Apología de lo sutil: Ni un pelo de tonto (Nobody’s Fool, Robert Benton, 1994)

 

Robert Benton atesora una espléndida carrera, no todo lo continuada que hubiera sido deseable, como guionista y director, tal vez uno de los más importantes surgidos del llamado Nuevo Hollywood, extendida hasta entrado el siglo XXI. A guiones de importancia capital para la transformación y el desarrollo del cine norteamericano como Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Arthur Penn, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970), ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc?, Peter Bogdanovich, 1972) o Superman (Richard Donner, 1978), se añaden películas escritas y dirigidas por Benton que componen una filmografía de lo más sugerente, desde pequeñas joyas semiocultas, como su debut tras la cámara en Pistoleros en el infierno (Bad Company, 1972), a clásicos modernos como Kramer contra Kramer (Kramer vs. Kramer, 1979), En un lugar del corazón (Places in the Heart, 1984), el neonoir clásico Al caer el sol (Twilight, 1998) o la adaptación de La mancha humana (The Human Stain, 2003) de Philip Roth. Esta comedia dramática de 1994 se asienta sobre dos de los principales signos distintivos de Benton como cineasta, el texto y la interpretación. En este caso, la presencia de Paul Newman como protagonista, cuya interpretación le valió una nueva nominación al Oscar, y el medido guion de Benton a partir de la novela de Richard Russo, asimismo candidato al premio en la categoría de mejor guion adaptado.

El argumento presenta a Donald Sullivan, conocido por Sully (Newman), un trabajador de la construcción que, tras sufrir un accidente que le provocó una lesión permanente en la rodilla, vive merced a pequeños trabajos, encargos, recados, acogido en la casa de su patrona (Jessica Tandy) en un pequeño pueblo del norte del estado de Nueva York durante los años 80. Aunque ya ha entrado en la sesentena, Sully conserva prácticamente intacto su espíritu juvenil, ajeno a ataduras y dependencias, igual de rebelde y contestatario, pero también pícaro, embaucador, encantador y seductor. Esa eterna juventud y, en particular, su vocación de defender un espacio propio de libertad personal contra toda injerencia, también le han supuesto costes; el más importante y duradero, y también el más doloroso, es la pérdida de sus vínculos familiares con su esposa y su hijo (Dylan Walsh), a los que en su día abandonó, lo que hace que no mantenga apenas relación con sus nietos. En torno a Sully se reúne un pintoresco grupo de vecinos del pueblo, entre cuyas vivencias y problemas se ve también involucrado: los asuntos de Miss Beryl (Tandy) con su hijo (Josef Sommer); las partidas de cartas con sus amigotes, entre los que está Rub, su socio en el trabajo (Pruitt Taylor Vince); la separación de su hijo y su vuelta al pueblo; el proceso judicial relativo al accidente de su pierna; el antagonismo con el oficial de policía Raymer (Philip Seymour Hoffman), que se salda con varias multas pendientes y algún amago de procesamiento; y, sobre todo, los avatares matrimoniales de los Roebuck, Carl (Bruce Willis) y Toby (Melanie Griffith).

La película transcurre en un tono de aparente ligereza que combina esa serie de pequeños pero trascendentales momentos cotidianos bajo la falsa impresión de la banalidad. Inteligente y elegante en su forma, funciona por un contraste doble: en primer lugar, al anteponer la calidez humana de las relaciones entre los personajes a las inclemencias del nevado invierno del norte del estado, un territorio rodeado de bosques y montañas sumido casi a perpetuidad en bajas temperaturas; en segundo término, en contraposición a la no tan lejana deshumanización de la gran ciudad, la observación de la vida rural en un pequeño pueblo de una Norteamérica en extinción o, como poco, de futuro incierto o amenazado, un tejido de relaciones, en las que todos se conocen, de existencia imposible en el entramado urbano de las grandes metrópolis. Un tercer ingrediente ayuda a que el tono empleado por Benton sortee con acierto la tentación de caer en la sensiblería o el abuso de los tópicos narrativos, y es el humor. Un humor fino y socarrón, sostenido en actitudes, en finos diálogos y en elocuentes silencios, levemente teñido de melancolía y sensibilidad, que solo ocasionalmente se extiende a pequeñas dosis de gag físico, igualmente tratados con acierto (el hilarante segundo encuentro entre el oficial Raymer y Sully, por ejemplo). Un humor que humaniza a los personajes en sus pequeñas grandezas y miserias, y que contribuye a la configuración de un mosaico que parece directamente extraído de la vida real, una experiencia inmersiva especialmente notable del espectador en lo que supone un grupo de personas normales y corrientes, sin afectaciones ni imposturas.

