Imitando a Orson Welles (II): La muerte silba un blues (Jesús Franco, 1964)

Durante su mejor época como director (cabría afirmar que la más digna, la única digna, incluso), y al año siguiente de su primer acercamiento al universo noir inspirado en Orson Welles, Rififí en la ciudad (1963), Jesús Franco repitió fórmula con esta película de intriga que remite, en el fondo y en la forma, a la obra del genio de Wisconsin, de quien el español había sido asistente y ayudante de dirección durante sus rodajes previos en España. En particular, títulos importantes en la filmografía de Welles como La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), Mr. Arkadin (1955) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958) están muy presentes, mediante alusiones estilísticas constantes, en esta modesta propuesta española de thriller con aires internacionales. Uno de los terrenos favoritos del cineasta estadounidense, el de las ciudades de tránsito internacional, con misterios y enigmas alrededor del contrabando, el mercado negro, el espionaje, la persecución policial y personajes de oscuro pasado, nacionalidad incierta, mixtura cultural y turbiedades psicológicas, que Franco hace suyo de nuevo en esta historia de planteamiento estimable, desarrollo fallido y conclusión mediocre, pero en conjunto llamativo en la cinematografía española del momento.

Vogel (Georges Rollin), un traficante y contrabandista que ahora se esconde en Kingston, la capital de Jamaica, bajo la fachada de respetabilidad del millonario Paul Radeck, su nueva identidad como hombre de negocios, hizo su fortuna tras traicionar a dos amigos y socios, Castro, abatido por la policía en un control que pretendía atravesar con un cargamento de armas, y Julius Smith (Manuel Alexandre), cuya máxima aspiración en la vida era triunfar como trompetista. Diez años después de este episodio y tras pasar ocho en la cárcel, Smith ha logrado su sueño, y además de grabar discos, es la gran estrella de un club de Nueva Orleans; en particular, su tema El blues del tejado es un gran éxito popular. La aparición de una cantante de cabaret, Moira Santos (Danik Patisson), muy interesada en Castro y Smith, la recuperación de la pista de Vogel y la comisión de un crimen ponen tras los pasos del delincuente al comisario Fenton (Fortunio Bonanova, asimismo antiguo actor para Welles en Ciudadano Kane) y a su ayudante Folch (Adriano Domínguez) -apoyados por un subalterno de breve aparición interpretado por un joven Agustín González-. La llegada a Kingston de un enigmático forastero (Conrado San Martín) que empieza a rondar a Radeck, a su esposa (Perla Cristal) y a su secuaz y hombre de confianza, Moroni (Gérard Tichy), y al que Radeck toma por un Castro «resucitado», completa un planteamiento de secretos y mentiras que se desarrolla primordialmente en ambientes nocturnos de la isla.

No es una elección baladí, puesto que en parte responde a la necesidad de esconder o disimular las evidentes estrecheces presupuestarias en las que se maneja la película. La conversión de emplazamientos de rodaje españoles en localizaciones de Nueva Orleans y Jamaica, no siempre lograda (los vehículos españoles con las matrículas modificadas, los letreros, los neones, las señales y el atrezo que altera estéticamente fachadas o lugares para hacerlos «anglosajones», recursos aprendidos por Franco en los rodajes a bajo coste de Welles), obedece a esta técnica de trampantojo continuo a la que sirve igualmente el doblaje, que igualmente contribuye a uniformizar en la banda de sonido la presencia en el reparto de intérpretes extranjeros de lengua diferente al castellano o con distinto acento al español de España. La fotografía de Juan Mariné cumple igualmente un esta doble función, además de crear atmósfera siguiendo algunos de los patrones visuales de las películas de Welles (ángulos de cámara inclinados, empleo del claroscuro, de iluminaciones saturadas y luces distorsionadas, de rostros grotescos presentados en primer término, preferencia por los espacios urbanos filmados entre sombras, uso reiterado de la profundidad de campo y del contrapicado tanto en interiores como exteriores), ayuda a camuflar las carencias de espacios y decorados, tanto las propias de las limitaciones de financiación como las deficientes para hacer pasar un entorno determinado por exteriores de Luisiana o de Jamaica.

La compleja trama, en la que se mezclan historias del pasado y del presente con la investigación policial y una historia de venganza, encuentra no obstante en la brevedad de su metraje (apenas 78 minutos) tiempo para varios números musicales, filmados desde una artificiosidad algo chusca y grandilocuente en una intención de sofisticación y refinamiento que choca con la torpeza y falta de maña en las secuencias de acción, ya sea la persecución de coches o se trate de las escenas de pelea, en particular la que enfrenta a San Martín y Tichy, uno de los momentos álgidos de la historia que, sin embargo, en su concepción y desarrollo, provoca incluso la sonrisa. Los entornos de lujo y opulencia, en particular la mansión de Radeck, evidencian igualmente el «quiero y no puedo» de una puesta en escena sustentada en medios tan precarios, la cual, sin embargo, también cuenta con aciertos, como la recreación del ambiente nocturno en los locales de copas y música, convenientemente aderezado con la música de Antón García Abril, y, sobre todo, la secuencia donde tiene lugar el clímax, esa multitudinaria fiesta de disfraces (más por el adecuado aprovechamiento del espacio en relación al número de extras, y por los ángulos de cámara elegidos para mostrarlo, que por la abundancia de figurantes) que parece extraída directamente de la mascarada goyesca de Mr. Arkadin. Una película que no pasa de mera curiosidad aunque se sigue con cierto interés, tanto por la trama en sí (si uno pasa por alto la irregularidad del guion y de ciertas interpretaciones) como por la observación atenta de cómo intenta ponerse en pie un cine a todas luces por encima de las posibilidades de la producción (la película está financiada por Rosa Films S. A.) al mismo tiempo que intenta denodadamente emular la mano genial de Orson Welles, fantasma aludido pero en todo punto ausente de este ejercicio fallido de amor de un discípulo por la obra de su maestro.

