terribles. ¿Por qué me miras así?

-Creo que me quieres de verdad.

-Claro que te quiero. De eso se trata. Y tú me quieres a mí, lo sé. Y no te culpo, preciosa. Y no estoy criticando a Erno, es estupendo si te gusta el tipo alto, rubio, prusiano, nórdico, ario y nazi.

-Pero, Miles, las relaciones serias entre hombres y mujeres no duran. La ciencia lo ha demostrado. Verás, hay una sustancia química en el cuerpo que hará que nos pongamos de los nervios tarde o temprano.

-Ciencia. Yo no creo en la ciencia. La ciencia es un callejón sin salida intelectual. Un montón de tipos con trajes de lana cortando ranas, viviendo de becas y…

-Ya. No crees en la ciencia. Y tampoco crees que los sistemas políticos funcionen, y tampoco crees en Dios, ¿no?

-Eso es.

-Y entonces… ¿en qué crees?

-En el sexo y en la muerte. Dos cosas que sólo pasan una vez en mi vida. Por lo menos, después de la muerte, no resultas repugnante.

(guion de Marshall Brickman y Woody Allen)

Cine y monarquía británica en La Torre de Babel de Aragón Radio

Como resaca de los fastos por el funeral de Isabel II de Inglaterra y anticipo de la ceremonia de coronación de Carlos III, un repaso por el retrato que el cine, sobre todo británico y norteamericano, ha hecho de las principales figuras de la monarquía británica a lo largo de los siglos. Historia, grandes interpretaciones, buenos textos, elencos de lujo y el despliegue habitual de dirección artística propio del cine británico son las señas características de las películas que han reflejado los avatares históricos de sus monarcas más populares.

Diálogos de celuloide: ¡Agáchate, maldito! (Giù la testa, Sergio Leone, 1971)

La revolución, la revolución… Hazme el favor de no hablarme nunca más de revoluciones. Yo sé muy bien lo que es eso y cómo empieza. Llega un tío que sabe leer libros y va donde están los que no saben leer libros, que son los pobres, y les dice: Ha llegado el momento de cambiar todo. ¡Narices! Sé muy bien lo que digo, que me he criado en medio de revoluciones. Los que leen libros les dicen a los que no saben leer libros, que son los pobres: Aquí hay que hacer un cambio. Y los pobres diablos van y hacen el cambio. Luego los más vivos de los que leen libros se sientan alrededor de una mesa y hablan, hablan y hablan y comen, hablan y comen… y mientras ¿qué fue de los pobres diablos? ¡Todos muertos! Esa es tu revolución. Por favor, no me hables más de revoluciones… ¡Puerca mentira! ¿Sabes qué pasa luego? Nada.

(guion de Sergio Donati, Luciano Vincenzoni y Sergio Leone)

Dos vestidos rojos contra la fatalidad: Chicago, años 30 (Party Girl, Nicholas Ray, 1958)

Suele citarse, con fundamento, esta gran película de Nicholas Ray como broche de oro del ciclo del cine negro clásico norteamericano, abierto diecisiete años antes con El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), a la vez, por tanto, colofón de un estilo y predecesora del neonoir que pobló las carteleras en los años sesenta y que, remozado en la década siguiente con sus temáticas e influencias coyunturales, ha seguido apareciendo con cuentagotas, con mayor o menor talento y fortuna, hasta nuestros días. Algo tiene la película, en efecto, de resumen del canon y de propuesta de nuevos horizontes para el género. Su argumento vuelve a una de las fuentes temáticas y estilísticas del cine negro estadounidense (junto con la tragedia griega, el expresionismo alemán o el realismo poético francés), las películas de gánsteres, mientras que, en el extremo contrario, además de una estética luminosa y colorista más próxima al musical que a las tradicionales tinieblas y los claroscuros universos del noir, propone una resolución novedosa respecto a uno de los ingredientes principales del género, la fatalidad, ese dios omnipotente que condiciona los acontecimientos y las relaciones entre los personajes hasta anular su voluntad, sus sentimientos o sus esfuerzos por resistirse a afrontar su destino. Al mismo tiempo, la película responde a las características creativas de Nicholas Ray como cineasta, uno de los más célebres exponentes de entre quienes transitaron desde el modelo clásico hacia los nuevos movimientos de modernización, y a sus intereses como autor diferenciado y con personalidad propia dentro del sistema de estudios.

