Batiburrillo de la guerra Fría: La carta del Kremlin (The Kremlin Letter, John Huston, 1970)

The Kremlin Letter – film-authority.com

John Huston y Gladys Hill parten de una novela de espías de Noel Behn para crear un cóctel algo indigesto que bien pudiera servirse en el bar de un parque temático que tuviera como objeto recrear la Guerra Fría. Se toma un planteamiento próximo a las novelas y películas de James Bond: un agente norteamericano, Rone, «expulsado» de la Armada, es reclutado para una peligrosa misión dentro de la Unión Soviética, pero, además de recibir los pormenores de la encomienda y los gadgets que podrá utilizar para su desarrollo, antes debe, cual capítulo de Misión imposible, recorrer algunos lugares «paradisíacos» (México, San Francisco, Chicago…) para reclutar al equipo que debe trabajar con él tras el Telón de Acero (ninguno brilla especialmente por sus capacidades particulares, aparte de la experta en cajas fuertes (que resulta que a fin de cuentas no tiene que abrir ninguna…), salvo por lo que son, un proxeneta y entendido en drogas y adicciones de todo tipo, y un gay viejo verde). Se añaden unas gotas de John Le Carré, abandonando la espectacularidad y la acción de las historias de 007 para enfocar un relato más intimista, más preocupado por las emociones de los personajes y por los recovecos, apariencias, dobles juegos, traiciones y, finalmente, soledades, amarguras y decepciones de los espías implicados. Para darle cuerpo y amalgamarlo todo junto, se utiliza la fórmula de Alfred Hitchcock, el MacGuffin: la recuperación de un documento que, expedido irresponsablemente por el jefe máximo de una agencia de seguridad norteamericana, garantiza el apoyo de Estados Unidos a la Unión Soviética en cualquier operación que esta emprenda para neutralizar el programa nuclear chino (aparece un chino en la película, chivato y traficante de drogas, pero no se sabe cómo o por qué la carta termina en Pekín, o como dicen ahora los finolis y pijos idiomáticos, Beijing). Por último, el remate tomado de Graham Greene: uno de los misterios de la trama reside en el paradero de un antiguo agente, un mito llamado Sturdeman, cabeza de los espías de Occidente en el bloque comunista tras la Segunda Guerra Mundial, que todos dan por muerto pero sobre cuya desaparición planea la sombra de la duda y la incoherencia. Para camuflarlo todo y que parezca que lo que se cuenta tiene algún sentido, que los personajes están bien construidos, que la trama posee fluidez y consistencia, se añade el ingrediente maestro, el toque definitivo, un reparto de campanillas que haga que todo parezca más y mejor de lo que es: Richard Boone, Patrick O’Neal, Bibi Andersson, Max von Sydow, George Sanders, Orson Welles, Nigel Green, Dean Jagger, Lila Kedrova, Raf Vallone, Micheál MacLiammóir o el propio John Huston, entre otros.

