Palabra de Nicholas Ray

(entrevista de Juan Cobos, Félix Martialay y Miguel Rubio para el número 120 de Film Ideal, publicado el 15 de mayo de 1963)

UN DIRECTOR POCO AMERICANO: NICHOLAS RAY

A veces tenemos la sensación de que usted no es un director muy americano —a pesar de que nos gusta mucho el cine de su país—; parece usted un director más europeo que americano. ¿Lo cree usted también?

—No, eso me sorprende tanto como me halaga el que me haya hecho esta pregunta directamente en español. Me sorprendió comprobar en mis primeros viajes a Europa que parecía existir una fuerte relación entre mi carácter y el de las gentes que encontraba aquí. Nunca me había dado cuenta de esto. Y lo que no puedo entender es de dónde me viene esa influencia. Conscientemente, no encuentro en el ambiente en que me crie ninguna fuerte influencia extranjera que pudiera operar en mi trabajo. Mi madre y mi padre nacieron en Estados Unidos. Siempre ha sido esto un misterio para mí, ya que yo crecí en una pequeña comunidad del «Middle West», en el Mississippi. He estado pensando en todo esto, y sólo encuentro como grandes influencias de mi niñez —digamos cuando tenía nueve años— el escuchar «jazz» en los barcos de vapor que recorren el río. Lo único cierto es que toda la herencia cultural de Estados Unidos es de origen extranjero. Por ejemplo, hemos tomado muy poco en nuestra formación cultural de los indios americanos, cosa que me sorprende, porque arquitectónicamente hicieron maravillas, llenas al mismo tiempo de la máxima sencillez. En cuanto a mí, lo cierto es que entré en contacto con los poetas americanos e ingleses antes de llegar a conocer a los europeos. Y lo mismo me sucedió con la literatura. Pero luego, de alguna forma, todo se incorpora en nosotros y nos da una personalidad. Lo que no hay es ningún detalle en particular, al menos que yo recuerde, y que pudiera justificar esa formación a la europea de que me hablan.

LA VIDA EN ESPAÑA

¿Por qué piensa quedarse a vivir en España? ¿Hay alguna razón por la que prefiera quedarse aquí, en vez de hacerlo en Roma, París o Londres? ¿Por qué está aprendiendo el idioma?

—En primer lugar, porque ya hemos vivido en Roma, París y Londres, y en segundo lugar, porque mi familia y yo encontramos el ambiente muy de nuestro agrado. Nos sentimos cómodos y nos entusiasma vivir aquí.

—Eso suena como si no le gustase la vida sofisticada.

—No me habitúo a esa clase de vida. De todas formas, no me gusta clasificar a las gentes por su forma de vivir. En cuanto a mi estudio del español, tengo que decir que el equipo español que ha trabajado conmigo en las dos películas que he hecho aquí era tan estupendo que me ha estropeado. Me pedían con tanta insistencia que estudiase, que me vi obligado a hacerlo; pero todo lo que he conseguido hasta ahora es una especie de español funcional telegráfico. Ahora, sin embargo, estoy estudiando regularmente, con profesor y libros. Pero ya saben ustedes que una cosa es lo que se aprende y se escribe en privado y otra muy diferente mantener una conversación. He de decir que es la primera vez que me divierte aprender un idioma.

—¿Cómo puede ejercer aquí su profesión?

—Trabajaré aquí, en España, como productor independiente —sin el respaldo de Bronston— en mis próximas películas, gracias a ciertos acuerdos que tengo firmados. Quizá mi tercer film también lo haga aquí; ya está casi decidido, pero… bueno… todavía no se puede hablar de él.

—Uno de ellos es Next Stop: Paradise. ¿Cuál son los otros dos?

—Del único que puedo hablar libremente es de Next Stop: Paradise. No es que exista ninguna complicación, pero sí tengo un acuerdo con mi socio de no discutir sobre este proyecto, por una razón particular, hasta más o menos final de mayo. En cuanto al primer proyecto, no quisiera hablar de él hasta que haya pasado un par de semanas trabajando con el guionista, porque quizá tenga que cambiar mis planes.

—¿Serán películas internacionales con grandes estrellas?

—No es necesario que sean grandes estrellas, porque no creo que las estrellas signifiquen mucho para el público. Creo, por el contrario, que las estrellas significan mucho para el distribuidor y el exhibidor, pero si hacemos buenas películas la gente irá a verlas sin tener en cuenta qué estrellas trabajan en ellas o si trabajan siquiera. Quizá una de las películas de más éxito actualmente en los Estados Unidos sea David and Lisa.

—Pero quizá esto —el que haya incluso figurado en las listas de mejores películas de Time— sea una especie de milagro que pocas veces sucede…

—No, eso no es un milagro. Puede llegar a ser tan normal como el que una película con grandes estrellas y mucho dinero sea un fracaso.

COLOSOS, PÉPLUM, BLOCK BUSTER

¿Por qué razón directores como usted, Anthony Mann, Robert Aldrich y otros directores que llegaron al cine en los años 50 y supusieron un nuevo ímpetu en Hollywood se dedican ahora a los blockbusters?

—Los hacemos porque eso es lo que pide el público. Y esto se hizo necesario hace ya algunos años. Era la única forma de combatir a la televisión, que estaba perjudicando muy seriamente el negocio cinematográfico en los Estados Unidos. Se vio que el film muy espectacular era necesario aunque quizá no para la totalidad de la producción. Era preciso para alejar a la gente de la pantalla televisiva, de sus hogares, de las comodidades del espectáculo gratuito. Al final esta corriente cambió, pero hubo un período en que los ingresos de taquilla se vieron muy afectados por la televisión. De todas formas, yo creo que la televisión sigue sin poder competir en absoluto con el cine, ya sea una película en blanco y negro, en color o un film espectacular.

—Sin embargo, hay personas, como Richard Brooks, que nunca han hecho un blockbuster

—Bueno, es probable que lo esté haciendo ahora con la historia de Joseph Conrad…

—¿Lord Jim?

—Sí.

—¿Cómo puede introducir sus sentimientos íntimos, sus conflictos personales tan importantes en sus películas, en el film de gran espectáculo?

—Creo que 55 Days at Peking les servirá de ejemplo.

—¿Cómo ha establecido el equilibrio entre las escenas íntimas y dramáticas de las embajadas y la violencia de las calles asaltadas por la pasión revolucionaria?

—No sé. Creo que es difícil decirlo; pero más o menos habrá un porcentaje de cincuenta y cincuenta por ciento, aunque quizá pensándolo mejor el porcentaje de escenas de carácter íntimo ocupe un sesenta o un sesenta y cinco por ciento. He reducido la violencia de las calles a aquello que es esencial para comprender el peligro en que se encontraban las personas que ocupaban entonces las delegaciones extranjeras en Pekín.

—¿Qué diferencia existe para usted entre preparar una película como Chicago, años 30 o Cincuenta y cinco días en Pekín?

—La preparación en el segundo caso es mucho más intensa, ya que las cifras son en todo muy superiores. Hay que tener en cuenta cuántas personas tienen que comer, a cuántas hay que transportar, el equipo técnico que se necesita…; todo esto tiene que calcularse con la misma precisión con la que uno prepara la escena…

—¿Y esto no afecta a su sistema nervioso?

—…Bueno, digamos que le pone un poco en tensión, sobre todo si no se ocupa de ello la persona a la que se ha contratado para que le libre a uno de esas preocupaciones. En Cincuenta y cinco días en Pekín me encontré con que la persona encargada de esta sección dimitió y yo tuvo que aceptar su dimisión. Así que durante seis semanas o quizá más he tenido que trabajar sin jefe de producción. Esto acaba destrozando los nervios a cualquiera.

LA NOUVELLE VAGUE

—¿Conoce la nouvelle vague francesa?

—Sí, algo conozco…—dice sonriendo.

—¿Qué le parece Alain Resnais?

—Tengo un gran aprecio por el talento de Resnais desde que un día, hace ya unos años, Truffaut —todavía no era director— y Charles Bistch me llevaron a una pequeña sala para ver Nuit et Brouillard. Me quedé sorprendido por el talento de quien había hecho aquel documental y les dije a los de «Cahiers»: éste es uno de los máximos talentos cinematográficos que he conocido en mucho tiempo… Hiroshima mon amour me gustó mucho.

—¿Y Marienbad?

—Es una película que creo que todo director debe ver.

—¿Quiere decir que es una película más para profesionales que para el público?

—Yo no diría eso… Tengo una pregunta particular que sólo haré a Resnais en la primera oportunidad en que nos encontremos, porque nunca nos hemos hablado aún. Tengo muchísimas ganas de ver su nueva película, realmente estoy deseoso de verla…

—¿Y Godard?

—Jean es un hombre de mucho talento, muchísimo. Yo siento mucho aprecio y admiración por la gente de «Cahiers du Cinéma», porque por mucho que les critiquen las gentes de otras revistas, en ese grupo hay personas como Chabrol, Truffaut, Godard, Rivette, Resnais, que van adelante y hacen estupendas películas. Tengo un gran cariño por todos ellos… Creo que es una pena que el término nouvelle vague se lo hayan aplicado a ellos, porque bajo esa etiqueta han nacido muchísimos films irresponsables; piensen que en un año se hicieron como noventa películas que no se podían estrenar. Pero la gente de «Cahiers» ha conseguido que sus películas se vieran y creasen un ambiente.

— En América dicen que esta gente experimenta demasiado y que no se puede jamás olvidar que el cine se hace para un público…

—¿Quién dice eso?

—Por ejemplo, Delmer Daves, cuando Marienbad fue candidata al Oscar. Las razones por las que no la seleccionaron es por ser una película demasiado encerrada en sí misma.

—Creo que eso sólo lo puede juzgar el público. No hay nadie que no haya tenido fracasos, y si se pudiera decir: «esta película es para todo el público», nunca cometeríamos errores. Es como esa persona que juega a la Bolsa, o que ni siquiera juega, sino que nos aconseja las acciones que debemos comprar. ¡Si supiese todas las respuestas, sería tan rico…! ¿Quién puede decir si una película tendrá éxito o no? El público es quien automáticamente lo determina y, por lo general, tiene un sentido especial para saber realmente en qué vale la pena que se gaste el dinero…

ITALIA

—¿Cómo ve el cine italiano, las aportaciones de Antonioni?

—Yo no generalizaría; junto a Antonioni están Fellini, Germi, y hay grandes diferencias entre ellos.

