Música para una banda sonora vital: Peppermint Frappé (Carlos Saura, 1967)

The Incredible Miss Perryman de Los canarios tiene una importante presencia en esta película de Carlos Saura, coescrita por Rafael Azcona y Angelino Fons a partir de un argumento del cineasta oscense con tintes de obsesión hitchcockiana pasada por la influencia de Luis Buñuel, y que obtuvo el Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín de 1968.

Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

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El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

Música para una banda sonora vital: 55 días en Pekín (55 days at Peking, Nicholas Ray, 1963)

Monumental partitura de Dimitri Tiomkin para esta superproducción de Samuel Bronston, dirigida por Nicholas Ray e interpretada, entre otros, por Charlton Heston, Ava Gardner, David Niven, Robert Helpmann, Flora Robson, Leo Genn, John Ireland, Kurt Kasznar, Paul Lukas, Harry Andrews, Massimo Serato, Alfredo Mayo y José Nieto, que recreaba a las afueras de Madrid la China imperial de 1900 y la revuelta de los bóxers contra la presencia extranjera.

Ese otro cine español: Silencio en la nieve (Gerardo Herrero, 2011)

Abrimos una nueva sección cuyo objeto es ocuparnos de ese otro cine español menos recordado, reivindicado, conocido o reconocido, pero que merece igualmente atención. Y es que, además de los estrenos cacareados por la publicidad televisiva (los horrendos apellidos vascos, por ejemplo, una de las peores películas españolas que se recuerdan), el cine «de qualité» de los años setenta, o el Cine de Barrio de la televisión pública (aunque quién lo diría) los sábados por la tarde, más allá de Almodóvares y Amenábares, hay un extensísimo patrimonio cinematográfico que contiene de todo, también alguna que otra obra maestra, y que contribuye a hacer de la cinematografía española, sin complejos, una de las principales de la historia del cine mundial, por cantidad y por calidad a todos los niveles, como se irá viendo.

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Para empezar, sin embargo, abrimos fuego con una película que no es ni mucho menos redonda pero cuyo entorno narrativo la hace destacar por encima de sus coetáneas: Silencio en la nieve, adaptada a partir de una novela de Ignacio del Valle (que no he leído) titulada El tiempo de los emperadores extraños (2006) con guión de Nicolás Saad, nos traslada nada menos que al frente ruso de la Segunda Guerra Mundial, a las peripecias de la División Azul española en el frente de Leningrado durante el duro invierno de la batalla de Stalingrado. La cinta se abre precisamente así, con un letrero informativo-explicativo sobre qué fue la División Azul, a la que se refiere como contingente español enviado por Franco para combatir el comunismo, integrado por «voluntarios falangistas y veteranos de la guerra civil». Notable falta de concreción, por tanto, que omite -aunque en la película este espectro de combatientes sí queda plenamente sugerido- la participación de aquellos «voluntarios forzosos» que tuvieron que alistarse para expiar «culpas» propias o ajenas (como fue el caso, por ejemplo, del cineasta Luis García Berlanga o del actor Luis Ciges). Dejando aparte este detalle, nos imbuimos de lleno en una sección de los dieciocho mil soldados españoles, en la cual se están produciendo unas extrañas muertes: varios soldados aparecen asesinados siguiendo una especie de ritual y, tatuado a sangre sobre el pecho, un verso de una inquietante cancioncilla infantil: «mira que te mira dios, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo». La investigación es encargada a uno de los soldados, Arturo Andrade (Juan Diego Botto, mucho mejor que en sus papeles de más jovenzano), ex policía, se supone que durante el gobierno republicano («culpa» que estaría purgando en el frente), que es asistido por el sargento de su compañía de intendencia y sacrificio de animales (Carmelo Gómez), un tipo rudo comprometido ideológicamente con el régimen. La investigación les lleva a través del oscuro submundo de la División: infiltrados comunistas, traidores quintacolumnistas que en realidad colaboran con los rusos, o quizá masones que han trasladado sus ritos ceremoniales a las heladas estepas rusas, o puede que, simplemente, algún loco… La investigación policial se entremezcla así con aspectos ideológicos, religiosos y sociales (el contacto con los refugiados rusos, por ejemplo, romance incluido) que conforman un puzle que tanto sirve para presentar la situación de aquellos soldados abandonados a su suerte como de metáfora de la situación española de entonces dentro de las propias fronteras. El escenario resulta de lo más sugerente: un cruel y sangriento frente bélico entre dos ejércitos que responden a planteamientos ideológicos irreconciliables, por tanto una lucha a muerte, en la que las esvásticas, las cruces de hierro y los uniformes de la Wehrmacht vienen completados, como así fue, con banderas de aguilucho, de Falange, partidas de tute y camisas azules. Resulta verdaderamente curioso e ilustrativo, y por ello es encomiable, ver a actores españoles interpretando a otros españoles de entonces ataviados con uniforme nazi, mezclados con los alemanes, interaccionando con ellos, contra un enemigo común, y sin ninguno de los matices patrioteros y nacionalistoides que recubrían anteriores acercamientos a este entorno durante los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo. La música de Lucio Godoy, y la sombría fotografía de Alfredo Mayo, contribuyen a crear esta interesante atmósfera.

