Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)

Greatest British comedy: Kind Hearts and Coronets

La buena comedia negra es aquella que, sin renunciar a la parodia, la sátira y la ironía, no pretende disimular que su humor se construye a partir de un drama. Sobre esa premisa, a la vista la dirección sobria, contenida y distante de Robert Hamer, del fenomenal trabajo de decoración (perfecta recreación de los ambientes de la baja aristocracia británica, como también de los estratos laborales más próximos a ella), de las luminosas secuencias diseñadas por el director de fotografía Douglas Slocombe y de la encomiable labor de los intérpretes que componen el triángulo central del drama (Dennis Price, Joan Greenwood y Valerie Hobson), podría decirse que esta película es otra (quizá una de las mejores) de las amables y deliciosas piezas de humor surgidas de la factoría Ealing pilotada por Michael Balcon, antaño mentor de Alfred Hitchcock reconvertido después en el artífice de la comedia británica cinematográfica por excelencia. Pero la película cuenta además con Alec Guinness, actor descubierto por David Lean que hasta entonces había participado en sus dos adaptaciones dickensianas, y cuyo auténtico potencial como intérprete se destapó en esta cinta, que también le convirtió en estrella y referencia ineludible. Y es que Guinness, siempre en un segundo plano, da vida, con diferente intensidad y profundidad y en distinto grado de desarrollo dramático, a ocho miembros de la familia D’Ascoyne en un recital de versatilidad y múltiple personalidad interpretativa solo al alcance de otro grande de la comedia británica, Peter Sellers.

Pero la película no es un simple vehículo para el lucimiento de un actor semidesconocido hasta entonces en el mundo del cine, ni mucho menos. El trabajo de Guinness es imprescincible pero no condiciona la construcción dramática de la historia, que respira sátira y parodia por sí misma y que, como siempre en las comedias de la Ealing, sabe tomar el pulso a la Gran Bretaña de su tiempo. En este caso, un país que ha salido devaluado de los enormes esfuerzos y sufrimientos de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido su condición de potencia hegemónica del planeta, que ve cómo su flamante Imperio empieza a desgajarse (comenzando por la India, la joya de la Corona), que vive una profunda crisis económica y social y que debe replantearse un nuevo orden para su reconstrucción y un nuevo papel en el mundo. Este estado de ánimo colectivo producto de una decadencia sobrevenida es sabiamente adaptado por el guion de Robert Hamer y John Dighton, a partir de la novela de Roy Horniman, que se sitúa cronológicamente al final de la era victoriana (finales del siglo XIX y principios del XX) y que gira en torno al resentimiento y las ansias de venganza producto de la afrenta y el deshonor. La gran virtud del argumento, sin embargo, está en que esta venganza cobra la irónica forma de una comedia negra cuyo personaje central es un asesino en serie, si bien sus víctimas se limitan a los miembros de una sola familia, los D’Ascoyne (interpretados todos por Guinness). Se trata, por tanto, de un criminal en serie al que no le mueven los incontrolables impulsos psicológicos, sino que es un vulgar usurpador por interés calculado en la mejor tradición del folletín decimonónico de aventuras de Alejandro Dumas o de las novela de crímenes británica según los patrones de Chesterton o Agatha Christie, o en la línea de Thomas de Quincey y su entendimiento del crimen como una de las bellas artes.