El cineasta es la estrella: La regla del juego (La régle du jeu, Jean Renoir, 1939)

El estreno de esta obra maestra de Jean Renoir en el desdichado verano de 1939 fue un rotundo fracaso. Francia, Europa, no estaban para frivolidades ni sátiras de clase, para comedias ni para socarronerías. La tragedia se olisqueaba en el ambiente, y aunque la película había recogido, resumido y diagnosticado a la perfección el clima reinante, hasta el punto de que en su final se intuye una metáfora de lo más lúcida acerca de aquello que iba a venir de manera inminente, el público, tal vez por esa misma razón, por no tener que asistir a la sabia advertencia de los agoreros con fundamento, deseoso de no ver para no creer, para no pensar, para no temblar, le dio la espalda. Maltratada y mutilada, tras el estallido de la guerra en septiembre el gobierno la prohibió bajo el pretexto de que podía minar la moral del país en el combate. No obstante, la leyenda de la película fue creciendo, André Bazin y Cahiers du Cinéma mantuvieron vivo su recuerdo a finales de los años cuarenta y primeros cincuenta, y promovieron su restauración (nunca totalmente lograda, a falta de al menos una secuencia) en 1956 y su reestreno en el festival de Venecia de 1959, donde fue aclamada como el principal pilar del cine moderno junto a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941).

Tras el éxito de sus dos películas inmediatamente anteriores, La gran ilusión (La grande illusion, 1937) y La bestia humana (La bête humaine, 1938), Renoir fundó junto a su hermano Claude y otros amigos la productora Les Nouvelles Editions Françaises, con idea de adaptar, en primer lugar, la novela La vie de Marianne de Marivaux, y hacer de ella «una descripción exacta de la burguesía de nuestro tiempo», pero también ofrecer una especie de balance de situación de la Francia gobernada por el Frente Popular. Y para ello, la narración coral (ocho o nueve personajes adquieren la relevancia suficiente y copan suficientes minutos para que sean considerados protagonistas) se construye sobre un estilo múltiple y entremezclado de recursos y tonos a través de los cuales, además de que se presentan al espectador las distintas maneras de ser de los personajes, se ofrecen también sus pensamientos y, lo que es más revolucionario, la visión y la opinión que el autor, Renoir (que escribe el guion con Carl Koch) tiene de cada uno de ellos y de sus acciones. Contada con la ligereza del vodevil amoroso de enredos, encuentros y desencuentros en el marco del costumbrismo de la aristocracia burguesa, la película se abre con un formato pseudo-documental para contar la llegada a Francia del gran aviador André Jurieux (Roland Toutain), que ha hecho la travesía del Atlántico, siguiendo los pasos de Lindbergh, para impresionar a su enamorada, Christine (Nora Gregor), la esposa austríaca del noble millonario Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), que, sin embargo, no acude a recibirlo y se contenta con escuchar la recepción al héroe por la radio.

Tras este prólogo, la película nos pone en situación antes de entrar en el capítulo principal: André y Christine se aman, aunque ella está casada, pero eso a Robert le importa poco más allá de las exigidas apariencias, puesto que tiene a su propia amante, Geneviéve (Mira Parély). El breve mapa de este tejido sentimental a cuatro bandas se filtra por medio del personaje de Octave (el propio Jean Renoir), amigo de Robert y confidente íntimo tanto de André como de Christine, y que también guarda un secreto que solo puede desvelar él mismo. No obstante, Robert descubre un nuevo prisma de lo que su esposa representa para él después del episodio del cruce oceánico de André, por lo que, dispuesto a reconquistarla, y en complicidad con Octave, aunque con intenciones diferentes, revuelve invitar al piloto a la fiesta-cacería que se propone dar en su finca del campo, La Collinière. A todo el mundo parece agradarle este plan salvo a Lisette (Paulette Dubost), ayuda de cámara y doncella de confianza de Christine, cuyo esposo, otro germánico, Schumacher (Gaston Modot), es precisamente el guarda y encargado de La Collinière, y con el que se niega a trasladarse porque en París, junto a su señora y, sobre todo, a espaldas de su marido, puede mantener su nivel de flirteos amorosos habitual, en especial con Octave. El puzle de relaciones humanas lo completa Marceau (Julien Carette), cazador furtivo de la finca que es contratado por Robert para ayudar al servicio durante la fiesta-cacería, y que de inmediato siente una atracción desaforada por Lisette, correspondida por esta pero muy vigilada por su marido. Se establece así un paralelismo en la narración de cara al espectador y dentro de la propia película, entre, por un lado, la disposición física de los personajes (la clásica división entre quienes viven «arriba» y quienes lo hacen «abajo») y los triángulos amorosos de los «aristócratas» (Robert-Christine-André; Robert-Geneviéve-Christine) y del personal de servicio (Schumacher-Lisette-Marceau). Tres son los nexos que se mueven entre ambos ambientes: Octave, que tontea con Lisette; Marceau, que establece una inusual confianza inicial con Robert, y la propia Lisette y su especial relación de intimidad con Christine.

La película es una lección de puesta en escena y de uso del espacio. La ligereza del tono viene propiciada y amplificada por el tratamiento visual que emplea escenarios profundos, tanto en interiores como en exteriores, por los que la cámara despliega una constante y fluida movilidad que permite y resalta ese protagonismo coral incluso cuando el encuadre se encierra sobre una pareja o un grupo concreto. Al mismo tiempo, gracias a la construcción de los diálogos y al diseño de la acción, la película mantiene el impulso de su teatralidad, en especial en la secuencia de la representación, que no se muestra, tan solo sus consecuencias (las risas y los aplausos y, después, los infructuosos intentos de Octave para que alguien le ayude a desprenderse de su disfraz de oso), de manera que todo lo que ocurre adquiere un aire de representación, de ópera bufa, de vodevil sentimental. La diferencia la marcan, por un lado, las exageradas interpretaciones de todo el elenco (un punto de sobreactuación que no llega a lo grotesco pero que sirve para subrayar el artificio, el fingimiento, esto es, la hipocresía de clase), y la dirección de Renoir, puesto que es su trabajo de cámara, su forma de aproximarse a los personajes, de moverse por el espacio, de posicionarse ante lo que dicen y hacen, lo que le permite sugerir al espectador sus propias opiniones sobre lo que está ocurriendo y acerca de lo que cada personaje significa. De este modo, todos los personajes tienen sus problemas, aspiraciones, frustraciones y deseos, y es la cámara móvil de Renoir la que posibilita que el espectador interprete lo que cada personaje piensa y siente sobre sí mismo y sobre los pensamientos y sentimientos de los demás, y los del omnisciente Renoir sobre todos ellos, incluido Octave. Así, Renoir no solo no se esconde, sino que su punto de vista, el del personaje sacrificado (en un hecho «accidental» que tal vez sea el inevitable resultado de la «lógica» de las cosas) por el bien de un orden moral y social corrupto, está dirigido a la complicidad del espectador. No es de extrañar que la crítica francesa y los cineastas de la nouvelle vague consideraran esta película de Jean Renoir como el instante fundacional del cine de autor, aquel que sirve a los intereses de su director, no solo para contar una historia sino para transmitir una visión propia del mundo. Con La regla del juego el cine se convierte, en palabras de Orson Welles, en el medio de transmisión de información más importante desde la invención de la imprenta.