—La crisis actual del cine italiano parece ser debida a una falta de contacto con el público nacida de un olvido del cine como espectáculo o arte de masas…

—No tengo nada que decir sobre esto. Cuando cualquier sector de la industria cinematográfica tiene dificultades yo me siento preocupado… No puedo creer que con tantos talentos como tiene el cine italiano la crisis sea larga. Lo mismo me pasa con Hollywood. Y creo firmemente que España va a convertirse en un centro importantísimo de producción cinematográfica dentro del concierto mundial. Creo que en estos últimos meses han surgido unos diez o doce directores con nuevas obras y esto es maravilloso. No me gusta ver a nadie en dificultades y me siento muy contento cuando veo que hay nuevas oportunidades para otras personas y que el negocio cinematográfico es próspero. Dentro de unas semanas cinco o seis de las películas que he realizado van a proyectarse en la Escuela de Cine de Madrid; no son las cinco o seis que yo habría elegido, pero no tenemos otro remedio que dar éstas, porque son las únicas de las que hay copias. Quizá con esas películas yo he tenido más disgustos de los que los estudiantes encontrarán en su carrera cinematográfica, pero creo que es mejor mostrarle, para discutir, obras defectuosas que proyectar una película que ha sido un gran éxito desde todos los puntos de vista, porque entonces nuestro ojo crítico no sorprende tantas cosas. Yo intento, como ustedes, ver sobre todo aquellas películas que en la opinión del público han sido un fracaso y las estudio con mucho cuidado. Esto es mejor que estudiar las que han tenido éxito, para descubrir los motivos por los que una película fracasa. Creo que de ese modo es más fácil descubrir los cimientos del éxito. Luego conviene compararlas con las que han triunfado y descubrir las contradicciones, si las hay. Mientras preparaba y hacía mis últimas películas no he tenido tiempo de hacer esto, que considero muy conveniente. No tengo más que abril y mayo para ponerme al día en cine. Luego he de encerrarme a escribir otra vez. Creo que veré treinta o cuarenta títulos antes de empezar la preparación de mi nueva película. Por eso ustedes están en mejor situación que yo para estudiar estas cosas.

DOS SEMANAS ENTRE RAY Y MINNELLI

—¿Ha visto Dos semanas en otra ciudad?

—No. Creo que Minnelli pasó un momento muy difícil para hacerla. Lo sé porque yo leí dos versiones diferentes del guion y me di cuenta de que cualquiera que hiciese aquel film lo pasaría muy mal. En el caso de esta película colaboraron cuatro personas que anteriormente lograron juntas un gran éxito: Kirk Douglas, Minnelli, Houseman, como productor, y Schnee, como guionista. Esto demuestra que no hay una fórmula para el éxito. Conozco una frase famosa de un publicista americano, que al contestar a una encuesta dijo: «No hay ninguna fórmula establecida para el éxito, pero una cierta fórmula para el fracaso es insultar todos los días a la Policía.»

—¿Ha trabajado con John Houseman en el teatro?

—Sí; en el teatro, en el cine y en la radio.

—Parece como si le hubieran ofrecido dirigir Dos semanas en otra ciudad.

—Digamos que tuve la oportunidad de leer el guion.

—Es usted uno de los hombres más diplomáticos que hemos conocido en el mundo del cine. Los varios encuentros que hemos tenido en estos tres últimos años lo demuestran ampliamente.

—Yo diría que soy el menos diplomático de los directores…

—Lo que no comprendemos es cómo siendo tan diplomático puede llegar tan a menudo a estar en desacuerdo con sus productores…

ROSSELLINI

—Creemos que su visión del mundo es muy parecida a la de Roberto Rossellini. Ambos poseen una mirada espiritualista. ¿Qué piensa de Rossellini y de su cine?

—Desgraciadamente sólo he tenido una ocasión de tratar íntimamente a Rossellini. Una noche, en París, recorrimos la ciudad charlando. Nuestros puntos de vista coincidían mucho. En aquel tiempo él estaba casado con Ingrid Bergman. Los tres estuvimos hablando juntos toda la noche de nuestras experiencias particulares. Sus dos últimas obras no he podido verlas. Son muchas las películas que me quedan por ver, ya que Cincuenta y cinco días en Pekín me ha tenido muy alejado de ver cine. No tengo, de verdad, ningún comentario que hacer sobre el modo en que Rossellini y yo vemos el mundo.

—Lo que yo quería decir es que entre Rossellini y usted hay una forma semejante de mirar las cosas, de tratar a los personajes…

—Eso es algo que ustedes están en mejor posición que yo para observar.

—Pero usted conoce su obra. ¿Qué piensa del período que comienza después de los primeros éxitos neorrealistas, el período de los años 50, en que realiza una serie de obras defendidas ardientemente por la crítica francesa y despreciadas por la crítica italiana?

—Para empezar, a mí no me agradan las clasificaciones fáciles: realismo, neorrealismo, objetivismo… Creo que eso es mejor dejárselo a los filósofos de la lingüística y la semántica. Tampoco he seguido a fondo las diferentes actitudes de la crítica francesa y la italiana. En particular, porque siento aversión por las categorías y por las clasificaciones.

—Creo que hay ciertas sensaciones en sus películas que suponen como una especie de influencia del surrealismo…

—Bueno, eso ya es otra clasificación… Alguien me dijo eso mismo la otra noche de forma completamente diferente. Esa persona me aseguró que con frecuencia hay una referencia mística. Otra persona habló de surrealismo. Yo no sé cómo aislar cosas como éstas. Unas veces me siento influenciado fuertemente por los pintores expresionistas más que por los surrealistas. Pero es algo que sólo veo a posteriori, que no es deliberado por mi parte. Quizá está en la imagen poética de la escena. No puedo ser explícito en este sentido. De nuevo nos encontramos con algo reservado a toda persona que mira cuidadosamente y que ella misma debe determinar. No creo que a nadie se le ocurra pensar: «Aquí voy a ser surrealista, allí expresionista, aquí seré lírico y allá violento

—Pero a veces uno siente la sensación de hallarse ante ciertas premisas surrealistas en Johnny Guitar y en Rebelde sin causa. Hay como una especie de premonición mental que es surrealista. Por ejemplo, la secuencia del planetario en Rebel.

—Creo que, efectivamente, hay algo surrealista en la física. Desde luego, todos hemos visto cuando estudiábamos fotografías de los espacios siderales, y a mí me parecían surrealista. Pero es que la realidad es surrealista. Depende del punto de vista, del efecto que tenga sobre una persona. La mayoría de los jóvenes en la escena del planetarium en Rebel without a Cause no se sentían afectados por el mundo que acababa en el mismo sentido que Plato, el joven que tenía que esconderse detrás de la silla porque se encontraba muy solo en el mundo y el mundo no se acababa. Esta era su interpretación.

—Sí, en realidad creemos que su forma de ver la realidad es muy realista, es la parte que más nos interesa de su obra; pero hay una fuerza tal en los elementos que usted utiliza para aproximarse a la realidad que el resultado es muy sugerente y puede llevar más allá del realismo, aun siendo totalmente realista. Hay, por ejemplo, una gran diferencia entre las dos formas de concebir el realismo en Buñuel y en usted. En aquél los elementos surrealistas son más explícitos…

—Creo que Buñuel en Los olvidados hizo una notable introspección en la psicología de aquel momento, pero yo no llamaría a eso surrealismo. El film me gustó mucho, pero no lo llamaría un film surrealista. Creo que es una equivocación definir el arte. Decir: «La palabra es…». Esto nunca es correcto. Hay otra película suya que me gusta mucho, se llama Saturday Bus-ride o Net to a Holiday. Toda ella sucede en un autobús…

—…Subida al cielo

—Ese film sí que está mucho más cerca del surrealismo para mí que Los olvidados.

—Ahora que usted conoce España bien, ¿qué le parece la España que presenta Buñuel en Viridiana?

—No he visto la película y desde luego he oído muchas discusiones sobre el film. Tengo muchas ganas de verla, pero hasta ahora me ha sido imposible debido al mucho trabajo que he tenido.

JESSE JAMES

—Ha hablado usted antes de ciertas cosas que en todas sus películas le gustaría rehacer.

—En todas las películas hay cosas que me gustaría volver a rodar. Con They Live by Night me sucedió algo extraño: Hace cuatro años —o sea diez años después de haberla realizado— mi esposa y yo estábamos en una parte muy solitaria de los Estados Unidos, lejos de Hollywood, y mientras paseaba por el corredor, muerto de frío (es un sitio cerca de Canadá), se me ocurrió toda una secuencia de They Live by Night que con dos planos más habría quedado mucho mejor. Pero realmente esto me sucede con todo lo que he hecho en mi vida. Hay cientos de cosas que quisiera haber realizado de otra manera. Quizá haya un par de excepciones, pero no muchas.

—Creo que La verdadera historia de Jesse James es una de las películas que usted hoy podría hacer mucho mejor, pero quizá no le interese ya ese tema…

—Me interesaría si pudiera hacerlo como primero pensé: como una leyenda muy estilizada, dejando a un lado el planteamiento realista de la historia. Pero esto es lo que quería la Fox…

—Sin embargo, al final, con el ciego que se aleja dando nacimiento a la leyenda, consiguió salirse con la suya, imprimiendo sobre todo el film esa idea.

—No, no lo logré. Piensen que todo el film debería haber tenido ese aire de leyenda, de balada. Hay que aceptar las cosas como son.

LA MUJER. IDEALISMO Y MATERIALISMO

—Hay una especie de lucha en sus películas entre un cierto idealismo y un cierto materialismo que se resuelve siempre a favor del primero, de lo que nosotros llamaríamos espiritualismo o a favor del personaje enfrentado consigo mismo…

—Creo que esto es algo inevitable en quien quiere hacer cualquier tipo de enfrentamiento dramático; para mí es uno de los grandes problemas de nuestro mundo. El pragmatismo y el idealismo están enfrentándose, continuamente y pueden coexistir en la misma persona; lo que no sé es si debe haber un equilibrio entre los dos. Es una especie de drama, es el origen de nuestros conflictos, porque creo que todos estamos envueltos en las mismas luchas de comportamiento, comprensión, búsqueda…

—Pero en sus películas no se trata de un conflicto psicológico, sino moral…

—No creo que se pueda separar a los dos. Por ejemplo: un personaje puede tener convicciones morales muy firmes en las que siempre ha creído ciegamente con relación a un cierto modo de comportamiento, y, de repente, se contradice precisamente en aquello en lo que se sentía más seguro. Y comete un error que puede ser criminal o social. Pero nunca había pensado que esto le pudiera suceder a él. Entonces nos encontramos que no es su ética la que ha sido amenazada, sino su introspección psicológica. No creo que sean fácil de separar. Y aquí reside la base más poderosa del drama.

—En sus películas encontramos que la mujer actúa como catalizador moral, obligando a los hombres a que tomen una decisión en sus cuestiones vitales. ¿Quiere esto decir que para usted la mujer es más fuerte o más lúcida que el hombre?

—Responda como responda a esta pregunta siempre estaré descontento. Hay tantos clichés sobre esto que la verdad es que no sé qué responder.

—No sólo en Chicago, años 30 o Johnny Guitar, sino también en Rebel Without a Cause

—Sí, en este último film hay un momento de introspección cuando Natalie Wood le hace ver a James Dean que Plato les quiere como un padre y una madre, pero eso es sólo una cosa natural, instintiva no sólo en una mujer, sino en una muchacha, es el modo en que se la ha educado, sus preocupaciones. A una mujer se la enseña primero, durante un cierto período, a jugar con muñecos y luego sueña con cuidar de un niño. Ese es el punto que quería ayer demostrar en las Conversaciones de cine, o sea que Rebel Without a Cause es un film positivo, no negativo. Es un film que está estrechamente relacionado con la unidad de la familia, la necesidad de esa unión en el hogar. De todas formas, creo que no hay en mi cine un comportamiento especial de las mujeres. Pensando me doy cuenta de que en mi segundo y mi tercer films las mujeres son completamente diferentes en sus motivaciones, en sus, acciones, en su introspección; completamente diferentes.

CON Y SIN CAUSA

—En Chicago, años 30 el personaje de Robert Taylor comienza sin una causa por la que luchar y acaba teniendo un motivo para oponerse al mundo que representa Lee J. Cobb. En La verdadera historia de Jesse James, Jesse comienza con una buena causa que defender y acaba luchando por luchar, sin esa causa que justificó su lucha en un principio. Esto es bastante frecuente en su cine: los personajes que comienzan con una causa acaban sin ella y los que no tienen motivo de lucha acaban teniéndolo.

