Cine en fotos: Cartago Cinema (Mira Editores, 2017)

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De repente lo vi claro: la película hablaba de nosotros. No creo en señales divinas, energías sobrenaturales, designios de la providencia ni tonterías similares, pero reconozco que para ser simple casualidad lo era de las grandes, de las increíbles, de las que despiertan la fe de los crédulos en cualquier cosa que desconozcan o que no comprendan.

Un sheriff borracho encierra en la cárcel del pueblo, acusado de chantaje, extorsión, amenazas e incitación al asesinato, al gran potentado de El Dorado, dueño directo o indirecto de casi todo lo que en aquella tierra crece por encima del ras de suelo. El sheriff se propone tenerlo bajo custodia los días que tarde en llegar el comisario federal para llevarlo a un tribunal de la gran ciudad. Su único apoyo, un ayudante anciano y medio loco con nombre de toro, veterano de las guerras indias, que dispara con arco y flechas y toca la corneta antes de atacar. Frente a ellos, los esbirros del detenido, tipos duros y mal encarados, peones de rancho, conductores de ganado, domadores de caballos, ladrones y cuatreros, unos individuos de cuidado, sin escrúpulos, decencia, ética o respeto por la ley o por quienes la representan. Además, una banda de pistoleros contratados para lograr la evasión, delincuentes que no vacilarán en acribillar por la espalda al sheriff y a su subalterno en la primera ocasión. La cosa pinta mal, dos contra mil. Pero aparece el socorro salvador, un famoso pistolero, antiguo amigo y compañero de correrías del sheriff, cuyo pasado no siempre fue del todo limpio ni brillante, que llega a El Dorado en el momento crítico acompañado de un joven jugador de cartas que luce chistera, nunca ha disparado un revólver y busca venganza en los matones contratados por el hombre rico porque acabaron con su mentor y padre adoptivo. Todo el pueblo mira para otro lado excepto las chicas, la dueña del saloon, amiga y amante del pistolero recién llegado, y la hija de una de las víctimas de las malas artes del arrestado, que se suma al bando de los buenos y simpatiza con el muchacho del sombrero exótico. Disparos, acción, humor, amistad, emoción. Cine puro para que todo acabe bien. Un final feliz remojado en sangre ocasional, circunstancial, irrelevante, olvidable. Grupo doble cero, erre hache impreciso, invisible, como en los juegos de la infancia.

Estaba por ver cómo acabaría lo nuestro. Ballard encajaba más con Lee Marvin que con Robert Mitchum, pero lo clavaba en lo referente a su borrachera perpetua y al empeño, más o menos sincero o forzado, de recurrir a la legalidad. Enfrente, el mandamás, un Américo Castellano que recordaba más a Jackie Gleason o Broderick Crawford que a Ed Asner, pero que cumplía a la perfección como poder omnímodo en la sombra y también a pleno sol de mediodía, un hombre que pretendía ocultar el crimen que había cometido, ordenado cometer o cuya comisión había ayudado a encubrir y olvidar. El juez Aguado, aunque no podía darse cuenta, hacía las veces de Christopher George, el amanerado mercenario adornado con una cicatriz, más ruido que nueces, un vulgar segundón. Junto a Ballard-Marvin-Mitchum, el ayudante estrafalario, Monty Grahame, no tan demacrado ni, desde luego, tan escuálido como Arthur Hunnicutt, pero con un guardarropa que serviría como supletorio para Alicia en el país de las maravillas; el pistolero reputado y experimentado, Lino Guardi, no el doble sino más bien la mitad de John Wayne, se había saltado el guion, se había vuelto contra su “amigo” y había salido de cuadro; por último, el joven valiente y apuesto tocado con chistera (con gorra de león rampante en este caso), inexperto pero voluntarioso, algo inconsciente pero entusiasta, viril, apasionado, cerebral, sensato, amable, recto… El vivo retrato de James Caan pasado por el filtro de Elliott Gould, es decir, mejorado y aumentado, sobre todo de peso. Y, por supuesto, Martina Bearn, la síntesis perfecta de Charlene Holt, la mujer de mundo que se las sabe todas, sobre todo acerca de cómo manejar a los hombres, y la inquieta y rebelde Michele Carey, chicazo curvilíneo y muy femenino que monta a caballo y dispara el rifle (uno como el de Ballard) mejor que sus hermanos. Hasta la casa del Cartago se asemejaba al cuadrado edificio de piedra y ladrillo con portones de madera y contraventanas con mirilla para disparar que hacía las veces, todo en uno, de cárcel y oficina del sheriff de El Dorado. Por si fuera poco, la película se rodó en Tucson, Arizona, entre finales de 1965 y principios de 1966, cuando Ballard andaba por allí alternando estudios y crónicas cinematográficas, como la que escribió del rodaje para el Republic en enero del 66. Todo parecía corresponderse de alguna manera con nosotros, salvo la sangre vertida o por verter.

