Falsas apariencias

Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones.

Billy Wilder

Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la Douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.

Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.

La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.

Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.

Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta despreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del primer día de rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.

A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.

Pez fuera del agua: Un hombre en apuros (Big Trouble, John Cassavetes, 1986)

El título de esta película, ya sea el original o su traducción española, parece reflejar lo perdido que se encuentra John Cassavetes en su última obra como director (falleció tres años después), una comedia con deliberada vocación de farsa que en la forma, en el fondo e incluso en la producción (financia Columbia, que ya produjo otra película anterior del director, Gloria, de 1980) resulta la más atípica, por convencional y comercial, de toda su filmografía tras la cámara. Y es que apenas nada, exceptuando algún elaborado -y por lo común innecesario- movimiento de cámara recuerda al cineasta decididamente independiente, introspectivo, incómodo, incisivo y anticomercial, que huía concienzudamente del llamado «modo de representación institucional» para dotar a sus historias de una profundidad y una autenticidad, de un lenguaje directo y de un impacto emocional infrecuentes en el cine americano comercial del tiempo en que ejerció. La película se divide en dos tramos, y su mecanismo narrativo llega a funcionar únicamente en el primero, cuando parece construirse como una parodia bufa nada menos que de Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944).

Leonard Hoffman (Alan Arkin), empleado de una compañía de seguros, vive agobiado ante la perspectiva de no poder enviar a sus hijos trillizos, presuntos virtuosos de la música, a la universidad de Yale, donde ya han sido admitidos, y que es el mejor lugar indicado para ellos, tanto para desplegar todo su potencial musical como para hacer los contactos necesarios de cara a su futura carrera como concertistas. Sin embargo, por más cuentas que hace y por más ahorros que intenta rascar, las cuentas no salen y la frustración y el desencanto amenazan con enturbiar su matrimonio y su vida familiar, ya de por sí (y no se sabe muy bien por qué) enloquecida. Todo cambia cuando recibe la llamada de la atractiva Blanche Rickey (Beverly D’Angelo), que, por insistencia de su marido millonario, Steve (Peter Falk), quiere contratar una póliza de seguros para su mansión. Cuando Leonard acude a la cita, el propósito de su cliente varía sustancialmente: aquejado el marido de una mortal enfermedad cardíaca de inminente resolución, la intención de la esposa pasa más bien por contratar un seguro de vida que, gracias a un oportuno accidente, la provea de fondos suficientes con los que sufragar su viudedad. Gracias a Leonard, que necesita nada menos que doscientos mil dólares para costear los estudios de sus hijos en Yale, encuentra el producto óptimo: una póliza de seguro de vida que prevee el cobro de una doble indemnización si la muerte se produce como consecuencia de la caída desde un tren. La película sigue así el molde argumental del clásico de Wilder escrito junto a Raymond Chandler a partir de la novela de James M. Cain, excepto por dos detalles: en primer lugar, renuncia a la estructura de flashback; y en segundo, en este caso, y por ciertos motivos que se le ocultan a Leonard, Steve está de acuerdo en el plan. En lo demás, el plan sigue la plantilla de la película de 1944 hasta en los más pequeños detalles: cita en un supermercado para hablar del plan; víctima con el pie lesionado que debe moverse ayudado por muletas; viaje en coche de los tres implicados, en este caso, con la esposa, presunta arma del crimen, sentada en el asiento de atrás, colocación del cadáver junto a las vías… Hasta ahí la película se maneja con cierta agilidad, locualidad y gracia. Arkin, Falk y D’Angelo están muy divertidos y los diálogos y algunas situaciones (el brindis con licor de sardina noruego, por ejemplo) resultan frescos y chispeantes.

