Radiografía de la corrupción: Cuerpo y alma (Body and Soul, Robert Rossen, 1947)

La nómina de involucrados en esta película a medio camino entre el melodrama y el cine negro da buena idea de cuál era el clima cinematográfico en plena «caza de brujas»: Robert Rossen, su director, víctima de la persecución del macchartismo que acabó cediendo y delatando a un buen puñado de antiguos camaradas simpatizantes del comunismo o miembros del Partido; John Garfield, uno de los actores más beligerantes contra la política de acoso y depuración de izquierdistas en el seno del cine norteamericano de posguerra; el guionista Abraham Polonsky, otro de los más célebres represaliados en aquella etapa oscura y vergonzosa para la democracia estadounidense. No termina ahí el nombre de ilustres participantes en el filme; tras la cámara, aunque menos conflictivos en lo ideológico pese a recibir su ración correspondiente de señalamiento, el ayudante de dirección, Robert Aldrich, y el montador, Robert Parrish, ambos futuros directores. Y la película, aunque no tenga un contenido declaradamente político sí refleja una atmósfera turbia y asfixiante en la que la brutalidad y la corrupción son la única ley dictada por unos poderosos sin escrúpulos morales ni ética alguna. Una trituradora de seres humanos sacrificados en el altar de su única divinidad: el dinero.

El contenido social de la película no es baladí: Charlie Davis (Garfield), el joven hijo de una familia judía humilde, es un prometedor boxeador amateur que asiste a la muerte de su padre (Art Smith) durante una algarada. Acosada por las estrecheces económicas, su madre (Anne Revere) recurre a la beneficencia para obtener recursos con los que costear los estudios de su hijo. Este, que acaba de conseguir un campeonato de boxeo para aficionados, pide a su amigo Shorty (Joseph Pevney, también futuro director) que arregle con Quinn (William Conrad), un mánager y promotor, sus primeros combates en el circuito profesional, para así ganar algo de dinero y sacar a su madre de la miseria. A pesar de la oposición de esta y de Peg (Lilli Palmer), la nueva novia de Charlie, el boxeador se introduce así en un oscuro mundo de influencias, favores, arreglos y amaños del que poco a poco se va convirtiendo también en víctima, y cuyos hilos maneja Roberts (Lloyd Gough), un hampón de los bajos fondos, para el que los boxeadores, como el antiguo campeón Ben Chaplin (Canada Lee), retirado por problemas de salud, no son más que carne de cañón con la que ganar dinero gracias a sus oscuras maniobras con las apuestas. Sumergido en una nueva vida de lujos y comodidades, con fiestas repletas de falsos amigos y de alguna que otra chica fácilmente disponible pero también aprovechada (Hazel Brooks), Charlie va perdiendo progresivamente los escrúpulos hasta convertirse en una pieza más del engranaje de corrupción que maneja Roberts, y acepta finalmente dejarse vencer en una pelea amañada.

El guion de Polonsky va entretejiendo así el planteamiento de drama social de tintes melodramáticos con un desarrollo temático y narrativo más vinculado al cine negro, en particular con la presencia del fatum, o destino irrenunciable, implacable, sobrevolando a los personajes, y situado en el mundo del boxeo, del que asume prácticamente todos los clichés y lugares comunes tan vigentes entonces como ahora en el género: el ascenso y la caída de un campeón, sus relaciones con representantes, entrenador, mánager y promotores, sus encuentros y desencuentros con familia y novia, sus peligrosas amistades con mujeres de mal vivir, sus relajaciones e indisciplinas de cara a su preparación física y mental para las peleas, la contraproducente comodidad y disipación resultante de la entrada de dinero a espuertas… Todos los elementos conducen en esta historia a la destrucción de Charlie, a la pérdida de las personas que sienten por él un afecto sincero (su madre, su novia, Shorty…, en algún caso, en sentido literal) y a su puesta en manos de aquellas que solo buscan aprovecharse de él y sacarle todo el dinero y bienestar posible antes de abandonarlo a su suerte, exprimido, sonado y probablemente tan acabado física y mentalmente como Ben Chaplin. Una historia que, sin embargo, gira hacia una inesperada y desesperada lucha de Charlie por recuperar su dignidad, justo en el momento más decisivo e inoportuno, cuando su integridad personal puede correr más peligro que nunca, y no precisamente dentro del ring. En este punto, las visiones de Rossen y Polonsky diferían: se rodaron dos finales para la película, uno más explícito y otro más ambiguo y abierto, más interpretable, que fue finalmente el que United Artists impuso para encargarse de la distribución de la película.

