Amigos y vecinos: La luna es azul (The moon is blue, Otto Preminger, 1953)

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La luna es azul (o mejor, La luna está triste) es una pequeña, osada y deliciosa película surgida en ese convulso tiempo en que la dictadura de los estudios de Hollywood comenzaba a declinar, tocados tanto por las nuevas formas de negociar los contratos con las estrellas como por las leyes antimonopolio que les obligaron a deshacerse de sus cadenas de cines por todo el país. De esta aparente debilidad de las majors y minors de toda la vida nació una nueva forma de hacer cine en la que otras caras y otras productoras, lanzadas por actores y directores consagrados, compitieron con las marcas hollywoodienses de siempre, a menudo reducidas al papel de simples distribuidoras. Otto Preminger, el cineasta de origen austríaco, concibió y desarrolló la película a partir de su productora privada y además se hizo cargo de la dirección, lo que supone una implicación personal en un proyecto que resulta atípico en su extensa carrera por adscribirse a ese subgénero algo empalagoso y cursi que es la comedia romántica.

Por supuesto, en los cien minutos de metraje hay espacio para el azucaramiento propio de estas historias, si bien concentrado en el preludio y el final, localizados ambos en el observatorio del Empire State neoyorquino. Todo el largo tramo central, sin embargo, es un atrevido, divertido y a veces incluso hilarante embrollo de esencia teatral en el que cuatro personajes se cruzan y desencuentran en el apartamento de Don Gresham (William Holden), apuesto treintañero, soltero y bien situado, que acaba de romper su relación con Cynthia (Dawn Addams), la atractiva hija de su vecino David (David Niven). Debido a la lluvia y a un pequeño percance doméstico, en vez de ir a un restaurante, Don termina por cenar en su casa con la muchacha que acaba de conocer en el Empire State, Patty O’Neill (Maggie McNamara), una joven dulce, ingeniosa, tradicional y temperamental que le ha deslumbrado con su elocuencia, su particular lógica y su espontaneidad. Pero los celos y el resentimiento de Cynthia, sus maniobras para lograr que Don vuelva con ella, y la ambigua y sarcástica relación que Don sigue manteniendo con su padre, complican sus planes. La instantánea inclinación que David siente por Patty termina de multiplicar el conflicto soterrado cuyo epicentro es tratado de manera bastante explícita para la época, y que no es otro que el sexo y las relaciones de pareja. Y es que los acerados y rápidos intercambios verbales entre los personajes, referidos a las relaciones entre hombres y mujeres o a la falta de ellas, son el tema central, y la clave en la que hay que interpretar el acercamiento entre Patty y Don, y también la intromisión de David.

Valiente y moderna para tratarse de una comedia sentimental de mediados de los años cincuenta, inusualmente capaz de bordear el filo de la censura para hablar abiertamente de sexo con palabras amables y blancas pero absolutamente elocuentes, certeras y demoledoras, la película manifiesta unas equívocas raíces teatrales. Limitada a unos escenarios muy concretos (la azotea del Empire State, rodeada de niebla y recreada en estudio; las diversas estancias de los apartamentos de Don y de David, y las zonas comunes de vestíbulos, escaleras y ascensor) por donde los personajes pululan en su agotador trasiego nocturno, la importancia del argumento, los diálogos y las interpretaciones sobre su traslación a lenguaje puramente cinematográfico invitan a pensar en la adaptación literaria a partir del teatro, cuando en realidad se trata de un guión original escrito directamente para la pantalla por F. Hugh Herbert. Continuar leyendo «Amigos y vecinos: La luna es azul (The moon is blue, Otto Preminger, 1953)»

Diálogos de celuloide – Eva al desnudo (All about Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950)

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Para aquellos de ustedes que no leen, que no van al teatro, que no escuchan programas de radio, que, en definitiva, no saben nada del mundo en que viven, será necesario que me presente: mi nombre es Addison DeWitt, y puede decirse que vivo en el teatro, aunque no intervengo ni actúo en él.  Soy crítico comentarista, algo esencial para el teatro.

All about Eve. Joseph L. Mankiewicz (1950).

 

Vidas de película – Leslie Howard

En este caso, habría que titular la sección Muertes de película (sería sin duda más curiosa y más «exitosa» de lo corriente).

Leslie Howard Stainer forma parte del club de ilustres cineastas e intérpretes hollywoodienses de ascendencia húngara, si bien nació en Forest Hill, en un distrito de Londres, en 1893. De empleado de banca y actor de teatro en sus inicios derivó en los años 30 en una de las máximas estrellas del cine, archiconocido a nivel mundial, fama y repercusión que alcanzarían la inmortalidad al dar vida a Ashley Wilkes en Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, Victor Fleming-David O. Selznick, 1939).