El pequeño Mr. Welles/Palabra de Orson Welles

Un breve homenaje a Javier Marías, recuperando un artículo sobre Orson Welles publicado en Nickel Odeon en 1999 y recogido en sus libros Vida del fantasma (Alfaguara, 2001) y Donde todo ha sucedido: Al salir del cine (Debolsillo, 2007; Galaxia Gutenberg, 2014). Al final del artículo, una serie de citas del genio de Wisconsin.

Un lector centroeuropeo me hizo una vez, por carta, el elogio más singular y quizá más inquietante que jamás he recibido. Él, varios años más joven que yo, distinguía a los artistas en general —escritores, cineastas, pintores, músicos— entre nacidos antes y después de 1914. Para él, los individuos llegados al mundo con anterioridad a esa fecha eran notablemente distintos, y desde luego superiores, a los aparecidos con posterioridad. «Existen, sin embargo», venía a añadir, «algunos seres felizmente anacrónicos, que, habiendo nacido mucho después de ese año clave, parecen previos a él. Usted es uno de ellos.» En el contexto no pude sino agradecérselo con rubor. Pero no pude sino preocuparme bastante, fuera de él, sobre todo al pensar que mi propio padre nació, precisamente, en 1914.

Orson Welles nació en 1915, lo cual fue, en mi opinión, tan buena como mala suerte para él. Mala porque sin duda era un año demasiado tardío y moderno para alguien así, y no lo digo ahora en referencia a la curiosa frontera marcada por aquel lector, pues 1914 o 1913 le habrían resultado igualmente inadecuados e impropios en más de un sentido, a mi modo de ver. Buena porque le permitió hacer cine y no limitarse al teatro, y así legarnos hasta el fin de los tiempos su inmenso talento como director y actor; pero sobre todo porque pudo ser el niño prodigio y hasta alarmante que fue, en vez del niño monstruoso en que se habría convertido, a buen seguro, de haber pisado la tierra diez o quince, no digamos veinticinco o treinta años más tarde, es decir, ya en épocas en que no sólo se percibe como aberración que un menor hable y se comporte como una persona mayor, sino en las que está mal visto y no gusta, incluso que un adulto verdadero se comporte y hable como tal. Seguramente Welles mereció haber nacido en el siglo XVIII, cuando todavía se trataba a los niños como a proyectos de adultos, y sus diversas cortas edades se veían tan sólo como fases transitorias que convenía abreviar al máximo y aprovechar para el adiestramiento; como un largo periodo de limitaciones fastidiosas por el que no quedaba más remedio que pasar. Hoy, en cambio, se tiende a perpetuar en la gente la puerilidad y la irresponsabilidad y la debilidad, de tal manera que un Welles de nuestro tiempo habría sido una anomalía más bien detestable, y de tal calibre que su carrera se habría visto rápidamente ridiculizada y truncada en los programas nocturnos de telebasura, o bien cercenada por algún psicópata asesino de niños que habría encontrado especial placer en descuartizar a un crío de tan excesivo talento e insoportable saber.

Porque lo cierto es que, en más de un aspecto, el pequeño Orson fue siempre Mr. Welles. Y no es que en su infancia no se le viera como a un prodigio en verdad anormal, pero todavía en los años diez y veinte de este siglo que ahora termina, alguien como él podía —en un ámbito familiar algo excéntrico y «artístico»— atravesar niñez y adolescencia sin ser «reeducado», psicologizado, encerrado, folklorizado, internado, secuestrado por el Estado, utilizado como cobaya o directamente aniquilado por los acomplejados.

Su aire grandullón era en realidad lo de menos, quizá una leve ayuda de la naturaleza para amortiguar el desfase y disimular mejor su escasa edad mientras escasa o escasísima fue. Ya al nacer pesó por encima de los cuatro kilos y medio, y sus primeras apariciones sobre un escenario se vieron prematuramente interrumpidas por culpa de su robustez: tras un prometedor debut como hijo ilegítimo de Madame Butterfly en la Ópera de Chicago, fue prestado en varias ocasiones más a potentes sopranos que por allí pasaron y que en algún momento de las obras que interpretaban tenía que sostener o mecer a un niñito en sus brazos; pero en seguida, con tres años tan sólo, Welles fue rechazado por varias de ellas, que lo juzgaban demasiado pesado para izarlo y cantar a la vez.

Los contactos musicales y operísticos se los debía a su madre, Beatrice Ives Welles, concertista de piano durante algunos años y luego anfitriona casi obligada o institucional en Chicago de cualquier celebridad con partitura que cruzara la ciudad, incluidos Stravinsky y Ravel. A ella debió también en buena medida Welles su extrema precocidad, ya que la madre juzgaba una gran pérdida de tiempo, para él y para ella, leer a su hijo cuentecillos infantiles pudiendo regalarle el sonido de los versos de Swinburne, Rossetti, Tennyson, Keats, Tagore y Whitman, antes de ya pasar, cuando Orson no había cumplido aún dos primaveras, a versiones aligeradas de las obras de Shakespeare. Con todo y con eso, parece que se quedó corta y subestimó a su vástago, pues éste le exigió «la cosa misma» en cuanto supo que aquellas versiones no eran las cabales ni originales.

