Elemental, querida Watson: El detective y la doctora (They Might Be Giants, Anthony Harvey, 1971)

 

Una de las sensaciones más gratificantes que el cine proporciona resulta del hecho de que aun de una película con un guion a medio cocer el espectador puede obtener notables satisfacciones. Es el caso de esta comedia de intriga dirigida por Anthony Harvey inmediatamente después (aunque hay tres años entre una y otra) de la que es su gran obra como director, El león en invierno (The Lion in Winter, 1968), y en la que un inmenso George C. Scott interpreta a Justin Playfair, un abogado y juez que tras la muerte de su esposa ha adquirido un peculiar trastorno paranoico: no solo se cree que es Sherlock Holmes, sino que ha desarrollado de manera natural y tan extraordinariamente sus propias dotes deductivas que ello le permite ser Sherlock Holmes. Su hermano Blevins (Lester Rawlins) se propone inhabilitarlo e ingresarlo en un hospital psiquiátrico con el fin de heredar su fortuna y pagar unas supuestas deudas que ha contraído con ciertos individuos del hampa, de modo que, aunque su esposa, Daisy (Rue McClanahan, la famosa Blanche de la teleserie Las chicas de oro), ve las peripecias de su cuñado con simpatía, requiere la ayuda de los médicos para lograr un diagnóstico y una orden de reclusión. Es aquí donde entra la doctora Mildred Watson (Joanne Woodward), quien, fascinada con las capacidades intelectuales de Playfair, puestas de manifiesto cuando logra encontrar el ignorado origen de las perturbaciones mentales de otro paciente que se cree Rodolfo Valentino, asiste maravillada al caso. Playfair no solo es Holmes, sino que se viste como él y ha adaptado sus hábitos y espacios domésticos a lo característico del personaje, desde el pequeño laboratorio químico de su gabinete al hecho de fumar en pipa, pasando por su afición a hacer chirriar el violín cuando está pensando. Se trata de una asunción total de la identidad de un personaje de ficción, incorpora el contenido las novelas y los relatos de Conan Doyle como un pasado auténtico, mientras que Playfair ha desaparecido junto a su biografía, la memoria de sus padres, su carrera profesional, sus recuerdos de infancia o incluso los referidos a su esposa fallecida. Así las cosas, está tan metido en el papel de Holmes que también comparte sus objetivos, es decir, que emprende una enloquecida investigación en busca de su archienemigo, el profesor Moriarty, al que cree en la ciudad con la intención de cumplir uno de sus descabellados planes criminales, misión a la que arrastra a su nueva compañera y discípula, la doctora Watson.

La película, en tanto que comedia, resulta irregular. Algunas secuencias y gags están bien trenzados, pero otros son demasiado convencionales o incluso tontos, y algunos episodios parecen figurar por mero capricho o relleno. En otros, sin embargo, destaca la inmensa labor de un divertidísimo Scott, que sin abandonar el característico envaramiento del detective, ofrece gestos, muecas y réplicas que son en verdad lo más inspirado de la película. Como intriga, por otra parte, la cinta termina siendo igualmente poco concluyente. Cierto es que Holmes despliega en varias ocasiones todo su aparato deductivo y también que, si bien encadenando pistas y argumentos un tanto a la ligera y con interpretaciones de lo más peregrinas (no olvidemos que, detective o no, se trata de una mente trastornada), el objetivo del personaje está en descubrir y desenmascarar a Moriarty antes de que cometa una nueva fechoría, para lo cual recorre diversas localizaciones de Nueva York, por lo que no es propio de un espectador normal aguardar una resolución convencional de un caso policial. Pero el guion, escrito por James Goldman como adaptación de su propia obra, ofrece otra línea argumental basada en la intriga que no lleva a ninguna parte, y que se refiere a las maniobras de Blevins para inhabilitar a su hermano y a las de sus socios por eliminarlo, para que así herede y pueda cumplir las obligaciones que tiene con ellos. Ese hilo dramático, insuficientemente explicado y desarrollado, tampoco se concluye, queda en el aire. De este modo, la historia se centra en la relación de Holmes/Playfair y Watson, que desde el mutuo escepticismo y el recelo va derivando hacia el entendimiento y la comprensión y, finalmente, al amor. Ahí radica tal vez el principal problema de este segmento del guion, la contraproducente romantización de su relación, que quizá pudiera alcanzar otras cotas de desarrollo y, sobre todo, de humor y comedia, de haber ido por otros derroteros. Coja la intriga, fallida, al menos en parte, la construcción de la relación de los personajes principales, las mayores virtudes se reducen así a las interpretaciones de Scott y Woodward, cuya química es magnífica y que cruzan entre sí las mejores líneas de diálogo, a la aparición de un puñado de rostros conocidos en pequeños papeles (Jack Gilford, Al Lewis, F. Murray Abraham, M. Emmet Walsh…), y la curiosidad por saber hacia dónde puede concluir la disparatada investigación, salpicada de personajes extraños y extravagantes. Y ahí, no en la resolución, puesto que la película se cierra en falso, sino en su sentido, es donde la película enlaza principio y conclusión y transmite su verdadero significado.