Película capital entre las que se sitúan en el mundo del boxeo, una de sus mayores virtudes es la estructura del guion: su comienzo in media res, la presentación del presente de Charlie en la víspera de su gran combate, su regreso no autorizado al entorno familiar y el largo flashback, en la mejor tradición noir, que ocupa la mayor parte de la primera mitad de los ciento cuatro minutos de metraje. A partir de ahí, la narración recupera el hilo hacia adelante y narra con profusión y detalle la toma de conciencia de Charlie y lo que acontece durante los quince asaltos pactados (además de su derrota a los puntos) en el combate de su vida, o más bien por su vida, que tutelan Roberts y Quinn. Montado en unos patines, el director de fotografía y operador James Wong Howe se adelanta técnicamente a posteriores ingenios de cámaras móviles y, narrativamente, a otros clásicos de boxeo como Nadie puede vencerme (The Set-Up, Robert Wise, 1949) o Toro salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980), para retratar la dureza de los combates con una estética expresionista en la que no ahorra momentos de particular crudeza y crueldad. No son, sin embargo, estas, las únicas secuencias meritorias de la película; algunas de ellas alcanzan una notable intensidad dramática y proporcionan un agudo y profundo sentido narrativo a la idea central de turbiedad y corrupción que preside en filme. Basta citar, como ejemplo, la secuencia que comparten Quinn y Alice, la interesada amante de Charlie, en la que el mánager revela sus sentimientos (muy poco románticos, todo sea dicho) por la chica, que a su vez habla abiertamente de cuáles son los verdaderos objetivos e intereses de su proximidad a Charlie, y de la segura fecha de caducidad de estos cuando el bienestar material que le procura venga a menos. Un retrato de la crueldad que se ceba en los personajes más desvalidos o con mejores intenciones, como sucede con Shorty en su última secuencia de la película, sacado de la vida de Charlie literalmente a golpes en un callejón oscuro. Una atmósfera opresiva y asfixiante, tal como lo era para ciertos profesionales de Hollywood en ese año de 1947, que apenas tiene momentos de luz, casi todos ellos propiciados por Peg y por el personaje de la madre. En este punto, el retorno de Charlie a casa para reencontrarse con ellas y la escena en la que se encierra con Peg en un cuarto cuyo interior se muestra a través de un gran ventanal iluminado sobre una habitación en penumbra, es probablemente el momento álgido, estéticamente hablando, de una película que, a la vez que todo un clásico del cine ambientado en el mundo del boxeo, supone un testimonio de primer orden sobre el estado sociológico del Hollywood sacudido por las tensiones políticas.

Una película que, temática y estéticamente, enlaza con otros dos clásicos de Rossen, El político (All the King’s Men, 1949) y El buscavidas (The Hustler, 1961), en particular en cuanto a los ambientes y la presencia de algunos estereotipos de personajes, y que atesora algunas frases de guion que ilustran certeramente el último sentido del filme en su conjunto: «coge este dinero. El dinero no es como las personas: no piensa, no tiene memoria». Y puede añadirse, «ni principios».

Una lección sobre el capitalismo: Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, Jules Dassin, 1949)

 

Jules Dassin es uno de los más ilustres damnificados de la llamada «caza de brujas» que durante diez años, a partir de mediados de los cuarenta y bajo el pretexto del anticomunismo, sometió al cine norteamericano a los dictados de los inquisidores políticos y de los depuradores ideológicos. Tras el cuarteto de grandes obras maestras de su primera etapa americana, filmadas sucesivamente entre 1947 y 1950, Dassin se vio obligado a continuar su trabajo, casi siempre al mismo nivel de altísima calidad, en Francia, Italia y Grecia, antes de retornar a los Estados Unidos en los sesenta, en lo que supuso el inicio de su declive. A ese primer grupo de excelentes obras del periodo previo a su exilio pertenece Mercado de ladrones, que destaca por el carácter incisivo y pesimista de su lectura social y económica aunque se adorne con algunos de los atributos del cine negro, y que, pese a que Dassin, que dirigía por encargo, y el guion de A. I. Bezzerides (a partir de su propia novela) pusieron buen cuidado en salvaguardar el papel protector y benefactor de la policía y de distinguir y diferenciar los modos y maneras mafiosos de ciertos intermediarios del resto del sistema, llegó a formar parte del pliego de cargos que las autoridades blandieron en contra el cineasta.