Antes de proseguir con lo que semejan —lo comprendo— cuentos chinos, conviene informar de que, según numerosos testigos —entre ellos su tutor el doctor Maurice Bernstein—, Orson Welles hablaba inglés perfectamente a los dos años de edad, «como un adulto cultivado». La secretaria del doctor sostiene que a los tres ya era capaz de perorar como un profesor y de discutir «casi acerca de cualquier tema con mucho sentido y gran cordura». No está de más que subrayara lo de la cordura, aunque tampoco sirve de mucho si uno continúa recopilando anécdotas y recabando datos. A los cinco, por ejemplo, tras un concierto de Stravinsky en Nueva York, hasta donde lo llevó Bernstein, un grupo de connaisseurs se trasladó al Hotel Waldorf, en cuyo vestíbulo el niño disertó un rato con inteligencia sobre la música escuchada. Entre los aficionados estaba Agnes Moorehead, cuya carrera de actriz era entonces algo menos que incipiente y que de hecho no se inició en el cine hasta veinte años después, cuando descolló en el reparto de Ciudadano Kane y de El cuarto mandamiento, las dos primeras películas de aquel niño disertador. Es mejor no preguntarse siquiera si el pequeño Orson la «fichó» ya en el Waldorf para aquellos papeles, en su imaginación.

Cuando tenía ocho años, una diva operística que agasajó a Beatrice Welles interpretando algunas arias durante una fiesta en su casa, se le acercó, confiada y maternal, al divisar a un niño entre los oyentes. Y al preguntarle: «Dime, jovencito, ¿qué te ha parecido el canto?», recibió una respuesta digna de los despiadados Addison De Witt o Waldo Lydecker, que interpretaron George Sanders en Eva al desnudo y Clifton Webb en Laura, respectivamente. A saber: «Ha sido espantoso. Técnicamente aún le falta a usted mucho por aprender».

Es evidente que un niño así no podía caer muy bien. Lo llamativo es que tampoco llegaba a tanto como a caer mal. La mayor parte de la gente que lo conocía se sentía impresionada, pero bastante favorablemente en conjunto, a pesar de todo. A algunos les inspiraba miedo, eso sí, y todos lo veían como a alguien sobresaliente que sin duda sería grande, en el terreno artístico por que finalmente se inclinara. (No debemos ocultar, sin embargo, que los lugareños más supersticiosos de su aldea natal, Kenosha, Wisconsin, lo tenían por una bruja disfrazada, casi desde que nació.) Pero, por inverosímil que parezca, si el pequeño Orson era repelente, no era sólo repelente, acaso porque su pedantería se manifestaba siempre teñida de guasa, o de rebeldía, o de travesura, o de gamberrada, o de transgresión, llámenlo como prefieran. Quiero decir que en su respuesta a la diva, por ejemplo, lo más «wellesiano» no era el tono de sabiondo, sino la impertinencia, la irrespetuosidad, la inconveniencia, el descaro, del mismo modo que, cuando a los diez años solicitó pronunciar una conferencia sobre Arte ante la congregación de alumnos de la Washington School de Madison que lo acogió brevemente (y el director accedió, pues ya Welles aparecía de vez en cuando en la prensa local como un fenómeno de inteligencia), no debe tenerse tan en cuenta lo estomagante de la petición y la pretensión cuanto que aprovechara la oportunidad para, tras un somero e irreprochable recorrido por la Historia del Arte, arremeter contra los métodos empleados para su enseñanza en la propia escuela que había atendido a su ruego. Numerosos testigos recuerdan que el disfrute de Welles iba en aumento según aumentaba el vitriolo de sus argumentos. Y que cuando el profesor de Arte lo interrumpió para decirle que no estaba en situación de hacer tales críticas, Orson Welles gritó: «¡La crítica es la esencia de la creación! Y si el sistema de enseñanza pública debe ser criticado, ¡yo lo criticaré!». Esa frase constituyó uno de los primeros titulares de prensa de su larga lista, en Chicago y en Nueva York.

Parte de su ánimo transgresor se lo debía sin duda a su padre, con quien convivió unos años, entre la muerte de su madre cuando él contaba ocho, y la del propio Richard Welles, que lo dejó casi solo en el mundo a la edad de trece. Hombre de dinero, la profesión más conocida de Dick Welles —y era más bien una afición— fue la de inventor. De sus muchas creaciones, la que tuvo al parecer más éxito fue un nuevo tipo de faro para bicicletas, y la que menos un lavaplatos mecánico que hacía añicos cuantos platos lo visitaban. Sus verdaderas vocaciones, a las que se entregó en cuerpo y alma en cuanto se jubiló anticipadísimamente, eran las de viajero, casanova, bebedor y semitahúr. En todas ellas lo acompañó el joven Welles tras la muerte de su esposa, de la que el padre llevaba algún tiempo separado, y durante al menos dos años éste paseó al niño por medio mundo: París, Londres, Singapur, Jamaica, la China… Orson, a la noche, le escuchaba relatos de pasadas andanzas mientras el padre se servía más y más ginebra. No parece que el joven lo acompañara también en la bebida, aunque bien podía haberlo hecho, dado que desde los cinco años frecuentaba el vino con el consentimiento de su progenitor, y a los once se fumó su primer cigarro. Welles habló de su padre con afecto siempre. Sobre todo le debía, dijo, la enorme ventaja de no haber recibido una educación convencional ni formal hasta los diez años. «Todos sus amigos le querían mucho», añadía. Dick Welles, según se cuenta, recibió en vida tres honores muy de su gusto: se prestó su nombre a un restaurante, a un caballo de carreras y a un habano. ¿Qué más podía pedir?

