Esta película de Lasse Hallström es un caso curioso cuyo análisis resulta muy revelador para entender cuánta hipocresía se encuentra a veces bajo el pretendido y pretencioso sello de la independencia cinematográfica. Ésta, lejos de ser un invento «moderno», esa etiqueta con la que nos referimos desde finales de los ochenta y principios de los noventa a la confluencia del auge del Festival de Sundance con el ascenso de la productora y distribuidora Miramax de los hermanos Bob y Harvey Weinstein, es una realidad muy presente en Hollywood ya desde los tiempos de los pioneros, pero que encuentra su eclosión y su máximo exponente en el primer Orson Welles. Esa reciente moda de la «independencia cinematográfica», más una etiqueta comercial que una realidad (casi todas las compañías independientes fueron absorbidas o sustituidas por otras promovidas por los grandes estudios) pretendía englobar aquellas producciones que por temática, bajo presupuesto, pormenores de la trama, reparto, etc., quedaban fuera de los grandes estudios por suponer «riesgos» para la taquilla. Pero, hecha la ley, hecha la trampa, porque cuando estos productos de diseño (laboratorios de guión y robo de ideas en Sundance, estudios de mercado en Miramax…) comenzaron a obtener el favor del público de forma más que testimonial, las señas de identidad se pervirtieron y las películas «independientes» cayeron en los mismos errores que sus hermanas mayores de los estudios: confección de repartos comercialmente atractivos, aumento de las inversiones en publicidad, aumento del presupuesto y consiguiente necesidad de obtener compensaciones en taquilla, lo cual hacía abandonar los argumentos y guiones «de riesgo», etc., etc. Tal fue así que esas productoras «independientes» buscaron el cobijo de las anchas alas de los grandes estudios para mantenerse en pie. Columbia, Universal, o Disney (que compró Miramax), se quedaron con el sello de la independencia, y comenzaron a fabricar con molde productos «independientes» de diseño en los que la antigua frescura, la ambición por innovar, por ir más allá de las convenciones comerciales, habían desaparecido por completo. Así, nos encontramos con cineastas y películas falsamente independientes, que no son más que productos de lo más conservadores pasados por la pátina estética (y nada más) de la independencia, pero que en realidad son, quizá más que nunca, fruto de los estudios de mercado (Juno, Pequeña Miss Sunshine, El lado bueno de las cosas…). Atando cabos (The shipping news, 2001), como se ha dicho, es un ejemplo paradigmático.
Quoyle (Kevin Spacey), una piltrafa de ser humano que trabaja como controlador de tinta en las prensas de un periódico, pierde en poco tiempo a sus padres y a su esposa (Cate Blanchett), una muchacha casquivana y demasiado habituada a emplearse como prostituta, con la que tuvo una hija en un corto e infeliz matrimonio. Para huir del pasado, y gracias a una tía suya (Judi Dench), marcha al pequeño pueblo de pescadores de Terranova de donde es originaria su familia, y se emplea como cronista del puerto para el periódico local. Allí descubrirá de nuevo el amor (Julianne Moore), conocerá hechos del pasado de su familia, no pocos de ellos perturbadores (un oscuro episodio incestuoso), otros mágicos (la casa sin cimientos trasladada de aquí allá), y se dejará rodear y apreciar por un grupo de pintorescos lugareños entre los que descubrirá de nuevo la alegría de vivir.