Así, Louis Mazzini, miembro de la familia D’Ascoyne no reconocido (su madre fue expulsada y apartada cuando decidió fugarse con un cantante italiano que murió de un ataque al corazón el mismo día del nacimiento de Louis, exactamente en el momento en que lo vio por vez primera… y única), desea vengar la afrenta sufrida por él y por su madre y, tras constatar el número de miembros de la familia D’Ascoyne que le impiden reclamar el título de duque, comienza a planificar su sistemática eliminación, uno tras otro. El detonante de su descabellado plan, además de la ambición personal de influencia y dinero, es el hecho de que la muchacha junto a la que se ha criado, Sibella (Joan Greenwood), hermosa, caprichosa, voluble y algo casquivana muchacha a la que une una larga pasión compartida, decide casarse con otro hombre dotado de mejor empleo y posición y de una mayor provisión de fondos para sus caprichos (John Penrose). Doblemente resentido, contra los D’Ascoyne y contra Sibella, sin nada que perder, decide poner en marcha sus planes de asesinato, y también de ascenso social a medida que se van produciendo muertes y el número de parientes entre él y el título de duque se va reduciendo, lo cual hace que la ambiciosa Sibella vuelva de nuevo a él para convertirse en su amante. Con lo que no cuenta Louis es con enamorarse de Edith (Valerie Hobson), la viuda de su segunda víctima, el joven heredero del título, un muchacho de 24 años muy aficionado a la fotografía y mucho más a empinar el codo, lo cual termina de configurar el rompecabezas de su venganza: no solo rematará la jugada casándose con la legítima esposa de un D’Ascoyne, sino que eso le servirá para usar y tirar a Sibella, la joven que lo despreció porque no tenía dinero ni posición y que ahora verá cómo pierde el favor de todo un duque del que no sacará nada.Narrada con cierta frialdad y distancia por Hamer, multiplicándose en escenarios sofisticados primorosamente recreados, pero con ese delicioso aire de comedia ligera del humor británico de aquellos tiempos, aparentemente facilón pero dotado de potentes cargas de profundidad en cuanto a diálogos sarcásticos y elocuente crítica social (para todos, los de arriba y los de abajo), la película reproduce uno tras otro los rocambolescos planes de asesinato emprendidos por Louis (envenenamientos, escopetazos disfrazados de accidentes de caza, globos aerostáticos desinflados…), aunque la providencia a veces viene a echarle una mano gracias a algún oportuno infarto y un más oportuno naufragio. Al mismo tiempo, y con no menor ligereza, asistimos a las evoluciones sentimentales de Louis, que pivotan entre Edith y Sibella con calculado interés y variado grado de pasión, siempre en busca de la satisfacción de su vengativo egoísmo. Sin embargo, la fatalidad y la ambición terminan de teñir de amargura los planes de Louis: el deseo de retorcer y exprimir su venganza sobre la persona de Lionel, el marido de Sibella, la ambición por redondear sus maquiavélicos planes, conducen a Louis a prisión, juicio y condena a muerte. La estructura de flashback (el espectador contempla la historia desde la confesión escrita que Louis ha preparado en la víspera de su ejecución) concluye, ya en tiempo presente, en un triple salto mortal de sorpresas y casualidades encadenadas que, una y otra vez, dan vuelta a la tuerca de la ironía para depositar de nuevo a Louis en el principio de la historia, concluyendo así la magistral construcción dramática de una historia que funciona con la precisión de un mecanismo de relojería.

Una historia que, sin embargo, se hace memorable gracias a la participación de Guinness y su composición de ocho personajes a los que dota de personalidad, lenguaje facial y gestual e incluso timbres de voz distintos, metamorfoseándose en ocho personajes diferentes con una asombrosa capacidad mimética, saltando a su antojo las barreras del tiempo e incluso del sexo, y componiendo a su vez desde una perspectiva paródica, es decir, crítica, distintos estereotipos de esa sociedad victoriana en descomposición que como rémora todavía existe en la posguerra mundial del momento del rodaje. Guinness es a la vez el mayor monumento y la suntuosa rúbrica de una película que es un monumento a la doblez y a las segundas intenciones. Que provoca en el espectador una sonrisa sabia, de comprensión y complicidad, y la desarmada admiración por el talento interpretativo y mímico de Alec Guinness, uno de los intérpretes más sólidos de la historia del cine.

8 comentarios sobre “Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)

  1. Casualmente la volví a ver hace un par de semanas… Genial es poco decir. Últimamente siento como que me hago mayor porque disfruto mucho más de estas producciones británicas dignamente pobres y ricamente dignas.
    Tu análisis perfecto. Muchas gracias

    1. Siempre es bueno ver y volver a estas cosas. Una clave, precisamente, del proceso creativo, está en eso del presupuesto. Cuántas joyas nos ha deparado el cine justamente porque no lo tenían o porque cuando lo tenían no se empeñaban en mostrar que lo tenían. Es justamente la concepción contraria, al menos en cuanto al gran mercado, de lo que vivimos en los últimos lustros, y quizá por eso estamos donde estamos.