Una sociedad perfecta: Los cautivos

Entre 1956 y 1960 el dúo Budd Boetticher (director) y Randolph Scott (actor protagonista) filmó una serie impagable de siete westerns imprescindibles, algunos de ellos con la aportación de un guionista que encajó como un guante entre ambos, Burt Kennedy, cuya posterior carrera como director no estuvo a la altura de sus excepcionales trabajos en la escritura. Estas películas se caracterizan por subvertir no poco los pilares esenciales del western y por camuflar como estética de serie B lo que es una opción auténtica y deliberada por la austeridad formal, la economía narrativa y una apuesta por la tragedia violenta y un Oeste crepuscular (en plenos años 50, mientras Ford, Mann, Hawks o Hathaway todavía se volcaban en los grandes westens clásicos) contrario a las historias épicas, nacionalistas y luminosas del mito de la conquista del Oeste, pero conservando al mismo tiempo un altísimo grado de perfección en la caracterización de personajes (exceptuando, quizá, precisamente al protagonista, siempre reducido a la categoría de bloque monolítico ajustado a las escasas dotes interpretativas de Scott, también productor de los filmes), ambientes y situaciones, en ocasiones tan cercanas al western como al cine negro, y el minucioso funcionamiento de unos guiones invariablemente complejos y milimétricamente exactos.

En Los cautivos (The tall T, 1957), Burt Kennedy adapta una historia de Elmore Leonard que cuenta las circunstancias del secuestro de un grupo de personas a manos de tres forajidos peligrosos. Pat Brennan (Scott) acaba de perder su caballo en una apuesta con su antiguo jefe, y tiene que volver a su rancho arrastrando su silla de montar por el pedregoso camino que cruza una zona desértica. La suerte quiere que llegue a su altura una diligencia conducida por su buen amigo Ed (Arthur Hunnicutt), que no cubre la línea regular sino que es un transporte especial contratado por el malhumorado y antipático Willard Mims para él y su esposa Doretta (Maureen O’Sullivan). En contra de la opinión de Mims, Ed se ofrece a llevar a Pat, pero en la primera parada de la diligencia, unos bandidos que esperaban la diligencia habitual para hacerse con la caja del dinero atacan al grupo después de haberse deshecho de los administradores del puesto. El asalto falla, pero Mims, preso de su carácter egoísta y dispuesto a todo para salvarse, revela la identidad de su mujer y su pertenencia a una riquísima familia de los contornos, lo que permite al grupo pedir un rescate a cambio de su libertad y así elimina el peligro de una muerte pronta para todos a la espera de la nueva diligencia. Los forajidos se llevan a los prisioneros a una cueva del desierto mientras conciertan con el padre de Doretta la entrega de un sustancioso rescate. Hasta que ese momento llegue, Mims, Doretta y Brennan están a salvo, pero nadie sabe cuáles son los planes de los ladrones una vez que se hayan hecho con el dinero…