La película encuentra su virtud final en su honesto humanismo y en la combinación que despliega a base de ternura, complicidad, entretenimiento, suspense romántico y humor, un cóctel infalible que favorece la identificación del público y la proximidad del espectador. Un buen puñado de secuencias emotivas pero no sensibleras (por ejemplo, las interacciones de Sully con su recién redescubierto nieto, cuando lo sienta en las rodillas para «conducir» o el instante en que le enseña a perder sus miedos y ganar en valentía minuto a minuto) que construyen una pequeña ilusión de realidad, un pedazo de vida al que el espectador no duda en sumarse, participar, envidiar. Buen largometraje, discreto, modesto, humilde, tratado con sencillez y aire juguetón (a ello ayuda la juguetona banda sonora de Howard Shore), que se adscribe a ese subgénero no escrito que puede denominarse «cine reconfortante» o «películas reconstituyentes para el ánimo».

Música para una banda sonora vital: Bajo el peso de la ley (Down by Law, Jim Jarmusch, 1986)

 

Además de protagonizar la película, Tom Waits pone sus canciones, junto a la música de John Laurie, otro de los protagonistas, como banda sonora de esta magnífica película de Jim Jarmusch, que se abre, precisamente, con Jockey Full of Bourbon en una panorámica de gente y rincones, no precisamente turísticos, de Nueva Orleans.

El mayor y la menor: Beautiful Girls (Ted Demme, 1996)

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WILLIE: Imagínate lo que significaría tener a esa cosa increíble, tener a esa persona, con ese potencial, con todo ese futuro. Esa chica va a ser algo asombroso: es graciosa, inteligente, preciosa…

MO: Y tiene trece años.

WILLIE: Ya lo sé, Mo, pasa de eso, no se trata de nada sexual… Yo podría esperar.

MO: ¿Qué?

WILLIE: Podría esperar, porque dentro de diez años ella tendrá veintitrés y yo treinta y nueve, y no habrá problema.

MO: Willie… Me estás asustando.

WILLIE: Esa chica es increíble.

MO: Genial.

WILLIE: Llegué a sentirme auténticamente celoso del chico de la bici, ¿sabes?, de ese chico bajito en bici, porque tiene su edad y yo soy una especie de viejo depravado, como si fuera ese…, ¿cómo se llama?

MO: ¿Roman Polanski?

WILLIE: No, no, como Nabokov, como el personaje de Lolita, ¿sabes? Como si fuera un hombre sucio, retorcido, jorobado y apestoso. No sé, no sé colega, sólo sé que me gustaría decirle con todo mi corazón: “llévame contigo cuando te vayas”.

MO: Willie, esa chica era un espermatozoide cuando tú estabas en séptimo, ¿eh?

WILLIE: Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? ¿Que tal vez es mi manera de posponer lo inevitable, que es como decir que no quiero envejecer?

MO: No, es tu manera de decir que no quieres crecer.

WILLIE: No, lo único que quiero es tener algo hermoso.

MO: Todos queremos tenerlo, Will.

