Palabra de José Luis Garci

(entrevista de José María Sánchez Galera publicada en El Debate el 7 de agosto de 2023)

Cowboys de Medianoche en EsRadio, ¡Qué grande es el cine! hace años en TVE, Classics ahora en Trece TV… Son algunos de los programas de radio y televisión donde se escucha a José Luis Garci hablar sobre el séptimo arte y sobre la vida. El director que hace 40 años ganó el Oscar por Volver a empezar —lo cual le ha merecido un ciclo retrospectivo de la Filmoteca Española en el Centro CondeDuque (Madrid) con la proyección de todas sus películas— charla con El Debate con esa soltura de amistad tan propia de sus coloquios. Se ríe de lo que se cuenta de él en internet acerca de su vida personal, porque confunden hijas con hijos y varios lugares de nacimiento.

–¿Usted sigue sin usar teléfono móvil? ¿No es como esos señores que han sucumbido y están todo el día viendo y reenviando vídeos en Whatsapp?

–Yo no he tenido nunca teléfono móvil, ni tengo. Tampoco he conducido, y me habría gustado cuando tenía veinte años, pero no tenía para un coche. Y ahora que puedo tener un coche, me gustaría tener chófer, y tampoco tengo dinero para disponer de un chófer [se ríe]. No, no tengo nada de esto. Ni ordenador, ni redes. Sigo escribiendo a mano y a máquina. El otro decía Jabois que Garci juega en la Champions League de la desconexión técnica, o algo así. Vale, de acuerdo [sonríe sin darle importancia]. Pero no estoy en contra de la tecnología, de igual modo que tampoco fumo —antes sí fumaba— y, si hay alguien que fuma, lo entiendo y soy tolerante. En las películas de antes, todos los médicos fumaban, incluso operando en el quirófano; manejaban el bisturí a la vez que daban un cigarrillo a la enfermera. Fumaba todo el mundo. Son modas, y para mí estar a la moda es no estar a la moda.

–Una película que usted suele elogiar es Casablanca (Michael Curtiz, 1942), un largometraje en el que es casi imposible un plano sin un cigarrillo encendido o una copa. ¿Es su película favorita?

–Es una de mis películas favoritas, ¡pero tengo tantas! Cuál sería la mejor película para mí depende de la hora y el día. Para mí la mejor película son unas quinientas. Todas, todas, quinientas mínimo. Hay momentos —y no sabes por qué— en que estás más cerca de una película que de otra. Ves una película cuando eras un niño, y vuelves a revisarla ahora, en un DVD o por televisión, y a lo mejor no te gustaba antes y te gusta mucho ahora, o al revés. Casablanca es un clásico y es una película de las inmortales.

–¿Qué películas fueron más significativas en su niñez? ¿La visión infantil sigue motivando durante la etapa adulta?

Todo depende. En este aspecto, la película con la que me siento más identificado sería Río Bravo, o Fort Apache. Río Bravo contiene todo: es una comedia, una película sobre la amistad, una historia de amor, de tiros, de violencia… Cada uno, según va creciendo y cumpliendo películas, se va acercando más a unas que a otras. No es que las deseches, sino que te sientes más confortable viendo unas películas que otras.

–Hace año y medio, usted comentó que Ethan (John Wayne), en Centauros del desierto (John Ford, 1956), quizá fuese el padre de Debbie (Lana y Natalie Wood). ¿Eso explicaría el resentimiento o incluso odio de Ethan contra Debbie? Porque él pretende matarla, una vez que se ella ha desposado con el comanche. ¿Ahí habría algo freudiano?