Pero, a pesar de la macedonia de referencias, la película se construye a trozos, haciendo mejores algunas de sus partes separadas que el disparatado conjunto. Porque la labor fundamental, la localización del dirigente soviético que está en posesión de la carta y el pago de un soborno para su recuperación antes de que pueda hacerse pública y generar una crisis de imprevisibles consecuencias, se diluye en una considerablemente marciana espiral de maniobras e investigaciones absurdas, relatadas con todo lujo de detalles y una pomposidad supuestamente repleta de tensión, emoción y suspense que rara vez llega a algún sitio. En un primer momento, no queda claro cuáles son los graves hechos que se le imputan a Rone (Patrick O’Neal) para que el almirante que le comunica su expulsión de la Armada (John Huston) le eche semejante bronca. Tampoco se sabe qué agencia lo recluta, ni a quién sirven sus cabecillas (Dean Jagger y Richard Boone, con el cabello extrañamente teñido de rubio), los cuales parecen adjudicarle la misión pero que finalmente son los jefes del equipo que se desplaza a la Unión Soviética, quedando Rone, aparentemente imprescindible y cerebro del asunto, como simple secundario del montón. Los seudónimos de los agentes y del responsable de la agencia son más bien ridículos (Sweet Alice, «El salteador», etc.). No se sabe a qué viene la pelea de mujeres a la que Huston dedica tanta atención cuando Rone va a captar a The Whore (nombre muy significativo el del personaje de Nigel Green) a México; el ambiente gay de San Francisco en el que vive Warlock (George Sanders, presentado de manera impactante en su primera secuencia como travestido) es retratado de manera involuntariamente paródica (tanto como sucederá con el de Moscú más adelante en el metraje); el episodio de Chicago, cuando la chica experta en apertura de cajas fuertes (Barbara Parkins) debe sustituir a un padre ya acabado porque sufre de artritis en las manos (luego, repetimos, en ningún momento, ni la chica ni nadie, se verá en la tesitura de tener que abrir una caja fuerte), no tiene tres ni revés, pero además, cuando Rone debe «iniciarla» en el amor físico porque ella ha vivido siempre bajo el velo protector de su padre, no sabe lo que es el sexo y es posible que deba utilizarlo como herramienta en su labor de camuflaje, la historia alcanza cotas de imbecilidad realmente ofensivas para el espectador. Cosa que ocurre también cuando, para introducirse en la URSS y vivir en Moscú sin llamar la atención, no se les ocurre otra cosa que secuestrar a la familia del jefe del espionaje ruso en Estados Unidos, Protkin (Ronald Radd), y chantajearle para que este les ceda su vivienda moscovita del centro para utilizarlo como piso franco. Tampoco se entiende cómo infiltrándose en los ambientes de la prostitución, en el mundo gay y en el de los rateros y carteristas de Moscú van a localizar al alto cargo que posee la carta. No se sabe cómo ni por qué, si todos han entrado juntos en la URSS y comienzan a alojarse en el mismo piso, el de Protkin, al final terminan viviendo allí solo Ward (Boone) y Rone, mientras que los demás, sujetos a identidades falsas, deben buscarse el techo por su cuenta y volver al piso solo para comunicar el resultado de sus averiguaciones a «El gran mudo» (otro sobrenombre absurdo), un misterioso encapuchado (que no es otro que Rone, con el que han empezado su misión desde el principio y al que deben reconocer sin duda bajo la capucha), con el que deberán emplear una encriptada clave de chasquidos de dedos (en algún caso, hasta con guantes) antes de poder informar de viva voz. En el lado ruso, donde las luchas de poder entre agencias y sus responsables son tan encarnizadas como en la parte estadounidense, no se aclaran muy bien las implicaciones de la rivalidad entre Bresnavitch (Orson Welles) y el coronel Kosnov (Von Sydow) ni el papel de su esposa (Bibi Andersson), el contacto de Rone (que para ello se hace pasar por un prostituto georgiano…), en el asesinato del espía ruso, para el que también interpretó el papel de esposa, que llevó la carta desde Washington a Moscú y que pedía un millón de dólares para devolverla a los americanos.

La película es, por tanto, una confusa sucesión de sinsentidos y gratuidades contruida en forma de viñetas que, si bien por separado, en buena medida captan la atención de espectador a través de las puertas de intriga que abren a un desarrollo futuro (otras, sin embargo, como la pelea de las mexicanas, la del dormitorio entre Rone y la chica o la absurda pelea de Ward y Rone, que entre ellos se llaman, de forma bastante irritante, «sobrino» y «tío», respectivamente), no terminan de encajarse en un todo coherente y bien trabado. Solo la película engancha y parece coger tono y cuerpo cuando la misión es descubierta y sus miembros empiezan a ser perseguidos y capturados. Entonces cobra algo de vida, de tensión y de suspense, centrando el asunto en cómo los miembros del grupo lograrán escapar, si lo hacen, pero este prometedor giro se ven pronto arruinado cuando empiezan a ocurrir cosas fuera de cuadro que solo se cuentan de pasada en voz de alguno/s de los personajes, y también con la marcha de Ward a París, que no se sabe a qué viene, y su posterior regreso, momento en el que, por fin, se proporcionan todas las claves ocultas de los distintos misterios, de nuevo de oídas y confusa y desordenadamente, y que, a la postre, resultan no ser tan misteriosos, ni siquiera interesantes ni justificados.