No se llama Caroline, pero es tan dulce y adorable como proclama la canción de Neil Diamond. Y aunque curiosamente tiene nombre de chico, Marty no es nada masculina, más bien lo contrario, uno de los proyectos de mujer más fascinantes inventados por el cine. Dice tener trece años, pero aparenta –no físicamente– bastantes más. En términos comparativos supone el contrapunto tanto de la Lolita de Nabokov (1955) y Stanley Kubrick (1962) como de su antecedente directo, la Susan Applegate que Billy Wilder y Charles Brackett crearon a partir del relato de Fannie Kilbourne y de la obra de teatro de Edward Childs Carpenter para El mayor y la menor (1942), comedia romántica en la que Ginger Rogers se caracteriza como una niña de doce años para ahorrarse parte de la tarifa del tren que la conduce de vuelta a Iowa desde Nueva York. De la primera la distingue la sensualidad: lo que en la Sue Lyon de Kubrick o en la Dominique Swain del remake de Adrian Lyne (1997) es la descarada exposición de un erotismo transparente encarnado en una adolescente de mayor edad que la señalada en su inspiración literaria por razones de (auto)censura, en Marty es una promesa futura que aguarda la eclosión de una próxima primavera bajo las múltiples capas de ropa de invierno que las bajas temperaturas del norte de Estados Unidos la obligan a vestir y cuya clave de acceso no es la constante insinuación sexual sino la mirada líquida y la sonrisa auténtica de una chica que ya ha aprendido algo sobre los sufrimientos de la vida. De Susan, en cambio, además de la edad real de ambas, la diferencia su, para una joven de trece años, poco frecuente madurez, su aguda inteligencia y su enorme capacidad de observación, características que le permiten elaborar discursos sinceros y complejos acerca de la vida, del amor y del futuro plagados de referencias literarias, de humor ácido y de expresiones y puntos de vista adquiridos de fuentes cuidadosamente escogidas.

Así, mientras en El mayor y la menor la trama desemboca pronto en una comedia de equívocos basados en razones de edad que dificultan el amor de la “niña” con el mayor Kirby (Ray Milland), el hombre al que ha logrado convencer para que finja ser su padre en el tren, limitándose, excepto en la escena en la que éste le lee un cuento infantil –secuencia en la que radica la posible inspiración para Nabokov-, a pasar de puntillas por la explotación morbosa de la situación, y en Lolita se narra la bajada a los infiernos del pobre profesor Humbert (James Mason o Jeremy Irons), consumido por la obsesión sexual que le ha llevado a casarse con la madre de la muchacha únicamente por la íntima e inconfesable satisfacción de estar cerca de ella en cada momento, en Beautiful Girls (Ted Demme, 1996) la deliciosa Marty (una espléndida, cautivadora y muy natural Natalie Portman, que en el momento del rodaje contaba con apenas quince años) convulsiona de arriba abajo el universo de Willie (Timothy Hutton), y no precisamente en un sentido sexual sino de forma integral, obligándole a replantearse su lugar en el mundo, a hacer balance de una vida en el umbral de la treintena: su marcha, quizá huida, a Nueva York en un pasado no tan lejano, sus relaciones con una familia a la que apenas ve ya y entre la que se siente un extraño, el sentido oculto que adquiere para sí mismo su regreso al pueblo natal, el significado íntimo del reencuentro con los viejos amigos del instituto, ya unos hombres pero en el fondo tan críos como entonces, el abismo amenazador que supone la formalización del futuro junto a Tracy (Annabeth Gish), su novia neoyorquina, la mujer con la que cree ser feliz, que lleva aparejado el abandono de su profesión de pianista de club nocturno para aceptar un trabajo de agente de ventas en la empresa de su suegro…