No obstante, el guion de Andrew Bergman empieza a hacer aguas cuando la trama vuelve a la compañía de seguros y a las formalidades previas al abono a la viuda de los cinco millones de dólares de la cláusula de doble indemnización. La sorpresa para el público -que realmente no es tal- sobre la que se monta esa secuencia anuncia el cambio de tono y de estilo y la caída en la vulgaridad que experimenta el resto del metraje. Si bien O’Mara (Charles Durning), jefe del departamento de indemnizaciones, cree que hay gato encerrado y Leonard se da cuenta de que le han tomado el pelo, el guion abandona esta línea argumental (como renuncia a explotar las posibilidades que la familia de Leonard podría dar al guion) y apuesta por la bufonada autocomplaciente. Desaparecen el lenguaje sutil, los sobreentendidos y las elipsis y la historia se convierte en una irregular comedia física con algún que otro gag afortunado, como el intento de robo en casa de Winslow (Robert Stack), el mandamás de la compañía de seguros, hombre importante y bien relacionado que al principio de la historia se ha negado a ayudar a Leonard en su empeño de lograr unas becas para Yale, y una conclusión (otro intento de robo, esta vez en la oficina de la aseguradora) que, aun con algún ocasional golpe de talento humorístico (O’Mara atado y amordazado en el asiento posterior de un coche), parece demasiado forzada y estirada, se hace demasiado larga, y carece de toda lógica incluso desde el punto de vista de la locura propia del género screwball. El desenlace y el epílogo, igualmente forzados en la necesidad de una consecución del estilo «final feliz» propio de la comedia, rompe igualmente toda lógica narrativa y cualquier vinculación dramática o psicológica de los personajes con lo mostrado anteriormente. El caos existe únicamente en el guion y tras la cámara; delante de ella no parece haber más que un ánimo desaforado, unas situaciones desesperadas y unos actores desesperados por transmitir una comicidad excéntrica que no existe ni en el texto ni en el impulso del director.

Los elementos estimables de la película, las interpretaciones de su reparto principal (Arkin, Falk, D’Angelo, Durning y Stack), entregados sin reservas a sus personajes aun con las carencias que manifiestan el guion literario y el diseño de las situaciones, el primer tramo en el que se plantea la acción que luego se abandonará sin mayores explicaciones ni consecuencias, el acierto puntual en algunos gags, y la juguetona e inspirada música de Bill Conti (acompañada en algunos fragmentos nada menos que por Mozart, que abre la película en una particular versión «vocal»), compensan, no obstante, el visionado de una película fallida que se hunde en el último tercio en la infructuosa búsqueda de una salida para la trama que no se encuentra más que como alambicado giro final, de una gracia que casi nunca transmite, y que, en suma, muestra el agotamiento de un cineasta de talento, Cassavetes, fuera de su elemento, perdido en la indeterminación de la película de encargo, desprovisto de sus mejores bazas como director, incapaz de sostenerse apoyándose en las únicas que conserva (el compromiso de los intérpretes), en un género que no es el suyo, en una estructura de estudio que le resultaba ajena, y que, por tanto, supone un epílogo agridulce, si no directamente triste, para su solvente trayectoria como rara avis de la vanguardia del cine norteamericano verdaderamente independiente, que prácticamente desapareció con él.

Diálogos de celuloide: Extraños en un tren (Strangers on a Train, Alfred Hitchcock, 1951)

-¿Disculpe, es usted Guy Haines? Por supuesto. Lo he visto ganar contra Faraday la temporada pasada. Entró en las semifinales, ¿no? Realmente admiro a la gente que hace cosas.

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-Debe ser excitante ser tan importante.
-Un jugador de tenis no es tan importante.
-La gente que hace cosas es importante. Yo nunca hago nada.

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-Estoy un poco nervioso.
-Hay un nuevo remedio para eso. Mozo, whisky y agua sin gas, por favor. Un par. Dobles.
Es el único tipo de dobles que juego.
-Tendrá que tomar los dos.
-Y podría hacerlo.

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-¿Cuándo es la boda?
-¿Qué?
-La boda. Usted y Anne Morton. Salió en los periódicos.
-No debería haber salido. A menos que se haya legalizado la bigamia.
-Tengo una teoría sensacional acerca de eso. Algún día se la contaré. Por ahora, me parece que el divorcio es la solución más simple.

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-Está bien, soy un vago.
-¿Quién ha dicho que lo es?
-Mi padre. Me odia. Con todo el dinero que tiene, pretende que tome el autobús de las 8:05 cada mañana, marque la tarjeta y haga carrera vendiendo pintura o lo que sea. ¿Qué piensa de un personaje así?
-Bueno, pienso que a lo mejor…
-Yo también lo odio. ¡Le aseguro a veces me hace enfadar tanto que quisiera matarlo!