A priori, todo en la película parecen elementos atractivos, a saber: un reparto de primer nivel que cumple con solvencia (Kevin Spacey, Judi Dench, Julianne Moore, Cate Blanchett, Scott Glenn, Pete Postlethwaite); unas localizaciones espectacularmente bellas en las costas salvajes de Terranova; la interesante música de Christopher Young; un material original, la novela de E. Annie Proulx ganadora del Pulitzer de 1994, como buena materia prima; la excepcional labor de ambientación; la dirección correcta, funcional, artesanal, de un veterano cineasta experimentado; y el bolsillo de Miramax para costearlo todo y para darle el rebozo adecuado para la carrera al Oscar… Sin embargo, todos estos ingredientes, por separado estimables, no terminan de cuajar, no hacen masilla, y la película se deshilacha. La presencia de estos elementos salva a la película de ir de cabeza a la célebre sección de la Tienda de los Horrores, pero no la convierten en una buena película. Sus problemas principales son dos. En primer lugar, un guión, obra de Robert Nelson Jacobs, de lo más plano y blandito, comido por los lugares comunes de ese subgénero vomitivo llamado “lucha por la superación personal después de un trauma y resurrección a la vida gracias al hallazgo del amor”; y producto de lo anterior, una historia que se zambulle en la indefinición: no es un drama puro, no es una comedia costumbrista, no es realismo mágico, no es cine social, no es una película de crímenes, no es una comedia romántica… El problema no es tanto lo que no es como el hecho de que no consigue ser nada por sí misma, y que, propiciado por el estilo generalmente neutro, contemplativo, lánguido y pausado de su director, la cinta se instala en la continua y completa frialdad, sólo abandonada cuando al director le da por abrir la mano y dar paso a un humor fresco y amable.
El par de agradables momentos cómicos que imprimen frescura y alegran algo el ritmo del espeso metraje (124 minutos) no son más que breves respiros, alimentados por las apariciones de Scott Glenn y Pete Postlethwaite, entre el marasmo de sentimentalismo barato, ñoñez supina y frialdad formal, que desaprovecha los escenarios y se pierde en anticlimáticos flashbacks que pretenden servir para introducir ciertas atmósferas pesadillescas que inunden tanto los sueños de la hija de Quoyle como su acercamiento al pasado remoto y legendario de su familia. Ese choque de la magia con la realidad cotidiana no está bien cerrado, ni tampoco la naturaleza ni las relaciones de los personajes entre sí, cogidas con alfileres, tratadas en precario, sin definición ni rumbo claro. La película se esfuerza denodadamente por emocionar, pero lo intenta con métodos prefabricados, lágrima fácil, apelaciones a sentimentalismos primarios y ninguna elaboración, la pobreza del recurso a la emocionada voz en off y a la manipulación sensiblera del espectador más propenso a mostrar sus buenas intenciones a flor de piel. Sólo el humor, como se ha dicho, y un par de breves instantes surrealistas, levantan un poco la media de mediocridad configurada por la ineficaz mezcla de elementos tan dispares pésimamente combinados.
En resumen, una cinta demostrativa de las perversiones que han hecho del cine independiente una presencia habitual en las carteleras de las salas de los centros comerciales y en las fases finales de los premios Oscar: películas complacientes, superficiales, primarias, con muy poquito que rascar, pero rebozadas en señas de identidad estéticas que las alejen de las grandes superproducciones de cacharrería. Pero, no nos engañemos: unas y otras no son más que dos caras de la misma moneda. Cine para espectadores-súbditos; público sometido. Prohibida la transgresión. Desterrada la ambición. El reinado de la taquilla fácil. Un desierto de criterio.
En la medida final el comentario sobre ‘Atado Cabos’ es acertado; sin embargo, lo encuentro demasiado severo para espectadores que no la conocieron y que, no obstante sus deficiencias, podrían estar interesados en verla.
Sentenciar que «A priori, todo en la película parecen elementos atractivos» y que «el humor, como se ha dicho, y un par de breves instantes surrealistas, levantan un poco la media de mediocridad configurada por la ineficaz mezcla de elementos tan dispares pésimamente combinados» es harto desmotivante.
Comentarios anteriores sobre cintas menos – o igualmente – imperfectas han sido mucho más tolerantes.
Muchas gracias por tu comentario, Rship19.