Para Willie, como para el espectador, Marty es un regalo inesperado, una sorpresa absoluta, la viva imagen de esa juventud a la que por última vez intenta agarrarse y de la que por fin pretende despedirse con su momentáneo regreso a Knight’s Ridge. En su pueblo descubre que todos sus antiguos compañeros de colegio, los amigos para toda la vida, siguen anclados en aquel tiempo, especialmente Tommy (Matt Dillon) y Paul (Michael Rapaport); el primero, llegada casi la treintena, todavía mantiene una relación adúltera con la antigua “chica popular” del instituto (Lauren Holly), mientras que el carácter posesivo y los celos infantiles de Paul echan a perder su relación con Jan (Martha Plimpton). En las chicas, en cambio, percibe la llegada de la madurez por la puerta del sufrimiento. Sharon (Mira Sorvino), la chica ideal, guapa, buena y sensible, antaño prototipo de la típica animadora de equipo de fútbol, soporta a duras penas las infidelidades de Tommy con su amante casada. Gina (Rosie O’Donnell) oculta bajo una personalidad arrolladora y contundente la frustración que le produce la indiferencia que provoca en los hombres a causa de un físico incompatible con los cánones de belleza impuestos por las revistas masculinas. Entre unos y otras, Willie busca su camino, un desvío alternativo que le libre de tomar la autopista que se abre ante él, o bien un atajo o una senda sinuosa que le conduzca a un punto más allá del peaje de entrada. Su vuelta al pueblo es a la vez una labor de indagación en busca de una esencia propia que pueda servirle en bandeja la solución a sus dilemas, la elección entre la soledad y libertad del eterno adolescente o el compromiso personal, familiar, económico y social de una vida adulta, y una despedida, la confirmación de lo que quizá ya sabía pero no podía ni quería reconocer antes de emprender su retorno al pasado: él ya hace tiempo que dejó de ser el Willie de Knight’s Ridge para ser el William adulto y responsable. Y de repente, sumido en la indecisión, en una nebulosa indefinida de nostalgia y temor al vacío, se topa con su Pepito Grillo particular, esa chica que remolonea por el jardín de la casa de al lado o que patina feliz sobre el hielo y que, tras un encuentro quizá no tan casual, se erige en la voz de su conciencia, en una presencia mágica y reconfortante que es capaz no sólo de leer sus pensamientos sino también de adivinar sus deseos y frustraciones, de terminar sus frases o de enunciar las que no se atreve a pronunciar porque teme oírlas de su propia boca. Una chica a la que empieza a buscar sin darse cuenta y sin llegar a sospechar el dolor que le llegará a producir separarse de ella.

Willie capta de inmediato algo en Marty que la hace distinta a Tracy, a Sharon, a Jan o a Gina, que la diferencia de cualquier mujer conocida o por conocer, una poderosa fuerza que emana de su interior con una sencillez desarmante y que la convierte en un ser especial, en ese algo hermoso ante el que no hay dudas ni se buscan desvíos. La verdad, la lucidez, el último sentido de todo concentrados en el prometedor cuerpo y la precoz mente de una jovencita de trece años que sin embargo arrastra un poso de tremenda infelicidad. Siempre sola, recién llegada a un pueblo en el que no conoce a nadie, demasiado mayor mentalmente para sus compañeros de clase, sin amigos y con unos padres que –se adivina– vuelcan su atención en el miembro más joven de la familia, encuentra en Willie la salvación para sus tardes de soledad y aburrimiento y quizá la solución o la esperanza para un futuro tantas veces dibujado en sus ensoñaciones de jardín.

Sin embargo, Willie le ha llegado excesivamente pronto, cuando todo está por escribir. Para él, Marty se presenta demasiado tarde, cuando la ruta de la vida ya le ha sido trazada por otros. Es el primer desengaño para ella, que por una vez reacciona como puede esperarse de una chica de trece años que ve cómo se escapa su primer amor, mientras que para él se trata de una claudicación más, probablemente ni siquiera la última. Sin embargo, dejar atrás a Marty se traduce en la superación de la adolescencia, en la puerta de entrada a la edad adulta. Tomando la decisión más responsable, renunciando al incierto impulso juvenil de una inconsciente aventura consistente en una espera repleta de trampas y riesgos a cambio de las escasas pero estimables certidumbres que disfruta por más rodeadas de vértigos que se encuentren, supera finalmente el peaje de esa autopista vital que han asfaltado para él. Por fin cumple la misión que le ha llevado de vuelta a Knight’s Ridge, decir adiós a sus sueños de juventud. Con dolor y mirando atrás por el retrovisor, pero adelante.