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-¡Quiero hacer algo y todo! Tengo una teoría según la cual habría que intentar todo antes de morir. ¿Has conducido alguna vez a ciegas a doscientos cuarenta por hora?
-No últimamente.
-Yo sí. También volé así en un jet. ¡Qué escalofriante! Casi me voló el cerebro. Voy a hacer una reserva en el primer cohete a la luna.
-¿Qué tratas de demostrar?
-No soy como tú. Tú eres afortunado. Eres listo. Casarse con la hija del patrón, eso sí que es hacer carrera por un atajo.
-Casarse con la hija del senador no tiene nada que ver con todo esto. ¿Es que siempre se debe tener codicia?

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-¿Quieres oír una de mis ideas para un homicidio perfecto? ¿Quieres oír la del enchufe averiado en el baño o la del monóxido de carbono en el garaje?
-Ninguna de las dos. Seré anticuado, pero creía que el homicidio era ilegal.
-¿Qué es una vida o dos? ¡Ciertas personas estarían mejor muertas! Un poco como tu esposa y mi padre, por ejemplo. ¡Esto me recuerda una idea genial que tuve una vez! Acostumbraba ir a dormir tratando de perfeccionarla. Digamos que te gustaría librarte de tu esposa.
-Es una idea morbosa.
-No, simplemente imagínatelo. Digamos que tienes una buena razón.
-No…
-No. Supongamos, tendrías miedo de matarla, ¿sabes por qué? Te descubrirían. ¿Y qué es lo que te delataría? El motivo. Ésta es mi idea.
-Temo que no tengo tiempo para escucharte.
-Además es bien sencillo. Dos camaradas se conocen, accidentalmente como tú y yo. Ninguna conexión entre ellos. Nunca se han visto antes. Cada uno tiene a alguien de quien le gustaría librarse. ¡Deciden intercambiar homicidios!
-¿Intercambiar homicidios?
-Cada uno ejecuta el homicidio del otro. Pero nada los conecta. Ambos asesinaron a un completo desconocido. Tú ejecutas mi homicidio y yo el tuyo.
-Estamos llegando a mi estación.
-Por ejemplo: Tu esposa por mi padre. Líneas cruzadas.
-¿Qué?
-Hablamos el mismo idioma, ¿no?
-Claro. Hablamos el mismo idioma.

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-Espero que te hayas olvidado de tu pequeño plan.
-¿Cuál?
-El de hacer explotar la Casa Blanca.
-¡Estaba sólo bromeando! Además, ¿qué diría el Presidente?
-Qué travieso eres. Siempre me haces reír.

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– Tomemos un bote.
– ¿Un poco de maíz tostado?
– ¡Ahora no!
– ¡No es divertido besarse con la boca llena!

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-No podemos ignorar que un asesinato llegó a nuestra puerta pero preferiría que no lo metas en casa.

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-Temo que habrá muchos reporteros frente a su puerta por la mañana.

-A papá no le molesta un poco de escándalo. ¡Es un senador!

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-Que mi experiencia te sirva de guía, nunca dejes que falsas acusaciones te hagan perder el sueño. A menos que puedan ser comprobadas.

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-Era un ser humano. Y déjame recordarte que hasta el menos digno tiene derecho a la vida y a la felicidad.

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-Bueno, nadie se interpone en vuestro camino ahora. Os podéis casar. ¡Piénsalo, sois libres!
-No se tiene que decir todo lo que se piensa.
-¡Papá, no soy un político!

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-Por supuesto no has tenido problemas con la policía una vez que verificaron tu coartada. Cuando una coartada está llena de whisky, no es muy creíble.

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-¿Después de sentenciar a muerte a un hombre no le resulta difícil cenar?
-Cuando se detiene a un asesino, debe ser enjuiciado. Cuando se le condena, debe ser sentenciado. Cuando es sentenciado a muerte, debe ser ejecutado.
-Muy impersonal, ¿no?
-Así es. Además, no es algo que ocurre todos los días.
-Se detiene a tan pocos asesinos.