Poco espacio deja la película para las buenas expectativas. A su regreso al hogar familiar después de participar en la Segunda Guerra Mundial como maquinista de la Marina, Nick Garcos (Richard Conte) encuentra a su padre convaleciente de la amputación de sus piernas como resultado de un grave accidente de tráfico. Su camión volcó tras la rotura de la transmisión cuando regresaba de San Francisco, de entregar un cargamento de fruta a Mike Figlia (Lee J. Cobb), uno de los intermediarios del mercado con peor reputación, al que se atribuyen maniobras torticeras, extorsiones y juego sucio para pagar el menor precio posible a sus proveedores o, llegado el caso, no pagarles en absoluto. Además, su padre ha vendido el camión a Ed Kenney (Millard Mitchell), un transportista que no le ha pasado el importe pactado. Cuando Nick se presenta en su casa, dispuesto a apretarle las clavijas para que pague, este le propone un negocio redondo: hacer setecientos kilómetros en dos camiones para conseguir llevar al mercado las primeras manzanas de la temporada y obtener así un alto beneficio limpio y cobrarse lo que se debe; para ello, Ed tiene que traicionar, sin embargo, a dos socios a los que ya había ofrecido el mismo trato (Joseph Pevney y Jack Oakie). En la mente de Nick cobra fuerza, además, otro plan: vengarse de Mike Figlia. Nick invierte en la operación los mil ochocientos dólares ganados en el barco con el doble propósito de recuperar lo debido a su padre y de ganar dinero para casarse con su novia, Polly (Barbara Lawrence). Las buenas intenciones no bastan, y al llegar al mercado, mientras espera a Ed, Nick tiene que enfrentarse a los chanchullos de Figlia, que se comporta como un capo del crimen organizado, con esbirros, matones y chicas a sueldo que colaboran en sus oscuros tejemanejes. Una de ellas es Rica (Valentina Cortese), que entabla una especial relación con Nick a pesar de que acaban de conocerse.

La acción, mayormente situada en una sola madrugada, en el mercado y los tugurios que lo rodean, predomina sobre las interpretaciones, en general bastante mediocres, sin duda el punto más flojo de la película (Conte y Cortese, muy limitados; Cobb, por el contrario, muy pasado). La historia se divide en dos focos de interés. El del camión más rápido, conducido por Nick, su llegada al mercado, su encuentro con Figlia y sus intentos para cobrarse las manzanas a buen precio y sacarle el dinero debido a su padre y la indemnización por el daño sufrido, y la del más lento, el antiguo camión de su padre que ahora conduce Ed, vertiente que se centra en el suspense que gira en torno a si llegará o no al mercado a tiempo con la transmisión a punto de romperse, y en qué harán sus antiguos socios traicionados, que le siguen y hostigan durante el camino. En ambos casos se producen situaciones de presión y de violencia en las que unos individuos de una clase social extorsionan a sus semejantes por dinero. A excepción de Nick, ningún personaje juega limpio, todos intentan hacerse trampas, aprovecharse del otro, ya sea traicionando la palabra dada, negándose a pagar el precio convenido, engañando, manipulando, conspirando o incluso, en algún caso, robando, chantajeando y violentando. Las duras condiciones de vida en la posguerra y lo ajustado de los precios introducen una presión adicional; solo los más fuertes resisten, como Nick, que, aunque vulnerable en sus sentimientos, logra mantener su integridad aun cuando las circunstancias le empujan a seguir la dinámica de los demás. Pero si este es un personaje de una pieza, como lo es Figlia en sentido opuesto, el de la prostituta Rica presenta el desarrollo más interesante del filme, desde su posición inicial de asalariada de Figlia hasta la toma de decisiones autónomas que la ponen en una situación de riesgo.

