Misterio gótico-castizo: La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)

Qué grande es el cine español - La torre de los siete jorobados - RTVE.es

Nacido el día de los Inocentes de 1899, hijo de ingeniero inglés y de aristócrata española, condesa de Berlanga de Duero para más señas, Edgar Neville es una de las personalidades más fascinantes de la cultura española del siglo XX, tales fueron la multiplicidad y diversidad de sus intereses y actividades, lo prolífico de su obra literaria y cinematográfica, la amplitud de temas y géneros por él explorados y la variedad de vivencias curiosas y de momentos compartidos con figuras relevantes que jalonan su biografía. De frágil salud –de niño alternaba su infancia madrileña con breves estancias en sanatorios suizos; más adelante, en 1921, una enfermedad le obligó a poner fin a su corta etapa de tres meses como corresponsal en la guerra de Marruecos para el diario La Época–, realizó sus estudios en el célebre Colegio del Pilar y, tras unos tímidos inicios como novelista y dramaturgo, ingresó en la carrera de Derecho. Era un Madrid todavía provinciano que Neville siempre representará con nostalgia en sus obras, en el que abundaban las salas de variedades y las tertulias de los cafés, y fue precisamente en el Café Pombo donde Neville trabó amistad con Ramón Gómez de la Serna y conoció a López Rubio, Tono y Jardiel Poncela –con los que años después iba a compartir experiencias hollywoodienses–, al joven poeta García Lorca –con el que mantendría una estrecha relación tras su asistencia al concurso de cante jondo organizado en Granada por Manuel de Falla en 1922–, al pintor Gutiérrez Solana y al filósofo Ortega y Gasset, amigo íntimo por más de treinta años. También se relacionó asiduamente con Valle-Inclán, Azaña, Pérez de Ayala, los Baroja y Carlos Arniches, con Buñuel, Dalí, Alberti, Max Aub y Pepín Bello.

El escritor Emilio Carrere (1881-1947) gozaba entonces de enorme popularidad. Se inició como poeta modernista y actor aficionado antes de empezar a publicar en las más importantes revistas de su tiempo sus relatos fantásticos y de aventuras de terror y policíacas situados en atmósferas tenebristas y macabras, repletos de humor negro, con tintes surrealistas (años antes del famoso Manifiesto de Breton) y de absurdo, surgidos con clara vocación comercial de entretenimiento popular (La calavera de Atahualpa, La casa de la cruz, La leyenda de San Plácido, Los ojos de la diablesa…). Además de su acentuado sentido de la ironía, otro de los más importantes rasgos estilísticos de Carrere como autor coincide con uno de los máximos intereses de la carrera artística de Edgar Neville, el reflejo del clima popular, del casticismo, el folclore y las costumbres locales de toda España, en particular de su Madrid natal, de modo que no era impensable que los caminos de uno y otro se cruzaran tarde o temprano.

La torre de los siete jorobados se publicó en 1924 gracias a Juan Palomeque, editor de la revista La Novela Corta, y fue un éxito instantáneo a pesar de su accidentada confección y de su naturaleza híbrida, mezcla de una obra previa de Carrere, Un crimen inverosímil, ya publicada en la misma revista en 1922, y de un puñado de escritos inconclusos, textos deslavazados y notas sueltas puestos en orden, completados y cohesionados por la pluma del negro literario Jesús Aragón, autor contratado por Palomeque para darle alguna salida al manuscrito, supuestamente inédito, que el bohemio y caótico Carrere le había endilgado para cumplir de un plumazo y sin demasiados esfuerzos con las continuas exigencias del editor ante la absorbente demanda de su obra por parte de los lectores y el consiguiente buen negocio.

En noviembre 1944, Edgar Neville, ya reconocido poeta, dramaturgo, novelista y cineasta, miembro, además, del Cuerpo Diplomático, estrenó su adaptación cinematográfica. Tras haberse codeado en Hollywood con Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Buster Keaton, Ernst Lubitsch, Henry d’Abbadie d’Arrast, Greta Garbo, John Gilbert, Loretta Young, Joan Crawford, William Randolph Hearst, Marion Davies, Samuel Goldwyn o Max Schenk, había regresado a España e iniciado una importante y rentable carrera como director de películas, casi a título por año, cada uno más taquillero que el anterior. Pese a su originalidad al encarar ciertos temas infrecuentes en el cine español de entonces (fantásticos –El malvado Carabel–, policíacos –Domingo de carnaval, El crimen de la calle Bordadores–), el estilo cinematográfico de Neville, alejado de experimentaciones técnicas y de influencias vanguardistas, es eminentemente comercial, centrado en sencillas tramas aderezadas con elementos románticos y de humor blanco y el comentado casticismo popular, tendentes al final feliz, en el que lo más destacable es el uso fluido de la cámara, el desarrollo de los guiones y los apuntes de ironía y sarcasmo. En esta ocasión, sin embargo, no obtuvo el favor del público, y la película cayó en el olvido durante décadas incluso para el propio autor, que raramente se refirió a ella en sus escritos y entrevistas. Continuar leyendo «Misterio gótico-castizo: La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)»

La evolución de los efectos especiales en el cine

Cortesía del capitán Morales.

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Un vídeo estupendo que rinde tributo cronológico a los más importantes hitos en el desarrollo de los efectos especiales, un elemento tecnológico del cine sin el cual el componente de ilusión y fantasía que le es inherente no sería lo mismo. Una pieza estupenda como vìdeo, claro.

Porque hablar de «evolución» tiene sus peligros. Primero, porque algunos de los recursos que muestran las imágenes son modernos, sí, pero no precisamente evolución (el horror de efectos visuales de Indiana Jones y la última cruzada, por ejemplo, que ya eran viejos y malos cuando se estrenó), como el hecho de que los efectos digitales canten tanto o más, para mal, que las antiguas transparencias del cine clásico, y segundo, porque no cabe hablar de evolución aisladamente desde el punto de vista técnico. Unos efectos especiales que no posean contenido narrativo, que no vayan estrechamente ligados al significado «literario» de un guión, al tema de una película, no representan en el fondo evolución ninguna. O lo son de forma meramente técnica, pero no cinematográfica. Es decir, simple efectismo. Escaparate vacío. Pero su uso correcto, sin abusos ni mero exhibicionismo tecnológico, desde los trucos más sencillos y habituales a los más grandiosos y espectaculares, han hecho del cine lo que es, una vida a la carta llena de infinitas posibilidades.