Willie vuelve a Nueva York con Tracy sabiendo que Marty no es sino el embrión corregido y aumentado de una nueva Andera (Uma Thurman), la escultural rubia que también ha visitado el pueblo esos días y que se ha ganado a todos con su extrema sensatez, su cercanía y, para ellos, su sorprendente fidelidad a un hombre que está lejos. Y Willie parte siendo también consciente de que incluso mucho tiempo después de su marcha, en un tranquilo barrio residencial de Nueva York, quizá se sorprenda más de una vez mirando entre los visillos de su ventana al nevado jardín de la casa de al lado o aguzando el oído en busca de unos pasos sobre la madera del porche que le revelen que Marty, su particular Lolita, ha vuelto a visitarle, esta vez para quedarse para siempre.

Mis escenas favoritas: J. F. K.: caso abierto (J. F. K., Oliver Stone, 1991)

Esa bala loca… Uno de los momentos cumbre de esta obra monumental de Oliver Stone.

Música para una banda sonora vital: En el centro de la tormenta (In the electric mist, Bertrand Tavernier, 2009)

Una de las mejores bazas de este buen thriller con toques fantásticos, del que ya hablamos aquí, es la música incluida en su banda sonora, que atesora todo el sabor de la naturaleza mestiza y criolla del Estado de Luisiana en el que se desarrolla el metraje. Recuerdos del pasado francés y español en un presente en el que indios, negros y blancos no siempre conviven en deseable armonía, a los que remite directamente La terre temblante, tema principal del filme.

Diálogos de celuloide – Beautiful girls (Ted Demme, 1996)

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MARTI: ¿Tienes novia?

WILLIE: ¿Por qué lo preguntas?

MARTI: No lo sé, te veo inquieto por algo. Si no me equivoco, has vuelto a la casa de las lágrimas y la tristeza con tu padre el depresivo y tu hermano el colgado, para tomar algún tipo de decisión sobre la vida, o sea, una decisión vital.

WILLIE: Te consideras una personita muy perspicaz, ¿verdad?

(…)

MARTI: Bueno, ¿qué me dices de tu novia?

WILLIE: Sí, sí, hay una novia.

MARTI: Y quiere casarse.

WILLIE: Eso creo.

MARTI: ¿Y tú?

WILLIE: No estoy seguro.

MARTI: ¿Está gorda?

Beautiful girls (Ted Demme, 1996).

 

 

Tortilla francesa: En el centro de la tormenta (In the electric mist, Bertrand Tavernier, 2009)

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Dirigida en Estados Unidos por el francés Bertrand Tavernier, uno de los grandes cineastas europeos que nos quedan de la vieja escuela y también uno de los más importantes eruditos sobre la historia del cine, En el centro de la tormenta (In the electric mist, 2009) revela su híbrida naturaleza cultural desde el primer fotograma.

Porque Luisiana, la antigua colonia francesa -y, por momentos, también española- en territorio hoy estadounidense (en realidad el dominio francés no se limitaba al actual Estado de ese nombre, sino que era una enorme franja de territorio que ocupaba la mayor parte del centro de los Estados Unidos y que, ante las dificultades que entrañaba su defensa en sus planes imperiales, Napoleón Bonaparte decidió vender al país americano como años más tarde España y Gran Bretaña venderían, respectivamente, Florida y Oregón…; a título de ejemplo: los indios lakota son conocidos en América y en todo el mundo por su denominación francesa: sioux) es el escenario que Tavernier escoge para esta atípica (no pocos dicen que fallida) intriga policíaca que conjuga elementos muy heterogéneos, quizá demasiado, y que transforma la investigación puramente criminal en una búsqueda personal de índole espiritual.