La película, de espléndida fotografía en blanco y negro, trata de no generalizar, de evitar su sentido metafórico, simbólico o ejemplar. Su intención es narrar un hecho concreto al margen de la actividad normal del mercado que no pueda extrapolarse al conjunto del sector o al total de la actividad económica, para librarse así de la censura política. También intenta sacudirse el sambenito de la demonización del extranjero (un trabajador de origen italiano es el que más explícitamente abomina de Figlia y del modo en que dirige su negocio, una deshonra tanto los trabajadores y para los italoamericanos). Por último, conserva de manera impoluta la honorabilidad de la policía, que no solo se muestra comprensiva y amable ante las circunstancias que Nick va atravesando, sino que al final interviene como elemento pacificador y resolutivo en el obligado final complaciente, hasta el punto de que incluso actúa de manera indulgente con las malas acciones de Nick. Al menos, en la forma superficial, porque tanto cabe afirmar lo contrario: la policía, en realidad, no aparece porque no puede (o no quiere) hacer nada por neutralizar los modos y maneras de Figlia, que campan a su antojo durante todo el metraje. La mayor virtud de la cinta, sin embargo, consiste en el retrato realista de la actividad del mercado mayorista, muy lograda, filmada en plano semi-documental, y en reflejar las fallas del sistema que se cuelan por las rendijas del relato dramático y del desarrollo de la relación entre Nick y Rica, en un entorno condicionado por las convulsiones y los desajustes económicos y sociales acaecidos tras el final de la guerra.

En este punto, el elemento central es el dinero y la relación que los distintos personajes mantienen con él: medio de supervivencia, de crecimiento personal, de desarrollo familiar, de construcción de sociedad y de país, pero también objeto de deseo, ingrediente indispensable para la codicia, mecanismo ineludible para el ascenso social, no solo en el caso de Figlia, que llega a delinquir para conservarlo y aumentarlo, o para Rica, que tiene que venderse para obtenerlo, sino también para la respetable Polly, que mide los afectos por los emolumentos que acumulan, o para Ed, que pierde con aquellos que considera inferiores los escrúpulos morales que conserva con sus iguales. Y es eso, el retrato que hace de lo que implica la vida en una sociedad que tiene el dinero como pilar central, lo que resulta subversivo, incómodo y revolucionario en una película cuyo director (que también hace un breve cameo) sufrió las iras de los guardianes de las esencias del sistema. La sociedad convertida en mercado no solo donde le es propio; también en el campo, en la carretera, en los bares, en la habitación de Rica, en las pacíficas y satisfactorias relaciones prematrimoniales… Una sociedad que, hundida en la turbiedad, se mantiene viva solo porque todo se compra y se vende, y cuyo crecimiento depende de que todos se pongan a la venta y se dispongan a comprar y ser comprados. En la actualidad, el reflejo que hace la película de la debilidad negociadora de los productores agrícolas y de los transportistas, y de la concepción del sistema para el beneficio de los grandes intermediarios y de las cadenas de distribución, hace que esta gran película, efectiva combinación de drama social, thriller noir y romance, adquiera hoy una dimensión todavía mayor y más profunda.

Vidas de película – Sal Mineo

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La vida de Salvatore -Sal- Mineo bien podría haber sido llevada al cine como ejemplo de una existencia rodeada de símbolos de fatalidad finalmente convertidos en ineludible realidad, como si un director de renombre, auxiliado por un competente diseñador de producción y un escenógrafo de primera hubieran hecho confluir sus talentos respectivos para contarle al mundo la singladura de un joven que, tratando de huir de un ambiente marginal que le persiguió incluso durante su carrera cinematográfica, terminó sucumbiendo, entregándose, como si su destino se hubiera jugado siempre con cartas marcadas.

Nacido en el Bronx de Nueva York en 1939, sus padres eran inmigrantes italianos; primer símbolo: Salvatore Mineo padre se ganaba la vida fabricando ataúdes. Intentando escapar de la dinámica marginal y de delincuencia en que se veían irremisiblemente envueltos los muchachos de su edad, el joven Salvatore buscó en el ambiente artístico una salida menos tremendista y, tras estudiar danza y actuación, consiguió aparecer en algunos musicales de Broadway. Gracias a ello, debutó en el cine de la mano de Joseph Pevney en su intriga Atraco sin huellas (1955) justo antes de encarnar uno de sus personajes más célebres, quizá el más conocido por el gran público, el del joven inadaptado Platón (segundo símbolo) en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), junto a James Dean y Natalie Wood, papel que le valió una nominación al Oscar al mejor actor de reparto. Tercer símbolo: Marcado por el odio (Somebody up there likes me, Robert Wise, 1956), crónica de ambiente pugilístico con apuntes de drama social protagonizada por Paul Newman.