–Estamos hablando de una película que… Yo creo que Centauros del desierto es como la primera película rodada en Marte, está rodada en Marte. Parece unas Crónicas marcianas de Bradbury. Sobre lo que usted anota, lo que digo es que me da la impresión de que Ethan tuvo un romance con la mujer de su hermano. Y, cuando nace Debbie —que es hija suya—, se marcha, porque, si no, habría tenido que matar a su hermano, probablemente. Y se va a una guerra y a otras guerras. Al final, cuando vuelve a alzar a Debbie en brazos, cambia su actitud, se da cuenta de que no puede matarla. Pero esto no deja de ser una teoría mía. Puede ser su hija, y por eso él se aleja; sabe que su hogar no existe, su hogar es ningún lado, es un desierto. Y, por tanto, no quiere amargar a nadie con su presencia. Todas las obras maestras son muy misteriosas, y contienen unas rendijas por donde se escapa un misterio muy difícil de controlar por nosotros. Sucede en todo tipo de obras artísticas.

–Al comienzo de esta película, el reverendo y capitán de exploradores Clayton (Ward Bond) aparece callado, desayunando, pero su expresión lo dice todo. Sabe que hay algo entre Ethan y Martha, su cuñada.

–Sí. Él ve cómo está acariciando ella el capote de Ethan, y sabe que hay una historia de amor. Pero él nunca lo va a decir, jamás. Ese es un buen momento de la película.

–Ha comentado usted que Centauros del desierto nos muestra un paisaje marciano. Otra película muy significativa es Con la muerte de los talones (Alfred Hitchcock, 1959): tecnicolor, glamour, amor, intriga, belleza… ¿El cine nos aporta esto? ¿Un mundo que sabemos que no es real, pero en el que nos gozamos durante dos horas?

Con la muerte de los talones es esa película que ha rodado Hitchcock tantas veces… ¡Es 39 escalones! La historia del hombre que se ve metido en un mundo que no entiende, porque es ajeno a él, y lo quieren liquidar. La presencia de una mujer rubia extraordinaria, como Eva Marie Saint, que nunca ha estado más guapa, más sexy. Y los colores del Technicolor, que son mucho más bonitos que los del arco iris. El Technicolor es precioso: los azules, los amarillos… Y ese plano inolvidable cuando van en el tren —que lo ha rodado Hitchcock muchas veces—, que es como si la cámara estuviese fuera de una ventanilla y vas viendo cómo el tren serpentea por el paisaje…

–Usted se formó durante los años en que David Lean trabajaba en España. ¿Llegaron ustedes conocerse?

–Lo conocí ya muy mayor. Él estaba nominado al Oscar por Pasaje a la India, y yo lo estaba por Sesión continua. Le di muchos recuerdos de sus amigos españoles: de Perico Vidal —que era su ayudante de dirección, su mano derecha—, de Gil Parrondo, de Julián Mateos, de Ricardo Navarrete. Era su cumpleaños y me invitó a cenar. Antes, estuvimos comiendo con la gente de la Academia y recuerdo esas amargas palabras: «Yo, que hice Lawrence de Arabia y El puente sobre el río Kwai para Columbia, ahora para ellos no soy ni siquiera un director de televisión, no les interesan mis proyectos». Hablando de los once años que le había costado montar Pasaje a la India. Ojalá lo hubiera conocido antes, pero yo era muy joven en esa época, cuando él estaba rodando en Madrid. David Lean era muy minucioso; y Julián Mateos, cuando estaban en Soria, rodando Doctor Zhivago, y no había nieve, salió zumbando para Barcelona y compró todas sábanas blancas que había en Cataluña, para cubrirlo y que pareciera que estaba nevado.

Raudo viaje del mito a la nada: Punto límite: Cero (Vanishing Point, Richard C. Sarafian, 1971)

 