Antes de eso, su carrera durante los años 30 fue una continua sucesión de éxitos. Desde La llama eterna (Smilin’ through, Sidney Franklin, 1932), con Norma Shearer y Fredric March, La plaza de Berkeley (Berkeley square, Frank Lloyd, 1933) y la versión que George Cukor dirigió de Romeo y Julieta en 1936 hasta el cuarteto de sus películas más populares o recordadas de esa década junto a la epopeya sureña de Selznick, La pimpinela escarlata (The scarlet pimpernel, Harold Young, 1934), rodada en Gran Bretaña junto a Merle Oberon, la magistral Cautivo del deseo (Of human bondage, John Cromwell, 1934), junto a una excepcional Bette Davis, El bosque petrificado (The petrified forest, Archie L. Mayo, 1936), de nuevo con la Davis y con Humphrey Bogart, y Pigmalión (Pygmalion, 1938), codirigida por el actor junto a Anthony Asquith.

El año de su consagración protagonizó además la versión norteamericana de la cinta sueca de Gustaf Molander Intermezzo (Gregory Ratoff, 1939), primera cinta americana de Ingrid Bergman, y comenzó los cuarenta dirigiendo dos películas, una secuela moderna de La pimpinela escarlata y la biografía de un famoso diseñador aeronáutico de la época.

Paradójicamente, el 1 de julio de 1943 el actor viajaba en un avión que cubría la ruta Londres-Lisboa cuando éste fue atacado y derribado por la aviación alemana. Al parecer, los alemanes creían que a bordo se encontraba el Primer Ministro británico Winston Churchill camino del norte de África. No hubo supervivientes.

Nace una estrella: Intermezzo, de Gustaf Molander

Aunque Intermezzo (1936) no fuera ni mucho menos su primera película, sí es cierto que fue uno de los títulos decisivos para posibilitar el desembarco en Hollywood de la gran Ingrid Bergman. De hecho, su primer título americano es un remake de esta película dirigido por Gregory Ratoff y protagonizado por ella misma junto, esta vez, al malogrado Leslie Howard. Muy similares ambos filmes, sin embargo es la película sueca la que conserva más encanto y muestra con mayor naturalidad, sencillez y fuerza dramática los avatares internos de unos personajes sacudidos y atrapados por unos sentimientos prohibidos, a su vez exacerbados y amplificados gracias al mutuo amor y a la especial sensibilidad que ambos, violinista él, pianista ella, sienten por la música.

La historia nos es presentada de inicio con un aire casi cómico: dos músicos regresan en barco a Suecia tras una larga gira; mientras uno de ellos ya ansía volver de nuevo a los escenarios con un nuevo espectáculo, el otro, un veterano pianista, sólo piensa en regresar al hogar y vivir plácidamente en el campo impartiendo sus clases de piano a su joven alumna, Anita (Ingrid Bergman). Anita, a su vez, da clases a la hija del famoso violinista Holger Brandt (Gösta Ekman), para quien su carrera como músico lo representa todo y le quita el tiempo que no puede dedicar a su esposa Margit (Inga Tidblad), a su hijo adolescente o a su hija pequeña, precisamente la niña a la que Anita ayuda con sus clases.

El tono ligero, suave, casi lírico por el que deambula la película en su prólogo hasta que se establece la semilla del drama, invita a pensar en una comedia melodramática, en una trama nostálgica de un romanticismo musical punteada de aspectos costumbristas e irónicos. Anita es admitida en la familia como una más gracias a los empeños de su alumna, incluso en las fiestas que los Brandt ofrecen a sus ilustres amigos y conocidos. En una de ellas, Anita se sienta al piano, y en ese momento sitúa Molander el detonante del romanticismo desaforado que va a regir los destinos de los protagonistas: Holger, que hace unos instantes ha prometido tocar el violín acompañado de su hija al piano, se deja embargar hechizado por el arte de Anita, por su delicadeza y sensibilidad al pulsar las teclas, y es así precisamente, como no podría ser de otra manera en un personaje al que se retrata con una total devoción por su profesión y por la música, donde, como la punzada de un aguijón, estalla el epicentro del terremoto de emociones que va a sacudir a la familia. Así retrata Molander el cambio de personalidad de Brandt: el violinista desplaza a su hija, que simboliza el amor y la importancia de la familia, por su profesora, el objeto prohibido, y la niña se aburre sentada en las rodillas de su madre mientras Holger cae preso de un interminable éxtasis musical en compañía de Anita al piano. Continuar leyendo «Nace una estrella: Intermezzo, de Gustaf Molander»