Billy Wilder, maestro del disfraz

Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones (Billy Wilder).

Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.

Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.

La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.

Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.

Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta no apreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.

A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.

19 comentarios sobre “Billy Wilder, maestro del disfraz

  1. Interesante análisis sobre Traidor en el infierno. Lo que me gusta de tu texto es el análisis a través de un personaje. Y el actor que lo construye. Curiosamente el texto gira alrededor de dos personajes y dos actores que fueron «musos» de Billy Wilder. Por un lado William Holden y por el otro Jack Lemmon. ¡Los dos, Holden y Lemon, me vuelven especialmente loca! Pero este es un canto a William Holden, un actor que me gusta mucho personalmente y al que reivindicaría una y otra vez y con una filmografía apasionante. Los dos papeles que señalas con Wilder: el de Joe Gillis y el de sargento J. J. Sefton proporcionan análisis interesantes, como el que has realizado.

    Beso
    Hildy

    1. Creo que es un tipo al que no se ha hecho toda la justicia que merece. A mí me parece uno de los intérpretes más solventes de Hollywood, siempre correcto, siempre bien, a veces aunque la película no lo merezca. Otra cuestión es que a Billy Wilder siempre le ha interesado ese mundo de las apariencias desde la frustración: ser por fuera lo que no se puede ser por dentro. O aspirar a ser otro, empezando por la corteza. Un genio.

      Besos

  2. Muy difícil decir algo nuevo de este entomólogo del comportamiento humano que era Wilder. Sólo apuntaré un par de detalles. Primero, el cómo están filmadas sus películas, a tono, por supuesto, con la historia. Pondré varios ejemplos: Perdición, negro sobre negro, en la que las figuras de sus personajes, por momentos, apenas se ven entre la bruma de las sombras (la primera vez que la ví pensé que mi televisor se había estropeado). El apartamento, gris sobre gris, como tal es el ciudadano que retrata. El crepúsculo de los dioses, blanco y negro fuertemente contrastados, cual expresionismo alemán. La vida privada de Sherlock Holmes, cine con colores pálidos y tenues, en consonancia con un alma que se quiebra, como una delicada porcelana revestida de una aparente coraza de frialdad que se rompe por dentro. Avanti!, iluminación a raudales, positivismo y alegría de vivir.

    Un ultimo detalle (y una maldad) por mi parte: el nombre del perro de la casera de Baxter es Oscar. El nombre no puede ser casual. Yo creo que así veía él a los miembros de la academia (y yo a uno que me sé).

    Tu texto, como siempre, para enmarcar.

    Besos.

    1. La mejor técnica es la que no se ve. Lo que vale para la fotografía vale prácticamente para el resto de los aspectos técnicos.

      Me parece muy probable; Wilder pertenece a esa gloriosa especie de los que no dan puntada sin hilo.

      Besos

    2. Pues no creo yo que Billy Wilder tuviera demasiado desprecio a los miembros de la Academia de Hollywood. Bien es cierto que en 1944 cuando «Perdicion» no logró ninguno de los 7 Oscars a los que optaba (en detrimento de la supongo que discutible «Siguiendo mi camino» de Leo Mc Carey), pero lo cierto es que sus películas luego obtuvieron un porrón de premios.

      Es más, Yo creo que tuvo algún cargo en la Academia. O al menos se prestaba a colaborar con ellos gustosamente. Porque Jose Luis Garci ha narrado en muchas ocasiones su encuentro con él a raíz del Oscar que obtuvo por «Volver a empezar.» Y no fue una vez, sino varias, porque Wilder alguna vez le dijo: «¿Otra vez tú?» En aquella época la Academia estaba presidida por Robert Wise, y supongo que Wilder, en su condición de vienés de nacimiento pues venía a ser un puente entre la comunidad hollywoodiense y la europea y la del resto del mundo. Y me imagino que por eso le llamarían para ejercer de anfitrión en este tipo de ocasiones.

      Además, cuando Cameron Crowe le hizo su famoso libro de entrevistas, Wilder parecía tenerle un respeto exquisito incluso antes de conocerle y su respeto profesional parecía basarse en haber sido nominado a un Oscar al mejor director por «Jerry Maguire», así que yo creo que finalmente venía a aceptar de manera bastante evidente los criterios de la Academia.

      Aunque todo este razonamiento podría venirse abajo porque, su consagración hollywoodiense absoluta fue con «El apartamento», así que lo de llamar Oscar al perro resulta que Miriam tiene razón y era un mensajito previo a los votantes como diciéndoles: «Anda, aceptadme este huesito en forma de película:…» Pero lo que está claro es que, una vez consagrado por la Academia, ya se avino bien con ellos……O al menos eso parece.

      Un saludo.

