Caminos inescrutables: Nube de sangre (Edge of Doom, Mark Robson, 1950)

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Los caminos del señor son inescrutables, dice la cita popular a partir del versículo bíblico («Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!», Romanos 11:33); justamente lo mismo ocurre con los caminos del crimen. El joven Martin Lynn (Farley Granger) lo comprueba de primera mano en este drama con ribetes de cine negro que gira en torno a la idea del juicio divino, la expiación de los pecados, la misericordia y la posibilidad de redención. El muchacho es humilde y trabajador, solo vive para su madre enferma, para la chica que le gusta (Mala Powers) y para su trabajo como repartidor en una floristería, pero su destino no es vivir tranquilo. En un barrio desfavorecido en el que demasiadas personas (como sus vecinos de abajo, el golfo de Mr. Craig -Paul Stewart- y su chica, estereotipada mujer fatal, Irene -Adele Jergens-) y demasiadas cosas contribuyen a diluir el filo de la ley y aproximan la caída en desgracia, la vida cotidiana de Martin no tarda en torcerse. La razón, la grave enfermedad de su madre y el inevitable desenlace. Resentido por la muerte de su padre años atrás, por la desatención recibida por parte de su confesor, y conmovido por la vida de esfuerzos, privaciones y sacrificios que su madre, fervorosa creyente, tuvo que afrontar durante décadas para lograr sacarle a él adelante y apartarle del mal camino, Martin se convence de que ha acumulado suficientes méritos ante la Iglesia católica, que ya hizo caso omiso de sus necesidades cuando su padre falleció, para que esta se avenga a sufragar parte del gran funeral que el chico desea ofrecerle como homenaje cuando llegue la hora. Sin embargo, cuando esta se presenta, las exiguas capacidades económicas de la empobrecida parroquia que dirige el padre Kirkman (Harold Vermilyea) dificultan mucho la ayuda, algo que a Martin le cuesta aceptar hasta el punto de que pierde el dominio de sí mismo, esgrime un pesado crucifijo y cruza el límite del que su madre le protegió toda su vida…

En este punto, y siempre sobre los cánones formales del noir de la época, la historia, escrita por Philip Yordan, Charles Brackett y Ben Hecht, discurre en paralelo entre dos miradas, dos investigaciones, dos juicios. En primer lugar, la óptica policial, la persecución legal, la indagación detectivesca encabezada por el teniente Mandel (Robert Keith), que debe conducir al descubrimiento del culpable, su detención, juicio y condena, una condena indudablemente severa dadas las agravantes de alevosía y nocturnidad. Por otro lado, la perspectiva moral de un religioso, el padre Roth (Dana Andrews), el nuevo ayudante del padre Kirkman en la parroquia, cuyo olfato le pone acertadamente tras la pista del pecador, y que intenta comprender sus circunstancias personales, el entorno en que nació y se crió, las dificultades familiares que superó, los remordimientos que le atenazan y la pesada losa que representan las estrecheces de su presente y de su futuro, que condicionan y asfixian su día a día. Su objetivo no es justificar su crimen o exculparle ante los ojos vendados de la justicia, sino penetrar en su conciencia, remover sus sentimientos y lograr que confiese sus pecados a fin de obtener el perdón de Dios y, hasta donde la ley lo permita, la comprensión y benevolencia de los policías y los jueces. Así, la película transcurre por una doble vertiente criminal y espiritual, dos líneas que convergen y se separan y, como en el elemento clave que resuelve el argumento, la confusión de dos identidades, se confunden y se funden en una sola para ofrecer a Martin una segunda oportunidad, un renacimiento, una ocasión para la redención que pasa por reconocer sus pecados, pagar por ellos, expiar sus culpas y abrirse a la nueva vida plena que el reto de perdonarse a sí mismo puede proporcionarle.

