Ese otro cine español: Silencio en la nieve (Gerardo Herrero, 2011)

Abrimos una nueva sección cuyo objeto es ocuparnos de ese otro cine español menos recordado, reivindicado, conocido o reconocido, pero que merece igualmente atención. Y es que, además de los estrenos cacareados por la publicidad televisiva (los horrendos apellidos vascos, por ejemplo, una de las peores películas españolas que se recuerdan), el cine «de qualité» de los años setenta, o el Cine de Barrio de la televisión pública (aunque quién lo diría) los sábados por la tarde, más allá de Almodóvares y Amenábares, hay un extensísimo patrimonio cinematográfico que contiene de todo, también alguna que otra obra maestra, y que contribuye a hacer de la cinematografía española, sin complejos, una de las principales de la historia del cine mundial, por cantidad y por calidad a todos los niveles, como se irá viendo.

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Para empezar, sin embargo, abrimos fuego con una película que no es ni mucho menos redonda pero cuyo entorno narrativo la hace destacar por encima de sus coetáneas: Silencio en la nieve, adaptada a partir de una novela de Ignacio del Valle (que no he leído) titulada El tiempo de los emperadores extraños (2006) con guión de Nicolás Saad, nos traslada nada menos que al frente ruso de la Segunda Guerra Mundial, a las peripecias de la División Azul española en el frente de Leningrado durante el duro invierno de la batalla de Stalingrado. La cinta se abre precisamente así, con un letrero informativo-explicativo sobre qué fue la División Azul, a la que se refiere como contingente español enviado por Franco para combatir el comunismo, integrado por «voluntarios falangistas y veteranos de la guerra civil». Notable falta de concreción, por tanto, que omite -aunque en la película este espectro de combatientes sí queda plenamente sugerido- la participación de aquellos «voluntarios forzosos» que tuvieron que alistarse para expiar «culpas» propias o ajenas (como fue el caso, por ejemplo, del cineasta Luis García Berlanga o del actor Luis Ciges). Dejando aparte este detalle, nos imbuimos de lleno en una sección de los dieciocho mil soldados españoles, en la cual se están produciendo unas extrañas muertes: varios soldados aparecen asesinados siguiendo una especie de ritual y, tatuado a sangre sobre el pecho, un verso de una inquietante cancioncilla infantil: «mira que te mira dios, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo». La investigación es encargada a uno de los soldados, Arturo Andrade (Juan Diego Botto, mucho mejor que en sus papeles de más jovenzano), ex policía, se supone que durante el gobierno republicano («culpa» que estaría purgando en el frente), que es asistido por el sargento de su compañía de intendencia y sacrificio de animales (Carmelo Gómez), un tipo rudo comprometido ideológicamente con el régimen. La investigación les lleva a través del oscuro submundo de la División: infiltrados comunistas, traidores quintacolumnistas que en realidad colaboran con los rusos, o quizá masones que han trasladado sus ritos ceremoniales a las heladas estepas rusas, o puede que, simplemente, algún loco… La investigación policial se entremezcla así con aspectos ideológicos, religiosos y sociales (el contacto con los refugiados rusos, por ejemplo, romance incluido) que conforman un puzle que tanto sirve para presentar la situación de aquellos soldados abandonados a su suerte como de metáfora de la situación española de entonces dentro de las propias fronteras. El escenario resulta de lo más sugerente: un cruel y sangriento frente bélico entre dos ejércitos que responden a planteamientos ideológicos irreconciliables, por tanto una lucha a muerte, en la que las esvásticas, las cruces de hierro y los uniformes de la Wehrmacht vienen completados, como así fue, con banderas de aguilucho, de Falange, partidas de tute y camisas azules. Resulta verdaderamente curioso e ilustrativo, y por ello es encomiable, ver a actores españoles interpretando a otros españoles de entonces ataviados con uniforme nazi, mezclados con los alemanes, interaccionando con ellos, contra un enemigo común, y sin ninguno de los matices patrioteros y nacionalistoides que recubrían anteriores acercamientos a este entorno durante los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo. La música de Lucio Godoy, y la sombría fotografía de Alfredo Mayo, contribuyen a crear esta interesante atmósfera.

Lamentablemente, hasta ahí las buenas noticias. Por desgracia, la realización resulta poco atrevida, renuncia a explorar las distintas posibilidades del relato, sigue -suponemos- la literalidad de la novela allí donde quizá cinematográficamente le convendría obviarla, y termina por resultar plana, previsible y autocomplaciente. Los aspectos argumentales no salen mejor parados: dentro de lo interesantísimo del marco de actividad de los personajes, la historia deriva en los clichés más propios del thriller mediano de inspiración norteamericana, en la que esos aspectos políticos, militares, ideológicos, históricos, quedan en total segundo plano (algunos desaparecen por entero); el añadido del romance, discontinuo e impreciso, entre el español y la rusa de turno, queda igualmente postizo y superficial, además de facilonamente sentimental y obvio, lo mismo que algunas situaciones en las que intenta captarse el ambiente de la tropa, su estado de ánimo, sus remedios contra el aburrimiento, el desarraigo y la soledad. Para colmo, el nivel interpretativo es extraordinariamente irregular, y encontramos caracterizaciones solventes (además de los protagonistas, Víctor Clavijo o Sergi Calleja) junto a otras mediocres y alguna definitivamente ridícula, aunque lo forzado de muchos diálogos recubre todas las actuaciones de un barniz de poca convicción.  Pero quizá el problema más grave viene de que el descubrimiento de la clave, el misterio que responde todas las preguntas, un hecho violento del pasado que explica lo sucedido, y que es revelado de una manera bastante indirecta y chapucera, sin que tenga que ver lineal o cronológicamente con el transcurso de las investigaciones que se han ido produciendo, de tal manera que si tal o cual episodio cambian de orden en el metraje, la película podría terminar a los cuarenta minutos sin aportar nada nuevo.

Cabe, por tanto, alabar la valentía y la ambición de Gerardo Herrero, la elección de la novela para su traslación al cine, su creíble recreación del frente (con buen despliegue de escenarios, armas, vehículos, utensilios, etc.; incluso el añadido final, una batalla -más bien escaramuza con participación de un carro de combate soviético- que pone la coda al relato, aun desangelada por la necesaria limitación de los medios de producción de nuestro cine, es bastante resultona), el buen inicio y el inquietante y prometedor desarrollo inicial que cuenta, sugiere y anuncia en distintos niveles de lectura. El defecto reside en el guión, en la artificiosidad dramática del conjunto, en la mala colocación de las piezas del rompecabezas y en la nula naturalidad de la mayoría de los intérpretes junto a lo impostado de no pocas situaciones (con otras bastante logradas, como la secuencia del «juego»). Una intriga ligera en un entorno denso cuya mixtura, por tanto, no termina de cuajar, pero cuyo visionado, tampoco nada perjudicial, sirve para acercarnos, al menos en parte, a un periodo de la historia de España y al trocito de vida de miles de españoles que por lo general no reciben la atención -como sucede con todo nuestro pasado reciente- que probablemente merecen. El remate, las fotografías reales de miembros de la famosa División que acompañan a los créditos, resulta sobrecogedor. Lástima que la trama de misterio y el suspense de la investigación no queden a la misma altura, porque podría haberse tratado de una película mucho más importante.