      1. Bueno, el tío Billy era demasiado inteligente para despreciar a nadie y, al mismo tiempo, buscarle las vueltas a todo. Ese ángulo de observación de la vida es, posiblemente, el único lúcido. De modo que podía reconocer al mismo tiempo la seriedad y el rigor de ciertas cosas y reírse de ellas, de su absurdo, de su naturaleza caprichosa y banal. Eso sí, no creo que «aceptara» (ni él ni nadie) los criterios de la Academia, la cual destaca a menudo por no tener ningún criterio en absoluto.

        Wilder tenía expuestos sus premios en su oficina. Pero el brillo dorado de los premios no le impedía ver en su interior, lo que comportan de relativismo, de injusticia, de capricho o de azar. También dice en alguna parte que cambiaría muy gustosamente todos los premios por la oportunidad de haber dirigido alguna película más con posterioridad a 1981.

        Saludos

      2. Queria hacer una puntualización respecto a la alusión que haces, nombrándome, cambiando el significado de mis palabras: la probable visión de Wilder sobre aquéllos que se encargan de juzgar los films y otorgar los premios.
        Obviamente, esto es sólo la humilde opinión y teoría de una cinéfila, nada más, pero me veo en la necesidad de apostillarte cuando tu comentario no tiene nada que ver con lo que yo he apuntado y que tú incrustas hábilmente y sin venir a cuento, desvirtuando el sentido del mío.
        No voy a extenderme más ya que este blog es de Alfredo y no se merece que yo entable una lucha dialéctica contigo.

        Un saludo.

      3. A ver. Yo no quería montar bronca con nadie. Además, el blog es de Alfredo, pero la participación es abierta no? Pues eso.

  3. Excelente análisis de parte del cine de Wilder y de un actor tan infravalorado, pero tan agradable, como William Holden. Pero, lo siento, afirmar que Jack Lemmon es el mejor actor del cine norteamericano de todos los tiempos me produce perplejidad. Lemmon es un gran actor, pero, por ejemplo, hay por ahí un tal James Stewart, que no sé, no sé…Y afirmar que Cooper, Wayne o Peck no sabían usar su gestualidad me parece una ocurrencia. Por ejemplo, en el caso de Wayne, creo que hay algunas películas de un tal John Ford (La legión invencible, el Hombre tranquilo o Escrito que bajo el sol) que lo desmienten claramente. Por no hablar de Peck o Cooper. Estos actores pertenecen a un perfil interpretativo distinto del de Lemmon. ¿Peor? Para nada. Pero, en fin, las discrepancias entre los cinéfilos son siempre enriquecedoras.

    1. Bueno, Ángel, me limito a recoger, y enfatizar, algunas de sus declaraciones sobre sí mismos, y también algunos de los comentarios de quienes los dirigieron. Lo cual no desmerece otras cualidades suyas interpretativas que los hacen grandes. El rostro de Wayne en la famosa secuencia de la silla del caballo de Centauros del desierto vale por la filmografía entera de muchos intérpretes; no obstante, ciertos gestos y ademanes, así como algunos de sus movimientos en las peleas, son toscos, zafios, inexpresivos… A Cooper le enseñaron a meterse las manos en los bolsillos y a sujetar objetos para darle una función a sus manos cuando aparecía en el encuadre. Stewart pertenece a esa época (al menos hasta sus westerns con Anthony Mann, pero también después) en la cual se identificaba interesadamente la personalidad del actor con la de los personajes. Peck iba mejor provisto, pero no hay más que verle en papeles de cierta edad para captar mejor cierta artificiosidad en el uso de las manos y el cuerpo. Apreciaciones personales, como la de Lemmon. Pero es que Lemmon no actuaba; era.

      1. Sobre esto de los actores, decir que, por ejemplo, Woody Allen decía que Hollywood era una fábrica, (en lo que a actores masculinos se refería) de hacer «pistoleros» Y no se refería exclusivamente a actores que hicieran de pistoleros (John Wayne, Gary Cooper, Alan Ladd….) que puede que también, sino eso, a que se fomentaba una raza de personajes heroicos un poco sobrehumanos de esos que, por ejemplo, si estuviéramos viendo una película de baloncesto serían los típicos que se jugarían el triple en el último segundo (en esta línea estarían tipos como Jack Nicholson, Kevin Costner, Tom Cruise, Brad Pitt….aunque no estoy de acuerdo con el «recadito» que les mandas a estos dos últimos: Creo que son dos actores muy solventes).