No hace falta decir que el pequeño Mr. Welles, aceptado tan fácil y naturalmente por los adultos como uno más desde su temprana infancia, no se relacionaba apenas con sus coetáneos, demasiado elementales para él; así que, manías paternas y maternas aparte, no le resultaba estimulante ni apetecible acudir al colegio con normalidad. El doctor Bernstein contó que, a los tres años, fingió un ataque de apendicitis para evitar ser llevado a un kindergarten lleno, según sus propias y despectivas palabras del momento, «de chicos cuya única ambición es convertirse en boy scouts».

A partir de los diez años sí ingresó en la Todd School, un colegio especializado en muchachos superdotados. Ha pasado a la historia como el más superdotado de todos los alumnos allí albergados por espacio de unos cien años. Allí sí estuvo a gusto y se llevó excelentemente con algunos de sus profesores, lo cual no le impidió, sin embargo, discutir a menudo con ellos y sus teorías o gastarles bromas pesadas. Ya disponía de maquillaje de actor por entonces, y en una ocasión lo empleó para empalidecerse y fingir que se había ahorcado con un largo pañuelo. Su interpretación fue tan convincente que el profesor de Historia sufrió un amago de infarto. Cuando se preguntó a Welles por qué había gastado semejante broma, contestó muy ufano: «Me pareció una buena idea. Estaba ya aburrido de Historia, en cualquier caso».

Su relación fue no obstante magnífica con la gente de Todd, sobre todo si se la compara con el trato dispensado por Welles a los psicólogos de la Washington School de Madison, que tuvieron el privilegio de «observarlo» durante una temporada. Según relata su temprano biógrafo Peter Noble, el pequeño Orson se dedicó a tomarles el pelo, juzgándolos imbéciles y pomposos en sus jueguecitos y análisis. Cuando le decían: «Dinos lo primero que se te pase por la cabeza al oír la palabra oso de peluche», contestaba al instante: «El epigrama de Oscar Wilde según el cual un cínico conoce el precio de todo y el valor de nada». Los psicólogos, con un tal Mueller a la cabeza, no se rendían: «¿En qué piensas al oír la palabra madre?». Y Welles respondía sin pestañear: «El genio consiste en una inmensa capacidad para el esfuerzo», o cosas por el estilo. La escuela determinó, tras meses de pruebas, que el pequeño Mr. Welles, de diez años a la sazón, era un ser humano altamente interesante y desusado porque su personalidad era resultado de «una profunda disociación de ideas».

Parece como si Orson Welles hubiera sido en realidad el mismo, sin apenas evolución, desde su niñez hasta su vejez, durante la cual conservaba no pocos rasgos infantiles. Parece que durante aquélla hubiera tenido más que nada impaciencia por abandonarla, como si se hubiera sentido desde el principio prisionero de un cuerpo inadecuado a su mente, y cabe imaginar lo largos que debieron de hacérsele sus primeros trece años de vida, hasta que con catorce se subió de verdad a un escenario e interpretó a Shakespeare en el famoso Gate Theatre de Dublín, tras cruzar una vez más el océano, solo ahora. Con todo, resulta aventurado y difícil concluir que careció de enteramente de infancia, tal como la entendemos habitualmente. Por una parte, y pese a su sabiduría, fue al parecer muy querido, por ser siempre simpático, siempre embustero y casi siempre encantador. Según el doctor Bernstein, el pequeño Mr. Welles se ganaba a los adultos, a pesar de su rareza, «porque era amable y paciente con los absurdos de éstos». Por otra parte, y como bien señaló otro biógrafo —éste tardío, David Thomson—, «Welles se pasó toda la vida metido en el negocio de ser traicionado», y ese ser traicionado lo utilizó o soportó «como un medio para ser siempre recto, superior y estar solo». De eso tratan seguramente sus mejores películas, y nadie puede saber tanto sobre la lealtad y la traición sin haberlas conocido no sólo de niño, sino también como niño. O lo que es lo mismo, no sólo la infancia, sino infantilmente en ella, y en la juventud y en la madurez y en la ancianidad. Es quizá en esta última edad en la que ese sentimiento siempre infantil de padecer traiciones es más grave e irremediable, acaso más dignificador también. Así nos lo enseñaron Falstaff en Campanadas a medianoche y Quinlan en Sed de mal… Pero esta es otra historia, que aquí no cabe, de cuando Mr. Welles ya no fue tan pequeño, e incluso llegó a hacerse muy mayor.

PALABRA DE ORSON WELLES.

«Muchas personas son lo bastante educadas como para no hablar con la boca llena, pero no les preocupa hacerlo con la cabeza vacía».

«Comencé muy alto y me he labrado mi decadencia».

«Mi médico me ha dicho que no vuelva a organizar cenas privadas para cuatro personas. A menos que tenga tres invitados que me acompañen.»

«Sólo hay una persona que puede decidir lo que voy a hacer, y soy yo mismo».

«El escritor necesita una pluma, el pintor un pincel, el cineasta todo un ejército».

«Lo primero que oí cuando aún estaba en la cuna fue la palabra “genio” murmurada en mi oído. ¡Por eso no se me ocurrió pensar que lo era hasta que fui un hombre adulto!»

«Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Sólo a través de nuestro amor y amistad podemos crear la ilusión por un momento que no estamos solos»

«Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude».

«Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.»

«Por celos y envidias, el ser humano es capaz de todo, desde el crimen hasta la santidad. Es terrorífico».

«Hollywood es un dorado barrio adecuado para golfistas, jardineros, agentes de bolsa y complacidas estrellas de cine. Yo no soy ninguna de esas cosas.»

«Todo es posible a condición de ser lo suficientemente insensato.»

Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)

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En mi país la gente sabe que el gobierno realiza detenciones ilegales, sin derecho a abogado, permitiendo la tortura… La gente lo sabe, pero lo llaman con otro nombre: intervención coercitiva.