—Eso es cierto. Creo, sin embargo, que ésta es una cuestión que nos llevaría a una larga discusión filosófica sobre cuántas veces una persona empieza teniendo una causa que defender y llega a ser corrompido por esa misma causa, porque la mecánica de la causa o el entusiasmo ocupan el lugar de lo simplemente legítimo. Pero, sin embargo, esta acción y esta causa eran impulsivas y antisociales, porque la forma que llegó a tomar su causa estaba contra sus semejantes y tenía que terminar en la corrupción. Esto respecto a La verdadera historia de Jesse James. En cuanto a Party Girl, es obvio que el personaje que interpreta Robert Taylor al empezar su vida amaba la idea de ayudar a la humanidad. En el curso de lo que podríamos llamar su madurez se veía envuelto en una sociedad corrompida, el Chicago del final de los años veinte y el principio de los treinta, y por esta causa durante un período de su vida la corrupción le alcanzó. Luego viene un replanteamiento, una toma de conciencia, apoyado por el personaje de Cyd Charisse, que le hacía valorar nuevamente la mejor parte de su carácter, se alejaba del grupo de «gángsters» y recobraba su antigua reciedumbre de carácter. Estaba mejor equipado para luchar contra el mundo. Cuando Jesse James volvió siendo un muchacho todo lo que vio eran ofensas contra él, todo lo que quería era seguir sus impulsos de pelear contra los demás. Creo que no se puede generalizar en esto, pero lo que se plantea es el problema de la bondad en esas condiciones.

REY DE REYES

—¿Qué hay sobre Rey de reyes?

—Creo que es mejor no hablar de eso.

[Aquí, Nicholas Ray se dirige a Juan Cobos, con quien, como se dice al principio de la entrevista, había hablado ya el día anterior, y dice:]

—Me alegra mucho lo que me dijo ayer de que tras una segunda visión había encontrado la película muy superior.

JUAN COBOS.—Sí, fui a verla por segunda vez y comprendí que me equivoqué cuando escribí mi crítica. De todas formas creo que es bueno darse cuenta de que nos equivocamos, porque esto nos lleva cada vez a ver las películas con mayor atención. A medida que pasa el tiempo toda película buena nos obliga a verla varias veces antes de poder escribir algo válido, algo de lo que podamos responder.

NICHOLAS RAY.—Sí, a mí me pasa lo mismo con mi propia obra. Naturalmente, yo las he visto más a menudo de lo que ustedes lo hacen y siempre he tenido la sensación de querer rehacer en cada película ciertas cosas que no me gustan ya. Yo no creo que sea posible comprender todas las significaciones de un film con una sola visión.

—Para el personaje de María en Rey de reyes tuvo usted una excelente actriz en Siobbha MacKenna, y lo sorprendente en el personaje es que refleja siempre una María doméstica, muy diferente de la que durante siglos han reflejado los pintores; se podría decir que usted ha pintado una Virgen más cercana a la tierra mientras que los pintores la han reflejado siempre más celestial.

—Sólo María y Jesús estaban realmente en el secreto de la Divinidad de éste. Los dos tenían que sostenerse y María tenía que sostener, naturalmente, a los dos. La contradicción que usted observa con los pintores viene de que el pintor ha de seleccionar un solo momento particular, tal y como lo ve. En la película, por el contrario, los encontrábamos necesariamente representados tal y como nos parecía que tuvo que ser en aquellos tiempos. José tenía que continuar siendo carpintero. Y María era una mujer de su casa. En definitiva, teníamos que aferramos a una realidad funcional.

—¿Cómo eligió esa forma particular de rodar la unión de Jesús con María en el interior de la cocina, cuando llega Pedro?

—Para mí es una escena extraordinaria, me gusta muchísimo. Berenguer me prestó una ayuda muy valiosa utilizando unas lentes especiales que él había inventado y con las que pude tener foco en los dos personajes; por eso planteé la escena de esa forma, sabiendo ya que dispondría de dichas lentes. Manuel Berenguer me ayudó muchísimo en el logro de ese especial efecto que yo quería conseguir. Lo importante era destacar que en ese instante se llegaba a la realización del «momento», que era el tiempo, que había llegado lo que María y Jesús sabían que llegaría, lo que habían sabido siempre y que eran los únicos que lo sabían.

LA TÉCNICA

—¿Le sucede a menudo tener una idea y recurrir al ingenio de los técnicos que le secundan para poder realizarla, o suele usted saber el medio mecánico para lograrlo?

—Me ayudan muy a menudo; creo que a todos los directores les sucede lo mismo, como también es posible que sea detenido u obstaculizado por la negativa de los técnicos a secundarle. Pero he tenido mucha suerte, sobre todo, con la gente que trabaja conmigo en el plató; creo que mis equipos, sin excepción alguna, han sido tremendamente cooperadores con mis necesidades, también me ha ayudado mucho el hecho de haber trabajado anteriormente en todos los oficios del teatro. Esto, desde luego, siempre ayuda.

—Cuando usted fue a Hollywood con Elia Kazan para hacer Lazos humanos parece, según ha declarado Kazan, que él tenía un gran desconocimiento de la técnica cinematográfica.

—Kazan sabía más que yo…; sí, sabía mucho más que yo. Lo que pasaba con Kazan es que era muy agradable. Nuestras experiencias en el teatro habían sido muy similares, y de eso nos hicimos amigos, ya que los dos éramos actores y los dos sabíamos que queríamos llegar a la dirección; los dos fuimos gerentes teatrales; yo llegué a ser director técnico en el teatro mientras que Kazan, que es un poco mayor que yo, ya estaba dirigiendo y también había estado antes en Hollywood como actor. Sabía más de lo que apacentaba, lo que me parece muy simpático por su parte, pero tenía una forma estupenda de dejar que la gente le ayudase, y esto es algo que creo que aprendí de él. Es imposible para cualquiera de nosotros saberlo todo, es imposible para todo director llegar a ser cada uno de los personajes de su obra o de su película.

—Lo sorprendente es que siendo Kazan nuevo en el cine y viniendo de Nueva York le llevase a usted como ayudante en lugar de tomar un hombre con gran experiencia técnica en el cine. Porque suponemos, por lo que usted ha dicho, que desconocía la técnica cinematográfica…

—Yo, a mi vez, he hecho esto en agradecimiento a lo que hicieron conmigo. He llevado conmigo personas dándoles títulos de «directores de diálogo», «ayudantes personales»… porque me parecía que tenían posibilidad de llegar a ser guionistas o directores. Por ejemplo, cuando me llevé a Gabin Lambert a Hollywood desde su puesto de redactor-jefe en «Sight and Sound» como director técnico y ahora se ha convertido en un extraordinario guionista, muy solicitado por la industria. Algunos de los jóvenes que he llevado como directores de diálogo se han convertido en muy buenos directores. Es mi modo de corresponder a la oportunidad que me ofrecieron. Kazan y Houseman me dieron mis primeras oportunidades, junto con Dore Schary.

LA MÚSICA EN EL CINE

—Ayer hablábamos de la música de Tiomkin para Cincuenta y cinco días en Pekín. ¿Qué ideas tiene usted sobre la música de cine en general?

—Creo que cada película presenta problemas diferentes. Sé que el uso más normal es el de reforzar ciertas situaciones. Pero esto es un pensamiento a posterior. Yo, a menudo, intento preparar las secuencias teniendo en cuenta cierta música que tengo en la cabeza, pero no me importa nada cambiar de idea, porque la dinámica de la escena lo impone y uno puede cambiar estas ideas al hablar con el compositor. Generalmente he tenido mucha suerte con los músicos que han trabajado en mis películas, pero hay, naturalmente, algunas excepciones notables.

—Usted nunca ha hecho una comedia musical en el cine, ¿qué piensa del género?

—Espero hacer una algún día, incluso la tengo planeada, pero mis proyectos más inmediatos me separan de ese musical por lo menos hasta dentro de tres años y medio. La idea es apasionante, pero me llevará todo ese tiempo el ir preparando y madurando el proyecto. He comprado el tratamiento y tan pronto como encuentre el guionista ideal empezará a trabajar en el guion.

—¿Trabajó en el «Group Theatre»?

—No, nunca trabajé en el «Group Theatre»… El único del «Group Theatre» con quien mantenía relaciones era con Elia Kazan.

OTROS DIRECTORES

—¿Ha vuelto usted al teatro después de empezar en el cine?

—No. Mejor dicho, sí. Después de dirigir mi primer film monté un espectáculo musical. Luego regresé a Hollywood.

—Cuando trabajaba en el teatro en Nueva York, ¿conoció a Orson Welles? ¿Qué piensa de sus películas?

—Conozco su obra, aunque no le conocí entonces personalmente. El despacho de John Houseman y el mío estaban muy cerca el uno del otro cuando él estaba formando su compañía para el Federal Theatre y yo reunía actores para el mío, que era un teatro experimental. Luego yo me dediqué al «Living Newspaper», mientras que Houseman y Welles empezaron la primera producción de lo que fue luego el Mercury Theatre. Houseman me pidió que me uniera a ellos, pero no lo hice. Así que Orson y yo nunca llegamos a trabajar juntos ni a un contacto personal muy estrecho. Creo que Welles es la personalidad más grande que surgió de aquella generación teatral. Esto es indudable. Tiene un gran talento. Es un hombre extraordinario.

—¿Ha recibido usted influencias de otros directores? Por ejemplo, de la generación de los años treinta… ¿Le gusta Hawks?

—Me gusta mucho, posee el tipo de pulso cinematográfico que todo director debe tener. Ha hecho algunos de los mejores westerns de la historia del cine, un maravilloso musical, excelentes comedias, melodramas estupendos. Creo que es un director extraordinario. Es muy bueno.

—¿Le gusta Scarface?

—Hace mucho tiempo que no la he visto, pero recuerdo que en su momento me gustó muchísimo.

—¿Y Ford, le gusta?

—Me gusta muchísimo.

—Cuando era niño suponemos que iría mucho al cine, ¿no?

—No es que fuese mucho. IBA SIEMPRE.

—Quizá por esto cuando fue a Hollywood ya tenía un sentido del cine…

—Probablemente.

PELÍCULA IDEAL

—Hace unos años nos decía Mackendrick que lo primordial en cine era entretener y que lo demás debe darse por añadidura. ¿Está usted de acuerdo con esta premisa?

—Yo diría que deben sentirse interesados por lo que se cuenta para que así podamos alcanzar el objetivo superior que es hacerles participar en una experiencia vital. Entretener únicamente no es bastante. ¿Entretener con qué motivo? El payaso dice que su objeto en la vida es entretener. ¿Por qué? Los grandes payasos siempre nos dan algo más, nos conmueven.

—El problema, como antes decíamos, es que se va olvidando esta necesidad de entretener al público con el espectáculo que se le ofrece. Nosotros creemos que a través de historias que entretengan al espectador un autor —como usted, Anthony Mann, Hitchcock y otros— consigue dar una visión personal del mundo…

—Hitchcock es el hombre ideal en eso, como lo es discutiendo de cine, que es algo que he comprobado varias veces. Es brillante, divertido, él mismo se divierte, es un entretenedor nato, pero al mismo tiempo creo que es un hombre muy profundo. Insisto, dejando ahora a Hitchcock, en que hay que dar algo más que entretenimiento. De lo contrario, un payaso podría oscurecer a un director. El cine tiene que ser algo más —es un medio demasiado precioso— para malgastarlo…

—Pero si usted no tuviese esas dificultades económicas, ¿trabajaría de la misma manera?