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 -Usted parece interesado en el tema del asesinato.
-No más que otros. No más que usted, por ejemplo.

-¿Yo? No estoy interesada en asesinatos.
-¡Todo el mundo está interesado en eso! Todos tienen a alguien de quien les gustaría desembarazarse. No me dirá que no ha querido desembarazarse
de alguien ni una sola vez. ¿De su esposo tal vez?
-¡Santo cielo, no!
-¿Está segura? ¿Ni siquiera una vez la ha hecho enfadar? ¡Ah, qué le dije! Usted va a cometer un asesinato. ¿Cómo lo cometerá? Ése es el aspecto fascinante. ¿Cómo lo cometerá? No me dijo su nombre…
-Señora Cunningham.
-¿Cómo lo realizará?
-Supongo que tendré que conseguir un revólver en algún lado.
-Señora Cunningham. ¿A balazos? ¿Sangre por todas partes?
-¿Qué le parece un poco de veneno?
-Así es mejor, mucho mejor. ¿Señora…?
-Anderson.
-Así es mejor, señora Anderson. Es que la Sra. Cunningham tiene mucha prisa. El veneno podría tardar de 10 a 12 semanas, si el pobre señor Cunningham
muriera de causas naturales…
-¡Leí de un caso una vez! ¡Sería una idea maravillosa! ¡Podría sacarlo con el auto y al llegar a un sitio solitario, lo golpearía en la cabeza con un martillo, lo cubriría de gasolina a él y al auto y les prendería fuego!
-¿Y regresaría a casa caminando? Tengo el mejor método y las mejores herramientas. Simple, silencioso y sencillo. El silencio es lo más importante. Déjeme mostrarle. ¿Puedo tomar prestado su cuello?
-Si no es por mucho tiempo…
-Cuando incline mi cabeza, trate de gritar y verá que no podrá.

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(guion de Raymond Chandler y Czenzi Ormonde a partir de la novela de Patricia Highsmith)

Anatomía del colonialismo: Marchar o morir (March or Die, Dick Richards, 1977)

Un reparto de campanillas (Gene Hackman, Catherine Deneuve, Max Von Sydow, Ian Holm y… bueno, también Terence Hill, además de la música de Maurice Jarre) y una buena premisa de guion no son en absoluto garantía de un buen resultado final y la intención, en este caso, no es lo que cuenta. Esta película británica de 1977, coproducida y distribuida por Columbia, serio e infructuoso intento de emular la espectacularidad y la profundidad de anteriores superproducciones ubicadas en coordenadas similares, fracasa justamente en lo más importante en una obra de estas características, las relaciones entre texto y subtexto: mientras el primero intenta abarcar demasiado sin llegar a desarrollar nada por completo -una historia situada en la Legión Extranjera francesa al modo del clásico Beau Geste (la relación entre oficiales y tropa, la convivencia entre soldados de procedencia multinacional, la disciplina férrea y los combates en las arenas del desierto contra los rebeldes capitaneados por Abd el-Krim), el romanticismo de un amor prohibido o, como poco, dificultoso, el gusto por la aventura…-, el segundo (el empleo de los diversos recursos dramáticos y narrativos para ejemplificar en este caso concreto el mundo colonial que va del Congreso de Berlín de 1884-1885, que supuso el reparto de África entre las potencias coloniales europeas, a los procesos de descolonización que arrancaron tras la Segunda Guerra Mundial y continuaban en la época del rodaje e incluso se prolongaron después) resulta demasiado vago, tópico y superficial, y así la película no logra erigirse en ningún momento en parábola de un periodo histórico tan fundamental en la conformación del mundo actual y del tejido de relaciones económicas, sociales y culturales de la vida moderna.