Cuando en los años setenta, como resultado de la convulsa década anterior y ante la catástrofe de la guerra de Vietnam, la contracultura estadounidense cantó el fin del sueño americano, pocos veían venir la resurrección neoconservadora que se avecinaba a finales del decenio y que reinstauró con fuerza su trono inamovible en los ochenta (hasta hoy), recuperando los tradicionales valores de la era Eisenhower y ofreciéndolos esta vez bajo el fácil y atractivo envoltorio del sentimentalismo hueco y el entretenimiento infantilizador, exitosamente exportados al resto de Occidente. Antes de que el llamado Nuevo Hollywood muriera a manos del blockbuster, sin embargo, hubo algo más de diez años de un cine inusitado, ambicioso, complejo, adulto, repleto del desencanto y la autocrítica propios de su tiempo de crisis política, institucional, económica y social, pero sobre todo moral, y que, lejos de dar respuestas, se ejercitaba en el sano propósito de formular preguntas. El agotamiento del mito americano, la búsqueda de un nuevo sentido, de una común filosofía renovadora, tuvo una de sus puestas en escena más recurrentes, tal vez por influencia de la generación beat, en la idea de viaje, en el relato de una singladura que permitiese recorrer distintas geografías del país y, por tanto, servir para mostrar un estado de situación, un contraste, un mosaico del pasado y el presente que alentara la reflexión acerca de cómo debía construirse el futuro. Simbólicamente, ante la sensación de camino sin salida, el cine se volcó en reflejar ese tránsito en la dirección contraria a lo que en Hollywood siempre había sido moneda común: si la épica norteamericana se había construido sobre la conquista del oeste, la exploración de las praderas, la lucha contra los indios, las caravanas de los pioneros, la fundación de pueblos y ciudades, la llegada del telégrafo y del ferrocarril, y, como resultado de todo ello, la implantación de la ley y el orden, es decir, de la política, en un viaje desde el Atlántico al Pacífico, este cine de los años setenta se esforzaba por replantear las cosas desde el origen, y por tanto, su plantilla, en una especie de vuelta a las esencias, a la pureza de la nación, era la inversa, el viaje a las fuentes, al este, a Washington, Nueva York o Filadelfia, a los lugares fundadores, al origen de los Estados Unidos. Así, Walt Coogan (Clint Eastwood), un sheriff del estado de Arizona, se desplazaba a Nueva York para hacerse cargo de un detenido en La jungla humana (Coogan’s Bluff, Don Siegel, 1968); en Easy Rider (Buscando mi destino) (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), la pareja de moteros protagonista viajaba de Los Ángeles a Nueva Orleans para asistir al Mardi Gras; en Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969), Joe Buck (Jon Voight) intentaba mudarse también a Nueva York desde Texas; en Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), se planteaba una carrera de coches que desde el Medio Oeste tenía que finalizar de nuevo en la ciudad de los rascacielos… Punto límite: Cero, no obstante, no juega en esa línea, no contempla la posibilidad de reencontrar un nuevo sentido volviendo a los orígenes, buscando ideas, pretextos, sentidos y esperanzas para una nueva refundación. El guion de Guillermo Cabrera Infante es mucho más pesimista: no hay salida alguna; el único sentido es el camino, el viaje en sí mismo. La única libertad real que cabe es la que uno mismo se proporciona, la conquista personal de la propia vida.