—Lo qué haría serían películas considerablemente más baratas que mis dos últimos films, mucho más baratas…

—Usted ha dicho en alguna ocasión —no sé dónde— que su vida como director se completaría si llegase a hacer una película que le gustase a usted totalmente. ¿Cuál sería esa película ideal?

—No sé todavía cuál será y espero que nunca lo sabré. Creo que tiene uno que sentir esto ante cada película. Pensar que el film que está realizando será la película ideal. Hasta ahora yo creo que nunca lo he sentido. De todas formas creo que me citaron mal y que lo que yo he dicho de verdad es que sería feliz con hacer una película que tuviese menos de cien cosas que no quisiese repetir al volver a verla.

—Todos los que amamos su obra esperamos siempre que haga ese film totalmente suyo y redondo que presentimos llegará algún día a realizar…

—Algún día se lo podré ofrecer y así estaremos de acuerdo.

—Siempre encontramos en sus películas cosas que no responden totalmente a esa plenitud que esperamos de usted…

—Estoy de acuerdo con ustedes. Para mí la película más cercana a ese logro ha sido Rebel Without a Cause. Tengo un presentimiento muy profundo de que el film que preparo, Next Stop: Paradise, va a acercarse mucho a ese ideal.

[Hay un momento de pausa. Miguel Rubio reanuda la conversación.]

—Me gustaría muchísimo escribir un libro sobre usted, pero resulta dificilísimo captar los últimos significados de sus películas, tanto en un sentido formal como temático. Esta dificultad crítica quizá se deba a la simplicidad de sus medios expresivos o quizá a que ninguna de sus películas nos ha dado una visión total de su mundo.

—Temo mucho a las excesivas simplificaciones. Juzgar a un hombre me parece difícil. En lugar de juzgarle yo investigaría sobre él. Quizá, no sé… Quizá persigo algo demasiado difícil. Sé lo que me dice, porque yo también tengo esa misma sensación la mayor parte del tiempo. En todas las películas que he realizado hay trozos que me gustan, cosas que no cambiaría. Pero raramente tengo la sensación de haber alcanzado un logro absoluto…

MADUREZ

—Su caso como director es muy extraño. Resulta difícil hacer que acepten su categoría los aficionados españoles al cine. Están de acuerdo en que Anthony Mann es un estupendo director de westerns; admiten que Hitchcock hace como nadie las películas de misterio, pero cuando llegamos a hablar de usted con otros críticos de buen criterio, siempre niegan su calidad de autor, aun admitiendo que en ciertas películas hay buenos momentos… Nos sucede esto con usted y con Hawks…

—Lo de Hawks me extraña muchísimo, porque, salvo un par de excepciones, su carrera, ya muy larga, está llena de éxitos. Es uno de los directores más seguros del mundo.

—Quizá ahora que está usted entrando en la madurez nos resultará más fácil a sus exégetas defender su obra.

—(Lacónicamente.) Quizá…

—Hablando de la madurez, ¿nota usted que su personalidad va cambiando como les ha sucedido en gran parte a hombres como Hawks, Buñuel, Ford, Hitchcock? En las obras de estos hombres se nota ahora una visión más serena del mundo, quizá más esencial…

—A veces me siento muy inmaduro… y me gusta mucho sentirme así. No creo que nada pueda darse por hecho. Creo que la lección más importante para un director es observar atentamente a los niños. Niños de dos años que están siempre empezando a investigar las cosas, la primera vez que toca un trozo de madera, la primera vez que toca una planta, la primera vez que ve a un extraño, todo él está en guardia, alerta, observándolo todo, despierto, y nada lo da por sabido. Esta es una cualidad maravillosa que debemos conservar siempre: estar despiertos para aprender continuamente, uniendo esta cualidad a la madurez. Creo que con esta definición les resultará más fácil defenderme en el futuro.

Palabra de Roberto Rossellini

-Lo que es conmovedor es la debilidad del hombre. No su fuerza. En la vida moderna, el hombre ha perdido todo sentimiento heroico de la vida. Es preciso devolvérselo, porque el hombre es un héroe. Cada hombre es un héroe. La lucha cotidiana es una lucha heroica. (…) Hubo un momento dramático en mi vida: cuando perdí a mi hijo de nueve años. Entonces me hice muchas preguntas. Ya con la muerte de mi padre…, pero no me había planteado todos estos problemas. La muerte de mi hijo fue algo espantoso… Creo que ante la muerte…, se ha de ser verdaderamente un héroe. Busqué consuelo desesperadamente. ¿Pero dónde encontrarlo? Solo se encuentra en la realidad, pensando en la vida como un fenómeno biológico de una precisión extrema. Después hay otro aspecto, metafísico. Yo pasé por en medio de la tormenta. Escogí el aspecto biológico del problema y no el otro. Y además…, quizás fue de esta educación católica de donde nació mi ideal del héroe…

-¿A qué te refieres?

-Del héroe, el que lo arriesga todo. Esto me parece muy importante. En mi opinión uno se debe arriesgar continuamente.

(Roberto Rossellini en conversación con Pio Baldelli, citado por Enrique González Gallego en Roberto Rossellini. El cine del dolor, 2009).

Cine en fotos: Luis Buñuel y Glauber Rocha

“Luis Buñuel es el origen del nuevo cine, del cine libre, del cine de autor; del filme que mató al director-monstruo, a la vedette-sagrada, al fotógrafo-luz; es la puesta en escena que salió del encuadre, rompió el ritmo gramatical, estranguló la emoción, huyó del espectáculo, el film que dejó de ser la narración gráfica de dramas pueriles y literarios para la alcanzar la poderosa expresión en las manos de hombres liberados de la industria: el film político, el film de ideas (…).

El montaje de Buñuel no pretende informar por medio de la lógica, sino que despierta, critica, aniquila a través de la violencia, de la introducción del plano anárquico, profano, erótico -siempre son imágenes prohibidas en el contexto de la burguesía-. Hay en el cine aquellos que hacen escultura -como Resnais-; los que hacen pintura -como Eisenstein-, los que filosofan -como Rossellini-; los que hacen cine -como Chaplin-; los que hacen novela -como Visconti-; los que hacen poemas -como Godard-;  los que hacen teatro -como Bergman-; los que hacen circo -como Fellini-; los que hacen música -como Antonioni- ; los que hacen ensayos -como Munk y Rosi-; y los que, dialéctica y violentamente, materializan el sueño: ese es Buñuel”.

Glauber Rocha (1962)

Persiguiendo a un fantasma: La mujer del lago (La donna del lago, Luigi Bazzoni y Francesco Rossellini, 1965)

The Bloody Pit of Horror: La donna del lago (1965)

Esta película de Luigi Bazzoni (primo del director de fotografía Vittorio Storaro) y Francesco Rossellini (sobrino del gran Roberto) puede definirse someramente como un thriller de arte y ensayo. Su argumento se resume de un modo que, en cuanto a película de intriga, puede suponer un antecedente del giallo, el célebre género italiano que combina policíaco, erotismo y truculencia criminal, si bien en una versión todavía suave en su exposición de la violencia y la sangre. Bernard (Peter Baldwin, yerno, por entonces, de Vittorio De Sica) es un escritor que para confeccionar sus libros se retira a una pequeña ciudad de montaña en la que solía pasar sus vacaciones en la infancia. En su último viaje, sin embargo, otro interés le anima, el de reencontrarse con Tilde (Virna Lisi), la joven camarera del hotel, sensual y misteriosa, con la que mantuvo una tórrida relación sexual-sentimental no mucho tiempo atrás, y que se rompió de manera abrupta. Sin embargo, ya no trabaja en el hotel, no hay evidencia de su actual paradero u ocupación, qué ha sido de su vida, si continúa en la ciudad o también se marchó, solo referencias veladas, miradas significativas y rostros cariacontecidos, dando por hecho que Bernard ya sabe algo que en realidad desconoce, alguna clase de secreto oscuro ligado a Tilde del que todos están al tanto menos él. En cuanto a la forma, sin embargo, la película no constituye un mero producto común de suspense policial, con el escritor ocupando el lugar del detective que debe averiguar qué ocurrió con determinado personaje y quién tiene la responsabilidad en la ocultación del enigma, sino más bien se articula alrededor de la búsqueda existencial, la del protagonista, que, desencantado de su vida urbana y de sus rutinas literarias, anhela en Tilde y en aquella ciudad de su infancia una armonía interior, un proceso íntimo de hallazgo de sí mismo que se ve interrumpido por el descubrimiento del horror, de una verdad traumática que le obliga a replantearse las mentiras de su vida. En este punto, la película está más próxima a las maneras del cine reflexivo de Alain Resnais y a las cuitas existencialistas francesas que al cine de intriga y suspense.

Bernard se aloja en la habitación que antaño compartió con Tilde, descubre sus ropas en los armarios y las perchas, deambula por los pasillos persiguiendo su esencia fantasmal, su ansiado recuerdo, escucha pasos que identifica como los suyos, aguarda su inesperada aparición en cualquier momento, pasa el tiempo hablando con el personal del hotel, particular y repetidamente con Enrico (Salvo Randone), propietario y recepcionista del negocio familiar, en el que también trabaja su hija Irma (Valentina Cortese), aunque su hijo, Mario (Philippe Leroy), que acaba de casarse con la enfermiza Adriana (Pia Lindström) se ha independizado y regenta un matadero y una carnicería justo enfrente del hotel. La desesperada persecución de las sombras de Tilde que emprende Bernard le lleva también las calles heladas de la ciudad invernal, a seguir los pasos de aquellas mujeres con las que se confunden sus recuerdos, y a descubrir la lejana silueta de una mujer que, como Tilde, sale a pasear por la orilla del lago envuelta en un abrigo que le trae a un tiempo gratos y tormentosos recuerdos. No obstante, una revelación hace estallar su mundo de sombras: Francesco (Giovanni Anchisi), un fotógrafo jorobado que también conoce a Tilde, le cuenta a Bernard que no podrá encontrarla porque la joven se suicidó, y su cuerpo fue hallado, precisamente, flotando en el lago. Bernard entiende de súbito las reservas, las alusiones, las caras largas, las miradas de inteligencia de Enrico e Irma, y la tierra se abre bajo sus pies. El deseo soñado de encontrar a Tilde se convierte en pesadilla inconclusa, y a medida que en la terrible certeza se va imponiendo la sombra de la duda (¿por qué se habría suicidado Tilde? ¿Por qué la policía da por buena la versión del suicidio si la muerte parece producto de un asesinato?) el anhelo de Tilde se convierte en recuerdo, reconstrucción onírica y alucinación, en un torbellino de emociones y frustraciones que amenazan su integridad física y mental, en particular cuando empieza a sospechar que quizá la imagen que tenía de Tilde estaba deformada, que la realidad de la muchacha era mucho más sórdida de lo que evidenciaba su luminosa belleza, y que Enrico y su hijo Mario, cuya esposa, Adriana, parece saber mucho más de lo que su aparente estado catatónico refleja, mantenían relaciones mucho más estrechas con ella de lo que a Bernard le hubiera gustado.