Conocido por protagonizar escándalos y ser fuente de numerosos rumores de naturaleza íntima, tanto heterosexuales como homosexuales, también desarrolló a finales de los años cincuenta una breve pero intensa carrera como intérprete de rock’n’roll al ligar su imagen a los personajes rebeldes y excluidos que interpretaba en el cine. Esa vena musical le sirvió para dar vida al batería de jazz Gene Krupa en su biografía de 1959. Tras aparecer de nuevo junto a James Dean en Gigante (Giant, George Stevens, 1956), obtener una nueva nominación al Oscar al mejor actor de reparto por Éxodo (Exodus, Otto Preminger, 1960) -cuarto símbolo-, otra vez con Paul Newman, formar parte del extenso y famoso elenco del título bélico El día más largo (The longest day, Ken Annakin-Andrew Marton-Bernhard Wicki, 1962) -más símbolos- e interpretar a otro inadaptado, sin sitio ni identidad -el símbolo definitivo-, un blanco raptado por los indios y convertido a su raza para John Ford en El gran combate-Otoño cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964), la carrera de Sal Mineo se vio seriamente frenada.

Apartado del cine muy joven a causa de las complicaciones derivadas de su vida personal, Sal Mineo fue asesinado de una puñalada durante una pelea callejera el 12 de febrero de 1976. Tenía 37 años.

Vidas de película – Jeff Chandler

Aquí tenemos al bueno de Ira Grossel, conocido cinematográficamente como Jeff Chandler, caracterizado de Cochise, el famoso guerrero y caudillo apache antagonista de James Stewart en Flecha rota (Broken arrow, Delmer Daves, 1950), sin duda una de las mejores películas de su carrera, y una de sus interpretaciones más soportables. Porque el amigo Ira, o mejor dicho, Jeff, fue uno de esas colecciones de virilidad, músculos, miradas torvas y ademanes grandilocuentes con el que el Hollywood clásico intentaba impresionar a las jovenzanas -y a más de un jovenzano- que debían abarrotar las taquillas de los cines, y que por lo general nunca superaban los límites del cacho de carne con ojos que transita por delante de la pantalla sin mayor valor, aporte o interés artístico o dramático.

Asiduo a westerns de bajo presupuesto, películas de acción de serie B y filmes bélicos de corto recorrido, Jeff Chandler nació en Brooklyn en 1918, y antes de dedicarse al cine combatió en la Segunda Guerra Mundial -excelente campo de pruebas para no pocas de sus posteriores películas- y fue actor radiofónico y también de teatro. Además, desarrolló un enorme talento para el violín, instrumento musical del que podía considerársele un auténtico virtuoso (quizá el cine ganó un mediocre actor y la música perdió un aceptable violinista, en el tejado o no…; quizá en el cuarto de las escobas…). Y además desarrolló con el tiempo otra afición de la que se terminaría resintiendo su vida personal: al amigo Chandler le gustaba vestirse de mujer. Sí, a este tipo atlético, musculado, con ese pelo corto, casi rapado, de toques blanquecinos, si no directamente canoso, le gustaba vestirse de señora mayor y deambular por casa de esa guisa (Ed Wood no era un caso aislado, ni mucho menos, y menos en Hollywood). Eso le costó no pocos disgustos con su esposa, Marjorie Hoshelle, o con su más conocida amante, la nadadora-actriz Esther Williams, que se fue a practicar natación sincronizada a otra parte cuando se hartó de que él comprara bañadores, albornoces, gorros de baño, toallas y demás infraestructura logística piscinil -si existe el palabro- femenina para sí mismo, sin dejar que ella los catara.

Bueno, en lo que al cine se refiere, que es lo que aquí interesa (aunque lo otro mole más), hay que reconocer que Jeff Chandler fue una víctima de la serie B, especializándose en westerns cutres y películas bélicas para Robert Wise, George Sherman, Jack Arnold, Joseph Pevney, George Marshall o Budd Boetticher, o en maniquí acompañante de bellezas oficiales como Loretta Young, Lana Turner o Kim Novak. Sus títulos más reseñables, además de Flecha rota, son Atila, rey de los hunos (Sign of the pagan, Douglas Sirk, 1954),  A diez segundos del infierno (Ten seconds to hell, Robert Aldrich, 1959), ambas con Jack Palance, Regreso a Peyton Place (Return to Peyton Place, José Ferrer, 1961) y, sobre todo, el excelente bélico de Samuel Fuller Invasión en Birmania (Merrill’s marauders, 1962).

Esta película le proporcionaría éxito y crédito póstumos, puesto que falleció en 1961 a causa de las complicaciones derivadas de una operación de hernia discal. Un personaje tan extraño, tan contradictorio, está claro que no podía tener una muerte normal…