La película posee una presentación y caracterización de personajes soberbia en su brevedad y concisión. El inicial viaje de Scott a la ciudad permite en primer lugar que el espectador conozca a quienes habitan en el puesto que visitará posteriormente la diligencia, de manera que su destino, que se revela como una bomba más adelante del metraje pero que queda fuera de tiempo y de campo en la narración, impacta sobremanera al público y lo envuelve en el halo de conmovedor dramatismo y violencia sin restricciones que preside las cintas de Boetticher. Con la llegada de Scott al pueblo son Ed, un veterano conductor de diligencias de vuelta de todo, Willard Mims, arisco, egoísta e interesado, y su esposa Doretta, débil, tímida, callada, quienes quedan de inmediato retratados y dispuestos para su posterior convivencia bajo la amenaza de una muerte casi segura. Por último, tras la magistral secuencia del asalto, esas voces conminatorias provenientes de la oscuridad de la casa y esos disparos surgidos de no sé sabe dónde que obligan a los viajeros a deponer las armas y entregarse a sus captores, es la tripleta de forajidos encabezados por Frank Usher (Richard Boone) los que muestran sus personalidades en pinceladas tran breves como certeras: Usher es un tipo reflexivo, inteligente, mesurado, no es un malvado plano, un villano de libro, sino un tipo dotado de humanidad, capaz de buenas y malas acciones, y consciente de que poniendo en marcha las segundas puede conseguir sus objetivos en menos tiempo; Billy Jack (Skip Homeier) es joven e impulsivo, avaricioso e ingenuo; por último, Chink (Henry Silva), pistolero profesional, atraído por el poder de la violencia, por la adrenalina de matar. Continuar leyendo «Una sociedad perfecta: Los cautivos»

Un western (más bien southeastern…) de Raoul Walsh: Tambores lejanos

Raoul Walsh es uno de los grandes maestros del cine de acción y aventuras del periodo clásico de Hollywood. Miembro junto a John Ford, André de Toth, Fritz Lang y Nicholas Ray del llamado «club del parche», comparte con Ford algunos de sus rasgos creativos y narrativos más importantes (Walsh es autor de excelentes westerns como Murieron con las botas puestas, 1941) además de su origen irlandés (en el caso de Walsh, además, mezclado con algo de sangre española) y la pertenencia a una familia involucrada secularmente en la oposición a la ocupación inglesa de la isla verde. Maestro del western, del cine de gangsters, del bélico, de la acción, de la aventura, también era un genio revistiendo los argumentos de algunas de sus películas de género de las notas características de cualquiera de los otros en los que era un experto a fin de obtener una película nueva en la forma pero auténticamente un remake en el fondo. Si en 1949 Walsh convirtió la estupenda El último refugio (1941) en el western Juntos hasta la muerte, superior incluso a su modelo original, en 1951 tomó su obra maestra bélica Objetivo: Birmania (1945) como fuente poco disimulada para Tambores lejanos, western atípico no por sus notas características sino por su demarcación geográfica, ya que no transcurre en el Oeste americano sino en el Sudeste, en los pantanos de la Florida de 1840.

A mediados del siglo XVIII la tribu de los semínolas, o seminolas, se separó de la nación creek para constituir una tribu independiente. Desde entonces guerrearon tanto contra los españoles como contra las tribus vecinas a fin de conseguir un territorio propio. Cuando los Estados Unidos consiguieron su independencia (1783), de inmediato pusieron sus ojos el sur, los dominios españoles de Florida, especialmente tras la fallida invasión de Canadá y la derrota ante los británicos en 1812-14, que ocuparon Washington e incendiaron el Capitolio. Tomando como excusa (los Estados Unidos, siempre preocupados porque sus guerras de invasión y conquista parezcan justas y defensivas, buscan en cada ocasión excusas que justifiquen publicitariamente el envío de tropas y su muerte en combate, además de las acciones contra el enemigo, al que le pretenden negar cualquier legitimidad como tal) la acogida que los indios seminolas daban a los esclavos negros huidos de los Estados Unidos en territorio español (de hecho hay toda una rama de la tribu seminola desde entonces denominada «seminolas negros»), los norteamericanos comenzaron un acoso sistemático y una intensa hostilidad creciente contra la presencia española en Florida que terminó con la venta, a precio de ganga, de la colonia por parte del Gobierno español a los Estados Unidos (1819). La nueva autoridad colonial impuso a los indios seminolas la obligación de trasladarse al territorio de Oklahoma. Algunos aceptaron; otros se rebelaron y lucharon en una guerra de siete años contra las tropas norteamericanas que concluyó en 1841 con la derrota seminola y casi su exterminio total de la península de Florida. Hoy su población se ha recuperado hasta los niveles del siglo XVIII y se reparte por Oklahoma y Florida, mientras que los seminolas negros están presentes tanto en Texas y México como en las islas Bahamas (no saben nada los seminolas estos…).