Pocos meses después del paso del huracán Katrina, Dave Robicheaux (Tommy Lee Jones; nótese el apellido francés del personaje), un detective de la policía de un pequeño condado de Luisiana, sigue la pista al asesino de una joven de la zona de vida licenciosa y prostituta ocasional, cuyo cadáver ha aparecido atado y salvajemente mutilado. Al mismo tiempo, Elrod Sykes (Peter Sarsgaard), un famoso actor que se encuentra en las cercanías rodando una película, le comunica el hallazgo en un paraje remoto de los manglares de un cuerpo en avanzado estado de descomposición y atado por una cadena, en el que Dave reconoce un homicidio del pasado del que él mismo fue testigo… La sospechosa coincidencia de ambas noticias llevan a Dave a la convicción de que los dos hechos guardan alguna relación, y de inmediato se encuentra en un embrollo en el que se mezclan de manera desconcertante un asesino en serie, un crimen del pasado, un importante hombre de negocios del lugar (el gran Ned Beatty), el rodaje de una película, la presencia del crimen organizado en la persona de ‘Baby Feet’ Balboni (John Goodman), el FBI, policías de otros condados, la vida familiar del propio Robicheaux (es padre adoptivo de una niña salvadoreña), las labores de reconstrucción que siguieron al huracán y un curioso elemento sobrenatural, la existencia de una unidad derrotada del ejército sudista en la Guerra de Secesión, congelada en algún momento del pasado de los pantanos y comandada por un oficial que camina ayudado de una muleta y que se erige en augur y consejero de aquellos personajes que andan lo suficientemente drogados o borrachos como para verlo, pero que después les acompaña en el momento menos pensado.

La mixtura de tantas y tan diversas fuentes hace que la película, según avanzan sus 118 minutos de metraje, se vaya abriendo como un abanico, al mismo tiempo que hace que la intriga criminal se disuelva progresivamente entre otras cuestiones existenciales y espirituales, diálogos grandilocuentes y con vocación de solemnidad, y el preciosismo de un trabajo de cámara y de puesta en escena que, como suele ocurrir con los grandes estudiosos del cine que además son directores, aspira a la perfección estético-artística en cada uno de sus planos, sus ángulos y sus luces, de modo que el argumento estrictamente policial sólo recupera intensidad e interés puntualmente, acompañado en ciertos momentos por una violencia brutal, de estallidos repentinos y salvajes, que rompen de alguna forma el bello marco visual que proporcionan los hermosos paisajes naturales de las zonas pantanosas de Luisiana. Continuar leyendo «Tortilla francesa: En el centro de la tormenta (In the electric mist, Bertrand Tavernier, 2009)»

Mis escenas favoritas – JFK: Caso abierto

Otro 22 de noviembre, pero de 1963…

Oliver Stone construye en JFK: caso abierto (1991) una fenomenal intriga sobre el magnicidio por excelencia del siglo XX, el asesinato en Dallas del presidente Kennedy. Una película compleja, arriesgada, innovadora, absorbente, repleta de personajes excelentemente diseñados, interpretada maravillosamente por un reparto envidiable, tanto por su número como por su calidad, y en la que destaca la magistral labor de dirección de Stone, especialmente en cuanto al manejo de documentación y materiales, tanto de información como audiovisuales, y, sobre todo, en la labor de montaje, premiado con el Oscar en su año.

Pero lo mejor de la película es su capacidad para presentar de manera fácil, accesible y lógica una catarata de acontecimientos que siempre han quedado sumergidos bajo el discurso habitual de contenido político, es decir, los eslóganes vacíos, el patrioterismo barato, la propaganda y la mentira.