El misterio que rodea a Tilde posee, por tanto, varias aristas. En primer lugar, dilucidar su verdadera personalidad. ¿Era la joven amorosa y sensual que amaba Bernard, o bien una criatura mezquina, manipuladora e interesada que maniobraba utilizando su cuerpo para adquirir medios con los que huir de aquella ciudad monótona, asfixiante y cerril? ¿Puso fin a su vida por su propia mano o bien la ayudaron Enrico, Mario o ambos? ¿Qué sabe Adriana de todo eso? ¿Que la hace permanecer como una silenciosa prisionera de su propia familia que busca comunicarse furtivamente con quienes puedan ayudarla? ¿Qué atormenta a Irma? ¿Cómo es que tanta gente en la ciudad tiene algo que decir sobre Tilde que Bernard desconoce? ¿De quién es la misteriosa silueta que transita por las noches cerca de la orilla del lago? ¿Es tal vez el espectro de Tilde, que vaga eternamente hasta el día en que alguien esclarezca la verdad sobre su muerte? Así, la película se introduce, desde una intriga más o menos convencional en torno al esclarecimiento de un caso criminal, en un plano extraño, enrarecido, hipnótico, en una indagación alucinatoria, onírica, espiritual, por momentos casi psicodélica, en la que Bernard se ve amenazado de forma múltiple: por los sospechosos de un supuesto crimen que todo el mundo cree que ha sido un suicidio, por el espectro de una mujer que ya duda de si era la mujer que él creyó y sintió que era, o si alguna vez llegó a ser realmente una mujer y no un producto de su imaginación perturbada, y por sí mismo, porque Bernard ha perdido el equilibrio, la estabilidad, y puede perder además la cordura.

La puesta en escena marca visualmente al espectador esta deriva de la trama. La película empieza y finaliza del mismo modo, con un vehículo llegando y marchándose de la ciudad invernal, pero estas tomas formalmente similares cobran significados diametralmente opuestos. La primera mitad de la película la domina el misterio, el suspense. Charlas banales con sentidos ocultos en la recepción o en el salón restaurante, habitaciones tranquilas y pasillos despoblados en los que resalta el vacío de la asuencia de Tilde, el ajetreo de las calles en contraste con el silencio de la habitación, del hotel, del paisaje. Y, de repente, tanta paz se torna en una atmósfera opresiva, siniestra y amenazante, en la que los crujidos de las puertas o las pisadas en el pasillo y la presencia de Enrico y su familia son fuente de inquietud y desasosiego. En el exterior, las calles ya no son las apacibles superficies nevadas por las que transitan los vecinos y los turistas, sino desolados espacios vacíos gobernados por el frío helador, el viento, la tormenta y el silencio, por los que de vez en cuando cruza una figura misteriosa que abre toda clase de interrogantes sobre su naturaleza humana o sobrenatural, o sobre su mera realidad misma. El matadero de Mario igualmente es motivo de preocupación, cuando Bernard, intrigado por el estado de Adriana, contempla al hijo de Enrico como doble sospechoso acerca de lo sucedido con Tilde: ¿fue su asesino? ¿Su amante? ¿Tal vez ambas cosas? La magnífica fotografía de Leonida Barboni logra aunar en un estilo visual uniforme el contraste entre los claroscuros propios de una historia de misterio con los blancos saturados de la nieve en las calles y de los alucinados sueños de Bernard con Tilde, las apariciones sincopadas o en forma de flashback que arrojan tanta luz como tinieblas sobre las incertidumbres del escritor. Una narración fluida da paso a una contención estática (y extática) que combina lo intelectual con lo experimental, sin abandonar nunca la belleza formal, y subrayada por la estupenda partitura de Renzo Rossellini. De este modo, la película no termina de ser del todo una obra sobre un romance frustrado por el desengaño, ni un thriller criminal, ni un drama personal sobre el hundimiento y la redención de un escritor, ni una cinta de terror ni de cine negro, pero de algún modo atesora cualidades y dejes de todo ello a la vez. Auténtica carne de film de culto.

Virna Lisi in the film La donna del lago 1965 - Photographic print for sale

FEDERICO FELLINI POR MARTIN SCORSESE

FELLINI ES MAS GRANDE QUE EL CINE, por Martin Scorsese.

Antaño, las muchedumbres entusiasmadas se agolpaban en las salas de cine para ver la última película de Jean-Luc Godard, Agnès Varda o John Cassavetes. El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su magia, considera Martin Scorsese. Con este homenaje a Federico Fellini, el director intenta recuperarla.

(Le Monde Diplomatique, agosto de 2021. Correspondencia de Prensa, 8-8-2021/Traducción de Carles Morera)

John Sant on Twitter: "📷 Federico Fellini with @IsaRossellini and Martin  Scorsese behind the scenes, c. 1980. #FedericoFellini #MartinScorsese  #IsabellaRossellini… https://t.co/Go7x3rp322"

La cámara se fija en la espalda de un joven que camina decidido hacia el oeste por una calle abarrotada de Greenwich Village. Bajo un brazo lleva libros. En la otra mano, un número del Village Voice. Camina deprisa, dejando atrás hombres vestidos con gabardina y sombrero, mujeres con pañuelos en la cabeza que empujan carritos de la compra plegables, parejas cogidas de la mano, y poetas y chulos y músicos y borrachines, frente a farmacias, licorerías, restaurantes y bloques de apartamentos. Pero el joven solo se fija en una cosa: la marquesina del Art Theatre, que exhibe Shadows, de John Cassavetes y Los primos, de Claude Chabrol.

El joven toma nota mental y entonces cruza la Quinta Avenida y sigue caminando hacia el oeste, pasando librerías y tiendas de discos y estudios de grabación y zapaterías hasta llegar al Playhouse de la Calle 8: ¡Cuando pasan Las cigüeñas e Hiroshima, mon amour y próximamente Al final de la escapada!

Seguimos tras él mientras gira a la izquierda por la Sexta Avenida y dejamos atrás restaurantes y más licorerías y kioscos de prensa y un estanco y cruzamos la acera para ver mejor la marquesina del Waverly: Cenizas y diamantes, de Andrzej Wajda.

Da media vuelta y vuelve hacia el este por la Cuarta dejando atrás el Kettle of Fish y la Judson Memorial Church hasta Washington Square, donde un hombre vestido con un traje harapiento reparte folletos con la imagen de Anita Ekberg cubierta de pieles: La dolce vita se estrena en una de las principales salas de teatro de Broadway, ¡con asientos reservados a la venta a precio de entrada de Broadway! Camina desde La Guardia Place hasta Bleecker, dejando atrás el Village Gate y el Bitter End hasta llegar al Bleecker Street Cinema, que tiene en cartel Como en un espejo, Tirad sobre el pianista, El amor a los veinte años, y La noche, ¡que ha aguantado tres meses en cartelera! Se pone a la cola para la película de Truffaut, abre su ejemplar del Voice por la sección de cine y un maná de riquezas brota desde las páginas y revolotea a su alrededor: Los comulgantes, Pickpocket, El ojo maligno, La mano en la trampa, pases de Andy Warhol, Cerdos y acorazados, Kenneth Anger y Stan Brakhage en Anthology Film Archives, El confidente… Y en mitad de todo eso, alzándose imponente sobre el resto: ¡Joseph E. Levine presenta , de Federico Fellini! Mientras pasa las páginas enfervorecido, la cámara asciende sobre él y la multitud expectante como elevada por las olas de su excitación.

Adelantemos al momento presente. El arte del cine está siendo sistemáticamente devaluado, marginado, menospreciado y reducido a su mínimo común denominador: “contenido”. Hace apenas quince años, el término “contenido” solo se escuchaba cuando la gente discutía sobre cine a un nivel serio, y siempre en contraste con la “forma”. Entonces, gradualmente, empezó a usarse más y más por aquellos que tomaron el control de los grupos de comunicación, que en su mayoría desconocían todo sobre la historia de este arte o no tenían el interés suficiente como para pensar siquiera que debían saber algo. El término “contenido” pasó a hacer referencia a cualquier imagen en movimiento: una película de David Lean, un vídeo de gatitos, un anuncio de la Super Bowl, la secuela de una película de superhéroes, un capítulo de una serie… Se asociaba, claro, no a la experiencia de una sala de cine, sino a la del visionado en el hogar, en las plataformas de streaming que han vaciado las salas de cine, como ya hiciera Amazon con las tiendas físicas. Por un lado, esto ha sido bueno para los cineastas, yo el primero. Por otro, ha creado una situación en la que todo se presenta al espectador en igualdad de condiciones, lo que suena democrático sin serlo. Si lo próximo que vas a ver viene “sugerido” por algoritmos que se basan en lo que ya has visto y dichas sugerencias se basan solo en temas o géneros, ¿qué supone eso para el arte cinematográfico?

La prescripción no es antidemocrática o “elitista”, un término tan manido hoy día que ha perdido su significado. Es un acto de generosidad: estás compartiendo aquello que amas y te resulta inspirador (de hecho, las mejores plataformas de streaming, como Criterion Channel y MUBI o canales tradicionales como TCM se basan en la prescripción, es decir, hay alguien ahí filtrando el grano de la paja). Mientras que los algoritmos, por definición, se basan en cálculos que tratan al espectador como mero consumidor y nada más.

Como en un sueño

Las elecciones que hacían distribuidores como Amos Vogel de Grove Press en los años sesenta no solo eran actos de generosidad, a menudo también lo eran de valentía. Dan Talbot, que era un exhibidor y programador de salas de cine, fundó New Yorker Films para distribuir una película que amaba, Antes de la revolución, de Bertolucci, una apuesta todo menos segura. Las películas que llegaron a nuestras orillas gracias al empeño de este y de otros distribuidores, comisarios y exhibidores generaron un momento extraordinario. Las circunstancias de dicho momento se han ido para no volver, desde la preponderancia de la sala de cine hasta el entusiasmo compartido respecto a las posibilidades de esta disciplina. Por eso vuelvo tan a menudo a aquellos años. Me siento afortunado por haber sido joven y haber estado vivo y abierto a todo aquello mientras sucedía. El cine siempre ha sido mucho más que contenido y siempre lo será, y los años en que aquellas películas llegaban de todas partes del mundo conversando unas con otras y redefiniendo la disciplina semanalmente son la prueba.

En esencia, aquellos artistas estaban lidiando constantemente con la pregunta de qué es el cine para después lanzársela a la siguiente película y que esta diera su respuesta. Nadie trabajaba en un vacío, y todo el mundo parecía responder a y alimentarse del resto. Godard y Bertolucci y Antonioni y Bergman e Imamura y Ray y Cassavetes y Kubrick y Varda y Warhol estaban reinventando el cine con cada nuevo movimiento de cámara y cada nuevo corte, y cineastas más asentados como Welles y Bresson y Huston y Visconti se vieron revigorizados por aquel estallido de creatividad que los rodeaba.

En el centro de todo aquello había un director por todos conocido, un artista cuyo nombre era sinónimo del cine y sus posibilidades. Era un nombre que instantáneamente evocaba un cierto estilo, cierta actitud frente al mundo. Tanto fue así que se convirtió en un adjetivo. Supongamos que querías describir la atmósfera surreal de una fiesta o una boda o un funeral o una convención política o, ya puestos, el sinsentido del mundo entero: bastaba con pronunciar la palabra “felliniano” y la gente entendía exactamente a qué te referías.

