Cine es sinónimo de Bresson: Pickpocket (Robert Bresson, 1959)

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La mirada de Robert Bresson se dirige a los detalles como prácticamente la de ningún otro cineasta. Su ojo rastrea la realidad, la explora, la disecciona, la presenta en su desnudez, sin impostaciones dramáticas, para ofrecer composiciones complejas que van de lo poético a la materialización en imágenes de contenidos filosóficos, pero que sobre todo exudan autenticidad, vida. El falsamente azaroso paseo del objetivo por el entorno circundante extrae el meollo emocional de una aparente nada bajo la que bulle un torbellino de pasión y contradicción. Desprovisto en su mayor parte de música, el estilo de Bresson la utiliza de manera primordial para puntuar aquellas situaciones en que las imágenes precisan un subrayado, una pulsión emotiva adicional. En Pickpocket (1959) el objeto de la mirada de Bresson es un joven intelectual pero desafecto con la sociedad francesa del momento (Martin LaSalle), que por imperiosa necesidad económica comienza a actuar como carterista. Una vez pagada la novatada con una rápida detención y, acogido por un ladrón experto, desarrolla y perfecciona su técnica para elaborar sofisticados hurtos, en solitario y en equipo. El estímulo económico deja paso a la satisfacción personal, a una especie de autorrealización artística, y esta a una extraña pulsión, entre el placer y la culminación emocional, que lleva al joven a crecerse en su actividad delictiva al tiempo que aumenta su aislamiento y su recelo respecto a la sociedad. Solo su novia (Marika Green) representa un oasis de humanidad en una existencia que ha ido despojándose poco a poco de compañía (al fallecimiento de su madre se une el distanciamiento de sus amigos).

Bresson manifiesta una vez más su predilección por intérpretes que no «actúen». Sus caracterizaciones son minimalistas, evitan cualquier gesticulación, todo ademán dramático, reducen la modulación de la voz al mínimo, son inexpresivas, lacónicas, sus monólogos interiores, vertidos ocasionalmente como voz en off, puntean levemente el sentido de unas imágenes dotadas del poder demoledor de la sencillez más natural. Su tipificación deriva de su situación en el argumento, de las encrucijadas morales en que se encuentran, y que el público logra descifrar, acaso compartir, gracias a la habilidad de Bresson para disolver la cámara en el ojo del espectador. Así, el público comprende que para el joven delincuente su oficio de carterista es más que una manera rápida de hacerse con el dinero para subsistir. Su actividad se convierte en una representación artística destinada a un único espectador, él mismo. Para él, sus maniobras como carterista son una pura manifestación de emoción, su forma de expresar y comunicar sus sentimientos, sus estados de ánimo, de relacionarse con la sociedad. Allí donde su empatía no es capaz de abrirse paso, llegan sus largos, finos y diestros dedos, que roban carteras como la belleza de un rostro o el poder de atractivo de un cuerpo pueden robar el corazón y el deseo. Desarmado ante una emoción pura, el amor de la muchacha que ha cuidado de su madre hasta el final, el resultado es el caos, la incapacidad, la huida, el exilio, que no solo viene marcado por el acoso policial, sino, sobre todo, por su falta de herramientas para enfrentarse con éxito al amor, al menos hasta que es demasiado tarde y son los barrotes y los muros los que retienen sus sentimientos.

La simplicidad formal de la puesta en escena de Bresson, que combina los espacios populosos (hipódromos, bares, calles repletas, autobuses llenos o vagones de metro a rebosar) con la soledad del protagonista medida en la sobriedad cochambrosa de su minúsculo apartamento (o luego de su celda), marcha en paralelo de la pericia del trabajo de cámara al representar los distintos robos, siendo el destino de la mirada del cineasta las manos, las carteras, los bolsos, las papeleras o alcantarillas donde las carteras despojadas del dinero son arrojadas. Continuar leyendo «Cine es sinónimo de Bresson: Pickpocket (Robert Bresson, 1959)»