Lamentablemente, hasta ahí las buenas noticias. Por desgracia, la realización resulta poco atrevida, renuncia a explorar las distintas posibilidades del relato, sigue -suponemos- la literalidad de la novela allí donde quizá cinematográficamente le convendría obviarla, y termina por resultar plana, previsible y autocomplaciente. Los aspectos argumentales no salen mejor parados: dentro de lo interesantísimo del marco de actividad de los personajes, la historia deriva en los clichés más propios del thriller mediano de inspiración norteamericana, en la que esos aspectos políticos, militares, ideológicos, históricos, quedan en total segundo plano (algunos desaparecen por entero); el añadido del romance, discontinuo e impreciso, entre el español y la rusa de turno, queda igualmente postizo y superficial, además de facilonamente sentimental y obvio, lo mismo que algunas situaciones en las que intenta captarse el ambiente de la tropa, su estado de ánimo, sus remedios contra el aburrimiento, el desarraigo y la soledad. Para colmo, el nivel interpretativo es extraordinariamente irregular, y encontramos caracterizaciones solventes (además de los protagonistas, Víctor Clavijo o Sergi Calleja) junto a otras mediocres y alguna definitivamente ridícula, aunque lo forzado de muchos diálogos recubre todas las actuaciones de un barniz de poca convicción.  Pero quizá el problema más grave viene de que el descubrimiento de la clave, el misterio que responde todas las preguntas, un hecho violento del pasado que explica lo sucedido, y que es revelado de una manera bastante indirecta y chapucera, sin que tenga que ver lineal o cronológicamente con el transcurso de las investigaciones que se han ido produciendo, de tal manera que si tal o cual episodio cambian de orden en el metraje, la película podría terminar a los cuarenta minutos sin aportar nada nuevo.

Cabe, por tanto, alabar la valentía y la ambición de Gerardo Herrero, la elección de la novela para su traslación al cine, su creíble recreación del frente (con buen despliegue de escenarios, armas, vehículos, utensilios, etc.; incluso el añadido final, una batalla -más bien escaramuza con participación de un carro de combate soviético- que pone la coda al relato, aun desangelada por la necesaria limitación de los medios de producción de nuestro cine, es bastante resultona), el buen inicio y el inquietante y prometedor desarrollo inicial que cuenta, sugiere y anuncia en distintos niveles de lectura. El defecto reside en el guión, en la artificiosidad dramática del conjunto, en la mala colocación de las piezas del rompecabezas y en la nula naturalidad de la mayoría de los intérpretes junto a lo impostado de no pocas situaciones (con otras bastante logradas, como la secuencia del «juego»). Una intriga ligera en un entorno denso cuya mixtura, por tanto, no termina de cuajar, pero cuyo visionado, tampoco nada perjudicial, sirve para acercarnos, al menos en parte, a un periodo de la historia de España y al trocito de vida de miles de españoles que por lo general no reciben la atención -como sucede con todo nuestro pasado reciente- que probablemente merecen. El remate, las fotografías reales de miembros de la famosa División que acompañan a los créditos, resulta sobrecogedor. Lástima que la trama de misterio y el suspense de la investigación no queden a la misma altura, porque podría haberse tratado de una película mucho más importante.

