Cuando la hache no es muda: Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)

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El fondo está sembrado de buenas personas. Solo el aceite y los bastardos ascienden.

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-Tiene usted un modo de empezar las conversaciones que les pone fin.

-¿Por qué se ha separado de su mujer?

-Empieza las conversaciones igual que usted.

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Los personajes de Harper, investigador privado parecen hablar con una cuchilla entre los labios. Cada frase es un martillo, un látigo que busca dónde hacer blanco y dejar al descubierto y en carne viva la piel del interlocutor. Un festín para el espectador cuyo epicentro es Lew Harper (Paul Newman, cuya interpretación se basa más que nunca en el lenguaje facial y gesticulante, lejos de las intensidades interiores del «método», que acentúa cada ironía, cada sarcasmo), un detective privado de Los Ángeles envuelto en un caso que, como es canónico en las grandes historias del noir clásico, se va enrevesando progresivamente hasta derivar en una tupida madeja de intereses retorcidos y siniestros con implicaciones inesperadas. Lew Harper es, en realidad, Lew Archer, el detective creado por el escritor Ross MacDonald, cuyo cambio de apellido en la película se debe a una «superstición» del actor que lo encarna, un Paul Newman que venía encadenando una serie continuada de éxitos interpretando personajes cuyos nombres, apellidos o motes comenzaban por la letra hache, y que aspiraba a mantener la racha. La historia de Harper, investigador privado es la de El blanco móvil o El blanco en movimiento, primera entrega de una veintena de novelas y una docena larga de relatos que entre 1949 a 1979 tuvieron como protagonista al sardónico sabueso californiano, y que destacan por sus hechuras clásicas, por tratamiento de los temas y las formas de grandes como Dashiell Hammett, James M. Cain o Raymond Chandler.

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El detonante, como casi siempre, es casual: Albert Graves (Arthur Hill), viejo conocido de Harper que trabajó en la Fiscalía del distrito y ahora es un próspero y acomodado abogado, le recomienda a Miss Sampson (Lauren Bacall), la lenguaraz y desencantada esposa de un importante hombre de negocios, para que investigue la súbita desaparición de su marido tras su regreso de un viaje a Las Vegas en su avión privado. Miss Sampson solo desea estar informada, saber de las actuales correrías románticas de un esposo para el que nunca ha pintado nada la palabra fidelidad, pero pronto el caso da un giro más trágico: la desaparición voluntaria se convierte en supuesto secuestro y en una petición de rescate de medio millón de dólares, y los colaboradores y conocidos de Sampson parecen todos sospechosos de ocultar algo, desde su piloto, Allan (Robert Wagner) a su amante (Julie Harris), la melosa cantante de un club de carretera llamado El Piano, pasando por una actriz venida a menos que ahora ejerce de vidente aficionada, decoradora desquiciada, gran comedora y borracha profesional (Shelley Winters) cuyo marido (Robert Webber) es, precisamente, propietario de El Piano, además de socio de Claude (Strother Martin), líder de una secta de iluminados que vive en comuna en una extraña casa construida en una montaña, antigua propiedad de Sampson donada generosamente para la causa espiritual. Continuar leyendo «Cuando la hache no es muda: Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966)»

Crónica de horrores latentes: Reflejos en un ojo dorado (Reflections on a golden eye, John Huston, 1967)

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«Hay una fortaleza en el Sur, donde hace algunos años se cometió un asesinato». Esta es la cita, proveniente de la novela de Carson McCullers, que abre y cierra Reflejos en un ojo dorado (1967), una de las mejores obras de John Huston y, en particular, probablemente la más desasosegante, además de tratarse de un manual de dirección cinematográfica de primer nivel. Sólo así puede mantenerse un pulso narrativo de tamaña intensidad durante ciento ocho minutos en una historia en la que casi todo lo que sucede no es más que la punta de varios icebergs, apenas chispas de una serie de conflictos soterrados que emergen muy puntualmente pero cuyas eclosiones provocan la tragedia, y que son aludidos velada pero elocuentemente durante todo el metraje gracias a un inteligente y malicioso empleo de un lenguaje cinematográfico disfrazado de aparente intrascendencia.