El argumento enlaza el final de la Primera Guerra Mundial, en pleno proceso de repatriación de soldados y de prisioneros, con las cajas de reclutamiento para dotar de hombres a las fuerzas coloniales francesas en Marruecos y el África Occidental Francesa. Excombatientes franceses y foráneos, entre ellos muchos de entre los recientes enemigos alemanes, y no pocos convictos y condenados a presidio copan los trenes que se dirigen al sur, a los puertos de Marsella y Toulon, para embarcar hacia Tánger, Orán o Argel. En ese contexto, el Gobierno francés escoge al mayor Foster (Gene Hackman), un americano que tras abandonar el ejército de su país debido a un turbio asunto del pasado ejerce de comandante en la Legión Extranjera, para que escolte con una compañía de sus tropas a una expedición arqueológica que busca reabrir un yacimiento excavado en el desierto, perteneciente a la necrópolis de una antigua personalidad cuyo recuerdo nutre a su vez el discurso nacionalista, de corte casi mesiánico, de Abd el Krim (Ian Holm), que ha levantado a las distintas tribus del Rif contra los franceses y aspira a que se unan a él las del resto de Marruecos. A los reclutas de Foster se ha unido un ratero que huía de la policía, Marco Segrain (Terence Hill), y en el mismo barco viaja una enigmática mujer (Catherine Deneuve), hija de uno de los arquelógos asesinados por los rebeldes, que se dirige sola hacia el corazón del desierto. La hermosa rubia llama la atención tanto de Foster como de Segrain, y también del director de la expedición (Max Von Sydow). Continuar leyendo «Anatomía del colonialismo: Marchar o morir (March or Die, Dick Richards, 1977)»

Cuando la hache no es muda: Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)

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El fondo está sembrado de buenas personas. Solo el aceite y los bastardos ascienden.

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-Tiene usted un modo de empezar las conversaciones que les pone fin.

-¿Por qué se ha separado de su mujer?

-Empieza las conversaciones igual que usted.

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Los personajes de Harper, investigador privado parecen hablar con una cuchilla entre los labios. Cada frase es un martillo, un látigo que busca dónde hacer blanco y dejar al descubierto y en carne viva la piel del interlocutor. Un festín para el espectador cuyo epicentro es Lew Harper (Paul Newman, cuya interpretación se basa más que nunca en el lenguaje facial y gesticulante, lejos de las intensidades interiores del «método», que acentúa cada ironía, cada sarcasmo), un detective privado de Los Ángeles envuelto en un caso que, como es canónico en las grandes historias del noir clásico, se va enrevesando progresivamente hasta derivar en una tupida madeja de intereses retorcidos y siniestros con implicaciones inesperadas. Lew Harper es, en realidad, Lew Archer, el detective creado por el escritor Ross MacDonald, cuyo cambio de apellido en la película se debe a una «superstición» del actor que lo encarna, un Paul Newman que venía encadenando una serie continuada de éxitos interpretando personajes cuyos nombres, apellidos o motes comenzaban por la letra hache, y que aspiraba a mantener la racha. La historia de Harper, investigador privado es la de El blanco móvil o El blanco en movimiento, primera entrega de una veintena de novelas y una docena larga de relatos que entre 1949 a 1979 tuvieron como protagonista al sardónico sabueso californiano, y que destacan por sus hechuras clásicas, por tratamiento de los temas y las formas de grandes como Dashiell Hammett, James M. Cain o Raymond Chandler.

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El detonante, como casi siempre, es casual: Albert Graves (Arthur Hill), viejo conocido de Harper que trabajó en la Fiscalía del distrito y ahora es un próspero y acomodado abogado, le recomienda a Miss Sampson (Lauren Bacall), la lenguaraz y desencantada esposa de un importante hombre de negocios, para que investigue la súbita desaparición de su marido tras su regreso de un viaje a Las Vegas en su avión privado. Miss Sampson solo desea estar informada, saber de las actuales correrías románticas de un esposo para el que nunca ha pintado nada la palabra fidelidad, pero pronto el caso da un giro más trágico: la desaparición voluntaria se convierte en supuesto secuestro y en una petición de rescate de medio millón de dólares, y los colaboradores y conocidos de Sampson parecen todos sospechosos de ocultar algo, desde su piloto, Allan (Robert Wagner) a su amante (Julie Harris), la melosa cantante de un club de carretera llamado El Piano, pasando por una actriz venida a menos que ahora ejerce de vidente aficionada, decoradora desquiciada, gran comedora y borracha profesional (Shelley Winters) cuyo marido (Robert Webber) es, precisamente, propietario de El Piano, además de socio de Claude (Strother Martin), líder de una secta de iluminados que vive en comuna en una extraña casa construida en una montaña, antigua propiedad de Sampson donada generosamente para la causa espiritual. Continuar leyendo «Cuando la hache no es muda: Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)»

Billy Wilder, maestro del disfraz

Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones (Billy Wilder).

Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.

Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.

La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.

Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.

Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta no apreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.

A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.

Una concesión al blockbuster: Dos buenos tipos (The Nice Guys, Shane Black, 2016)

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Las historias de detectives ubicadas en la soleada California, en Los Ángeles, en el entorno de Hollywood, en las que los sabuesos se mezclan con la delincuencia de poca monta, el crimen organizado y los descartes humanos del gran negocio de las películas, viejas glorias de la pantalla, jóvenes aspirantes a todo, directores en horas bajas y productores sin escrúpulos, en enrevesadas y violentas tramas sembradas de despojos y cadáveres cuyas ramificaciones terminan por afectar a las mansiones de los ricos y los despachos de los poderosos, casi constituyen un subgénero propio, tanto en la literatura como en el cine. Shane Black retorna a sus orígenes como guionista de la saga Arma letal y recupera el registro de su debut tras la cámara, Kiss Kiss Bang Bang (2005), para construir una «película de colegas», una buddy movie detectivesca ambientada en los setenta y repleta de acción y humor, en la que la desaparición de una joven y la muerte de una conocida actriz de cine porno acaban entretejiéndose en una compleja trama criminal que implica a la fiscalía, a los políticos y a la industria del automóvil de Detroit.

Puro cine comercial, sí, pero sin perder la gracia y con una encomiable labor subterránea de creación de personajes, de conformación de una dimensión personal bajo la aparente caricatura del bruto gracioso y más bien patético. Ellos son un Russell Crowe bastante envejecido y entrado en carnes, que interpreta a un matón, especializado en ahuyentar a todo tipo de depravados de la compañía de las jóvenes y virginales hijas de los millonarios de los barrios pudientes, que ejerce sin ninguna clase de licencia, y un sorprendente Ryan Gosling (que gesticula, se mueve y hasta resulta cómico), este sí detective privado en toda regla, cuyo lamentable ejercicio de la profesión solo es comparable a lo hilarante de sus clientes (por ejemplo, la anciana que le encarga la búsqueda de su marido, el cual está depositado, en cenizas, en la urna que hay sobre la chimenea…). En ambos, no obstante, pronto descubrimos zonas oscuras que tampoco resultan especialmente originales: uno se obliga a mantenerse abstemio, al tiempo que intenta pasar página del episodio que le llevó a convertirse en un héroe esporádico; el otro se recupera malamente de la muerte de su esposa, tras la que sobrevino el caos vital y profesional y la necesidad de cuidar a su pequeña hija, que se siente sola y desamparada. Continuar leyendo «Una concesión al blockbuster: Dos buenos tipos (The Nice Guys, Shane Black, 2016)»

Falsas apariencias (del libro 39estaciones, Eclipsados, 2011)

Falsas apariencias

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Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones.

Billy Wilder

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Quizá fuera el sargento J.J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C.C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The lost weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I.A.L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Óscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The brige on the river Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback. Continuar leyendo «Falsas apariencias (del libro 39estaciones, Eclipsados, 2011)»

Reubicando el film noir: Brick (Rian Johnson, 2005)

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Raymond Chandler trasplantado a un instituto del sur de California. Así puede resumirse lo que es Brick, el brillante debut de Rian Johnson en la dirección, que supone un atractivo híbrido entre la esencia del cine negro clásico y todos los tópicos abominables de las películas de instituto, si bien el sórdido mundo de crimen, misterios, secretos, muertes y mujeres fatales sale claramente vencedor, aunque no sin incongruencias ni inconsistencias. La película posee las notas distintivas del género negro canónico: un argumento endiabladamente enrevesado, un protagonista incisivo, una desaparición que no es más que el hilo de una trama compleja, una seductora mujer fatal, un grupo de mafiosos que velan por sus intereses, un sabueso (que no es policía en este caso) que intenta meter las narices para cobrarse alguna que otra presa, y asuntos sucios en los que se mezclan demasiadas armas, demasiada droga y demasiados cadáveres.