En los sesenta, Federico Fellini se convirtió en más que un cineasta. Al igual que Chaplin y Picasso y los Beatles, trascendía su propio arte. A partir de cierto momento, ya no se trataba de tal o cual película y pasó a tratarse del conjunto de todas sus películas combinadas en un gran gesto inscrito a lo largo y ancho de la galaxia. Ir a ver una película de Fellini era como ir a escuchar a Maria Callas cantar o ver actuar a Laurence Olivier o ver bailar a Nureyev. Sus películas hasta empezaron a incorporar su nombre: Fellini Satiricón, Fellini 8½. El único ejemplo cinematográfico comparable era Hitchcock, pero aquello era otra cosa: una marca, un género en sí mismo. Fellini era el virtuoso del cine.

La absoluta maestría visual de Fellini empezó a manifestarse en 1963 con su , en la que la cámara planea y flota y se eleva entre realidades internas y externas, al compás del humor cambiante y los pensamientos secretos del alter ego de Fellini, Guido, interpretado por Marcello Mastroianni. Pienso en fragmentos de esa película, que he visto en incontables ocasiones, y aun hoy me encuentro a mí mismo preguntándome: “¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo es que cada movimiento y cada gesto y cada ráfaga de viento parece darse en el momento justo? ¿Cómo puede ser que todo resulte inquietante e inevitable como en un sueño? ¿Cómo puede ser que cada momento resulte tan rico y como habitado por un anhelo inexplicable?”.

El sonido jugaba un papel importante en esa atmósfera. Fellini era tan creativo con el sonido como con las imágenes. El cine italiano tiene una larga tradición de postsincronización de sonido que comenzó bajo el mandato de Mussolini, que decretó que todas las películas importadas de otros países debían doblarse. En muchas películas italianas, incluso en algunas de las más importantes, el carácter desencarnado de la banda sonora puede resultar desconcertante. Fellini sabía cómo usar esa desorientación como herramienta expresiva. Los sonidos y las imágenes en sus películas juegan y se resaltan unos a otros de tal manera que la experiencia cinematográfica al completo se desarrolla como una partitura musical o como un gran pergamino desenrollándose. Hoy en día, la gente alucina con las últimas herramientas tecnológicas y con lo que pueden hacer. Pero las cámaras digitales ligeras y las técnicas de posproducción como los retoques digitales no hacen la película por ti: lo importante siguen siendo las decisiones que tomas durante su creación. Para los grandes artistas como Fellini no hay elemento pequeño, todo importa. Estoy seguro de que le habrían fascinado las cámaras digitales ligeras, pero no habrían cambiado el rigor y la precisión de sus decisiones estéticas.

Es importante recordar que Fellini comenzó en el neorrealismo, lo que resulta interesante porque en muchos aspectos acabó representando su polo opuesto. De hecho, fue uno de los inventores del neorrealismo, en colaboración con su mentor Roberto Rossellini. Ese momento sigue impresionándome. Inspiró tantas cosas en el cine, y dudo que toda la creatividad y exploración de los cincuenta y los sesenta se hubiera producido sin los cimientos aportados por el neorrealismo. No fue tanto un movimiento como un grupo de artistas del cine respondiendo a un momento inimaginable en la vida de su nación. Tras veinte años de fascismo, después de tanta crueldad y terror y destrucción, ¿cómo seguir adelante como individuos y como país? Las películas de Rossellini, De Sica, Visconti, Zavattini, Fellini y tantos otros, películas en las que la estética, la moralidad y la espiritualidad estaban tan entretejidas que eran inseparables, jugaron un papel vital en la redención de Italia a ojos del mundo.

Fellini coescribió Roma, ciudad abierta y Paisá (Camarada) (se dice que también dirigió algunas escenas del episodio florentino mientras Rossellini estaba enfermo) y coescribió y actuó en El milagro de Rossellini. Su camino como artista obviamente se separó pronto del de Rossellini, pero ambos mantuvieron un gran amor y respeto mutuos. Y Fellini una vez dijo algo muy astuto: que lo que la gente definía como neorrealismo solo existía en las películas de Rossellini y en ningún otro lugar. Exceptuando El ladrón de bicicletas, Umberto D. y La tierra tiembla, creo que lo que Fellini quería decir era que Rossellini fue el único que confió tan plenamente en la simplicidad y la humanidad, el único que se empeñó en permitir que la vida misma se acercara tanto como fuera posible al punto donde poder contar su propia historia. Fellini, en contraste, era un estilista y un fabulista, un mago y un contador de historias, pero las bases en términos de experiencia y ética que recibió de Rossellini fueron cruciales para el espíritu de sus películas.

Yo crecí al tiempo que Fellini se desarrollaba y eclosionaba como artista y muchísimas de sus películas fueron tesoros para mí. Vi La strada, la historia de una joven pobre que es vendida a un forzudo ambulante, cuando tenía unos trece años, y me golpeó de modo particular. He ahí una película ambientada en la posguerra pero que se desarrollaba como una balada medieval o algo incluso anterior, una emanación del mundo antiguo. Lo mismo podría decirse de La dolce vita, creo, pero esa es un panorama, un vodevil de la vida moderna y la desconexión espiritual. La strada, estrenada en 1954 (dos años más tarde en Estados Unidos), era un lienzo más pequeño, una fábula asentada en lo elemental: tierra, cielo, inocencia, crueldad, afecto, destrucción.

Para mí, La strada tenía una dimensión añadida. La vi por primera vez con mi familia en la televisión y a mis abuelos la historia les pareció un fiel reflejo de las penurias que dejaron atrás en el viejo país. Esta cinta no fue bien recibida en Italia. Para algunos suponía una traición al neorrealismo (en aquel entonces ese era el baremo según el cual se juzgaban las películas) y supongo que ubicar una historia tan descarnada dentro del marco de una fábula fue algo demasiado desconcertante para muchos espectadores italianos. En el resto del mundo fue un éxito rotundo, la obra que lanzó a Fellini. Fue la película a la que Fellini dedicó más trabajo y sufrimiento –su guion era tan detallado que alcanzaba las seiscientas páginas, y hacia el final de un rodaje difícil tuvo una crisis nerviosa que le obligó a pasar por el primero de (creo) muchos psicoanálisis antes de poder finalizarlo–. También fue la película que, durante el resto de su vida, atesoró con más cariño cerca de su corazón.

El “shock” de La dolce vita

Las noches de Cabiria, una serie de episodios fantásticos en la vida de una prostituta (que sirvió de inspiración para el musical de Broadway y la película de Bob Fosse Sweet Charity), consolidó su reputación. Como todo el mundo, la encontré emocionalmente avasalladora. Pero la siguiente gran revelación llegaría con La dolce vita. Ver esa película en compañía de una sala abarrotada cuando acababa de estrenarse era una experiencia inolvidable. La dolce vita fue distribuida en Estados Unidos en 1961 por Astor Pictures y presentada en un evento especial en un gran teatro de Broadway, con asientos numerados y entradas caras, el tipo de presentación que asociábamos a las grandes películas bíblicas como Ben-Hur. Ocupamos nuestros asientos, las luces se apagaron y vimos cómo se desplegaba ante nosotros un fresco cinematográfico majestuoso y aterrador y todos experimentamos el shock del reconocimiento. Estábamos ante un artista que había logrado expresar la ansiedad de la era nuclear, la sensación de que ya nada importaba porque todo y todos podíamos ser aniquilados en cualquier momento. Sentimos ese impacto, pero también la euforia del amor de Fellini por el arte del cine y, en consecuencia, por la vida misma. Algo parecido se avecinaba en el rock and roll, en los primeros discos eléctricos de Dylan y después en el White Album de los Beatles y el Let It Bleed de los Rolling Stones, álbumes sobre la ansiedad y la desesperación, pero que al tiempo resultaban experiencias trascendentales y emocionantes.

Cuando hace una década presentamos en Roma la versión restaurada de La dolce vita, Bertolucci dejó muy claro que quería asistir. En aquel entonces ya le resultaba complicado desplazarse porque iba en silla de ruedas y estaba aquejado de dolores constantes, pero se empeñó en que tenía que estar allí. Y tras la proyección me confesó que La dolce vita fue la película que le hizo dedicarse al cine. Aquello me sorprendió mucho, pues nunca le había oído hablar de ella. Pero en el fondo, tampoco era tan sorprendente. Aquella película fue una experiencia estimulante, como una onda expansiva que asoló la cultura a todos los niveles.

Las dos películas de Fellini que ms me afectaron, las que realmente me marcaron, fueron Los inútiles y . Los inútiles porque capturó algo tan real y tan precioso que apelaba directamente a mi propia experiencia. Y porque redefinió mi idea de lo que era el cine, de qué podía hacer y adónde podía transportarte.

Los inútiles, estrenada en Italia en 1953 y tres años después en Estados Unidos, fue la tercera película de Fellini y su primera gran obra. También fue una de las más personales. La historia consiste en una serie de escenas en la vida de cinco amigos veinteañeros en Rimini, donde se crio Fellini: Alberto, interpretado por el gran Alberto Sordi; Leopoldo, interpretado por Leopoldo Trieste; Moraldo, el alter ego de Fellini, interpretado por Franco Interlenghi; Riccardo, interpretado por el hermano de Fellini; y Fausto, interpretado por Franco Fabrizi. Estos se pasan el día jugando al billar, persiguiendo chicas, y paseándose por ahí burlándose de la gente. Tienen grandes sueños y grandes planes. Se comportan como niños y sus padres los tratan como tales. Y la vida sigue.

Tuve la impresión de conocer a aquellos chavales, como si hubieran surgido de mi propia vida, de mi propio barrio. Incluso reconocí parte del lenguaje corporal, el mismo sentido del humor. De hecho, en cierto momento de mi vida, yo fui uno de esos chicos. Entendí lo que Moraldo estaba experimentando, su desesperación por escapar. Fellini lo capturó todo tan bien –la inmadurez, el aburrimiento, la tristeza, la búsqueda de la próxima distracción, del próximo estallido de euforia–. Nos regala la calidez y la camaradería y las bromas y la tristeza y la desesperación interior, todo a la vez. Los inútiles es una película dolorosamente lírica y agridulce y fue una inspiración crucial para Malas calles. Es una gran película sobre una ciudad natal, sobre cualquier ciudad natal.

En cuanto a , toda la gente que conocía en aquel entonces que intentaba hacer películas tuvo un punto de inflexión, una piedra de toque personal. La mía fue y sigue siendo .

Torbellino de película

¿Qué hacer después de una película como La dolce vita, que se ha llevado el mundo por delante? Todos están atentos a cada palabra que pronuncias, esperando ver qué será lo próximo que hagas. Eso mismo fue lo que le pasó a Dylan a mediados de los sesenta tras Blonde on Blonde. Para Fellini y para Dylan, la situación era la misma: habían tocado a legiones de personas, todo el mundo sentía que los conocía, que los entendía, y, a menudo, que eran de su propiedad. Es decir: presión. Presión por parte del público, de los fans, de los críticos y de los enemigos (y los fans y los enemigos a menudo dan la sensación de confundirse en un solo ente). Presión para producir más. Para ir más allá. Presión de uno sobre sí mismo.

