Terrores cotidianos: Dejad paso al mañana (Make Way for Tomorrow, Leo McCarey, 1937)

Su talante conservador ha privado a Leo McCarey de mayor reconocimiento entre buena parte de los historiadores del cine y de la crítica, en particular la llamada progresista, especialmente la europea, y como consecuencia, su trabajo, salvo escasas excepciones -como Sopa de ganso (Duck Soup, 1933), para muchos la mejor película de los hermanos Marx- no ha gozado entre el público de la debida repercusión y de la aceptación que debería si atendemos al grado de calidad de sus películas y de su competencia como guionista y director. Sentenciado por los críticos de izquierdas de los sesenta y setenta a causa de sus dramas sentimentales en clave más o menos religiosa –Siguiendo mi camino (Going My Way, 1944) y su secuela Las campanas de Santa María (Bells of St. Mary’s, 1945), o su última película, Satanás nunca duerme (Satan Never Sleeps, 1962)- y de sus apoteosis románticas en las dos versiones de Tú y yoLove Affair (1939), An Affair to Remember (1957)-, se le ha subestimado sin cesar a pesar de la admiración confesa de cineastas como John Ford, Orson Welles («McCarey haría llorar a las piedras») o Frank Capra y de su fundamental contribución a la comedia como género durante los años veinte y treinta, «descubriendo» a Stan Laurel y Oliver Hardy como pareja humorística, dirigiendo Torero a la fuerza (The Kid from Spain, 1932), la mejor cinta de Eddie Cantor, aceptando la dirección de su película con los Marx (que McCarey despacha sucinta e injustamente sin atribuirse mérito alguno), facilitando la transición al sonoro de Harold Lloyd en La vía láctea (The Milky Way, 1936) o a través de la aportación decisiva al género screwball, a la altura del propio Capra, de Preston Sturges, Mitchell Leisen, Howard Hawks o Gregory La Cava, que supone La pícara puritana (The Awful Truth, 1937). En ese mismo año, McCarey pasa de la comedia loca al drama de sentimientos con esta maravillosa pieza que destapa algunas miserias de uno de los conceptos de los que se nutre la ideología conservadora del director: la familia.

Un anciano matrimonio (Victor Moore y Beulah Bondi) reúne a cuatro de sus hijos, independizados ya hace tiempo (un quinto vive en California), para comunicarles su estado de ruina financiera sobrevenida y el hecho de que pronto van a ser desahuciados de la casa en la que han vivido, y en la que han nacido y crecido todos ellos. Los hijos arrastran sus propios problemas personales, económicos y laborales, y las limitaciones de sus vidas y las estrecheces entre las que se desenvuelven hacen que ninguno de ellos pueda hacerse cargo de la pareja, por lo que la única solución que encuentran es repartirse a sus padres: George (Thomas Mitchell) se queda con la madre, y su hermana Nellie (Minna Gombell), con el padre. Aunque esta medida es, en principio, transitoria, ya que Nellie, que sí puede disponer de espacio para ambos, precisa de algún tiempo para convencer a su marido de que vayan a vivir con ellos, la separación supone un duro trauma añadido para unos ancianos que han vivido juntos durante décadas. De pronto, Barkley y Lucy Cooper han perdido su autonomía, las riendas de su vida en común, y han de someterse a un nuevo régimen, el uno sin el otro, que además se encuentra mediatizado por una nueva fuerza que ellos en ningún caso aplicaron a la educación de sus hijos: el egoísmo. Privados a su vez de su libertad de acción, George y Nellie, la mujer (una espléndida Fay Bainter) y la hija de él (Barbara Read), y el marido de ella (Porter Hall), pronto se ven incomodados y sus hogares perturbados por la presencia de los ancianos, que alteran las rutinas diarias, entorpecen sus dinámicas cotidianas, se entrometen en sus asuntos o dificultan las tareas o la toma de decisiones, por no hablar de sus necesidades médicas o logísticas o de sus naturales intentos por mantener sus hábitos y costumbres en espacios que les son ajenos (lo que obliga, en ocasiones, a intentar quitarlos de en medio: por ejemplo, la secuencia en que Lucy es enviada al cine, o abandonada en él). El contraste entre el amor y la dedicación (en elipsis) con que los Cooper criaron a sus hijos y la serie de mezquindades y regateos con los que son recibidos por estos ya mayores e independientes (si es que tal cosa es posible), genera una atmósfera al mismo tiempo tierna y emotiva, pero también, a su manera, desasosegante, triste, penosa e incluso terrorífica.

