Música para una banda sonora vital: Mishima: una vida en cuatro capítulos (Mishima: A Life in Four Chapters, Paul Schrader, 1985)

Philip Glass compone la excelsa partitura de esta obra mayor de Paul Schrader, coproducida por Francis F. Coppola y George Lucas a través de la compañía Zoetrope y dividida en cuatro capítulos (La belleza, Arte, Acción, Armonía de la pluma y la espada) que remiten a algunas de sus obras (El pabellón de oro, La casa de Kyoto, Caballos desbocados), que recorre la vida y la obra de este autor japonés. Partiendo del día en que Mishima se hizo el seppuku (o harakiri), el 25 de noviembre de 1970, en el Cuartel General del Ejército, el relato se construye a base de flashbacks que relatan distintos episodios de su biografía: su infancia, sus comienzos como escritor, el triunfo y su conversión en estrella mediática, sus obsesiones por la belleza física y sus ambiguos gustos sexuales, así como la creación de la militarista «Sociedad del Escudo».

La composición de Glass fue galardonada, junto a la fotografía de John Bailey y los decorados y el vestuario de Eiko Ishioka, con el Premio a la Mejor Contribución Artística en el festival de Cannes de 1985, y dan cuerpo a esta espléndida película, que propone tanto una reconstrucción de los principios vitales y artísticos de Mishima como una reflexión sobre el oficio de crear.

Música para una banda sonora vital: El sueño de Casandra (Cassandra’s Dream, Woody Allen, 2007)

Junto a la fotografía de Vilmos Zsigmond, es la música compuesta por Philip Glass uno de los aspectos más interesantes de esta obra sobre la anatomía de la culpa, otra de las películas «británicas» de Woody Allen calificada por la mayoría de los críticos como «menor» o directamente «mala» (lo cual podría entenderse si esos mismos críticos luego no aplaudieran las bobadas y mediocridades que aplauden).

La tienda de los horrores: Sin reservas (Scott Hicks, 2007)

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Una de las costumbres más irritantes del Hollywood moderno es su innecesario e invariablemente fracasado canibalismo cinematográfico, entendiendo por tal el fusilamiento de una película extranjera de gran calidad y éxito de público y el consiguiente remake con intérpretes de la casa en la creencia absurda de que estas historias necesitan traducción «estética» para su fácil y cómoda asimilación por parte del público doméstico, lo cual no es sino una excusa barata con que intentar camuflar su auténtico sentido: paliar la escasez de ideas de una fábrica de sueños cada vez más pobre y miope, estrenar un producto ya probado en la taquilla, es decir, con riesgo controlado, y dar trabajo a sus estrellas más sobrevaloradas y alimenticias. Son incontables las películas, por ejemplo, europeas, que han sufrido esta transformación, especialmente las comedias francesas e italianas, pero no sólo. Un caso flagrante es el de la maravillosa cinta alemana Deliciosa Martha (Bella Martha, Sandra Nettelbeck, 2001), convertida por obra y gracia de Castle Rock Ent. en una mierda llamada Sin reservas (No reservations, 2007).

De entrada, sólo cabría un mayor absurdo: que la película se desarrollara en un restaurante inglés, probablemente la peor gastronomía del mundo para hallar viandas con que procurarse placeres del paladar. Estados Unidos, fuera de los importantes y caros restaurantes fundamentados en cocina extranjera, no es una elección mucho mejor. Pero claro, como todo en Hollywood tiene que tener la pátina del sentimentalismo machacón y la sofisticación del sueño americano de los osos amorosos, el restaurante en que trabaja Kate Armstrong (Catherine Zeta-Jones) está en pleno Manhattan, y es un lugar de lo más exclusivo y à la mode. Este es el primer bajón respecto al original alemán. En aquella cinta, el restaurante se encontraba en Hamburgo, y se trataba de un local recogido y pulcro cuya fama se debía precisamente al buen hacer de su cocinera jefe (Martina Gedeck), una mujer normal y corriente con apariencia normal y corriente y con problemas normales y corrientes de los que suele tener la gente normal y corriente. Scott Hicks, director que no es del todo patán (es obra suya, por ejemplo, la estupenda cinta australiana Shine) opta por esa ostentosa puesta en escena de diseño y lujo en la que se incluye a la protagonista, Zeta-Jones (bipolar y, según las recientes y controvertidas declaraciones de su esposo, Michael Douglas, propietaria de un chorrete cancerígeno…), que actúa como parte de la decoración, poniendo morritos, luciendo modelitos y posturitas, y diciendo chorradas constantemente.

La cosa no mejora cuando entra en acción su partenaire, Aaron Eckhart, que interpreta al cocinero suplente que la gerente del restaurante (la excelente Patricia Clarkson, en uno de sus personajes más vergonzosos) contrata para sustituir a Kate cuando tiene noticia de la muerte de su hermana y debe hacerse cargo de su sobrina (Abigail Breslin). En la cinta alemana original este papel, el de un cocinero italiano guasón, simpaticón, bon vivant pero sensible, tierno, inteligente y buen profesional, venía interpretado estupendamente por el italiano -qué casualidad- Sergio Castellitto. Hicks y compañía deciden no cambiar ese aspecto del guión, es decir, conservar el origen italiano del personaje, pero le dan el papel a un actor en las antípodas de lo italiano, el tal Eckhart, más voluntarioso que buen intérprete. Para rematar la jugada, ahí está Abigail Breslin, rostro demasiado conocido del que uno espera todo el rato una coreografía en plan Miss Sunshine más que los pucheros que se pasa haciendo casi todo el rato. Este clarísimo error de reparto, que condiciona toda la trama para hacerla increíble, postiza, falsa, es el primer problema de la película. Continuar leyendo «La tienda de los horrores: Sin reservas (Scott Hicks, 2007)»