Brendan (Joseph Gordon-Levitt) es un joven inteligente y callado que se mantiene al margen de sus compañeros de instituto desde que un oscuro incidente del pasado terminara con la expulsión de un compañero, probablemente inocente, mientras que él salió airoso. Dos meses después de dejarle, su antigua novia, Emily (Emilie de Ravin), vuelve a ponerse en contacto con él para pedirle ayuda, aunque su relato telefónico es tan caótico y entrecortado que Brendan no logra comprender lo que sucede. Se contenta con intentar localizarla y asegurarse de que está bien con ayuda de The brain -el cerebro- (Matt O’Leary), un empollón gafotas que no sólo saca notas estupendas, sino que controla el quién es quién tanto del instituto como del mundo de los bajos fondos de la ciudad. La búsqueda pone a Brendan en contacto con un grupo de macarras y delincuentes del instituto que se dedican al tráfico de drogas, y entre los que el más peligroso es The Pin (Lukas Haas, el niño de Único testigo -Witness-, de Peter Weir, 1985, pero más crecidito), jefe de una banda de traficantes a la que pertenecen Tugger (Noah Fleiss), un musculitos sin cerebro que tira fácilmente de pistola, Brad (Brian White), estrella del equipo de fútbol, y Kara (Meagan Good), la actriz más importante del aula de teatro, antigua pareja de Brendan, que tampoco le hace ascos a lo de trapichear con heroína. Por ahí pululan también Dode (Noah Segan), otro drogata que también se las tuvo con Emily, y Laura (Nora Zehetner), una niña rica que parece moverse a su antojo entre todos y que resulta enigmáticamente interesada en Brendan. El puzle lo completa el subdirector del instituto (el veterano Richard Roundtree), que ocupa en la trama el lugar del policía que utiliza un chivo expiatorio (el propio Brendan) para obtener información y tomar sus medidas «académicas». Las averiguaciones de Brendan le abrirán un panorama desconocido de la vida de Emily, mientras que se ve obligado a realizar continuas y complejas maniobras diplomáticas entre todos los personajes a fin de esclarecer la verdad sin verse devorado por la ambición de los distintos grupos violentos que ansían el control de los ladrillos (bricks) de droga que parecen ser la causa última de la ausencia de Emily.

La cinta adapta los modos y maneras del cine negro a su propio lenguaje estético, pero sin traicionar sus premisas ni devaluarlas. Los personajes resultan poliédricos, tremendamente complejos aunque dibujados con sencillez, y los diálogos, especialmente las conversaciones entre Brendan y The brain, resultan ricos y agudos en su ironía, teñida de sarcasmo cuando los cruces verbales transcurren entre Brendan y los distintos mafiosos quinceañeros con los que mide fuerzas. Abundante en el empleo de la violencia, es una película más volcada en el ingenio de la trama y en las indagaciones que en la acción (aunque existen concesiones, algunas de ellas tratadas con cierta originalidad -la persecución del tipo con el cuchillo), y el mundo de morbo y sordidez contrasta en su crudeza con los entornos soleados, los mares azules y las colinas teñidas del verde del césped en las que transcurre la mayoría de la trama. Continuar leyendo «Reubicando el film noir: Brick (Rian Johnson, 2005)»

Otro Marlowe es posible: Adiós, muñeca (Farewell, my lovely, 1975)

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En los años setenta, Robert Mitchum contribuyó a actualizar el cine negro al protagonizar distintas revisiones que se filmaron de las obras de Raymond Chandler. Si en 1978 dio vida a Philip Marlowe en la nueva versión que de El sueño eterno (The big sleep, Howard Hawks, 1946) dirigió Michael Winner, titulada en España Detective privado y que, siendo más exacta como adaptación que la obra de Hawks, se atrevía, de forma un tanto exótica, a trasladar la acción a Inglaterra, tres años antes, en 1975, Mitchum encarnó al famoso detective en otra de las grandes historias de Chandler, Adiós, muñeca (Farewell, my lovely), ya filmada en 1945 por Edward Dmytryk con el título Historia de un detective (Murder, my sweet).

