Mis escenas favoritas: Entrevista (Intervista, Federico Fellini, 1987)

Mágico momento de esta tragicomedia sobre el cine dirigida por Federico Fellini en conmemoración íntima y personal del quincuagésimo aniversario de los estudios Cinecittá. Marcello Mastroianni y Anita Ekberg por partida doble, y el cine como máquina del tiempo que conserva incólume lo que el tiempo, eterno guardián, siempre altera y desgasta. La magia del cine casi en modo tangible, la materia de la que se hacen los sueños al alcance de la mano. La nostalgia y la melancolía en estado sólido.

2 comentarios sobre “Mis escenas favoritas: Entrevista (Intervista, Federico Fellini, 1987)

  1. Una maravilla rica en matices más que sutiles. Ay, la de cosas que se podrían decir de ella. Solo el arranque ya da para un festín de buenas conversaciones. Empieza con la entrada en escena y en Cinecittà de toda una caravana de coches, en procesión, en el silencio de la noche, con los perros como únicos testigos, como al final del filme. Es Cinecittà, de noche, iluminada por la luna, planetaria y falsa -una maqueta-: la introducción mágica, nocturna y soñada en una galaxia, como presentación de lo que va a ser esta película, aunque nosotros ya estamos dentro de la Cinecittà real. Ahora vamos a entrar en la de Fellini por un juego de prestidigitación de la propia puesta en escena, y con Fellini como prestidigitador.

    El tema del prestidigitador, tan caro a Fellini y que parece en “Otto e mezzo” como evocador de la infancia a través de la palabra mágica “Asa-Nisi-Masa”, se recupera en “Intervista” de un modo explícito por medio de la aparición circense del gran Mastroianni caracterizado como el mago Mandrake para un spot publicitario. Este personaje de tebeo pone en marcha con su varita los recuerdos de una manera irónica, haciendo bajar una sábana sobre la que van a proyectarse no parcelas de la memoria personal sino escenas de una obra ya hecha: “La dolce vita”. Aunque el resultado discursivo sea el mismo, hay latente en esta operación casi cruel la sensación melancólica de que la antigua magia evocadora ya no es posible. Lo que se convoca es un momento que no se puede transformar ni repetir sino solo reproducir mecánicamente: un momento único, cuando los actores eran unos hermosos jóvenes que ahora pertenecen a la galaxia del mito cinematográfico. Ese instante solo se deja homenajear y recordar, si acaso con una lágrima furtiva que debe acabar en risa, y compartirse en cuanto tiene de experiencia colectiva; los sentimientos personales ante este espejo carecen de sentido. La imposibilidad de recuperar lo que está preso para siempre del celuloide constituye la razón del juego interpretativo de Mastroianni retomando las palabras pronunciadas en aquel momento para, sin que nos demos cuenta, recitarlas en el presente, superpuestas y sincronizadas con las imágenes mudas. Por un momento llegamos a creer, como la propia Anita Ekberg – ¡pero ella también interpreta! -, que la escena de la Fontana di Trevi ha cobrado nueva vida, y que es “real” – propio de la película antigua- y verdadero lo que Marcello estaba diciendo. No tardamos en ser desilusionados, nosotros y ella – pero ella no, porque ella interpreta su desilusión-: no hay nada mágico en esas palabras maravillosas que el joven deslumbrado dirige a la diosa, a la amante, a la madre, a la primera mujer de la creación; solo hay arte y artificio: eso es el cine, una gran mentira en la que necesitamos creer, Mastroianni acaba gastándole una broma a la Ekberg, haciéndole la pregunta suprema: “¿Tienes aguardiente?” “Creo que yo también lo necesito”, responde ella con sabia resignación.

    En la escena de la Fontana di Trevi de “La dolce vita”: piedra angular de la cultura y de la imaginación del siglo XX, Mastroianni acaricia sin tocarlo el rostro de la Ekberg en una de las escenas de amor más bellas de la historia del cine, sublimación de una sensualidad que no se resuelve en el beso de Hollywood sino en la constatación súbita de que ha amanecido. Esas caricias sin tacto se repiten a la inversa en “Intervista”. Esta vez es Anitona, madura y más felliniana que nunca, quien toma entre sus manos la cara de Marecello, ni para hacer un elogio heroico de su belleza sino para preguntarle, en broma, con la amistosa crueldad de los actores entre sí, dónde tiene las cicatrices de los liftings…

    Dios mío, podría estar aquí todo el día escribiendo, emocionado y triste a la vez al sentir lo que era capaz de hacer el cine; de lo que nos hacía soñar. Por aquel entonces habían artistas y no gente haciendo, simplemente, películas. Ahora se las llama «audiovisuales». Me niego.

    Abrazos mil

    1. Detrás de esa mierda del «audiovisual» está esa cosa de la tecnificación, y también el deseo de meter en el mismo saco, como si se pudiera, los videojuegos, las series, la publicidad, el videoarte y todos sesos sucedáneos que, por mí, están de más.

      Un buen resumen-compendio de este momento tan mágico, que dice más de la naturaleza del cine que mil libros de teoría. De la naturaleza efímera y fragmentaria de la vida, de la memoria, del arte. Es enternecedor y terrible a la vez, pero una maravillosa plasmación de lo que Tarkovski o Deleuze hablan respecto al cine en su relación con el tiempo. Había pasado un cuarto de siglo, y parecían planetas distintos, seres distintos, medios distintos.

      Una de las más hermosas mentiras de este universo de hermosas mentiras que es el cine. Y qué forma más tierna, pero reveladora, de combatir la nostalgia y el sentimiento de pérdida, la de recurrir al humor, a la complicidad que solo da lo compartido. Un momento muiy hermoso que por eso mismo ha terminado llegando, probablemente tarde, aquí.

      Abrazos

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