Galicia caníbal: El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970)

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El cambio de registro que el gran actor José Luis López Vázquez realizó en los setenta descolocó al público español pero dejó a las claras que, más allá de su talento humorístico en comedias de altura o de bajura, o incluso casposas y rancias (en las que a menudo él era lo único salvable, o a veces ni siquiera eso), se trataba de un intérprete absolutamente magistral. Su caracterización como Benito Freire, personaje inspirado en el caso real de Manuel Blanco Romasanta, psicópata asesino español del siglo XIX y único caso documentado en España de diagnóstico de licantropía clínica, para El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970), sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte interpretativo cinematográfico en el cine doméstico. También se trata de un filme atípico situado en un año que en cierto modo marcaba un punto de inflexión, el inicio de una nueva etapa floreciente en el cine nacional, el Nuevo Cine Español que ensancharía fronteras y obtendría un reconocimiento prácticamente unánime, de carácter internacional, que no ha tenido parangón en etapas posteriores (hablamos de reconocimiento cualitativo, no cuantitativo ni mucho menos mediático) y que contribuyó a preparar el terreno para la apertura al mundo en todos los demás órdenes. Pero el carácter extraño de la cinta no proviene únicamente de su marco contextual, sino, principalmente, de la historia y del excepcional tratamiento que Olea, autor del guión junto a Juan Antonio Porto, hace de ella.

Nos encontramos en la Galicia rural del siglo XIX, un territorio dominado por el oscurantismo, la superstición y la ignorancia ligada al control religioso y a la excepción a este régimen que representan las ancestrales creencias y ritos paganos supervivientes durante siglos. Benito Freire es un buhonero que se dedica a la venta ambulante por distintas localidades gallegas, que recorre montes y bosques, casi siempre en soledad, apartado de todos, al margen de la sociedad. El hecho de que padezca violentos ataques epilépticos contribuye a ello, ya que se extiende el rumor de que está maldito, que ocasionalmente lo posee un espíritu maligno y demoníaco, aunque las escasas personas que lo tratan saben que nada de eso es verdad. Por ello, son muchos los que le encargan que acompañe o que guíe a sus familiares cuando emprenden viaje por las montañas y los bosques camino del Bierzo, de León o de Salamanca, o bien cuando vuelven desde allí a sus casas. Sin embargo, el peso de esas historias que corren sobre él, su propia enfermedad, el poder de la atmósfera misteriosa y mágica del entorno gallego y el resentimiento que alimenta en Benito su exclusión, el desprecio que despierta en muchas personas, terminan convirtiéndole precisamente en la bestia que las leyendas dicen que es. En la soledad del bosque comete sus asesinatos, siempre, como mandan los cánones, en fases de luna llena, y luego inventa historias falsas o manipula hechos para que los allegados de los asesinados no echen de menos sus noticias o su rastro, evitando así la denuncia ante las autoridades.

Dejando a un lado las diferencias entre el Benito Freire de la película y Manuel Blanco Romasanta (personaje fascinante: registrado como niña en la fe bautismal, con 1,37 m. de estatura en su madurez, de rasgos afeminados, inteligente y culto -aprendió el oficio de sastre, y también a leer y a escribir-, viudo prematuro, vendedor de milagrosos ungüentos elaborados con «grasa» -origen del mito del «Sacamantecas»-, asesino de paisanos y alguaciles en los montes, protagonista de sonadas fugas y huidas, objeto de persecuciones y batidas, detenido en Toledo, procesado, condenado a muerte, diagnosticado como licántropo clínico, indultado por Isabel II y conmutada su pena por la de prisión perpetua, fallecido en Ceuta en 1863), la película logra edificar una historia con connotaciones propias, basada fundamentalmente en el prodigioso recital interpretativo de López Vázquez y en el concepto puramente desmitificador, casi se diría que a contracorriente, que supone el tratamiento que Pedro Olea da a la fenomenología que sufre el personaje en los 87 minutos de metraje. De este modo, haciendo hincapié en los rasgos particulares del caso clínico del personaje real (la licantropía médica, nada que ver con el mito del hombre-lobo fuera de la simple asociación de ideas), se aparta de tópicos y estilos propios del cine de terror para ofrecer una historia de índole social, con tintes mágicos y fantásticos pero con clara vocación de parábola del momento presente del rodaje, que «explica» la deriva criminal de un personaje que padece una exclusión radical, una marginación absoluta, por su físico y por una enfermedad grave, a pesar de que en su interior atesora cualidades y capacidades muy por encima de las limitaciones sociales, culturales y educativas de los seres de su entorno. Este choque es el germen de la psicopatía de Benito, de manera que sus crímenes no vienen sólo motivados por la avaricia material, es decir, el robo, o la satisfacción sexual, sino también y principalmente por un hosco y profundo sentimiento de venganza, de odio contra quienes lo evitan como a un animal peligroso. Continuar leyendo «Galicia caníbal: El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970)»