Diálogos de celuloide – Beautiful girls

GINA: Y se ha acabado la conversación, ¿de acuerdo? Estáis los dos como cabras. ¿Sabéis cuál es vuestro problema?: la televisión, el play-boy y las jodidas vigilantes de la playa. ¡Sí! Y ahora dejadme que os explique algo: chicas con tetas grandes, culos grandes; chicas con tetas pequeñas, culos pequeños. Así es como funciona.

WILLY: ¿A qué viene esto?

GINA: Dios no va jodiendo la marrana por ahí, es un tío legal. Les dio a las gordas tetas grandes y bonitas y a las flacuchas tetas canijas. Esa regla no la puse yo, y si no os gusta, llamadle (…). ¡Oh! Mirad, chicos, qué tenemos aquí. Mirad esta. La favorita del mes. ¿Os gusta?

TOMMY: Me conformaría.

GINA: Preciosa, ¿verdad? Pues esta chica no existe, ¿de acuerdo? Mirad su cabello: pelo largo, sedoso, fluyendo como un río. Pues es una jodida peluca, ¿sabéis? Y estas tetas, ¡por favor! Pero si servirían para colgar mi abrigo… Las tetas se diseñaron para succionar de ellas los bebés. Sí, son puramente funcionales; esto es… como Silicona City. Y un detalle -es mi favorito-: el pubis rasurado. El vello púbico ha de ser rizado e ingobernable, es mucho mejor. Esto es una burla, es una vergüenza. Esto es una mierda. Implantes, colágeno, plástico, fundas dentales, liposucciones, añadidos capilares, narices retocadas, coños afeitados… Eso no son mujeres, ¿sabéis? Son monstruos de la belleza y hacen que las mujeres normales, con nuestras pecas, nuestras tetas venosas -hola Bob-, y nuestra celulitis, parezcamos anormales. Pues yo paso de eso, ¿de acuerdo? Pero vosotros, jodidos cretinos, creéis que existe la posibilidad de conquistar a una de esas mujeres y no nos concedéis a las de verdad nada parecido a un compromiso. Es patético. Yo no sé en qué pensáis. Terminaréis con ochenta años llenando de babas los pasillos de un asilo y entonces querréis sentar la cabeza, casaros y tener hijos. Y qué haréis, ¿casaros con una animadora? (…).

WILLY: Simplificas demasiado las cosas.

GINA: No me fastidies. Fijáos en Paul, llenando las paredes de modelos y llamando a su perro Elle Macpherson… Está chiflado, obsesionado, todos lo estáis. Si tuviérais un gramo de autoestima, de autoaprecio, de autoconfianza, os daríais cuenta de que por muy trillado que parezca, la belleza está en el interior. ¿Sabéis qué? Si llegarais a pescar una de esas chicas os aseguro que acabaríais hartos.

TOMMY: Acabaría harto después de unos veinte o treinta años.

GINA: A ver si os quitáis la venda (…). Aunque tengan los pezones perfectos y flexibles las caderas, si no hay algo más para mantener una relación aparte de lo meramente físico, con el tiempo envejecerá muy mal. A ver, muchachos, si conseguís centraros un poco. De otro modo el futuro de la raza humana está en peligro.

WILLY: ¿Qué te parece, Tommy?

TOMMY: Yo qué sé. Tiene un culo estupendo.

WILLY: Y bonitas tetas. Anda, vamos.