La película es, sobre todo, sus personajes. Pero Huston, haciendo honor al título, los presenta mediante una doble exposición: el espectador los conoce tanto por lo que ve de ellos como por su imagen, o mejor dicho, su reflejo, en el resto de caracteres. Así, el comandante Weldon Penderton (Marlon Brando, un torbellino interpretativo reconcentrado en su más minimalista expresividad), experto en tácticas militares que imparte clases en un cuartel sureño, es un hombre silencioso, apático, introspectivo, probablemente atormentado, que gusta de cultivar su cuerpo y de observarse largamente en el espejo para comprobar la evolución de los resultados. Indiferente a los encantos y a los apremiantes apetitos (de toda clase) de su mujer (Elizabeth Taylor, en esa madurez pasada de peso de mediados de los sesenta), y más hombre de teoría que de acción (ni siquiera es bueno montando en un emplazamiento militar de caballería) parece más interesado en uno de los soldados de la base, Williams (Robert Forster, en su debut cinematográfico), un enigmático joven que se mueve por el cuartel como un sonámbulo, que en sus clases o en su mujer. En cuanto a su esposa, ante la inapetencia del marido, busca consuelo en los brazos de Morris Langdon (Brian Keith), otro oficial, buen amigo de Weldon, que encuentra en Leonora aquello que su mujer, Allison (espléndida Julie Harris), no le da desde que perdieran a su hijo tres años atrás; en apariencia, Morris es sólo un marido aburrido y un hombre vulgar, un oficial mediocre sólo interesado por los caballos, pero vive amargado la enfermedad de su esposa y absorbido por la lujuria que en él despierta la esposa de Weldon. Allison, sumida en continuas crisis nerviosas y depresivas, y que es tomada por loca por toda la comunidad aunque no deja de tomar nota de cuanto ocurre a su alrededor, deja pasar los días y hace planes para el futuro en compañía de su criado y confidente filipino, Anacleto (Zorro David), un tipo irritante y excéntrico que saca de sus casillas a Morris con cada una de sus ideas de bombero, al tiempo que parece monopolizar el verdadero sentir de la mujer. Por último, el soldado Williams, encerrado en su propia persona, sin interrelacionarse con compañeros o mandos, y cuya única forma de expansión parece ser salir a montar a caballo desnudo, se deja fascinar por Leonora, a la que comienza a observar obsesivamente, hasta el punto de introducirse furtivamente en la casa para rebuscar entre su ropa interior…

La película se mueve continuamente en el terreno de la insinuación y el camuflaje. Leonora resulta ser el personaje más marcial de todos los que pueblan la base militar, es la que se conduce por el cuartel fusta en mano (sin vacilar en utilizarla cuando lo cree conveniente), da órdenes al personal de las caballerizas como si fueran criados más que soldados bajo el mando de su marido, e incluso controla del mismo modo, con una sutil diplomacia basada en las confidencias y la pulsión sexual, al bueno de Morris. Todos los personajes danzan a su alrededor, algunos por atracción (Morris, Williams) y otros por repulsión (Weldon, Allison). Brando, que, cómo no, goza de la ya habitual escena de maltrato personal (en este caso, un caballo desbocado lo arrastra por el bosque y recibe múltiples heridas, cortes, arañazos y magulladuras antes de verse lanzado al suelo; más tarde, será la propia Leonora la que le golpee violentamente con la fusta en el rostro), compone con una fenomenal interpretación al hombre atormentado por los secretos, dueño de una doble vida como homosexual latente que colecciona objetos de recuerdo de los hombres por los que se ha sentido atraído. En particular, Brando, en un personaje destinado en principio a Montgomery Clift (por mediación de Taylor, su gran amiga y valedora, aunque murió antes del rodaje; se pensó en Richard Burton y en Lee Marvin para el personaje, que finalmente recaló en un entusiasmado Brando), logra revelar la auténtica naturaleza de su personaje solamente con el lenguaje facial y corporal, sin apenas hablar, y merced a un sobresaliente trabajo de cámara de Huston, que a través de las perspectivas escogidas consigue fijar sin lugar a dudas la psicología del personaje y su adecuada traslación al espectador (el descubrimiento del soldado Williams tomando el sol desnudo y la airada reacción de Weldon ante Leonora y Morris; la forma en que Weldon sigue a Williams al salir de la cantina o al acabar el combate de boxeo, sus gestos, sus miradas, su forma de caminar…). Continuar leyendo «Crónica de horrores latentes: Reflejos en un ojo dorado (Reflections on a golden eye, John Huston, 1967)»