Kowalski (Barry Newman), un empleado dedicado al negocio del alquiler de coches, apuesta a que es capaz de conducir un Dodge Challenger de 1970 desde Colorado para entregarlo en la ciudad de San Francisco en menos de dos días. Eso implica conducir sin detenerse, sin dormir, sin descansar, a toda velocidad, por las carreteras y desolados parajes que desde el oeste miran hacia el océano Pacífico, con ayuda de estimulantes, si hace falta, y sorteando como puede el variopinto grupo de personajes que en tan breve tiempo irán salpicando su travesía y, en ocasiones, dificultándola, retrasándola: pilotos competidores, una sexi autoestopista (Charlotte Rampling, cuyas escenas se suprimieron del montaje final), un cazador de serpientes (Dean Jagger) destinadas a las ceremonias de una estrafalaria comuna religiosa, dos atracadores homosexuales (Anthony James y Arthur Malet), unos hippies admiradores… Y, por supuesto, la policía de Colorado, Nevada y California, que irá tras él para detenerle. Su única compañía constante, la voz de Super Soul (Cleavon Little), el disc-jockey ciego de una de las emisoras de radio más populares y escuchadas del territorio, que primero ilustra el viaje musicalmente con un buen puñado de clásicos del momento y que, a medida que la pretendida hazaña de Kowalski gana repercusión, popularidad y simpatías, en particular de los jóvenes y los hippies, se va convirtiendo en su guía, su conciencia, su confesor, su aliento, lo que a su vez acarreará al locutor, y también a su productor, ambos de raza negra, los previsibles e inevitables problemas, esta vez no con la ley sino con los elementos más ultramontanos de la localidad. El director, Richard C. Sarafian, que tras dos largometrajes en Inglaterra estrenó ese mismo año El hombre de una tierra salvaje (Man in the Wilderness, 1971), con Richard Harris y John Huston, extraño western que es la versión original de El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), imprime a la película el ritmo acelerado, vertiginoso, pero, en sus plásticas composiciones del coche rompiendo el horizonte, también de un acentuado lirismo, que encuentra sus respiros en cada uno de los encuentros del protagonista y también en los flashbacks, incrustados con mayor o menor fortuna y, en general, no demasiado pertinentes ni muy bien resueltos, con los que se ilustra la historia del personaje: de su pasado como veterano de Vietnam y policía de San Diego, expulsado del cuerpo tras un episodio poco claro, a su éxito como piloto de carreras de motos y coches, abandonada tras un traumático accidente; de su prometedora relación con una mujer a su soledad casi propia de los héroes errantes del western… Estos insertos, aunque avanzan algunos aspectos de la personalidad del lacónico Kowalski que luego engarzarán con los datos que sobre él proporciona la policía, ralentizan y dispersan la acción y la sacan del tono general y de la finalidad última del argumento, que sirve a la idea de contraponer esa ansia de libertad, esa aspiración de autorrealización propia de los setenta, frente a las fuerzas que compulsiva y obsesivamente obstaculizan e impiden la consecución de esas aspiraciones. Esas fuerzas pueden ser oficiales (la policía de distintos estados o el FBI) o bien expresión del ala más conservadora de la sociedad americana, que es la que se revuelve contra Super Soul y su emisora, dejando traslucir el racismo latente en la vida pública a pesar y más allá del reconocimiento de los derechos civiles y la teórica igualdad legal. La metáfora más expresa al respecto que plasma la película es la de las excavadoras que la policía coloca en mitad del camino, en el pueblo que Kowalski debe atravesar en su entrada desde Nevada a California, para impedir el paso del Dodge Challenger y capturar al escurridizo conductor. Una barrera infranqueable ante la que solo cabe dar la vuelta o estrellarse. La policía no sale especialmente bien parada en la película, en ninguna de las distintas vertientes que se muestran de su trabajo: incompetente, torpe, represora, arbitraria, cruel y abusiva. Así, mientras Kowalski, su coche y quienes le ayudan, Super Soul o los hippies que le proporcionan sus estimulantes, son la sociedad libre y colaboradora, desinteresada, profundamente humana, la policía es la represión, las ataduras, la constricción, la oficialidad, el Gobierno al margen de los deseos y los intereses pueblo, si no contra ellos.

(Lamentablemente, observo que wordpress me ha hecho una pirula informática y me ha escamoteado un último párrafo que conectaba de nuevo la película con el western a través de un paralelismo entre Kowalski y Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) y con el final de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969). Venía a decir que, sabedor Kowalski de que su naturaleza era similar al primero, su destino no podía ser otro que el mismo que buscan los segundos, a partir de esa lacónica pregunta que se hacen antes de desfilar, armados hasta los dientes, hacia el último muro ante el que van a vender cara su piel. «¿Por qué no?».)

Serie B con ecos de John Ford: Fort Massacre (Joseph M. Newman, 1958)