Tim Robbins

La pareja que antaño formaban Susan Sarandon y Tim Robbins pertenece al grupo de ciudadanos norteamericanos dotados de cierta autonomía intelectual que manifiestan un continuo cuestionamiento de la política interior y exterior de los Estados Unidos, país que dice ser el más poderoso del mundo y la primera y más cualificada democracia del planeta, a través de una constante demanda de libertad y derechos reales fundamentados en la seguridad social, la abolición de la pena de muerte, la desmilitarización, la extensión de derechos o una economía más social. En ocasiones, ambos han escogido en su trabajo personajes que les permitan mostrar las desigualdades y las profundas contradicciones de la sociedad americana; otras veces son ellos mismos los que diseñado productos a la medida del objeto de su denuncia. Es el caso de Abajo el telón (Cradle Will Rock, 1999), dirigida por Robbins e interpretada, entre otros, por Sarandon. En plena era necocon en cuanto a revisión e incluso retroceso de libertades, Robbins se acerca a un fragmento no muy conocido de la historia norteamericana, en particular, de los mandatos del santificado presidente Roosevelt en los años treinta. Se ha hablado, escrito y filmado mucho acerca de la “caza de brujas” de Joseph McCarthy en los cuarenta y cincuenta pero apenas se recuerda que en la segunda mitad de los treinta hubo un precedente que llenó de sospechas, persecuciones y ostracismos el mundo del espectáculo.

En 1936 las noticias sobre la guerra de España y la inminente contienda europea circulan por los ámbitos intelectuales del país, que no dudan de que como democracia tendrán que intervenir tarde o temprano contra el fascismo. Muy diferente es la opinión del poder económico y parte del poder político, que permiten la amplia implantación de un partido nazi norteamericano y la presencia de un importante lobby germanófilo formado entre otros por la familia Bush, cuna de presidentes, o la saga de los Kennedy, a cuyo joven John Fitzgerald hubo que inventarle a toda máquina un expediente de héroe de guerra en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial para acallar bocas y conciencias durante su carrera política. El país se encuentra saliendo de la crisis del 29 gracias al New Deal que, entre muchas otras cosas, incluye el Programa de Teatro Federal, un plan consistente en la subvención de montajes teatrales por todo el país con un doble objetivo, evitar o compensar el apático pesimismo del pueblo proporcionándole distracción y de paso dar trabajo a la innumerable cohorte de actores, técnicos, decoradores, carpinteros, bailarines, cantantes, autores y demás profesionales sin trabajo desde la caída de la bolsa y la casi total desaparición de la cultura del ocio. Son muchas las obras que se ponen en marcha y muchas las compañías que surgen, como el Mercury Theatre de Orson Welles, que representa una versión de Macbeth ambientada en el Caribe y con actores negros, y también la obra Craddle Will Rock, cuyo protagonista es un sindicalista enfrentado a la corrupción política. La película comienza en este momento, cuando desde el poder se inocula la sospecha de que hay elementos comunistas infiltrados en el Programa de Teatro Federal y se crean comisiones de diputados y senadores que interrogan, persiguen, denuncian y condenan a todo individuo susceptible de ser de izquierdas.

Hank Azaria interpreta al autor judío Mark Blitzstein, que con su joven esposa fallecida y el dramaturgo Bertolt Brecht como musas, crea un musical en el que un líder sindicalista se enfrenta y derrota a los grandes magnates económicos no sin antes convertirse en mártir. La obra, una vez que el autor se hace pasar por homosexual para evitar ser tildado de comunista, recibe la subvención del Programa de Teatro Federal, cuyos responsables es ese momento están siendo interrogados. A pesar de todo, el montaje sigue adelante y el productor consigue que la dirija uno de los mayores nuevos talentos de Broadway, un prometedor joven llamado Orson Welles (Angus MacFadyen). Construida como película coral, con un amplio número de personajes cuyas peripecias terminan por converger en dos grupos opuestos, en el mosaico que pinta Robbins hay de todo: parados que se simulan técnicos para obtener un empleo (Emily Watson), actores italianos enfrentados a los fascistas dentro de su propia familia (John Turturro), anticomunistas que no vacilan en denunciar a sus compañeros a cambio de trabajo (Bill Murray, Joan Cusack), aristócratas bienintencionadas que se ponen de parte de los obreros (Vanessa Redgrave), políticos incultos que toman al dramaturgo isabelino Christopher Marlowe por un peligroso comunista, ricos industriales que prestan apoyo económico a los fascistas (Philip Baker Hall) a cambio de obras de arte confiscadas a judíos y trasladadas ilegalmente gracias a la mediación de la embajadora de Mussolini (Sarandon)… Especialmente atractiva es la relación entre Nelson Rockefeller (John Cusack) y Diego Rivera (Rubén Blades), a quien contrata para pintar un fresco en el vestíbulo del Rockefeller Centre. Rivera pinta lo que lleva dentro, un mural revolucionario de lo más izquierdoso con Marx y Lenin presidiendo una pared plagada de alegorías sobre la decadencia de una cultura occidental, podrida a causa del capitalismo exacerbado. Cusack termina por despedirle y deshacer la obra a golpe de mazo. Ahí plantea Robbins el tema del artista mercenario (lo expresa el personaje de Rivera: “¿Tengo que pintar lo que él quiera porque recibo su dinero?”). La película incluso apunta de manera sutil una premonición, el primer contacto entre Orson Welles y William Randolph Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa que será objetivo de Welles en la genial Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Continuar leyendo «Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)»

Mis escenas favoritas: Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941)

Vaya por delante que hacer listas de películas, «las mejores de…», como de cualquier otra cosa, le parece a quien escribe una absoluta gilipuertez. Un producto de la actual cultura del ránking, que necesita, al parecer, clasificarlo, categorizarlo, priorizarlo todo, en un absurdo alarde publicitario de esa tontería de nuestro tiempo, mandamiento supremo de la sociedad de consumo, que consiste en convertir en sinónimos los términos «más» y «mejor».

Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) ha encabezado, y periódicamente vuelve a encabezar de vez en cuando (porque algo intrínseco de esas listas es que estén renovándose continuamente, para multiplicar las posibilidades de negocio y que el rendimiento de los productos nunca se detenga) esas listas de mejores películas de la historia que, en teoría, pretenden seleccionar y lo que hacen en realidad es limitar, ignorar, ocultar. En cualquier caso, la película de Welles merece atención y justo reconocimiento porque la cantidad y la calidad de las cualidades cinematográficas que atesora son impagables, inagotables, ineludibles. Valgan como muestra dos secuencias que prueban que continente, contenido y mensaje forman un todo indivisible cuando hablamos de cine en estado puro, de arte cinematográfico con mayúsculas.