En suma, se trata de una película poseedora de cierto brío narrativo, de una apariencia (presupuesto, puesta en escena, acción) que puede dar el pego, de una afmósfera general bien recreada y construida, que cuenta con algunas interpretaciones aceptables e incluso brillantes (Von Sydow, Welles, Boone, Kedrova…), con algunas secuencias de mérito (siempre y cuando se desconecten del resto del desarrollo dramático), bastante osada en sus continuas alusiones sexuales (no solo una espía en ciernes pide a uno más experimentado que la inicie sexualmente; no solo parte del argumento requiere aproximarse a los ambientes gays de San Francisco y de Moscú: el personaje de Bibi Andersson manifiesta un interés claro y apremiante por el sadomasoquismo, mientras que la hija de Protkin es secuestrada gracias a que es seducida por una agente americana, lo que incluye encuentros sexuales que son grabados clandestinamente y proyectados a su padre para lograr que les permita ocupar su piso moscovita) pero que falla estrepitosamente en la construcción del guion, en su coherencia y en la exposición clara, ordenada y coherente de la absurdamente retorcida trama, que termina siendo un guirigay estridente, caricaturesco, inverosímil e involuntariamente cómico, un absoluto desmadre no sujeto a ningún control dramático o narrativo que solo revela el profundo aburrimiento de John Huston por un proyecto que, a priori, con ese reparto, y producido por la 20th Century Fox, debía de haber sido, a todos los niveles, mucho más estimulante.

6 comentarios sobre “Batiburrillo de la guerra Fría: La carta del Kremlin (The Kremlin Letter, John Huston, 1970)

  1. Pues es una de las películas del señor Huston que no he visto. Me llama la atención al indagar por la red que esta obra esté entre «Paseo por el amor y la muerte» (qué ganas de volver a verla) y las maravillosas «El juez de la horca» y «Fat city», ¿verdad? Como Huston era capaz de crear obras increíbles y otras del montón, pero incluso estas últimas, como bien dices, no les faltaba el «brío narrativo». O sea que era capaz de engancharte frente la pantalla.

    Beso
    Hildy

    1. Pues, como película, es un sindiós, la verdad. Se percibe que no le interesa un pimiento, la verdad sea dicha.

      Una época raruna, la de Huston entonces, muy influido (o con productores muy influidos) por lo que entonces estaba de moda, menos personal de lo que su cine suele ser.

      Aun así, el carrusel de insensateces de esta película invita a seguirla con perplejidad.

      Besos

  2. Ya decía el gran Somerset Maugham que “el trabajo de agente de Inteligencia es muy monótono y, en su mayoría, inútil.” Él trabajó de eso. Espléndida su novela “El agente secreto”; no confundir con la novela del mismo título de Joseph Conrad, también excelente. Este género apenas ha tenido apoyo de la crítica y ha sido considerado simplemente como una rama de la literatura popular. Desde sus inicios gozó del favor del público, cuyo interés sólo decayó tras la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín. Siempre he sido un gran entusiasta de las grandes novelas de espionaje, desde Chesterton (“El hombre que fue jueves”), pasando por Conrad, Maugham, John Buchan con su “Los 39 escalones”, Robert Eskine Childers, Graham Greene, Eric Ambler, Fleming, Le Carré y Len Deighton, entre otros, casi todos ellos trabajaron en el «husmeo del tinglado paranoico politiquil.» Dice Juan José Millás que “la ventaja de los espías es que pueden desarrollar toda clase de patologías obsesivas sin llamar la atención”, y ahí radica la fascinación del género. Lo malo no es el género sino el desconocimiento de él por parte de muchos escritores, guionistas y directores y de ahí el tópico. “La carta del Kremlin” es la primera aproximación seria de Huston al mundo de los espías, si dejamos a un lado la película-coral-disparate “Casino Royale”. Como todas las malas películas del género, “La carta del Kremlin” posee los dos elementos definidores que tanto gustan a sus iletrados seguidores y disgustan a sus detractores más cultivados: densidad y confusión. La densidad es ese apabullante bombardeo de datos, de nombres, de giros constantes en la acción – basados sobre todo en los diálogos cargados de continua y cambiante información – que solo llevan al espectador a la confusión y a la desesperación, fruto de su esfuerzo por no descolgarse de una historia enrevesada hasta la extenuación. El propio Huston lo reconocía sin pudor alguno cuando afirmaba ufano que “es absolutamente incomprensible: ¡Se necesitaría un detective para descubrir la línea lógica, pero existe!” La carta del Kremlin acumula tan cantidad de información – alguna ciertamente innecesaria – que al espectador le resulta muy difícil seguir el hilo de la acción, sobre todo la contada de tiempos pasados. Después está la confusión. Parece como si la confusión fuera el ingrediente imprescindible en las películas de espías: cuanto más confusa, más interesante. La sorpresa continúa en las identidades de los personajes es la clave predominante en esta película donde nadie es lo que parece ser. Si la idea primitiva de Huston era la de contarnos lo mecanizado e inhumano que resulta el mundo de los espías, con La carta del Kremlin lo logra plenamente. Pero la consecuencia es un filme demasiado frío y distante que no llega a ganarse la complicidad del espectador. Lo único que queda claro es que, en ese mundo de los espías, la vida humana carece de valor alguno. Pero tampoco lo tiene la patria – el supuesto móvil – y sí el dinero.

