Jarabe de plomo: Dillinger (John Milius, 1973)

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Cuando el controvertido John Milius, acusado reiteradamente de conservador, de ultraderechista, de fascista y amante de la violencia gratuita entre otros excesos, se propuso llevar a la pantalla las andanzas del famoso atracador de bancos (que no mafioso: en cuanto en una película se ve a un tipo que tira de metralleta Thompson en los años 20 en seguida se piensa que la cosa va de la Mafia) John Dillinger, tuvo sin embargo una idea clara: a diferencia del torpe de Michael Mann y de su aburrida, desmesuradamente larga y fallona Enemigos públicos (Public enemies, 2009), sabía que necesitaba como protagonista a un tipo que por apareciencia, carácter y ciertos rasgos físicos tuviera una semejanza general con el famoso ladrón, y no un niño bonito acostumbrado a hacer payasadas en producciones de Disney. De modo que escogió a Warren Oates, elevado a los altares del cine de acción merced al buen hacer de Sam Peckinpah, como protagonista de una historia que es algo más que un simple biopic, que, en cierta forma refleja un periodo sociológico de la sociedad estadounidense en la que se mezclaban herencias del pasado con nuevos fenómenos derivados del salto a la modernidad y a la sociedad de consumo.

Porque los años 30 en Estados Unidos es la época de la Gran Depresión, de los negocios arruinados, las fortunas desvanecidas, las grandes mansiones abandonadas, las colas del paro kilométricas, el racionamiento, el vagabundeo y la emigración. Pero también, durante un periodo mucho más breve del que a menudo pensamos, apenas dos o tres años en la primera mitad de la década, se concentró una extraordinaria eclosión de violencia, de robos con fuerza, de asesinatos (aunque sólo se pudo constatar que Dillinger matara a una única persona, un policía durante un atraco, y más a causa del caótico fragor del tiroteo que por intención real de asesinar), por parte de bandas de asaltantes de bancos que, gracias al inmenso poder de las nuevas armas a las que a menudo las policías locales y estatales no tenían acceso (pistolas automáticas, ametralladoras, recortadas de gran calibre o incluso explosivos…), extendieron su dominio por amplias zonas del centro y el Medio Oeste de los Estados Unidos (Missouri, Arkansas, Mississippi, Iowa, Tennessee, Kentucky, Kansas, Ohio, Illinois, Indiana, Oklahoma, Louisiana, Texas…). Este periodo, habitualmente visitado por el cine, encuentra nombres míticos como Bonnie y Clyde, historia llevada al cine por Arthur Penn, o la gran cinta de Joseph H. Lewis El demonio de las armas (Gun crazy, 1950). La principal causa de este fenómeno hay que buscarla en la feroz crisis económica derivada del crack de 1929, pero hay otros ingredientes muy interesantes que contribuyen a dibujar un panorama propicio para este tipo de delincuencia organizada y, a menudo, desquiciada.

Para empezar, la red económica norteamericana. Antes de las medidas dinamizadoras tomadas por la administración del presidente Roosevelt, por ejemplo, en buena parte del país se mantenía la estructura de bancos heredada de los tiempos de la conquista del Oeste: cada localidad con su oficina bancaria a pequeña escala, a menudo un negocio familiar o perteneciente a un reducido grupo de socios, todos locales, o mantenido de generación en generación, subsistiendo gracias al negocio del préstamo con interés o a los créditos agrícolas, y asociándose para las grandes operaciones, si había lugar, con entidades mayores de alguno de los centros financieros de un estado o del país. Esto multiplicaba los caladeros de dinero fácil para las bandas de atracadores, y las posibilidades de salpicar una variada geografía con esporádicos golpes de mano para conseguir un buen puñado de dólares frescos. Por otro lado, en estos territorios subsistía en buena medida una mentalidad propia del Oeste. Las fuerzas del orden todavía conservaban los esquemas operativos de la persecución del crimen propios de aquella época, en actitudes (reunión de partidas de persecución, la figura del sheriff como cabeza de la ley en cada pueblo o ciudad pequeña) y en medios (revólveres y rifles como medios de protección, cárceles de pueblo, largos traslados para llevar a los presos hasta el comisario federal o al juez del distrito…). Este planteamiento obsoleto de la imposición de la ley chocaba con los tiempos modernos, pero además, el clima de depresión socioeconómica había traído aparejados otros condicionantes: la miseria de buena parte de la población hacía que, como en la época actual en España, se fuera más indulgente con quienes, aunque fuera violentamente, hacían daño a las entidades que, según su entender, habían provocado sus penurias y dificultades. Por otro, la actividad de los nacientes medios de comunicación a gran escala servía como amplificador publicitario de las acciones de estos grupos violentos, muchos de ellos considerados héroes por una población constantemente agraviada por los poderes económicos a los que los atracadores hostigaban continuamente, muy a menudo con éxito. De hecho, el propio Dillinger fue jaleado por prensa y público en su famosa detención, de la que hay reportajes en película y fotografía, y en la que incluso se permitió el lujo de responder a la prensa mientras pasaba el brazo sobre el hombro del fiscal, el hombre que se supone iba a acusarle en el juicio y encerrarle de por vida. Naturalmente, Dillinger se fugó de la cárcel, noticia que fue recibida con alivio y agrado por parte de las mismas gentes sencillas que décadas atrás aplaudían los asaltos de la banda de Jesse James.

Consciente de que era una batalla mediática además de casi bélica, el director de la recién instaurada policía federal, el FBI, el que después sería un poderosísimo factor en la política norteamericana (no siempre, mejor dicho, casi nunca, para bien), J. Edgar Hoover, solicitó al gobierno la implantación de varias medidas, entre ellas, que sus agentes pudieran ir armados (hasta entonces era prácticamente un cuerpo de oficinistas), Continuar leyendo «Jarabe de plomo: Dillinger (John Milius, 1973)»