Mis escenas favoritas: Sospechosos habituales (The usual suspects, Bryan Singer, 1995)

(si no has visto la película, no le des al play)

1995 fue el año del descubrimiento para el gran público de Kevin Spacey, uno de los mejores y más carismáticos actores de Hollywood desde entonces. Aunque ya había interpretado unos cuantos papeles algo más que reseñables (como en Glenngarry Glen Ross de James Foley, 1992), sería por su espectacular aparición en Seven (David Fincher, 1995) y, sobre todo, por su magistral caracterización como Verbal Kint en esta película de Bryan Singer, por lo que se ganaría un lugar personal e intransferible entre lo mejor del cine americano actual.

En cuanto a la película, lo mejor sin duda de la carrera de Singer (perdida en la irrelevancia de las secuelas superheroicas, el cine juvenil y las películas de acción), en la línea de clásicos como Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), los desajustes de guión, el problema de base que hace que todo el edificio construido para la trama se caiga como un castillo de naipes, no impiden que se trate de una obra mayor, de un auténtico y merecido filme de culto.

 

Cine en fotos – La verdadera Xanadú de Orson Welles: San Simeón, la mansión de William Randolph Hearst

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«Entre los invitados estaban Winston Churchill, el general MacArthur, Howard Hughes, Somerset Maugham, J. Edgar Hoover, Will Rogers, John Barrymore y muchas de las más bellas actrices de Hollywood. Cuando la mayoría de los invitados había tomado ya su buena ración de champán, empezó la alegría. Churchill contó las proezas de las fuerzas navales durante la Primera Guerra Mundial; el general MacArthur habló de su juventud en West Point; Howard Hughes no tenía nada que contar: estaba demasiado ocupado contemplando los bellos ojos de Joan Bennet, a su lado; Somerset Maugham, con la atractiva y deslumbradora Gloria Swanson, refería cómo llegó a escribir la narración en que se basó La frágil voluntad; J. Edgar Hoover, con la radiante Ginger Rogers a su izquierda, hablaba de cómo el FBI había atrapado a un famoso delincuente; Will Rogers hacía reír a todo el mundo acerca de los políticos; y Jack Barrymore contaba a Adela Rogers St. John ciertas anécdotas atrevidillas.

Irene Castle, la famosa bailarina, que era una gran amante de los animales y se oponía vigorosamente a la vivisección, escuchaba a Hemingway hablando de los grandes matadores y las espléndidas corridas de toros que había visto. Cuando Ernest dijo que consideraba que las corridas de toros eran el mejor deporte, Irene se metió con él. Dijo que no sólo era el más cruel e inhumano de los deportes, sino, además, a juzgar por las corridas que ella había presenciado, el más cobarde:

-Lo primero que vi cuando el toro entró en el ruedo, fue varios hombres aguerridos corriendo tras unos grandes parapetos de madera. Luego ondearon por turnos sus capas, haciendo que el toro diera vueltas hasta que se sintiera agotado. Luego, cuatro caballistas con largas lanzas se dedicaron a hundirlas en los lomos y el cuello del toro, impidiendo al pobre animal que levantara la cabeza. Seguidamente comparecieron otros con capas cansando aún más al animal, hasta que le colgó la lengua. Luego, su valiente matador, Mr. Hemingway, danzó por el lugar como una prima donna, se acercó al exhausto animal y lo mató hundiéndole su espada. Si a esto lo denomina un deporte, mejor será que deje de beber coñac español.

Varios invitados la aplaudieron, incluyendo Mr. Hearst, a quien le repelían totalmente las corridas de toros».

La vida de un hombre o La vida en sus manos (Raoul Walsh, Ed. Grijalbo, 1982).

Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)

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Volvemos a ocuparnos de uno de los cineastas favoritos de esta escalera, Joseph L. Mankiewicz, una de las cabezas mejor dotadas del cine clásico, todo un hombre del renacimiento (escritor, guionista, productor, director, dramaturgo, escenógrafo, articulista, ensayista…) que, llevado a Hollywood de la mano de su hermano Herman J., guionista de Ciudadano Kane, lo mismo producía Historias de Filadelfia que dirigía una de espías, que adaptaba a Shakespeare, siempre con unas señas de identidad muy concretas en su cine: la espléndida dirección de actores, la excepcional utilización de decorados y ambientaciones, y la riqueza y profusión de unos textos espléndidos en el guión. Otro ejemplo de ello, de engañosa sencillez en este caso, en una película deliberadamente pequeña y delicada como toda joya que se precie, es El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir, 1947), una deliciosa comedia dramático-romántico-fantástica con la búsqueda de la felicidad como premisa central.

Como en un guiño a Laura (Otto Preminger, 1944), en la que Dana Andrews se quedaba patidifuso ante el retrato de la «difunta» que daba título al filme, interpretada por Gene Tierney, es ahora la actriz, que da vida a Lucy Muir, una joven viuda inglesa de principios de siglo XX, la que observa el retrato del capitán Gregg (Rex Harrison), el antiguo propietario de La Gaviota, la casa a la orilla del mar que ella acaba de alquilar para huir del triste pasado londinense que encarnan su suegra y su cuñada, junto a las que ha vivido en compañía de su hija pequeña (una jovencísima Natalie Wood) y su criada de confianza, Martha (Edna Best) desde la muerte de su esposo. Nada puede detener sus ansias de autonomía y de libertad, ni siquiera el pequeño detalle que hace que La Gaviota tenga un precio de alquiler tan asequible, y que es el mismo que ha provocado que sus últimos cuatro inquilinos no hayan durado entre sus paredes ni siquiera la primera noche: la presunta presencia de un fantasma, el mismísimo capitán Gregg que, se supone, se suicidó años atrás en el interior de la casa y desde entonces vaga sus penas recorriendo sus dependencias. Eso no frena a la obstinada Lucy Muir, para frustración del fantasma, que ve cómo los trucos que suele emplear para ahuyentar a sus indeseados invitados fallan esta vez. Sin embargo, el fantasma se deja atrapar por el entusiasmo de Lucy y por el amor que muestra por la casa, y por eso, y quizá por algo más, le permite quedarse junto a su familia. Las dificultades financieras harán mella en el ánimo de Lucy, pero será el fantasma de Gregg el que encuentre la solución: Lucy escribirá un libro, al dictado del capitán, en el que narrará sus largas aventuras en el mar, y que servirá para, a través de un contrato de venta editorial, reunir el dinero con el que costear la estancia de Lucy en la casa. Y la razón de todo ello no es otra de que nuestro querido fantasma se ha enamorado de una mortal, y que, para sorpresa de ella, ese amor es correspondido. Como tal amor imposible, alguien tiene que decidir cortarlo, y es Gregg el que empuja a Lucy en brazos de Miles Fairley (George Sanders), un escritor de libros infantiles que le hace la corte y la enamora -o no-, pero que desde el principio muestra una ambigüedad que hace desconfiar al fantasma, un secreto que puede hacer daño a Lucy…