Al margen de la investigación policial, la verdadera batalla se libra, por tanto, en la conciencia de Martin, que no es en absoluto un criminal sino un ser castigado por unas difíciles condiciones de vida, una biografía accidentada y un presente en el que se ve acosado por todo tipo de tormentos, sobre todo, los más duros, los interiores. La muerte de su madre, la soledad sobrevenida, el crimen cometido, las dudas del futuro con la mujer que ama, la pérdida de su empleo… La incomprensión de su situación por parte de todos (el padre Kirkman, su jefe en la floristería, los vecinos que solo buscan aprovecharse de él y limpiarle el poco dinero del que dispone), el peso de la fatalidad (aludida en el título original de la cinta, mucho más adecuado que el español), la angustia ante la incapacidad de encontrar una salida, nublan su buen juicio y amenazan con llevarle a un desenlace irreversible. Es ahí donde el padre Roth ejerce su presión y vuelca su influencia, ahí radica el clímax del drama. El registro de sombras y luces, de oscuridad y penumbras del cine negro, oportuna alusión visual al torbellino de contradicciones, pensamientos deprimentes y oscuros augurios que pueblan la mente del protagonista, se enriquece con una perspectiva social que muestra la vida en precario de Martin y sus convecinos, y también con las liturgias, el ceremonial y el marco formal, siempre entre lo austero y lo siniestro, aquí carente de grandiosidad (se trata de una parroquia modesta), de los ambientes católicos.

En el aspecto interpretativo destacan Farley Granger, un actor muy limitado en sus capacidades que quizá nunca ha estado mejor que en su personaje de joven atormentado, Paul Stewart, que siempre convence en sus papeles de tipos con dobleces y relajada moralidad, y Dana Andrews en el único personaje de la película que quizá no vive atenazado por alguna clase de miedo, a los otros o a sí mismo, el único, tal vez, que por sentirse en la compañía permanente de Dios, encuentra la manera de enfrentarse a todo, de encararlo todo. Aunque, como él mismo explica en el largo flashback en que consiste la película, probablemente fuera la historia del pobre Martin la que lograra ese efecto en él. Contada con un ritmo seco y preciso, poblada de diálogos duros y lacónicos sobre temas de enjundia como la ira, la culpa, el odio, el amor, el rencor y el perdón, situada en ambientes sórdidos y amenazantes que son trasunto de la azorada sensibilidad del joven protagonista y que al mismo tiempo permiten adivinar la tutela o supervisión divina (a través del ojo de la cámara, de los ángulos y perspectivas) en lo que está aconteciendo, la película ilustra el concepto que el padre Roth maneja de Dios y de la fe como campo de pruebas en el que encontrar el propio camino (no en vano, es él quien narra la historia). Un camino que puede ser un valle de lágrimas, pero que indudablemente conduce a la perfección, al conocimiento y reconocimiento de uno mismo cuando se encuentra la vía de la aceptación (una forma algo tramposa de referirse a la resignación, esto es, a la sumisión), o que depara el castigo más cruel cuando no hay propósito de enmienda o se recrea y reafirma uno en el error (el desenlace del personaje de Paul Stewart, víctima final del «milagro negativo» que actúa como contrapunto del «milagro positivo» del que Martin es beneficiario inicial, cambiando así sus posiciones). Y es que quizá la idea de Dios, la efectividad de la fe, no consistan en otra cosa que en estar a bien con la propia conciencia, en vivir sin cuentas pendientes, sin remordimientos, en una paz interior que resulte del propio convencimiento de estar haciendo lo moralmente correcto. O al menos, ese es el tipo de mensaje que interesaba difundir en el Hollywood de la época conforme al Código Hays, y que obliga a desplazar la película, a pesar de sus vínculos formales, de la senda del cine negro a la del drama criminal: aquí no triunfa el fatum; por encima de la fatalidad hay un poder superior, que es el de Dios, y que en su exposición formal se asemeja, y no poco, a los finales felices (en este caso, dentro de lo que cabe) de la Meca del Cine. Porque, para milagros, los de Hollywood.