La película, dirigida por el oscuro Dick Richards, sin duda el mejor título de su no demasiado prolífica ni interesante filmografía, contiene todos los elementos, formales y narrativos, típicos del cine negro y de las novelas de Chandler. Marlowe (Mitchum), rememora en un largo flashback la situación que le ha llevado a aguardar en una habitación de hotel al teniente Nulty (John Ireland), y que tiene que ver con dos casos que, como casi siempre, se han solapado de manera extraña hasta coincidir en un punto crítico. En primer lugar, Moose Malloy (el enorme, físicamente hablando, Jack O’Halloran), un ex convicto por atraco que acaba de salir a la calle, le contrata para que encuentre a su antigua chica, Velma, una bailarina de clubes de mala muerte de la que hace seis largos años que no tiene noticia y de la que sigue enamoriscado como un niño. La cosa no parece tan sencilla como un simple caso de desaparición porque, por un lado, Moose tiene la mano demasiado larga y amenaza con liquidar a todo el que pueda dar noticias de Velma, y por otro, algún grupo organizado de matones parece no tener mucho interés en que Marlowe progrese en sus investigaciones en el turbio mundo de los clubes nocturnos, que le ponen en contacto con una antigua propietaria borracha (Sylvia Miles, nominada al Oscar) y un antiguo músico del club de Velma. El otro caso le cae encima a Marlowe cuando cree tener resuelto el primero (ha encontrado a Velma ingresada en un manicomio, ya sin recuperación posible) de la mano de Lindsay Marriott (John O’Leary), un afeminado de perfumes muy intensos que lo recluta para que le sirva de acompañante en el pago de un rescate por la devolución de un valiosísimo collar de jade que le han robado a una buena amiga suya, Helen Grayle (Charlotte Rampling), esposa de un anciano juez muy importante en California y amiga de Laird Brunette (Anthony Zerbe), conocido hampón del lugar. Para complicar más las cosas, la búsqueda de Velma se reactiva, y Marlowe se ve envuelto en un difícil episodio con la brutal dueña de uno de los más afamados burdeles de Los Ángeles, una madame lesbiana con varios esbirros a su servicio, entre ellos un bisoño Jonnie (no menos bisoño Sylvester Stallone).

La película transita por los derroteros esperados: asuntos turbios, personajes ambiguos, ambientes sórdidos, locales de dudosa reputación, policías corruptos (Rolfe, interpretado por Harry Dean Stanton), dobles juegos, identidades disfrazadas, sobornos, asesinatos y una ciudad de cine y crimen a la que llegan como ecos lejanos las noticias sobre las evoluciones de los frentes de la Segunda Guerra Mundial.  Formalmente, la película no arriesga. De factura clásica, solvente y al mismo tiempo más explícita que su precedesora, por ejemplo, en el tratamiento de la violencia y del sexo, abunda en secuencias nocturnas y también en el empleo de músicas asociadas al género (predominantemente jazz, con la partitura de David Shire). Los recursos técnicos y narrativos empleados, como el doble flashback (es decir, un pasado contado a su vez desde la evocación de una situación pretérita) o su señalamiento, las imágenes onduladas que sirven de transición para los sucesivos saltos en el tiempo, van en consonancia, así como la meticulosa ambientación (vehículos, despachos, utensilios, objetos, armas, etc.). Pero la gran virtud de la película, y de cualquier adaptación de las obras de Chandler que se haga con el respeto debido a su autor, radica en Marlowe, en su magnetismo personal, sarcástico, violento y brutal según el caso, y en su maravillosa personalidad, su capacidad para la ironía, las réplicas agudas, los diálogos punzantes, su forma de utilizar el humor para sobrellevar el desagradable entorno en el que suele tener lugar su trabajo. Mitchum está espléndido Continuar leyendo «Otro Marlowe es posible: Adiós, muñeca (Farewell, my lovely, 1975)»