Una opereta con sustancia: Elena y los hombres (Elena et les hommes, Jean Renoir, 1956)

 

La película es Ingrid Bergman e Ingrid Bergman es la película. Todo funciona por y para ella en esta deliciosa comedia situada en esos años de transición entre la llamada Belle Époque, al final de la que en sus ámbitos marginales también se bautizó como «época de los banquetes», y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Una hermosa condesa polaca que enviudó joven, Elena Sokorowska (Ingrid Bergman), vive ahora en París y ejerce de centro de una agitada vida social integrada principalmente por los hombres que la pretenden, desde un maestro de piano hasta el propietario de una gran firma de calzado, el favorito de la parentela de la condesa, que anda canina de finanzas y espera ver saneados sus ahorros gracias a la nueva fortuna de la dama. Elena, que es de talante más bien frívolo y no demasiado reflexivo, no se preocupa en exceso por el futuro, vive al día, y el día ahora son los éxitos militares y políticos del general Rollan (Jean Marais), cuya popularidad le impulsa al ministerio de Defensa aunque sus acólitos, un gabinete de amigos interesados y de conspiradores de pasillo, aspiran a que llegue a detentar la presidencia de la República. La gran recepción que la ciudad de París ofrece al regimiento de Rollan, las calles llenas de ciudadanos que aplauden el paso de las tropas y con el general a caballo a la cabeza, es el escenario en que Elena toma contacto con el conde Henri de Chevincourt (Mel Ferrer), joven político miembro del partido radical que apoya a Rollan y además amigo personal suyo, que, interesado de inmediato en la condesa, se ofrece a presentárselo. No cuenta con la súbita pasión que Elena despierta en el general y que corresponde a la abierta fascinación que ella siente por él. Así las cosas, la ya comprometida condesa se ve cortejada antes de su próxima boda por dos personalidades del París del momento, mientras que la camarilla del general, el Gobierno, la oposición e incluso la policía intentan controlar el claro ascendiente que la condesa tiene sobre el general para influir en el rumbo político del país, en un momento de incidentes diplomáticos con Alemania que pueden conducir a una guerra. Con todos los personajes reunidos en el campo, en la mansión del zapatero Martin Michaud (Pierre Bertin), los avatares políticos se entremezclan con los romances cruzados, porque a las relaciones múltiples de Elena hay que sumar los amoríos de Lolotte (Magali Noël), su doncella, dividida entre el acoso permanente de Eugène (Jacques Jouanneau), hijo y heredero de Martin Michaud, que a su vez está a punto de casarse, y las atenciones de Buchez (Albert Rémy), el ordenanza de Rollan.

En este punto, la película remite al clásico de 1939 La regla del juego, tanto en el tono de vodevil como en la puesta en escena, pero también en cuanto al trasfondo crítico y al retrato de una sociedad en decadencia moral que se asoma a un abismo de imprevisibles consecuencias. El aire de farsa y la intención decididamente burlesca predominan durante todo el metraje, desde el inicio, con las verbenas, los bailes y las canciones populares interpretadas por el pueblo (algunas de ellas, hilo intermitente y leitmotiv musical de la trama; otras, emotiva conclusión, como la canción que casi como broche interpreta Juliette Gréco en su caracterización de gitana de una feria ambulante) y coreografías próximas al musical, al juego de disfraces final, sin olvidar a la estrafalaria soprano a cuyo recital a voz en cuello nadie presta la más mínima atención, ocupados como están todos en corretear por la casona, cada uno buscando materializar sus propios fines. Carreras, equívocos, románticas escenas de sofá, juegos del escondite, enredos eróticos a varias bandas, empujones, prisas, diálogos vertiginosos, tumultos corales y gags de humor físico salpican la algo más de hora y media de metraje, con continuos cambios de escenario que dinamizan la acción y que salvo momentos muy puntuales (las cabalgadas por el bosque) están rodados en interiores (el desfile y el campamento militar, la zona de las maniobras, las calles y plazas de París entre el bullicio popular), recreando en estudio la atmósfera propia de los cuadros de la época. La inspiración pictórica de los Renoir, de Jean y de su sobrino Claude, director de fotografía, con claro aire de familia, se manifiesta principalmente en el vivo y exquisito uso del color, que en no pocas ocasiones, tanto en la forma como en los motivos utilizados, remite directamente a Pierre-Auguste Renoir y a sus obras dedicadas a Montmartre, el ámbito bohemio e intelectual en el que se crio el cineasta.

La película adquiere así el aire de pinturas en movimiento, de gigantescos y vibrantes cuadros que, dejando a un lado el contexto histórico en el que remotamente se basa la historia -el auge del general Boulanger en la Francia de principios de siglo y el progresivo enrarecimiento de las relaciones con Alemania-, se concentra, a través del humor y de la ligereza sentimental, en un mensaje crítico, una auténtica carga de profundidad que dispara contra todo y contra todos desde la ironía y la voluntad de ridiculizar la hipocresía, en particular en lo que se refiere a los banqueros, los políticos y los militares, pero también, en plano más íntimo, dirigida a quienes disfrazan de eternas promesas de amor romántico lo que no es otra cosa que deseo carnal. El humor vitalista, la exaltación positiva de lo popular, contrastan con cierto envaramiento de Jean Marais y Mel Ferrer, ajenos, incapaces de acoplarse a ese ritmo ligero y a la endiablada velocidad que Renoir imprime al argumento, mientras que Ingrid Bergman pocas veces ha estado más expresiva, elocuente, graciosa, dicharachera y entregada a las carreras y la interpretación más física. Su belleza no es solo complemento sino ingrediente principal de este nuevo canto hedonista de Renoir, pleno de vitalismo y sensualidad, que bajo la capa del entretenimiento sentimental despliega su estilo cinematográfico cada vez más depurado, donde la planificación y el montaje, cada vez más precisos y económicos, logran crear la sensación de puesta en escena invisible allí donde desde la pantalla brota un estallido de color, de vida, antes de que emerjan las inevitables tinieblas.