Porque Playfair ha asumido la forma de Sherlock Holmes, pero en realidad es Don Quijote. La película así lo insinúa en su apertura, cuando incluye al personaje de Cervantes en la cita que abre los créditos, y en la conclusión, cuando Holmes y Watson ven emerger -solo ellos, no el público- una lozana figura a caballo de uno de los túneles de Central Park. El trastorno que sufre el abogado y juez Justin Playfair es el mismo que padeció Alonso Quijano, solo que no motivado por el hastío y la vejez y la continua zambullida en los libros de caballerías, sino por la soledad y el desamparo del amor perdido y la consoladora ficción de las novelas y los relatos holmesianos de Conan Doyle. Playfair se ha construido una realidad a la medida dotada de emoción, de aventura, de  intriga, de magia, de todo lo que carece una existencia vacía, privada de aspiraciones, intereses, sueños y recompensas, no para sobrevivir o sobrellevar la vida, sino para vivirla, para exprimirla. La monotonía sustituida por la épica, la vulgaridad por la excelencia, la prosa por la poesía, lo material por lo espiritual, la mera existencia por la heroicidad. Así, la lucha contra los molinos de viento, reales -la viudedad, la inadaptación, el desencanto, la soledad- o figurados -Moriarty y sus próximos crímenes-, constituyen un tenue pero firme hilo conductor del argumento y también como el vínculo que hace renacer a la doctora Watson. No es ella la que cura a Playfair de su supuesto trastorno (¿locura o lucidez?), sino él quien saca a la doctora del personaje que representa en su vida (sola, irritable, huraña, mala cocinera, pésima ama de casa), mucho más pobre, triste, penoso, vulgar, que el que él le ofrece. La fantasía, la imaginación, el sueño, el deseo, curas necesarias para soportar una cotidianidad hueca y sin esperanzas, rodeada de ruido, suciedad, materialismo, utilitarismo, publicidad, verborrea. Holmes y Don Quijote, Watson y Sancho Panza (o Teresa Panza), ejemplos a seguir para una exitosa huida de todo aquello que aguantamos cada día a pesar de nuestro aborrecimiento. La ficción, el cine y la literatura, el alma, todo aquello que olvidamos o que las servidumbres diarias nos obligan a marginar y olvidar. La vuelta a la infancia, a la libertad, a un futuro imaginado como pleno de posibilidades. Como Holmes dice en sus relatos, en sus novelas, y, como es natural, Playfair proclama con total entusiasmo, «¡empieza el juego!» Aunque la película no está a la altura ni de Sherlock Holmes ni de Don Quijote, ni de Conan Doyle ni de Cervantes, sí proporciona al espectador una sustanciosa recompensa: no tomarse esa frase como un grito de júbilo, sino como un mandato imperativo que aplicarse a uno mismo.

 

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Mis escenas favoritas – El león en invierno

Los créditos iniciales de El león en invierno (The lion in Winter, Anthony Harvey, 1968) captan a la perfección la inquietante y oscura atmósfera del alto medievo, de una época sumida en las tinieblas de la superstición, el dogma religioso, la subordinación a un Dios cruel y tenebroso, las guerras, las pestes y el temor al fin del mundo.

Poco que ver con la propia película, una luminosa y colorista intriga política en torno a la cumbre que Enrique II Plantagenet (Peter O’Toole) y el rey Felipe de Francia (Timothy Dalton) celebran en la Navidad de 1183 para negociar las condiciones del acceso al trono del futuro rey inglés tras la muerte del heredero legítimo, el joven Enrique, el verano anterior. A la cita se suman la esposa de Enrique II, Leonor de Aquitania (excelente Katharine Hepburn), encarcelada por haber incitado a los tres hijos del rey, el maquinador Geoffrey, el sucio y pusilánime John (futuro Juan Sin Tierra) y el fuerte y belicoso Richard (futuro Ricardo Corazón de León, interpretado por Anthony Hopkins) a rebelarse contra su padre.

La película, escrita por James Goldman a partir de su propia obra de teatro, recoge los rencores, las miserias, los odios, los recelos, las animadversiones, los complejos, las maniobras políticas, los chantajes personales, emocionales, sexuales y de cualquier otra clase, que sacuden a todos durante la reunión. Así las cosas, quizá la música de John Barry y los títulos pierden parte de su efectividad como imagen icónica de la etapa más lúgubre de la Edad Media, pero acompañan adecuadamente la grandeza de un filme cuyo magnífico texto, profuso, lleno de matices, recovecos e ironías, viene estupendamente acompañado de unas interpretaciones sobresalientes, siendo muy superior el conjunto a la versión televisiva de 2003 con Patrick Stewart y Glenn Close.