Pez fuera del agua: Un hombre en apuros (Big Trouble, John Cassavetes, 1986)

El título de esta película, ya sea el original o su traducción española, parece reflejar lo perdido que se encuentra John Cassavetes en su última obra como director (falleció tres años después), una comedia con deliberada vocación de farsa que en la forma, en el fondo e incluso en la producción (financia Columbia, que ya produjo otra película anterior del director, Gloria, de 1980) resulta la más atípica, por convencional y comercial, de toda su filmografía tras la cámara. Y es que apenas nada, exceptuando algún elaborado -y por lo común innecesario- movimiento de cámara recuerda al cineasta decididamente independiente, introspectivo, incómodo, incisivo y anticomercial, que huía concienzudamente del llamado «modo de representación institucional» para dotar a sus historias de una profundidad y una autenticidad, de un lenguaje directo y de un impacto emocional infrecuentes en el cine americano comercial del tiempo en que ejerció. La película se divide en dos tramos, y su mecanismo narrativo llega a funcionar únicamente en el primero, cuando parece construirse como una parodia bufa nada menos que de Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944).

Leonard Hoffman (Alan Arkin), empleado de una compañía de seguros, vive agobiado ante la perspectiva de no poder enviar a sus hijos trillizos, presuntos virtuosos de la música, a la universidad de Yale, donde ya han sido admitidos, y que es el mejor lugar indicado para ellos, tanto para desplegar todo su potencial musical como para hacer los contactos necesarios de cara a su futura carrera como concertistas. Sin embargo, por más cuentas que hace y por más ahorros que intenta rascar, las cuentas no salen y la frustración y el desencanto amenazan con enturbiar su matrimonio y su vida familiar, ya de por sí (y no se sabe muy bien por qué) enloquecida. Todo cambia cuando recibe la llamada de la atractiva Blanche Rickey (Beverly D’Angelo), que, por insistencia de su marido millonario, Steve (Peter Falk), quiere contratar una póliza de seguros para su mansión. Cuando Leonard acude a la cita, el propósito de su cliente varía sustancialmente: aquejado el marido de una mortal enfermedad cardíaca de inminente resolución, la intención de la esposa pasa más bien por contratar un seguro de vida que, gracias a un oportuno accidente, la provea de fondos suficientes con los que sufragar su viudedad. Gracias a Leonard, que necesita nada menos que doscientos mil dólares para costear los estudios de sus hijos en Yale, encuentra el producto óptimo: una póliza de seguro de vida que prevee el cobro de una doble indemnización si la muerte se produce como consecuencia de la caída desde un tren. La película sigue así el molde argumental del clásico de Wilder escrito junto a Raymond Chandler a partir de la novela de James M. Cain, excepto por dos detalles: en primer lugar, renuncia a la estructura de flashback; y en segundo, en este caso, y por ciertos motivos que se le ocultan a Leonard, Steve está de acuerdo en el plan. En lo demás, el plan sigue la plantilla de la película de 1944 hasta en los más pequeños detalles: cita en un supermercado para hablar del plan; víctima con el pie lesionado que debe moverse ayudado por muletas; viaje en coche de los tres implicados, en este caso, con la esposa, presunta arma del crimen, sentada en el asiento de atrás, colocación del cadáver junto a las vías… Hasta ahí la película se maneja con cierta agilidad, locualidad y gracia. Arkin, Falk y D’Angelo están muy divertidos y los diálogos y algunas situaciones (el brindis con licor de sardina noruego, por ejemplo) resultan frescos y chispeantes.

No obstante, el guion de Andrew Bergman empieza a hacer aguas cuando la trama vuelve a la compañía de seguros y a las formalidades previas al abono a la viuda de los cinco millones de dólares de la cláusula de doble indemnización. La sorpresa para el público -que realmente no es tal- sobre la que se monta esa secuencia anuncia el cambio de tono y de estilo y la caída en la vulgaridad que experimenta el resto del metraje. Si bien O’Mara (Charles Durning), jefe del departamento de indemnizaciones, cree que hay gato encerrado y Leonard se da cuenta de que le han tomado el pelo, el guion abandona esta línea argumental (como renuncia a explotar las posibilidades que la familia de Leonard podría dar al guion) y apuesta por la bufonada autocomplaciente. Desaparecen el lenguaje sutil, los sobreentendidos y las elipsis y la historia se convierte en una irregular comedia física con algún que otro gag afortunado, como el intento de robo en casa de Winslow (Robert Stack), el mandamás de la compañía de seguros, hombre importante y bien relacionado que al principio de la historia se ha negado a ayudar a Leonard en su empeño de lograr unas becas para Yale, y una conclusión (otro intento de robo, esta vez en la oficina de la aseguradora) que, aun con algún ocasional golpe de talento humorístico (O’Mara atado y amordazado en el asiento posterior de un coche), parece demasiado forzada y estirada, se hace demasiado larga, y carece de toda lógica incluso desde el punto de vista de la locura propia del género screwball. El desenlace y el epílogo, igualmente forzados en la necesidad de una consecución del estilo «final feliz» propio de la comedia, rompe igualmente toda lógica narrativa y cualquier vinculación dramática o psicológica de los personajes con lo mostrado anteriormente. El caos existe únicamente en el guion y tras la cámara; delante de ella no parece haber más que un ánimo desaforado, unas situaciones desesperadas y unos actores desesperados por transmitir una comicidad excéntrica que no existe ni en el texto ni en el impulso del director.

Los elementos estimables de la película, las interpretaciones de su reparto principal (Arkin, Falk, D’Angelo, Durning y Stack), entregados sin reservas a sus personajes aun con las carencias que manifiestan el guion literario y el diseño de las situaciones, el primer tramo en el que se plantea la acción que luego se abandonará sin mayores explicaciones ni consecuencias, el acierto puntual en algunos gags, y la juguetona e inspirada música de Bill Conti (acompañada en algunos fragmentos nada menos que por Mozart, que abre la película en una particular versión «vocal»), compensan, no obstante, el visionado de una película fallida que se hunde en el último tercio en la infructuosa búsqueda de una salida para la trama que no se encuentra más que como alambicado giro final, de una gracia que casi nunca transmite, y que, en suma, muestra el agotamiento de un cineasta de talento, Cassavetes, fuera de su elemento, perdido en la indeterminación de la película de encargo, desprovisto de sus mejores bazas como director, incapaz de sostenerse apoyándose en las únicas que conserva (el compromiso de los intérpretes), en un género que no es el suyo, en una estructura de estudio que le resultaba ajena, y que, por tanto, supone un epílogo agridulce, si no directamente triste, para su solvente trayectoria como rara avis de la vanguardia del cine norteamericano verdaderamente independiente, que prácticamente desapareció con él.