La irrealidad de luces y sombras, de espacios claustrofóbicos y atmósferas saturadas y recargadas del cine en blanco y negro salta aquí a otra clase de irrealidad más cercana a la edad dorada del musical marca MGM, una Chicago reconstruida en decorados de estudio ya desde el inicial telón pintado de los rascacielos noctunos sobre el que se impresiona el letrero que sitúa temporalmente la acción, «los primeros años treinta», antes de internarse en un local sobre cuyo escenario tiene lugar la representación de un número de revista. Entre las chicas emplumadas y ligeras de ropa, Vicki Gaye (Cyd Charisse), bailarina y modelo ocasional (tal vez algo más) que tras tres años en la ciudad vio truncados sus sueños de danza, fama y estrellato y gana un dinero extra acudiendo como acompañante a las fiestas organizadas por mafiosos como Rico Angelo (Lee J. Cobb). En una de ellas conoce al abogado de Angelo, Thomas Farrell (Robert Taylor), especializado en llevar sus turbios asuntos y en librar de la cárcel a esbirros como Canetto (John Ireland). Unidos en principio por la causticidad que les provoca verse en eventos sociales indeseados, su relación circunstancial se asienta debido a una inesperada tragedia, a partir de la cual el antagonismo mutuo (el desdén con el que la maneja Farrell hiere continuamente a Vicki, a pesar de lo cual no deja de frecuentarle, lo mismo que Farrell no cesa de buscarla) se va transformando en atracción, tal vez en algo más. De este modo, Farrell le sirve a Vicki para afianzarse en sus principios y objetivos vitales (eso sí, gracias al «ascenso» que en su local le procura Angelo como favor personal a su abogado), mientras que Vicki es para Farrell la recuperación de una oportunidad perdida, la curación a las heridas del pasado que le han procurado un presente de insatisfacción, frustración y soledad, y que tienen que ver también con sus previos fracasos en el amor. En este sentido, la cojera que arrastra, fruto de las bravuconerías de la juventud, y cuyos efectos supera en parte gracias al hecho de sostenerse con un bastón, ejerce de espléndida metáfora del proceso interior que sufre Farrell, y que va de la dependencia de una muleta al hallazgo de un soporte vital diferente, sentimental, anímico, que le permite sobreponerse a su carencia (también físicamente, pues es entonces cuando se plantea por fin operarse de la pierna) para emerger como un hombre nuevo, con ideales, valores, objetivos y deseos completamente distintos, y por ende, ajenos al mundo en el que su trabajo para Angelo le obliga a vivir.

Se abre así una doble trama paralela, de tonos y estilos diferentes que convergen en la magnífica plástica que procura a la narrativa de Ray la fotografía de Robert Bronner con el sello de calidad de Metro-Goldwyn-Mayer. Por un lado, un drama romántico-musical que se centra en los números de baile de Charisse (espléndidamente rodados, con una puesta en escena digna de la unidad de Arthur Freed; no sería descabellado verlos incluidos en alguno de los musicales protagonizados por la actriz) y en cómo su relación con Farrell afecta a su trabajo; por otro, una típica historia de cine negro en la que el incipiente amor de la pareja se ve sacudido por el fantasma de la fatalidad: la profesión de Farrell, sus amistades, sus conocimientos sobre la organización criminal de Angelo, le dificultan el paso de abandonar, le limitan y le reconducen una y otra vez, por las buenas o por las malas (principalmente, los temores a que Vicki se convierta en rehén o chivo expiatorio de la situación), a verse en manos de Angelo y sus nuevos socios. Por su parte, la ley, encarnada en el fiscal del distrito Jeffrey Stewart (Kent Smith) utiliza las dudas de Farrell para presionarle y meterle en una trampa en la que cualquier solución es arriesgada, y en la que las mayores amenazas recaen sobre Vicki, y no sobre él. Este tejido de presiones e influencias deviene en una situación desesperada cuya resolución violenta choca, sin embargo, con el tradicional e inalterable triunfo de la fatalidad en el género. El ciclo clásico del noir finaliza con una victoria del Hombre frente al destino, con la superación de la derrota, con el triunfo de la vida sobre la muerte. El cine negro, en Technicolor y con final «feliz», tiene abierta la puerta para reinventarse.

El carácter precursor de la película se observa explícitamente en determinadas secuencias homenajeadas en el cine posterior, por ejemplo, la alusión literal, aunque más brutal, que se hace en Los intocables de Eliot Ness (The Untouchables, Brian de Palma, 1987) a la escena de la cena que protagoniza Lee J. Cobb y en la que aplica una represalia de urgencia sobre un colaborador que le ha defraudado o traicionado, o en los breves apuntes visuales de los asesinatos cometidos en la guerra de bandas, cuya recreación remite directamente a ilustres descendientes cinematográficos (la trilogía de El padrino, por ejemplo). No obstante, lo más destacado de la cinta es la interpretación de Robert Taylor, de una intensidad infrecuente en su carrera, el trabajo de cámara y de puesta en escena, tanto en los fragmentos de cine musical como en los interiores (despachos, camerinos, tugurios) y en los falsos exteriores resconstruidos en estudio, que proporcionan a la película un aura irreal, pesadillesca, por momentos incluso onírica, que la sustraen del realismo, y, por encima de todo, la presencia majestuosa, sensual, también sensible, de Cyd Charisse, que despliega todo su magnetismo en los números musicales que protagoniza, ambos con tintes de sensualidad y exotismo, y que, enfundada en dos ajustados vestidos rojos, como la pasión, como la sangre, abre y cierra el proceso de transformación de un hombre amargado y atormentado, prisionero de sus traumas, que resucita a la vida gracias a su amor desinteresado y sincero. Un amor que, por fin, y como cierre por todo lo alto de uno de los ciclos cinematográficos más gloriosos de la historia, vence de una vez por todas a la fatalidad y escribe su propio destino.

Música para una banda sonora vital: Ahora me llaman señor Tibbs (They Call Me Mister Tibbs!, Gordon Douglas, 1970)

Quincy Jones compone la música para esta película, un thriller que retoma el personaje de Virgil Tibbs (Sidney Poitier) que se hiciera célebre en la anterior En el calor de la noche (In the Heat of the Night, Norman Jewison, 1967), y que tendría otra entrega posterior, El inspector Tibbs contra la organización (The Organization, Don Medford, 1971), si bien ninguna de las dos se acercaba a la obra de Jewison. En las dos últimas películas, Tibbs se encarga de resolver sendos casos en el lugar donde desempeña habitualmente su trabajo como teniente de Homicidios, la ciudad de San Francisco.