El western depurado: Estación Comanche (Comanche Station, Budd Boetticher, 1960)

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No se puede completar el catálogo de buenos westerns del periodo clásico sin recurrir a las colaboraciones del director Budd Boetticher, el guionista (y posteriormente también director de estimables westerns) Burt Kennedy y el actor Randolph Scott. Antaño secundario de comedias locas, generalmente en el marco de la guerra de sexos de los años treinta y cuarenta (a menudo con su «más que amigo» Cary Grant como protagonista principal), el plano y ‘sosainas’ de Scott encontró en el western de serie B el acomodo para una carrera irregular y siempre pendiente del hilo de la irrelevancia, y aunque muy pocos son los títulos que valga la pena salvar de la quema de lo más vulgar del género, sus trabajos para Boetticher , como Los cautivos (The tall T, 1957) -o en Duelo en la Alta Sierra (Ride in the High Country, Sam Peckinpah, 1962)-, sí merecen recuperación y reconocimiento, además de proporcionar un buen disfrute.

Las estrictas limitaciones presupuestarias pese a, en este caso, contar con el respaldo de la Columbia Pictures fuerzan la necesaria sencillez del planteamiento y del desarrollo del filme. En un paisaje desolado y despoblado, Cody (Scott) ejerce muy particularmente la «profesión» de comanchero: ofrece telas, collares, abalorios y algún que otro rifle a cambio de la liberación de aquellos cautivos blancos secuestrados en las correrías indias. En una de sus misiones se trata de una mujer, la señora Lowe (Nancy Gates), por cuya liberación su esposo ha ofrecido cinco mil dólares de recompensa. En el trayecto de vuelta, a la amenaza comanche se une la de otros interesados en el botín, encabezados por Lane (Claude Akins), cuyo interés por la mujer excede lo meramente crematístico. Planteada una situación límite, como ocurre con todos los guiones de Kennedy para Boetticher, el desarrollo del argumento consiste en la interacción constante entre personajes: Cody, la señora Lowe, Lane y sus dos jóvenes esbirros transitan invariablemente entre la razón y el deseo, entre la moral y la codicia (Cody, por supuesto, es el más íntegro del grupo, y la señora Lowe la más inocente); como sucede siempre también en los guiones de las colaboraciones Boetticher-Kennedy, el panorama se complementa con el implacable peso del pasado. Por una parte, Cody y Lane arrastran cuentas pendientes desde que ambos pertenecían al ejército y se vieron involucrados en un incidente que precisó de un expediente disciplinario. Por otro lado, el propio Cody tiene una buena razón para buscar cautivos blancos entre los comanches, actividad a la que lleva dedicándose más de diez años.

De este modo, el guión teje una tela de araña de intereses, deseos, ambiciones y anhelos que chocan constantemente entre sí, y que dependen en última instancia de un factor exterior, los comanches en pie de guerra, que amenazan con convertir todo eso que para ellos es tan importante en simple papel mojado subordinado a las necesidades de la supervivencia. Continuar leyendo «El western depurado: Estación Comanche (Comanche Station, Budd Boetticher, 1960)»

Una sociedad perfecta: Los cautivos

Entre 1956 y 1960 el dúo Budd Boetticher (director) y Randolph Scott (actor protagonista) filmó una serie impagable de siete westerns imprescindibles, algunos de ellos con la aportación de un guionista que encajó como un guante entre ambos, Burt Kennedy, cuya posterior carrera como director no estuvo a la altura de sus excepcionales trabajos en la escritura. Estas películas se caracterizan por subvertir no poco los pilares esenciales del western y por camuflar como estética de serie B lo que es una opción auténtica y deliberada por la austeridad formal, la economía narrativa y una apuesta por la tragedia violenta y un Oeste crepuscular (en plenos años 50, mientras Ford, Mann, Hawks o Hathaway todavía se volcaban en los grandes westens clásicos) contrario a las historias épicas, nacionalistas y luminosas del mito de la conquista del Oeste, pero conservando al mismo tiempo un altísimo grado de perfección en la caracterización de personajes (exceptuando, quizá, precisamente al protagonista, siempre reducido a la categoría de bloque monolítico ajustado a las escasas dotes interpretativas de Scott, también productor de los filmes), ambientes y situaciones, en ocasiones tan cercanas al western como al cine negro, y el minucioso funcionamiento de unos guiones invariablemente complejos y milimétricamente exactos.

En Los cautivos (The tall T, 1957), Burt Kennedy adapta una historia de Elmore Leonard que cuenta las circunstancias del secuestro de un grupo de personas a manos de tres forajidos peligrosos. Pat Brennan (Scott) acaba de perder su caballo en una apuesta con su antiguo jefe, y tiene que volver a su rancho arrastrando su silla de montar por el pedregoso camino que cruza una zona desértica. La suerte quiere que llegue a su altura una diligencia conducida por su buen amigo Ed (Arthur Hunnicutt), que no cubre la línea regular sino que es un transporte especial contratado por el malhumorado y antipático Willard Mims para él y su esposa Doretta (Maureen O’Sullivan). En contra de la opinión de Mims, Ed se ofrece a llevar a Pat, pero en la primera parada de la diligencia, unos bandidos que esperaban la diligencia habitual para hacerse con la caja del dinero atacan al grupo después de haberse deshecho de los administradores del puesto. El asalto falla, pero Mims, preso de su carácter egoísta y dispuesto a todo para salvarse, revela la identidad de su mujer y su pertenencia a una riquísima familia de los contornos, lo que permite al grupo pedir un rescate a cambio de su libertad y así elimina el peligro de una muerte pronta para todos a la espera de la nueva diligencia. Los forajidos se llevan a los prisioneros a una cueva del desierto mientras conciertan con el padre de Doretta la entrega de un sustancioso rescate. Hasta que ese momento llegue, Mims, Doretta y Brennan están a salvo, pero nadie sabe cuáles son los planes de los ladrones una vez que se hayan hecho con el dinero…

La película posee una presentación y caracterización de personajes soberbia en su brevedad y concisión. El inicial viaje de Scott a la ciudad permite en primer lugar que el espectador conozca a quienes habitan en el puesto que visitará posteriormente la diligencia, de manera que su destino, que se revela como una bomba más adelante del metraje pero que queda fuera de tiempo y de campo en la narración, impacta sobremanera al público y lo envuelve en el halo de conmovedor dramatismo y violencia sin restricciones que preside las cintas de Boetticher. Con la llegada de Scott al pueblo son Ed, un veterano conductor de diligencias de vuelta de todo, Willard Mims, arisco, egoísta e interesado, y su esposa Doretta, débil, tímida, callada, quienes quedan de inmediato retratados y dispuestos para su posterior convivencia bajo la amenaza de una muerte casi segura. Por último, tras la magistral secuencia del asalto, esas voces conminatorias provenientes de la oscuridad de la casa y esos disparos surgidos de no sé sabe dónde que obligan a los viajeros a deponer las armas y entregarse a sus captores, es la tripleta de forajidos encabezados por Frank Usher (Richard Boone) los que muestran sus personalidades en pinceladas tran breves como certeras: Usher es un tipo reflexivo, inteligente, mesurado, no es un malvado plano, un villano de libro, sino un tipo dotado de humanidad, capaz de buenas y malas acciones, y consciente de que poniendo en marcha las segundas puede conseguir sus objetivos en menos tiempo; Billy Jack (Skip Homeier) es joven e impulsivo, avaricioso e ingenuo; por último, Chink (Henry Silva), pistolero profesional, atraído por el poder de la violencia, por la adrenalina de matar. Continuar leyendo «Una sociedad perfecta: Los cautivos»