Ecos de Goya en el cine: La caza, de Carlos Saura (1966)

El visionado de esta excepcional película de Carlos Saura, otro aragonés (oscense con vinculaciones murcianas, para más señas) universal, siempre retrotrae a quien escribe a esa pintura de otro ilustre paisano, el maestro Francisco de Goya, en la que dos tipos en apariencia de extracción rural, enterrados en arena hasta las rodillas, se enfrentan garrote en mano a vida o muerte en Duelo a garrotazos. Esa imagen aparentemente inocente, gratuita, banal, expresa de plano la esencia de la historia de España desde el momento -1808- en que en este país empieza a existir algo parecido a la conciencia política, jurídica, social, colectivas, el año en que podemos empezar a hablar de sociedad pensante, no de vasallos o de súbditos, el momento en que el ciudadano vislumbra la posibilidad de alcanzar algún día cercano la mayoría de edad, sin tutelas, patronazgos ni paternalismos de curas corruptos o nobles analfabetos y ladrones, y España se da cuenta de que en pleno siglo XIX vive todavía, de facto, en pleno medievo (como escribe Buñuel -otro aragonés eterno- en sus memorias: en Calanda la Edad Media llegó hasta 1900). En ese momento, y ya a tiro limpio fratricida, comienza a plasmarse históricamente el drama de las dos Españas -o más-, que no ha dejado de representarse, en distintos grados de violencia, rencor e intolerancia, hasta los mismos titulares de la prensa de hoy. Los privilegiados se resisten a abandonar sus privilegios, desean a toda costa, y no pocas veces a golpe de cañón, mantener su posición de señor feudal, tanto en el plano material como el espiritual y el intelectual. El resto del país, la gran mayoría -aunque una vez tras otra debe contemplar como parte de esa gran mayoría se pasa a las filas de los señores feudales, con pretextos tan absurdos como el miedo, la patria o la bandera- , luchan, a veces con el mismo grado de encono, violencia y crimen, para abrir el marco de ese club de bendecidos por la fortuna lo justo para que les deje penetrar a ellos individualmente, y si puede ser a nadie más, pasando, una vez admitidos, a defender la exclusividad de su nuevo estatus frente a sus antiguos aliados, sus compañeros naturales, que se asoman defraudados al abismo del desengaño, del desencanto, de eso tan hispánico -y tan aragonés- que es el abandono. Esa naturaleza íntima de esta sociedad en algunos aspectos enferma, inculta, incluso miserable a veces, cainita, devoradora de sí misma, Saturno devorando a sus propios hijos, cansada -como dice el propio Saura (comentario dedicado a mi amigo Paco Machuca, que lo recuerda a menudo): España es muy cansada-, retrasada en lo político, lo jurídico, lo social y lo cultural, ensimismada en el espejismo que suponían hasta hace nada sus repentinas, abundantes y engañosas comodidades materiales, hoy en riesgo, y en la actual propaganda de los progresos y los triunfos deportivos, esa sociedad en la que los destellos de honradez, excelencia y maestría nunca se producen «gracias a» sino siempre «a pesar de», es captada de nuevo por Carlos Saura en su película debut de 1965, La caza, en la que, como fue habitual en el primer cine de este aragonés, se exploran los efectos que la memoria histórica reciente -eso que nunca quieren recordar los que verían sus vergüenzas puestas al aire-  y especialmente los ecos de la guerra civil y del enfrentamiento a muerte entre iguales, a garrotazo limpio y semienterrados en la arena -o más bien, en nuestro caso, en puro fango-, perviven en los seres humanos que vivieron, padecieron, o viven y padecen, o vivimos y padecemos, el resultado de aquellos malos tiempos.