Solamente dos cosas: una, que no pretendemos hacer una crítica «ortodoxa» (sea lo que sea eso, y si existe, que ojalá que no…) sino «boca-oreja», de la misma manera que hace un amigo, o un conocido, advirtiendo a la gente de por qué se le recomienda o no ver algo. Considero, no obstante, que para mí el único interés real que tiene ver esta película viene de los puntos a favor que se citan: su carácter ejemplar (para mal) y sus pequeñas chispas de brillo. Creo que no es honesto callar o camuflar defectos para «motivar».
Y eso me lleva a la segunda cuestión: es posible, en efecto, que comentarios sobre otras películas igual o más imperfectas incluso no hayan recibido un juicio tan severo. Seguramente tienes razón. Pero aquí no sólo se cuestiona la ineficaz mezcla de elementos, por separado interesantes que, no obstante, no logran ligarse bien, ni en el fondo ni en la forma, es decir, la mediocre calidad de la película; lo que resulta más irritante es precisamente que bajo su condición, pretendida más que real, de cine independiente no se esconde otra cosa que una minuciosa campaña mercadotécnica y una concepción falsamente artística llevada a cabo en los despachos de los contables, y no en la inspiración y el trabajo de los cineastas, guionistas, intérpretes, etc. Es decir, que no sólo nos enfada su resultado (eso aquí es lo de menos), sino que a ese resultado se llegue mediante una operación de cálculo basado en estudios de mercado con un único propósito, el diseño prefabricado de películas potencialmente interesantes para la consecución de premios. Lo que fue el marchamo de Miramax durante buena parte de los noventa, ni más ni menos. Por tanto, hay otra razón añadida por la que cargar las tintas con esta película aparte de las que comparte con otros títulos de su mismo nivel de calidad.
En todo caso, gracias por hacerlo notar y darme la oportunidad de explicarme.
Un saludo.
No seré el único, entonces que ante propuestas pobres de realizadores admirados (Hallström) que me decepcionan, respondo con más fuerza que a las de otros de quienes tengo bajas expectativas.
Gracias por permitirme comprender mejor.
No he visto la película pero sí leí la novela antes de su estreno,de E.Annie Proulx.Recuerdo que al fina la vida triunfa sobre la muerte cuando Quoly sobrevive a un naufragio y su amigo Jack se salva de morir ahogado.Creo que Atando cabos fue más bien un experimento de novela con un final feliz,después de que la Proulx supiera,por las reacciones recogidas,que su primera novela parecía sombría.Pero este final feliz no es eufórico ni fácil;parece que la única forma de felicidad que la autora puede darles a sus personajes es la ausencia de trauma y dolor y el desenlace de esta novela extraña y perturbadora está lleno de desasosiego.Tu magnífica reseña creo que me ayuda a comprender la linea divisoria entre la novela y la película que desde hace tiempo quiero verla por eso mismo.
Un fuerte abrazo desde Roma:Mañana tiro para París,el muelle de las brumas y un conejo escapando de una cazuela.Esto sí que suena extraño ¿verdad? Todavía tengo una insolación de cojones y la nariz ni te cuento.
La verdad es que a través de las imperfecciones de la película se cuela la promesa de una fuente literaria potente, pero esto no llega a trasladarse adecuadamente a lo cinematográfico. Creo que los vicios como director de Hallström y las labores de diseño de Miramax fastidian, como tantas otras veces, las posibilidades reales.
Vaya, estás viajero, por lo que veo, supongo que huyendo de ese traicionero sol con sordina de MATARÓ City, ciudad de vacaciones… Anda, cuídate esa nariz, ya sabes que la nostalgia entra sobre todo por el olfato… Es curioso, a mí me pasa algo parecido, aunque aquí llueve; pero de dos días de sol que hemos tenido parece que tengo la calva en llamas…
Abrazos
A mí me resultó un coñazo absoluto. Eres demasiado benévolo… y eso que adoro a la Moore.
Un abrazooooo
Jopé… Ahora mismo siento que tengo doble personalidad (pues siéntese y charlamos los cuatro, como en el chiste…): ¿soy muy duro o soy muy benévolo? En fin, creo que me compraré una sierra mecánica…
Abrazos