El cineasta es la estrella: La regla del juego (La régle du jeu, Jean Renoir, 1939)

El estreno de esta obra maestra de Jean Renoir en el desdichado verano de 1939 fue un rotundo fracaso. Francia, Europa, no estaban para frivolidades ni sátiras de clase, para comedias ni para socarronerías. La tragedia se olisqueaba en el ambiente, y aunque la película había recogido, resumido y diagnosticado a la perfección el clima reinante, hasta el punto de que en su final se intuye una metáfora de lo más lúcida acerca de aquello que iba a venir de manera inminente, el público, tal vez por esa misma razón, por no tener que asistir a la sabia advertencia de los agoreros con fundamento, deseoso de no ver para no creer, para no pensar, para no temblar, le dio la espalda. Maltratada y mutilada, tras el estallido de la guerra en septiembre el gobierno la prohibió bajo el pretexto de que podía minar la moral del país en el combate. No obstante, la leyenda de la película fue creciendo, André Bazin y Cahiers du Cinéma mantuvieron vivo su recuerdo a finales de los años cuarenta y primeros cincuenta, y promovieron su restauración (nunca totalmente lograda, a falta de al menos una secuencia) en 1956 y su reestreno en el festival de Venecia de 1959, donde fue aclamada como el principal pilar del cine moderno junto a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941).

Tras el éxito de sus dos películas inmediatamente anteriores, La gran ilusión (La grande illusion, 1937) y La bestia humana (La bête humaine, 1938), Renoir fundó junto a su hermano Claude y otros amigos la productora Les Nouvelles Editions Françaises, con idea de adaptar, en primer lugar, la novela La vie de Marianne de Marivaux, y hacer de ella «una descripción exacta de la burguesía de nuestro tiempo», pero también ofrecer una especie de balance de situación de la Francia gobernada por el Frente Popular. Y para ello, la narración coral (ocho o nueve personajes adquieren la relevancia suficiente y copan suficientes minutos para que sean considerados protagonistas) se construye sobre un estilo múltiple y entremezclado de recursos y tonos a través de los cuales, además de que se presentan al espectador las distintas maneras de ser de los personajes, se ofrecen también sus pensamientos y, lo que es más revolucionario, la visión y la opinión que el autor, Renoir (que escribe el guion con Carl Koch) tiene de cada uno de ellos y de sus acciones. Contada con la ligereza del vodevil amoroso de enredos, encuentros y desencuentros en el marco del costumbrismo de la aristocracia burguesa, la película se abre con un formato pseudo-documental para contar la llegada a Francia del gran aviador André Jurieux (Roland Toutain), que ha hecho la travesía del Atlántico, siguiendo los pasos de Lindbergh, para impresionar a su enamorada, Christine (Nora Gregor), la esposa austríaca del noble millonario Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), que, sin embargo, no acude a recibirlo y se contenta con escuchar la recepción al héroe por la radio.

Tras este prólogo, la película nos pone en situación antes de entrar en el capítulo principal: André y Christine se aman, aunque ella está casada, pero eso a Robert le importa poco más allá de las exigidas apariencias, puesto que tiene a su propia amante, Geneviéve (Mira Parély). El breve mapa de este tejido sentimental a cuatro bandas se filtra por medio del personaje de Octave (el propio Jean Renoir), amigo de Robert y confidente íntimo tanto de André como de Christine, y que también guarda un secreto que solo puede desvelar él mismo. No obstante, Robert descubre un nuevo prisma de lo que su esposa representa para él después del episodio del cruce oceánico de André, por lo que, dispuesto a reconquistarla, y en complicidad con Octave, aunque con intenciones diferentes, revuelve invitar al piloto a la fiesta-cacería que se propone dar en su finca del campo, La Collinière. A todo el mundo parece agradarle este plan salvo a Lisette (Paulette Dubost), ayuda de cámara y doncella de confianza de Christine, cuyo esposo, otro germánico, Schumacher (Gaston Modot), es precisamente el guarda y encargado de La Collinière, y con el que se niega a trasladarse porque en París, junto a su señora y, sobre todo, a espaldas de su marido, puede mantener su nivel de flirteos amorosos habitual, en especial con Octave. El puzle de relaciones humanas lo completa Marceau (Julien Carette), cazador furtivo de la finca que es contratado por Robert para ayudar al servicio durante la fiesta-cacería, y que de inmediato siente una atracción desaforada por Lisette, correspondida por esta pero muy vigilada por su marido. Se establece así un paralelismo en la narración de cara al espectador y dentro de la propia película, entre, por un lado, la disposición física de los personajes (la clásica división entre quienes viven «arriba» y quienes lo hacen «abajo») y los triángulos amorosos de los «aristócratas» (Robert-Christine-André; Robert-Geneviéve-Christine) y del personal de servicio (Schumacher-Lisette-Marceau). Tres son los nexos que se mueven entre ambos ambientes: Octave, que tontea con Lisette; Marceau, que establece una inusual confianza inicial con Robert, y la propia Lisette y su especial relación de intimidad con Christine.

La película es una lección de puesta en escena y de uso del espacio. La ligereza del tono viene propiciada y amplificada por el tratamiento visual que emplea escenarios profundos, tanto en interiores como en exteriores, por los que la cámara despliega una constante y fluida movilidad que permite y resalta ese protagonismo coral incluso cuando el encuadre se encierra sobre una pareja o un grupo concreto. Al mismo tiempo, gracias a la construcción de los diálogos y al diseño de la acción, la película mantiene el impulso de su teatralidad, en especial en la secuencia de la representación, que no se muestra, tan solo sus consecuencias (las risas y los aplausos y, después, los infructuosos intentos de Octave para que alguien le ayude a desprenderse de su disfraz de oso), de manera que todo lo que ocurre adquiere un aire de representación, de ópera bufa, de vodevil sentimental. La diferencia la marcan, por un lado, las exageradas interpretaciones de todo el elenco (un punto de sobreactuación que no llega a lo grotesco pero que sirve para subrayar el artificio, el fingimiento, esto es, la hipocresía de clase), y la dirección de Renoir, puesto que es su trabajo de cámara, su forma de aproximarse a los personajes, de moverse por el espacio, de posicionarse ante lo que dicen y hacen, lo que le permite sugerir al espectador sus propias opiniones sobre lo que está ocurriendo y acerca de lo que cada personaje significa. De este modo, todos los personajes tienen sus problemas, aspiraciones, frustraciones y deseos, y es la cámara móvil de Renoir la que posibilita que el espectador interprete lo que cada personaje piensa y siente sobre sí mismo y sobre los pensamientos y sentimientos de los demás, y los del omnisciente Renoir sobre todos ellos, incluido Octave. Así, Renoir no solo no se esconde, sino que su punto de vista, el del personaje sacrificado (en un hecho «accidental» que tal vez sea el inevitable resultado de la «lógica» de las cosas) por el bien de un orden moral y social corrupto, está dirigido a la complicidad del espectador. No es de extrañar que la crítica francesa y los cineastas de la nouvelle vague consideraran esta película de Jean Renoir como el instante fundacional del cine de autor, aquel que sirve a los intereses de su director, no solo para contar una historia sino para transmitir una visión propia del mundo. Con La regla del juego el cine se convierte, en palabras de Orson Welles, en el medio de transmisión de información más importante desde la invención de la imprenta.