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Dos píldoras de Charles Bukowski: El borracho y Factótum

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Si la expresión «escritor de culto» es aplicable a alguien es sin duda a Charles Bukowski, paradigma del llamado «realismo sucio» de la literatura norteamericana contemporánea. Autor de decenas de novelas (La máquina de follar, Factótum o Pulp, por citar tres), multitud de relatos cortos e incontables poemas, era cuestión de tiempo que sus libros o la atmósfera que retrata en los mismos fueran llevados al cine, directamente o por imitación. El no menos de culto cineasta francés nacido en Teherán Barbet Schroeder (convertido en cineasta en plena nouvelle vague junto a Jean-Luc Godard y Jacques Rivette, y autor de películas tan variopintas, tanto en Hollywood como fuera de él, como More, La Vallé, Mujer blanca soltera busca, El misterio Von Bülow, La virgen de los sicarios o la impresionante dupla de documentales General Idi Amin Dada, sobre el dictador ugandés, y El abogado del terror, sobre el abogado Jacques Verges) llevó a la pantalla El borracho (Barfly, 1987), con guión del propio Bukowski inspirado en su propia biografía.

Su trasunto, Henry Chinaski (interpretado por Mickey Rourke en lo que bien podría haber sido el mejor papel de toda su carrera hasta su reciente y magistral caracterización de la derrota en El luchador), es un joven escritor, genial y lúcido, cuyas virtudes son favorecidas por el ingente consumo de alcohol y la vida nocturna a borbotones. Su local favorito es El cuerno de oro, lugar frecuentado por un conjunto de múltiples territorios humanos de la noche de lo más exótico: vagabundos, putas, tipos solitarios, desechos sociales y demás individuos marginales (incluido el propio Bukowski sentado en un taburete ante la barra). El aliciente de la noche suelen protagonizarlo Henry y Eddie, el barman del turno de noche, cuyas peleas son objeto de apuesta por el resto de los clientes. Si Henry gana, se gasta los pavos ganados en copas o putas. Si pierde, Jim, el barman del turno de día, le cura las heridas y le da alguna que otra copa gratis. Y así es la vida de Henry hasta que una noche conoce a Wanda (Faye Dunaway), una mujer de de belleza residual que tiene tanta afición a la soledad y al alcohol como él mismo.

La película es un catálogo de excesos interpretativos y narrativos, aunque para apreciarlos en lo que valen y no llevarse la impresión de que asistimos a una pantomima artificiosa, a un desbocado tributo a una vida al límite de alcohol, drogas y agresividad social, es imprescindible verla en versión original (la diferencia es tal, que la gran interpretación de Rourke se convierte en una nulidad en la versión doblada). Por lo demás, la película es más bien un producto para lectores fieles de Bukowski (o de la música: la banda sonora contiene piezas de Mahler, Beethoven, Mozart o Händel, entre otros), acostumbrados a esos personajes derrotados, a la figura del perdedor en escenarios de tugurios nocturnos, moteles, habitaciones cochambrosas, cucarachas, suciedad y barrios marginales de naves vacías, bares poco frecuentados y calles semidesiertas, retratado como un hombre desaliñado, sin afeitar, de ropa arrugada y llena de lamparones, de talento e inteligencia innegables pero de vida anárquica, sostenida por el alcohol, una vida en la que la comida pinta poco y el agua todavía menos, ni para beber ni por higiene. Y desde esa perspectiva, pequeñas dosis de lucidez en forma de reflexiones interesantes, de píldoras de sabiduría concentrada en lo que es un análisis demoledor de la sociedad actual, críticas devastadoras a una hipocresía instalada como valor fundamental y único de un desierto intelectual en el que los individuos ya no saben vivir como tales, sino produciendo por objetivos, vitales o económicos, utilizando para ello ese ser acabado como metáfora del alma del hombre contemporáneo, consumido por enormes debilidades sin que lo sepa o bien acomodándose a ello, resignándose, entregándose, revolcándose en ellas, asumiendo el final pero disfrutando de todo lo que le dan hasta que ese inevitable momento llegue. Un personaje, un esperpento deliberado cuyo rechazo por parte de la «gente bien» es una inteligente forma de retratar el inconsciente autorrechazo por sí mismos. Continuar leyendo «Dos píldoras de Charles Bukowski: El borracho y Factótum»