Película de sensibilidad y mirada depurada equiparable a los tratados familiares que son propios del cine del japonés Yasujiro Ozu, en especial Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953), constituye un doble retrato: el de la vejez y el deterioro físico y la pequeña historia personal de cómo este inevitable proceso afecta a individuos particulares, y el general de una sociedad que considera a estas personas, en tanto que improductivas, como amortizables, prescindibles, marginales, en un clima socioeconómico construido sobre la base del trabajo, el consumo, el ocio y la diversión (así, los repetidos intentos de Barkley de conseguir un trabajo con el que, al principio, impedir su desahucio, y después, procurarse los medios con los que costear una nueva vida junto a Lucy, aunque sea en precario). En este punto, la secuencia más ilustrativa es aquella en la que la anciana Lucy interrumpe e interviene en las clases de bridge de Anita, para las que recibe a varios grupos de personalidades encopetadas que buscan acrecentar su buena presencia social adquiriendo destrezas y aprendiendo trucos para desenvolverse adecuadamente en este popular juego de cartas; la evolución de la secuencia, desde la contrariedad inicial a las progresivas simpatías y el interés sincero que despierta entre todos las conversaciones telefónicas de Lucy, seguidas como si de un lance del juego lleno de incertidumbres se tratara, combinan la sensibilidad con la que se trata el argumento con un humor sutil e irónico que no abunda en la hora y media de metraje. Un tono ligero y sensible que va cerrándose en torno al aire de tragedia cuando Nellie advierte de que no puede cumplir su compromiso y la única salida es ahondar en la separación de los padres, enviando a Barkley a California, con el quinto de sus hijos, pretextando problemas de salud y la conveniencia de instalarse en un lugar de clima más adecuado; al mismo tiempo, la «insostenible» situación de George y Anita no tiene más remedio que enviar a la anciana a una residencia. Aquí se abre una segunda línea temática, que es la de la nostalgia, igualmente asociada al tema de la vejez: en sus últimas horas juntos en Nueva York, Barkley y Lucy recuperan sus días de juventud, visitan los lugares que transitaron, retoman vivencias y sensaciones, y aquí sí, encuentran a quien está dispuesto a escucharles, a facilitarles las cosas, a hacerse eco de su pasado y de su presente, obviando el futuro que todos adivinan.

Prodigio de humanidad y calidez, la película, escrita por Viña del Mar y Helen y Norah Leary a partir de la novela de Josephine Lawrence y del poema de Leo Rubin, transcurre lenta pero incesantemente hacia el desagarro y la culpa, afrontada de manera diferente por los distintos personajes. Los remordimientos de George (al que su madre, en un nuevo acto de infinita generosidad, pretende hacer creer que la idea de irse a una residencia es de ella, y no de él, azuzado por Anita) se mezclan con la ligereza e incluso indiferencia de sus hermanos, que descubren demasiado tarde la naturaleza de sus acciones, mientras que los ancianos asisten, en un silencio demoledor, a la minuciosa destrucción de su vida en común, de su historia personal, a manos a aquellos a quienes consagraron su existencia. Aunque la película desborda sensibilidad y emotividad evita caer en la sensiblería y el empalagoso azucarado de situaciones, incluso destila cierto humor en momentos concretos, pero despunta notablemente en la planificación de McCarey, en particular en el uso de los primeros planos que muestran los mudos pero elocuentes rostros de Moore y Bondi. Sublime instante en este aspecto es el que constituye la secuencia final, con la pareja despidiéndose, ventanilla del tren por medio, en la estación, cuando él parte para California mientras ella queda, sola, en el arcén, bajo las promesas de un incierto reencuentro en el que ninguno de los dos cree de verdad. Acompañada del diálogo que la antecede, se trata de una de las metáforas de la muerte anticipada más brillantes que ha dado la historia del cine, y que deja en el espectador el regusto amargo de ser consciente de que en su plano personal no piensa lo suficiente en la importancia y el bienestar de quienes les dieron la vida, y que tampoco hace, no ya lo necesario o lo conveniente, sino siquiera lo suficiente. Un discurso vigente ya en 1937 que no solo no ha dejado de perder actualidad; muy al contrario, con las décadas ha ido cobrando visos de un auténtico terror y que se reviste con el tejido de una única palabra devastadora: soledad. En el eco, la imagen que abre la película, el letrero ilustrado con el cuarto mandamiento: «honrarás a tu padre y a tu madre».

2 comentarios sobre “Terrores cotidianos: Dejad paso al mañana (Make Way for Tomorrow, Leo McCarey, 1937)

  1. Qué bonito texto sobre una película hermosa y demoledora.

    Me encanta Dejad paso al mañana.

    Es imposible no reaccionar ante su visionado.

    Y das con la clave en una línea: «una atmósfera al mismo tiempo tierna y emotiva, pero también, a su manera, desasosegante, triste, penosa e incluso terrorífica».

    Su última secuencia es inolvidable.

    Lo duro además es que es tan real y humana, incluso en su representación del egoísmo…

    Beso

    Hildy

    1. Desde luego, mi querida Hildy, si esta película no te deja mal cuerpo, no tienes sangre en las venas ni manifiestas la menor empatía por el género humano. Porque, como bien dices, va al meollo del conflicto central de la vida moderna, que es el choque entre el interés del individuo y el bienestar de otros, incluso del grupo en su conjunto. Ahí radica una cuestión política de enorme trascendencia, si no es la única realmente importante, de la que se suele hacer caso omiso por aquello de los intereses alimenticios cortoplacistas. Es verdaderamente sorprendente un tratamiento tan maduro y tan sensible de este tema, focalizado con gran efectividad y justicia en los mayores pero extrapolable a múltiples situaciones, tan pronto como en 1937. Tan deslumbrante como descorazonadora.

      Si uno no se remueve cuando la ve, no es normal.

      Besos

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