Para Dylan y Fellini la respuesta fue volver la mirada adentro. Dylan buscó la simplicidad en el sentido espiritual propugnada por Thomas Merton, y la encontró tras su accidente de motocicleta en Woodstock, donde grabó The Basement Tapes y escribió las canciones para John Wesley Harding. Fellini vivió su propio episodio a principios de los sesenta e hizo una película sobre su crisis artística. Al hacerlo, emprendió una expedición arriesgada hacia terrenos inexplorados: su mundo interior. Su alter ego, Guido, es un director famoso que sufre el equivalente cinematográfico al miedo a la página en blanco y busca un refugio donde encontrar paz y orientación, como artista y ser humano. Busca una “cura” en un lujoso balneario, donde su amante, su esposa, su ansioso productor, sus hipotéticos actores, su equipo de rodaje y una -heterogénea procesión de fans y parásitos y clientes del balneario desciende sobre él; entre ellos hay un crítico que proclama que su nuevo guion “carece de conflicto central y premisa filosófica” y se reduce a “una serie de episodios gratuitos”. La presión se intensifica, sus recuerdos de infancia, anhelos y fantasías se manifiestan inesperadamente día y noche y espera a su musa –que viene y va fugazmente manifestándose en la figura de Claudia Cardinale– para “crear orden”.

es un tapiz tejido a partir de los sueños de Fellini. Al igual que en un sueño, todo parece sólido y bien definido por un lado y etéreo y efímero por el otro; el tono cambia constantemente, a veces de modo violento. En realidad, Fellini creó un equivalente visual del monólogo interior que mantiene al espectador en un estado de sorpresa y alerta y una forma que constantemente se redefine a medida que se desarrolla. Básicamente estás viendo a Fellini hacer la película ante tus ojos, porque el proceso creativo es la estructura. Muchos cineastas han intentado hacer algo por el estilo, pero creo que nadie más ha conseguido lo que consiguió Fellini aquí. Tuvo la audacia y el atrevimiento necesarios para jugar con todas las herramientas creativas, de estirar la cualidad plástica de la imagen hasta un punto en el que todo parece existir a un nivel subconsciente. Hasta los fotogramas aparentemente más neutrales, si los miras muy de cerca, tienen un elemento en la iluminación o la composición que te descoloca, que de algún modo está infundido de la consciencia de Guido. Al rato, renuncias a intentar comprender dónde estás, si en un sueño o en un flashback o en la pura y simple realidad. Lo que quieres es seguir perdido y vagar con Fellini, rendido a la autoridad de su estilo.

La película alcanza un pico en una escena en la que Guido coincide con el cardenal en los baños, un viaje al inframundo en busca de un oráculo y un retorno al fango del que provenimos todos. Al igual que durante toda la película, la cámara está en movimiento –febril, hipnótica, flotante, siempre apuntando hacia algo inevitable, algo revelador–. Mientras Guido se abre paso en su descenso, vemos desde su punto de vista una sucesión de personas aproximándose a él, algunas dándole consejos para congraciarse con el cardenal y otras suplicando favores. Entra en una antesala llena de vapor y se abre camino hasta el cardenal, cuyos asistentes sostienen una sábana de muselina ante él mientras se desnuda y nosotros le vemos solo como una sombra. Guido le dice al cardenal que no es feliz, y el cardenal se limita a dar su inolvidable respuesta: “¿Por qué había de ser feliz?

El problema del hombre no es ese. ¿Quién le ha dicho que venimos al mundo para ser felices?”. Cada fotograma de esta escena, cada fragmento de decorado y de coreografía entre cámara y actores, es de una complejidad extraordinaria. Soy incapaz de imaginarme cuán difícil de ejecutar debió de ser. En la pantalla se desenvuelve con tanta gracilidad que parece la cosa más fácil del mundo. Para mí, la audiencia con el cardenal encarna una de las verdades más destacables de : Fellini hizo una película sobre una película que solo podría existir como película y como nada más, ni como pieza musical, ni como novela, poema o baile, solo como obra cinematográfica.

Cuando se estrenó, la gente discutió sobre ella incansablemente: así de dramático fue su efecto. Cada uno teníamos nuestra propia interpretación, y nos pasábamos horas hablando sobre la película, diseccionando cada escena, cada segundo. Claro está que nunca llegamos a una interpretación definitiva, pues la única forma de explicar un sueño es echando mano de la lógica de un sueño. La película no alcanza una resolución, lo que molestó a mucha gente. Gore Vidal me contó una vez que le dijo a Fellini: “Fred, a la próxima, menos sueños, debes contar una historia”. Pero en la falta de resolución es más que adecuada, porque el proceso artístico tampoco tiene resolución: debes seguir adelante. Y cuando acabas, sientes la necesidad de volver a empezar, igual que Sísifo. Y, al igual que descubriera Sísifo, empujar la piedra colina arriba una y otra vez se convierte en el propósito de tu vida. La película tuvo un impacto enorme en los cineastas. Inspiró Alex in Wonderland, de Paul Mazursky, en la que el propio Fellini hace de Fellini; Recuerdos, de Woody Allen; y All that Jazz, de Fosse, por no hablar del musical de Broadway Nine. Como he dicho, soy incapaz de contar cuántas veces he visto , y no sabría ni por dónde empezar a hablar de las innumerables formas en que me ha influido. Fellini nos enseñó a todos nosotros qué significaba ser un artista, esa irreprimible necesidad de hacer arte. es la expresión más pura de amor al cine de la que tengo conocimiento.

¿Seguir tras La dolce vita? Difícil. ¿Hacerlo tras ? No quiero ni pensarlo. Con Toby Dammit, un mediometraje inspirado en un relato de Edgar Allan Poe (el último de los segmentos que conforman el largometraje colectivo Historias extraordinarias), Fellini llevó al extremo su imaginería alucinada. La cinta es un descenso visceral a los infiernos. En Satiricón, Fellini creó algo nunca visto: un mural del mundo antiguo en forma de “ciencia-ficción invertida”, en sus palabras. Amarcord, su película semiautobiográfica situada en Rimini durante el periodo fascista, hoy es una de sus obras más apreciadas (está entre las favoritas de Hou Hsiao-hsien, por ejemplo), aunque es mucho menos osada que sus películas anteriores. Con todo, es un trabajo repleto de visiones extraordinarias (me fascinó la especial admiración de Italo Calvino hacia la película como retrato de la vida en la Italia de Mussolini, algo que a mí no se me ocurrió). Tras Amarcord, todas sus películas tienen destellos de brillantez, especialmente Casanova. Es una película gélida, más helada que el último círculo del infierno de Dante, y es una experiencia remarcable y estilizada pero indudablemente intimidante. Dio la impresión de ser un punto de inflexión para Fellini. Y, la verdad sea dicha, la horquilla entre los setenta y los ochenta pareció serlo para muchos cineastas en el mundo entero, yo incluido. La sensación de camaradería que todos habíamos sentido, fuera esta real o imaginada, pareció romperse y todos se convirtieron en islotes incomunicados, luchando por hacer su próxima película.

Conocí a Federico lo suficientemente bien como para considerarme amigo suyo. Nos conocimos en 1970, cuando fui a Italia con una colección de cortos que había seleccionado para presentarlos en un festival. Contacté con la oficina de Fellini y me concedieron más o menos media hora de su tiempo. Fue tan cálido, tan cordial. Le conté que en mi primera visita a Roma me los reservé a él y a la Capilla Sixtina para el último día. Aquello le hizo reír. “¿Has visto, Federico? –dijo su asistente– ¡Te has convertido en un monumento aburrido!”. Le aseguré que aburrido era lo único que jamás podría ser. Recuerdo que también le pregunté dónde podía encontrar buena lasaña y me recomendó un restaurante maravilloso –Fellini conocía los mejores restaurantes en todas partes–.

Años después me mudé a Roma y empecé a ver a Fellini con bastante frecuencia. Solíamos cruzarnos y quedar para comer. Siempre fue un showman y con él el espectáculo nunca se detenía. Verle dirigir una película era toda una experiencia. Era como si dirigiera una docena de orquestas a la vez. Una vez llevé a mis padres al set de La ciudad de las mujeres y él correteaba por todas partes, camelando a unos y otros, suplicando, actuando, esculpiendo y ajustando cada elemento de la película hasta el mínimo detalle, ¬ejecutando su idea como un torbellino en perpetuo movimiento. Cuando nos fuimos, mi padre dijo: “Pensaba que habíamos venido a sacarnos una foto con Fellini”. “¡Y lo habéis hecho!”, le respondí. Todo sucedió tan deprisa que ni se dieron cuenta.

La era de la diversión visual

En los últimos años de su vida intenté ayudarle a encontrar distribuidor en Estados Unidos para su película La voz de la luna. Tuvo problemas con sus productores en ese proyecto, pues ellos querían un gran vodevil felliniano y él les dio algo mucho más meditativo y sombrío. Ningún distribuidor quería saber nada de ella y me sorprendió ver que nadie, ni siquiera las principales salas independientes de Nueva York, tenía interés en proyectarla. Sus anteriores películas sí, pero no la nueva, que resultó ser su última. Poco tiempo después ayudé a Fellini a conseguir algo de financiación para un proyecto documental que tenía planeado, una serie de retratos de la gente que hace posibles las películas: actores y actrices, cámaras, productores, responsables de localizaciones (me acuerdo de que en el guion provisional de ese episodio el narrador explicaba que lo más importante era organizar expediciones de forma que las localizaciones estuvieran cerca de un buen restaurante). Por desgracia, murió antes de iniciar ese proyecto. Recuerdo la última vez que hablé con él por teléfono. Su voz sonaba tan apagada que supe que ya nos estaba dejando. Fue triste ver cómo esa potencia de la naturaleza se desvanecía.

Todo ha cambiado: el cine y su importancia dentro de nuestra cultura. A nadie puede sorprenderle que artistas como Godard, Bergman, Kubrick y Fellini, que un día reinaron imponentes sobre el séptimo arte como dioses, acabaran relegados a las sombras con el paso del tiempo. Pero a estas alturas no podemos dar nada por sentado. No podemos dejar el cuidado del cine en manos de la industria cinematográfica. En el negocio del cine, ahora del entretenimiento visual de masas, el énfasis siempre está en la palabra “negocio”, y el valor siempre viene determinado por la cantidad de dinero que puede hacerse con determinada propiedad. En ese sentido, todo, desde Amanecer hasta La strada o 2001: una odisea del espacio, está prácticamente empaquetado y listo para ocupar la categoría “Arte y ensayo” de alguna plataforma de streaming. Quienes conocemos el cine y su historia debemos compartir nuestro amor y nuestro saber con la mayor cantidad posible de gente. Y debemos dejarles claro y cristalino a los actuales propietarios legales de esas películas que estas son mucho más que meras propiedades que explotar y dejar tiradas, pues están entre los mayores tesoros de nuestra cultura y merecen recibir un trato acorde.

Supongo que también debemos refinar nuestra idea de lo que es cine y lo que no. Federico Fellini parece un buen punto de partida. Se pueden decir muchas cosas sobre las películas de Fellini, pero hay una que es incontestable: son cine y su obra supuso una contribución enorme a la hora de definir el séptimo arte.

Parque temático del Holocausto: La lista de Schindler

Decididamente, hay algo genético en Steven Spielberg que le impide filmar películas completamente adultas, obras maestras redondas para público mentalmente desarrollado. Quizá se trate de esa carencia de una figura paterna manifestada en casi todas sus películas, ese permanente necesidad de confort, de que lo arropen y lo mimen, esa sensación de desvalimiento que le lleva a pensar que su público está tan desprotegido como él y que por tanto es preciso dárselo todo mascado, digerido, con una caricia en la mejilla. En el caso de La lista de Schindler (1993), aclamadísima película, reconocida casi de forma unánime por el gran publico (por el pequeño público ya es otra cosa) y por los medios de comunicación de la corriente dominante, Spielberg tira por tierra en apenas veinte minutos el excelente trabajo desarrollado en los ciento sesenta y cinco minutos anteriores, edulcorando, maquillando, subrayando hasta la extenuación con un final inconveniente, incoherente, chapuceramente sentimental, toda la crudeza y el horror de la historia que desarrolla con anterioridad. No es el único problema de la película, pero sí es uno de los defectos de concepción que hacen de La lista de Schindler una buena película, incluso una gran película, pero que le impiden ser una obra maestra.