Los 104 minutos de la cinta son un prodigio de delicadeza, de tacto, de sensibilidad, pero también de fino humor y un romanticismo nada empalagoso, que descansa en pequeños detalles, en la simbología de los objetos (el retrato, el catalejo, el reloj, la madera tallada…), en miradas y silencios, incluso en discusiones, más que en el almíbar, en la verborrea azucarada o en el doble sentido sexual (muy sutil en este caso, en el que la complicidad de mujer mortal y ectoplasma inmaterial tiene lugar entre las cuatro paredes del dormitorio, en el que ella, así se deja entender, se desnuda cada día ante él antes de acostarse). La fotografía en blanco y negro de Charles Lang Jr., nominada al Óscar, y la excepcional partitura de Bernard Herrmann, contribuyen a crear una textura lírico-onírica, de luces tenues, filtradas, brumosas, claroscuros y sombras (magistral la imagen en la que Lucy abre una puerta y se topa con el rostro del capitán Gregg, iluminado en una habitación completamente a oscuras, que no corresponde al fantasma, sino al retrato), un territorio de frontera entre ambas dimensiones, la realidad y la ilusión, la construcción de una fantasía a la medida de los propios deseos, o de los sueños inconfesables, en la que la paz que se respira en la casa va acompañada de un clima cálido y plácido en el exterior, mientras que las zozobras del sentimiento pasan por la tempestad, la mar agitada y los golpes de las olas contra las rocas. Continuar leyendo «Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)»

La tienda de los horrores – La diligencia 2 (1986)

Esto no se comprende. ¿Hacía falta un puñetero refrito de la obra maestra de John Ford de 1939? Evidentemente, no. ¿Por qué demonios le pusieron La diligencia 2, como queriendo insinuar una continuación de la historia de Dudley Nichols allá donde John Ford la dejó, con John Wayne y Claire Trevor camino de un rancho mexicano, cuando de lo que en realidad se trata es grabar la misma historia, con ligeros cambios, todos ellos pésimos, con ánimo de emitirla en televisión y de hacerle el caldo gordo publicitario a tres músicos de country…? Incógnitas que quizá encuentren respuesta en el responsable último del desaguisado, el televisivo Ted Post, director de diferentes capítulos en distintas series como Colombo y de un puñado de películas entre las que destacan Cometieron dos errores (1968), western con Clint Eastwood, Regreso al planeta de los simios (1970), con Charlton Heston, continuación del célebre filme de ciencia ficción, Harry el fuerte (1973), secuela del Harry el sucio de Don Siegel (1971) o la película pro-guerra de Vietnam La patrulla (1978), con Burt Lancaster y Marc Singer (el guaperas que se enfrentaba a los lagartos de la serie V).

El caso es que este burdo pastiche sigue las líneas generales de la obra de Ernest Haycox que Nichols guionizó para John Ford: un heterogéneo grupo de personas viaja en una diligencia a través del desierto de Arizona en un tramo desprotegido por el ejército y bajo la amenaza de los apaches de Gerónimo, que han cortado los cables del telégrafo y se han puesto en pie de guerra. Se supone que, como el clásico de Ford, la obra debe retratar distintas personalidades, a su vez encarnación de distintas tipologías sociales, que en interacción mutua y continua ante un inminente peligro exponen su compleja psicología, sus diferentes motivaciones y comportamientos ante una situación de riesgo vital, de forma que representan un interesante mosaico humano que revela buena parte de las virtudes y miserias de nuestra especie. El grupo, como ya es sabido, incluye a Lucy, la esposa embarazada de un capitán de caballería con el que va camino de reunirse; Dallas, una prostituta con el corazón roto a quien ha expulsado del pueblo un grupo de mujeres moralistas, un sheriff que recoge a su preso durante el viaje, el conocido forajido Johnny Ringo, un jugador profesional interesado por Lucy, un banquero que ha robado los fondos de su banco… y Doc Holliday, un dentista borrachín (¿Y qué puñetas pinta aquí Holliday…? La idea de la película se supone que es explorar las tensas relaciones entre un grupo tan variopinto, cada uno con su drama y con su quimera, mientras la amenaza de los apaches les obliga a convivir, a transigir y a compartir, hechos que pone también en riesgo el cumplimiento de sus deseos.

Pero no, porque la idea final de la película parece ser la demostración de cómo es posible tomar una obra maestra del cine, despojarla de toda inteligencia, de toda profundidad, de todo atractivo, de todo estilo narrativo, y crear unos personajes de cartón introducidos en un drama forzado y postizo en los que se mezcla sin ton ni son a Doc Holliday, el pistolero y jugador que acompañó a los hermanos Earp en el famoso tiroteo del O.K. Corral de Tombstone de 26 de octubre de 1881 que ya reflejaron en el cine, entre otros, el propio Ford o John Sturges (por dos ocasiones). Continuar leyendo «La tienda de los horrores – La diligencia 2 (1986)»