Valga el párrafo anterior como contextualización porque poco o nada de esto cuenta el guión de Martin Rackin y Niven Busch en esta estupenda película de aventuras de Raoul Walsh, que además de presentar una historia de incursión militar en terreno enemigo permite reflexionar acerca de las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Contada a modo de flashback desde el punto de vista del teniente Tufts (Richard Webb), oficial de la marina cuya misión es proveer y hacer llegar al ejército que combate en la jungla una embarcación adecuada para la navegación de una compañía de soldados por los lagos interiores de la península, el auténtico vehículo de la trama es el capitán Quincy Wyatt (Gary Cooper), un militar norteamericano que vive lejos de la civilización, adaptado a la perfección a la vida en la naturaleza de Florida, y que mantiene excelentes relaciones con los indios creek y con los seminolas; su difunta esposa era una de ellos, y su hijo, todavía un niño pequeño, es por tanto mestizo. El capitán Wyatt debe dirigir una compañía de soldados hasta una antigua fortaleza española que sirve de base a los traficantes de armamento que hacen llegar fusiles, munición, pólvora y explosivos a los indios. Una vez tomada la fortaleza, debe volver a la base, pero su retorno se complica por la rápida persecución de una numerosa partida de seminolas y también porque su marcha se ve ralentizada por la necesidad de llevar consigo un grupo de rehenes rescatados del fuerte, entre ellos Judy Beckett (Mari Aldon), una joven de aires aristocráticos que estaba prisionera de los seminolas.

Walsh imprime a los ciento un minutos de duración de la película un ritmo narrativo vigoroso, vibrante, amplificado por la grandiosa partitura de Max Steiner, Continuar leyendo «Un western (más bien southeastern…) de Raoul Walsh: Tambores lejanos»

El Dorado: western glorioso de Howard Hawks

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Con la voz de George Alexander en este clásico de las bandas sonoras del western y con unos títulos de crédito que en su evocación del romanticismo y el legendario sabor del viejo oeste alcanzan la categoría de obra de arte da comienzo uno de los más grandes westerns jamás filmados, obra de ese genio de la dirección llamado Howard Hawks, para muchos el director más capaz y más completo de la historia del cine, y desde luego, el más versátil de la época clásica; lo hizo todo y todo lo hizo bien: cine de aventuras, dramas, musicales, westerns, cine negro, comedias… La perfección como creador de este magnífico director, para quien escribe uno de los diez imprescindibles de la Historia del Cine y quizá injustamente relegado a una segunda categoría en el imaginario colectivo, encuentra una nueva muestra en este esplendoroso western de 1966 que tiene en su reparto al inefable John Wayne, acompañado de otro peso pesado como Robert Mitchum y de secundarios tales como Arthur Hunnicut, Ed Asner y un joven James Caan.

Con este principio, uno no tiene dudas de que se está internando en una historia muy especial. Y El Dorado (no confundir con la cinta de Carlos Saura sobre La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, adaptación del aragonés Ramón J. Sender) es mucho más que especial y, desde luego, mucho más que un mero «auto-remake» como muchos críticos la califican, rodado por Hawks a partir de su anterior y también maravillosa Río Bravo (1959). Continuar leyendo «El Dorado: western glorioso de Howard Hawks»