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El sargento Vinson (Joel McCrea) de este breve y modesto western de serie B bien puede considerarse un pariente no demasiado lejano del Ethan Edwards de John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956). Un parentesco que no es fruto de la consanguinidad ni de la afinidad, sino que los aproxima por razón de su odio: ambos aborrecen visceralmente a los indios a causa de las cuentas que han ido acumulando con ellos en el pasado. Si Ethan ha incubado durante años el desprecio por los comanches, acrecentado tras el asesinato de su hermano y su familia en su rancho de Texas, al sargento le consume el rencor hacia los apaches que mataron a su esposa y a sus hijos pequeños. La influencia fordiana se completa con la premisa de la que parte la película, igualmente cercana a un clásico como La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934): diezmada tras un combate con los apaches en el verano de 1879, los supervivientes de la compañía C del Sexto de Caballería, con base en el sudoeste de Nuevo México, aislados en un territorio controlado por el enemigo, inician bajo las órdenes del sargento Vinson, el militar de mayor rango que ha salido indemne de la lucha, un penoso tránsito a la busca de la columna principal del regimiento, en el cumplimiento de la peligrosa misión de escoltar una caravana de camino a California. A las dificultades propias de la penosa marcha en un clima extremo, faltos de agua y de víveres, con varios heridos en sus filas y bajo el peligro de ser descubiertos por las partidas guerreras, se añade una mayor que quizá pueda determinar el destino de todos: los soldados comienzan a desconfiar de las intenciones de su sargento; sabedores de su animadversión hacia los indios, temen que su objetivo no sea poner a salvo a su reducida tropa junto al regimiento o tras los muros y las empalizadas de Fort Crane, sino dirigirse, precisamente, al encuentro de los apaches para atacarlos y saciar su sed de venganza.

La película estructura su breve metraje, poco más de ochenta minutos, en dos partes que confluyen en torno a dos secuencias que dialogan entre sí. En la primera mitad, Vinson pretende que sus soldados puedan conseguir el agua con la que mantenerse vivos hasta que encuentren al regimiento o puedan tomar el camino del fuerte. Sin embargo, los únicos pozos accesibles en la zona están en manos de la partida apache que les ha atacado previamente. Vinson se propone caer sobre ellos por sorpresa con su pequeño destacamento, inferior en cinco a uno a los indios, y hacerse con el agua. En la segunda, en su huida de los apaches que los persiguen, Vinson y los supervivientes del lento goteo de muertes que se producen a lo largo de la marcha llegan a las ruinas de un antiguo poblado paiute esculpido en las rocas, en el que pretenden pasar inadvertidos a los exploradores apaches o, llegado el caso, hacerse fuertes para defender sus vidas. La primera parte de la película sirve para presentar las premisas esenciales del argumento, establecer el drama y caracterizar los personajes y exponer sus motivaciones. Así, aparte del resentimiento de Vinson, adquiere protagonismo el personaje del novato soldado Travis (John Russell), hijo de buena familia que iba para médico o abogado y cuyas razones para haber acabado de soldado en un lugar remoto de la frontera resultan enigmáticas e imprecisas. Sobre ambos personajes pivota la segunda mitad de la cinta, en la identificación progresiva del uno con el otro, en su reconocimiento mutuo y el nacimiento de un incipiente afecto recíproco, y también en los distintos intereses y actitudes que conducirán al clímax final, un desenlace que por sus implicaciones es toda una rara avis en el cine americano del momento, e incluso hoy.

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Junto a McCrea y Russell, la película cuenta con Forrest Tucker como soldado veterano y con Anthony Caruso como el explorador pawnee que guía al destacamento, así como con la breve pero decisiva aparición de Susan Cabot como joven paiute. Lo que destaca, sin embargo, más allá del tratamiento de la personalidad racista de Vinson y de los avatares de la columna de soldados por territorio apache, es la factura visual del filme, una película a todas luces de escaso presupuesto, como se desprende de la brevedad del metraje, el uso limitado de escenarios y exteriores y la gran capacidad para explotar todos los matices de la historia haciendo gala de un gran uso de la economía narrativa, pero rodada en Cinemascope y en color DeLuxe, lo que le confiere un aspecto formal no demasiado alejado a las grandes producciones del western en color de los años cincuenta aunque flaquee un tanto en el último tramo, cuando el interior del poblado donde tiene lugar la conclusión se recrea en estudio. No obstante, el desenlace del personaje de Vinson se eleva sobre los condicionantes formales para conformar una historia muy superior al presupuesto con que se dota. Newman, con oficio y buen pulso, termina por construir un western de serie B que tiene mucho de clase A.