Pero Saura no lo hace desde el panfleto o el discurso dogmático, sino desde una sutil y asfixiante escalada de odio y violencia surgida de una aparente nadería: un grupo de yuppies modernos tipo años sesenta, de esos que viven esa primera borrachera de prosperidad, que pronto se verá que es falsa, surgida del fin de la autarquía franquista y del desembarco turístico, dedican un día de ocio y descanso a acudir a un coto de caza para matar conejos (Hispania: tierra de conejos). Son José (Ismael Merlo), Paco (Alfredo Mayo, toda una institución en el cine franquista), José María Prada (Luis), tres antiguos amigos, y Quique (Emilio Gutiérrez Caba -no perderse sus mini-shorts…-), el joven cuñado de Paco, el único que, por edad, no vivió la guerra civil. Pronto captamos el constraste entre el país pasado y el presente: su entorno desolado, desértico (la película se rodó en la provincia de Toledo), salpicado aquí y allá a los lados de la estrecha y mal asfaltada carretera o de las empedradas pistas rurales por parideras, chozas y humildes viviendas de labriegos y pastores, choca con los diálogos y la vida de la que hablan los cuatro protagonistas, exploradores modernos en un mundo que, oficialmente, tal como se vendía desde el poder, ya no existía. El choque, el cambio, es también personal y moral: mientras ese mundo permanece anclado en la Edad Media, José, por ejemplo, está separado de su mujer desde que tiene una amante -Maribel, mucho más joven que él-, separado en un mundo que hace de la moral católica ley escrita. Lo mismo le ocurre a Luis, separado también de su mujer, aunque en este caso por sus propias rarezas, su carácter hosco, su afición a la bebida. En Luis se da además un inesperado vínculo con la modernidad: su afición a las novelas de ciencia ficción. Paco, en cambio, vive para el dinero, para hacer fortuna. Su prosperidad económica, su crecimiento constante, es el vehículo de Paco para dar la espalda a ese mundo pasado que ha abrazado  al sumergirse tras haber aceptado la oferta de José, con el que se encontró casualmente tras haberse perdido la pista durante algún tiempo -cada uno volcado en sus ambiciones personales, olvidando Paco que un día José le salvó de la ruina gracias a un empleo de camionero en su empresa- , y que sabe que tras esa invitación no hay sino un proyecto de saldar su deuda pendiente, o lo que es lo mismo, el deseo de José de que Paco le preste dinero para sanear su fábrica y soportar los altos costes de su adulterio. La amoralidad de Paco no tiene límites: pronto adivinamos que su matrimonio con la hermana de Quique, un mozo de buena familia, no es más que una forma de emparentar con el dinero. La vinculación de Quique con la modernidad viene de cuna y se plasma en sus artilugios y aparatos tecnológicos: que si la radio para escuchar música -canciones risibles, banales, adolescentes, tontitas, de aquellos años-, que si la cámara de fotos para tomar instantáneas, que si la pistola Lüger que guarda su padre -vinculación con el Régimen sutil y magistralmente establecida mediante un símbolo tanto de la violencia como de la antigua amistad entre Franco y Hitler, convenientemente disipada por la propaganda oficial con el paso de los años-, que si un ansia desmesurada por pegar tiros de escopeta…

Mientras tanto, el entorno, esa zona rural de Toledo, esas chozas y caseríos viejos situados en medio de un pedregal, son el pasado, la ruina, la memoria de un país viejo y exhausto que es un inmenso terreno baldío solo apto para el crecimiento de siervos -Juan, el guarda del coto, interpretado por Fernando Sánchez Polack, el hermano de Tip, y su hija Carmen, enseguida deseada por Quique) y para el divertimento de esos ociosos urbanos que en cuanto obtengan lo que quieren, divertirse criminalmente a costa de los conejos, volverán a la ciudad, a ese país virtual que creen que es el auténtico. Su Land Rover -el mejor todo-terreno concebido por ser humano, un todo-terreno de verdad para ensuciarse, pringarse, sumergirse a gusto en la tierra, nada que ver con esos cochecitos de ruedas altas y gruesas diseñados para que los pijos de ciudad farden en los semáforos mientras se hurgan en la nariz y escuchan graznar a Shakira por la emisora de radio cutre del momento- es una especie de nave perdida en un mar de piedras, sol inclemente y montículos de matojos y arena.  Continuar leyendo «Ecos de Goya en el cine: La caza, de Carlos Saura (1966)»