        En cuanto a lo de Jack Lemmon, entiendo lo que quieres decir, pero hay algo de contradictorio en lo que afirmas. Efectivamente, Jack Lemmon era muy querido por el público y la crítica porque uno de sus principales rasgos, era, (como se decía con carácter general de manera que ya casi se convirtió en un tópico), que Lemmon era el representante ideal de lo que venía a ser «el hombre corriente.» Una etiqueta que después le asignaron a Tom Hanks de manera quizás más acertada (el papel de Lemmon en «Con faldas y a lo loco» no era muy de americano medio, creo yo). Y en tu última réplica dices «Jack Lemmon no actuaba: era» Supongo que querrías matizar algo más esa afirmación, puesto que tal y como lo dices, podría entenderse que su único mérito era ese, el de tener la apariencia y la gestualidad de un tío normal, de la calle. Si solo fuera eso, le hubiera bastado solo con poner el careto y recitar los diálogos (pero ya te entiendo: es uno de los grandes). Pero estoy de acuerdo en lo que dices de que era (no sé si el mejor: los ha habido muy buenos) uno de los mejores actores norteamericanos de la historia del cine. Billy Wilder seguro que estaría de acuerdo con lo que dices. Y la verdad es que tiene una filmografía que tira de espaldas (todas las que hizo con Wilder, más algunas muy buenas con Blake Edwards como la terrible «Días de vino y rosas» y algunos papeles impresionantes en su madurez como en «Desaparecido» de Costa Gavras o en «Glengarry Ross» de James Foley….). Como homenaje final, decir que una vez, le escuché a Alfredo Landa decir que su actor favorito era Jack Lemmon, porque, a su juicio, no había un solo fotograma en toda su filmografía en el que flaquearan ni medio milímetro sus grandiosas dotes interpretativas.

        Y bueno de Wilder, que más decir. Lo mejor de Wilder eran el propio Wilder y sus películas. El ya no está aquí desde hace mucho, pero sus pelis ahí están para disfrutarlas. El mejor elogio que quizás nadie le hizo nunca vino de Woody Allen, un hombre poco dado a alabar las películas americanas (habla mucho de Fellini y de Bergman, pero del cine americano de su niñez y juventud tan solo habla de las de Bob Hope y Bing Crosby….) que dijo que «Perdición» era, probablemente, la mejor película que se había hecho nunca. Y a día de hoy, nadie ha salido a rebatírselo.

        Un saludo.

      2. Sí, bueno, el viejo Woody tiene, al menos en parte, razón… Pero no todo es así, ni mucho menos. Ciertamente, es el espectro dominante en cuanto a popularidad, pero no es lo único. Y, bueno, pues Woody también ha empleado a gente bastante mala, algunos dentro de este perfil, o incluso a llegado a despedir a buenos actores que no responden para nada a esa imagen.

        Lo de Jack Lemmon es, evidentemente, una boutade. Nunca se puede afirmar en serio que alguien es el mejor en algo. Ahora bien, no hay ninguna contradicción en el argumento ni precisa matización. «Ser» es un paso más allá del mero «actuar», y está al alcance de muy pocos. No tiene nada que ver con la apariencia ni con la atribución de tal o cual adjetivo; es ese instinto que acompaña a la técnica y que hace que determinados intérpretes se ajusten a la perfección a sus papeles, cómicos o dramáticos, que no chirríen en el entorno que se les sitúa. Si además poseen diversos registros que integran en una carrera sólida y coherente, todavía hay menos casos. Pero además, papeles concretos como en Salvad al tigre son absolutamente magistrales, toda una lección digna de academia. No tiene nada que ver con el rostro del americano medio. Este siempre fue, es y será James Stewart; me duelen los ojos al ver el nombre de Tom Hanks mezclado en todo esto, un actor del montón, absolutamente desechable, que no podría haber trabajado más que en el cine americano porque su única cualidad, «pasar por la pantalla, decir sus frases y quedar resultón», forma parte de esa «fábrica de pistoleros».

        Y qué decir del viejo Billy… Un gran tipo, dotado de esa sabiduría instintiva del que sabe de qué va el mundo. Y que, como lo sabe mejor que nadie, se ríe de él.

        Saludos.

  4. El último comentario mío, aquí vertido, va dirigido a Deckard ya que me he dado cuenta que no lo anoté y para que no queden dudas al respecto.

    1. Me has entendido mal o me he explicado mal (ahora hay que decir las dos cosas porque por nada se ofende la gente). Yo no pretendía ni ofender ni hacer chirigota con nadie. Es más, hasta cierto punto te estaba dando la razón.

  5. He vuelto a leer tu comentario y sí, efectivamente, entendí otra cosa. En tal caso, mis disculpas por este acaloramiento tonto.

    1. Tranquila, Míriam. Que yo también a veces tengo la mecha corta. Lo que pasa es que cuando nos hacen alusiones personales todos ponemos la antena y a veces nos ponemos hipersensibles. Pero no pasa nada. Ya está todo olvidado vale?

      Un saludo.

  6. Las conversaciones por escrito tienen esto: no existe la entonación, la ironía es más difusa, el doble sentido más nebuloso, y el lenguaje gestual inexistente. Eso hace que todos podamos entender cosas distintas a las intenciones de cada texto. Genera mucho desgaste cuando ocurre, aunque es comprensible. Menos mal que, cuando la gente quiere, se resuelve sin mayor problema. Agradecido quedo a los dos.

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