    El mejor momento de la película, para mí, es la breve escena de la muerte de Warlock, con el ovillo de lana roja – que antes hemos visto en sus manos mientras calcetaba – separándose de su cuerpo y rodando desde el fondo de la calle hacia la cámara, hacia el espectador. Es una acertada metáfora sobre la muerte y sobre la sangre derramada, que constituye el único momento de ternura, de debilidad, de toda la película. Es la excepción a la dominante frialdad general. Cuatro años después, Huston volvería al mundo del espionaje con una película más concisa, menos rígida y más humana, El hombre de Mackintosh. Pero no hay que desesperar, el viejo John realizaría después, sucesivamente, la maravillosa Fat City y El juez de la horca y El hombre que pudo reinar y Sangre sabia. Luego tuvo un bajón espectacular con Fobia, Evasión o Victoria y Annie.

    Con la que está cayendo ahora me gusta incluso el pestazo de los puros que se fumaba Huston, y ya que estamos en ello, el de Welles y Fuller.

    Perdón por el tostón. No aprendo a ser conciso.

    Abrazos mil.

  3. Una profesión oscura que, a mi juicio, encaja mejor con esas películas oscuras que con las grandes aventuras en Technicolor y lugares paradisíacos de James Bond. El problema de estas historias, a veces, es que cae en la tentación de dibujar, además de adversarios, enemigos. Da la impresión de que en «La carta del Kremlin» el enemigo es la propia película, a la que Huston se esfuerza titánicamente por desdibujar y trocear. No veo problema de hilo argumental, que se entiende, al menos en parte, sino de personajes. El hilo permanece, pero los personajes cambian sin sentido. Parece que cuando pasa un cierto número de minutos en la película, barajan los personajes y los vuelven a repartir, pero cada uno mantiene la cara, el nombre, la voz… Un desbarajuste, vamos.

    Yo creo que la película va de un tipo que se ve más o menos forzado a ser espía y descubre que ese mundo no solo no le gusta, sino que le obliga a plantearse quién es él realmente, dentro y fuera del espionaje. Pero es un tipo que es protagonista de la película pero no es nunca protagonista de lo que pasa. Lo mejor, en efecto, George Sanders, tanto cuando aparece como cuando desaparece, con un par de momentos más o menos también bien trabajados (la presencia de Welles, mayormente, que lo arregla casi todo).

    En el cine podemos hablar de un club del parche y de un club de puros.

    Abrazos

  4. Me acuerdo de esta película, vista en el cine de mi pueblo.
    Y me acuerdo porque habiendo visto alguna de las de Huston de su primera época, me dejó la sensación que era un director de capa caída.
    Por suerte este engendro quedó en uno de esos bajones que siempre puede uno tener y todavía nos regaló con hermosas películas.
    Desde luego, con el elenco que tuvo en sus manos, vaya castaña que les salió. Cosas que pasan.
    Un abrazo.

    1. Yo creo que se nota, querido Josep, que a todo el mundo le importa un bledo lo que está haciendo, el primero, Huston, incluso en la secuencia en la que aparece. Quiero interpretar las caras socarronas de Richard Boone y George Sanders, y alguna sonrisita torcida de Welles, en ese sentido. Creo que el resto del reparto no tenía sentido del humor para tanto.

      Abrazos

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