El Holocausto es un tema complicado de contar y de filmar, especialmente por su brutalidad extrema, por el terror que implica, no solo por las acciones que lo promovieron y rodearon sino también por las omisiones que lo ayudaron a triunfar, algunas incluso provenientes de las propias víctimas (uno de los traumas de la comunidad judía consiste básicamente en no haberse rebelado, en haber aceptado pasivamente la situación a pesar del final trágico y criminal que les aguardaba; una de las vergüenzas del resto del mundo es haberlo consentido cuando eran tan evidentes las informaciones de lo que estaba sucediendo en el Reich alemán, en el que los criminales no eran únicamente alemanes, sino que entre ellos había también ciudadanos austriacos, ucranianos, letones, croatas, franceses, belgas, escandinavos, italianos y un largo etcétera de países y naciones más). El gran Hollywood ha fracasado una y otra vez en su traslación a la pantalla, especialmente porque su noción del cine como espectáculo, como demuestra la película de Spielberg, choca con el tono y el sentido último de cualquier historia que intente aproximarse al fenómeno del Holocausto con un mínimo de rigor, respeto y coherencia históricos. El cine que mejor ha reflejado el horror del Holocausto es cine “pequeño”, producciones que parten de historias básicas, concretas, particulares, de las que puede extraerse por vía indirecta el efecto terrorífico de un momento histórico tremebundo, cintas como la magistral El conformista, de Bertolucci (1970), El jardín de los Finzi-Contini de Vittorio de Sica (1971) o, de una manera menos lograda, El pianista de Polanski (2002), o los sobrecogedores documentales, obras maestras del género, que son Noche y niebla de Alain Resnais (1955) y, especialmente, Shoah, de Claude Lanzmann (1985). En cuanto al éxito mediático de películas como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), es otra muestra de hasta qué punto el cine, la cultura, las sociedades modernas han perdido el sentido de la crítica, de la capacidad de entender e interpretar los acontecimientos históricos, los fenómenos sociales y colectivos, y la relación de éstos con el arte. Se trata de una película tan cretina, tan moralmente impresentable, que se hace difícil soportarla sin acusar a Benigni, como mínimo, de ignorante, de insensible y de cobarde. Benigni reboza el Holocausto de sentimentalismo lacrimógeno (la pátina con la que el propio Spielberg baña muchos de sus trabajos, una forma de impedir al público la profundización intelectual en los temas que plantean las películas, un enemigo muy presente en Hollywood contra el que hay que combatir en aras de un cine maduro, adulto e inteligente, una forma de fascismo emocional), de comedia bufa, con trágicas consecuencias: como se ha dicho más arriba, el gran trauma del pueblo judío viene de la idea de “negación”, es decir, de la incredulidad, de la incapacidad de asimilar que aquellos crímenes estaban ocurriendo de verdad, de negarse a reconocer la extrema naturaleza criminal de aquel régimen nazi, y por tanto de la falta de necesidad de hacer algo para combatirlo puesto que tarde o temprano todo iba a cambiar, a arreglarse, que la sensatez iba a imponerse y que las cosas volverían al cauce de la normalidad, de la sensatez, de la «humanidad». Benigni consigue que su cuento infantil, que su azucarado “héroe” de pacotilla, el padre que disimula la realidad de lo que sucede para proteger a un hijo todavía más tonto que él -los niños son niños, no estúpidos, y el cine, afortunadamente, está sembrado de niños muy conocedores de su entorno en plena guerra, léase el niño de Alemania, año cero de Rossellini (1948) o el crío de la propia película de Spielberg)-, se erija precisamente en aquello que ayudó a condenar a muerte masivamente a millones de judíos. El espejismo, la negación, la pantalla tras la cual los asesinatos se cometían a diario. El protagonista de Benigni es un colaboracionista del Holocausto, un cómplice al negar su realidad en el presente, para más inri, ante quien en el futuro habrá de mantenerla, honrarla, difundirla y conservarla. Teniendo en cuenta que su intención era crear una fábula infantil, edulcorada y bienintencionada, podemos estar hablando del mayor fraude jamás filmado, y lo que es peor, producto de la incompetencia de su autor, ignorante del tamaño despropósito que acabó realizando, entre aplausos memos, complacientes e ignorantes.

En cuanto a la obra de Spielberg, posee por tanto, como es inevitable en Hollywood, ese azucaramiento, esa aura de parque temático que invade prácticamente todo su cine. La enorme labor de producción, llevaba a cabo con minuciosa majestuosidad, con perfección sobresaliente, oculta en parte, pero no del todo, unos problemas de concepción que lastran el resultado final del filme. Basada en la obra de Thomas Keneally dedicada a la figura del industrial alemán Oskar Schindler, que al final de la Segunda Guerra Mundial contribuyó a través de sus negocios a salvar la vida de unos centenares de judíos (el aragonés Ángel Sanz Briz salvó la vida a millares de ellos desde la embajada española en Budapest, sin que Hollywood se haya percatado de ello), cuyos derechos para el cine intentó adquirir Billy Wilder para la que sin duda hubiera sido su última película, y también la más personal (su madre, su padrastro y otros parientes, amigos y conocidos fueron gaseados en campos como Auschwitz; el cineasta de origen austriaco colaboró con el ejército americano en la filmación de la liberación de algunos de los campos de exterminio, películas decisivamente importantes en los juicios de Nuremberg), la adaptación de Spielberg toma algunos elementos del libro pero elude otros importantísimos que hubieran hecho de su película una obra más importante, más ambivalente, más ambigua, en la que la pretendida claridad moral de buenos y malos de Spielberg, el “nosotros y ellos” con que no deja de subrayar las tres horas de metraje hubiera estado más matizada, más punteada, con lo que hubiera conseguido una película más redonda, esto es, más madura e inteligente, más auténtica históricamente, en lugar de una obra que reitera desde su primer minuto un único mensaje moral, uniforme y simplón, repetido machaconamente.

La película se despliega sobre una relación de opuestos alrededor de los cuales giran pequeñas historias de personajes-satélite. Por un lado Oskar Schindler (muy correcto Liam Neeson), un hombre de negocios alemán de entre los tantos (como los Thyssen, por cierto) que hicieron grandes y lucrativos negocios con el ascenso de los nazis al poder y la subsiguiente guerra, así como con la llamada Solución Final. Continuar leyendo «Parque temático del Holocausto: La lista de Schindler»

La tienda de los horrores – El niño con el pijama de rayas

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De entrada no hay nada excesivamente llamativo, ni para bien ni para mal, en esta película de Mark Herman que adapta la novela juvenil, insistimos, juvenil, de John Boyne, una de las películas más vistas de 2008. Nada destaca por sí mismo como excelente o brillante, ni lenguaje visual ni labor de dirección ni interpretaciones ni guión ni nada de nada, aunque tampoco cabe decir que sean un horror. Son, más bien, correctos, sin fantasía, pero apañados. Sin embargo, por el contrario, la película en conjunto sí resulta horrorosa, lamentable, repulsiva, moralmente repugnante, rozando la más asquerosa pornografía sentimental, apelando al vómito. Por supuesto, no esperamos que el espectador que se haya dejado llevar por las lágrimas teledirigidas que constituyen el único leit motiv de la cinta entienda o comparta, ni siquiera que lo intente, la línea argumental de este artículo: ahí radica el poder de la sedación mental o, más bien, sentimental, como es el caso.

Tenemos una historia con infinitas y prometedoras posibilidades llevada indefectiblemente por el camino del más baboso edulcorante: un niño alemán (Asa Butterfield), hijo de un oficial nazi (David Thewlis), y que además de hacerse antipático debe de ser imbécil perdido porque no entiende una palabra de la máquina de muerte que hay a su alrededor, se ha trasladado junto con el resto de su familia, formada además por su madre y su hermana, a una casa de campo (nunca mejor dicho) dejando atrás a sus amigos y su lujosa casa de Berlín. Allí no tiene amigos y pasa los días intentando inventar juegos que le terminan aburriendo, hasta que conoce a Shmuel, un chico de su misma edad que vive al otro lado del alambre de espino que separa la casa de papaíto nazi de lo que el niño toma por una «granja», en la que los centenares de personas que la habitan van en pijama, fíjate tú, la indumentaria habitual en las granjas. Bruno, que así se llama el nene, se hace amigo del chaval permanentemente recién levantado, le lleva comida (sin que el hecho de que crea que es una granja le haga pensar que le sobran los víveres, por ejemplo) y pasa las horas jugando con él, eso sí, uno a cada lado de la alambrada. Lo cual no les impide, llegado el caso, incluso cavar un agujero para pasar de un lado a otro, sin que haya guardas que se lo impidan. Los guardias están oportunamente ausentes de este lado del campo, cerrado con alambrada y no con el cemento y hormigón que era habitual para evitar fugas precisamente, pero es que tampoco los judíos se dan cuenta de que un lado entero del campo está desprovisto de vigilancia y que pueden escapar como si fuera el desfile del orgullo gay, con banda y todo… Paralelamente, su hermana mayor se va poco a poco haciendo una nazi de lo más fanática mientras su madre, que por lo visto desde 1933 estaba en la higuera y de quien está claro que Bruno ha heredado la idiotez, se entera ahora de que su marido colabora en el exterminio de millones de personas, con lo que se avecina una ¡¡ crisis matrimonial !! de aúpa. Y así las cosas, con el padre hecho todo un criminal, la hermana deseando tirarse a cualquiera que lleve el uniforme de la raza aria, y la madre cayéndose del guindo y viendo que su niño se hace amigo de los judíos, una equivocación, un inocente juego infantil, termina llevando a Bruno a colocarse un pijama y pasar por prisionero del campo, compartiendo el final previsto para los «granjeros» mientras el resto de su familia lo busca a grito pelado y, oh maravillosa catarsis, terminan comprendiendo la naturaleza hedionda y salvaje de la solución final ideada por los nazis cuando les toca a ellos padecer sus efectos. Repugnante.
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Viaggio in Italia: «Te querré siempre»

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Esta aclamada obra del maestro italiano Roberto Rossellini rodada en 1954 es varias películas dentro de una sola, como suele suceder en su cine. Se ha objetado a esta cinta que la relación entre los protagonistas es improvisada, que está mal perfilada o desarrollada, que durante muchas fases de la película ésta queda reducida a un publirreportaje de las bellezas monumentales y naturales de Italia. Incluso se ha criticado el emotivo final de la película clasificándolo en el mismo saco que los típicos finales felices del cine meramente alimenticio. Nada que ver, por supuesto, con la realidad de la película.

Porque Viaggio in Italia es todas esas cosas, sí, pero formando una magistral conjunción que inserta en el mismo discurso narrativo todos esos elementos, y examinadas desde la perspectiva correcta, nos da como resultado un puzzle en el que todas las piezas encajan en un mismo sentido que completa el conjunto. Continuar leyendo «Viaggio in Italia: «Te querré siempre»»