      Gracias a vos.

  2. Fantástico. Habría que hablar y escribir más sobre los estudios Ealing, los dos grandes magnates: A. Korda y J. Arthur Rank, que lucharon por conquistar el importante mercado americano y del productor Michael Balcon que se consagró en dotar al cine británico una marcada identidad nacional y convencido de que con bajos presupuestos se podían realizar películas de elevada calidad. Balcon se convirtió en el promotor de muchos de los grandes triunfos del cine inglés durante los años treinta, cuarenta y cincuenta. Cuando estuve en Londres fui a ver el pequeño caserón, que parecía un cortijo andaluz ido a menos, de los antiguos estudios Ealing. Miré a través de las verjas y vi las dos famosas columnas que parecían que ya no podía sujetar la triste historia del cine. Unas macetas marchitas y un coche impoluto a la puerta. Antaño este caserío, en porciones, estaba en una zona rural y con campos cultivados a su espalda. Ahora está asfixiado y no solo por el monóxido de carbono, sino también por el cenutrismo generalizado. Me aferré a uno de los barrotes y mi imaginación se deslizó por un tobogán de celuloide al pasado. De repente salió de la casa una especie de exageración del prototipo de englishmen, con bombín, bastón y monóculo. Se me quedó mirando, ajustando con las cejas el ridículo monóculo y arrugó la nariz. Vi en su rostro de película de estudio Ealing que no tardaría en llamar a la policía si no me iba de allí. Dijo Cenútrides: “La estupidez acaba siendo siempre la madre de la tragedia.” Ealing y Cinecittá; dos buenos marcos de reflexión sobre Europa como cultura.

    Y no sé qué decir que lo no lo hayas dicho tú, amigo mío. No sé. Pocos guiones de películas tienen sentido si se divorcian las palabras de las imágenes. Y cuando se encuentra alguno que no ocurre así se tiende inmediatamente a dar por sentado que en él hay algo que no funciona como es debido. “Ocho sentencias de muerte” es una de las películas que ha planteado con frecuencia este problema; concede tanta importancia a la palabra hablada que se ha considerado muchas veces como “literaria” y “poco cinematográfica”. Sin embargo, vista con la perspectiva que proporciona el tiempo y a pesar de ser una película con más de setenta años, este filme sigue pareciendo uno de los títulos más vivos y con mayor vigencia de todo el cine británico de la época. Debido quizá a que la crítica cinematográfica se preocupa menos por teorías simplistas sobre lo que es o no el “cinematográfico”, a nadie se le ocurre plantearse si la película es “cine” o no, analizar la interrelación existente entre los diálogos y las imágenes o preocuparse por encajarla en una visión del mundo influida poderosamente por el neorrealismo. Lo que se deduce de todo esto es que el público de hoy en día (si lo hay), no puede darse cuenta de hasta qué punto fue excepcional la película en su momento; pero, cuando empezó a hacerla, el propio Robert Hamer afirmó que debía ser “una película sin el menor parecido con cualquiera de las anteriormente rodadas en esa isla húmeda. Sin embargo, nadie hubiese adivinado lo que se proponía Hamer cuando descubrió y empezó a rodar una novela eduardiana poco conocida, “Israel Rank”, una historia bastante decadente escrita por Roy Horniman (discípulo de Oscar Wilde y su apellido suena como la marca de té). Esta novela está traducida al castellano y publicada en la editorial “Reino de Cordelia” con una portada excelente y con el título “Memorias de un asesino”. Vale la pena leerla. Hamer, no obstante se había dado de las posibilidades cómicas del texto y decidió llevarlo a la pantalla. En la labor de adaptación, Hamer intentó ser fiel al período y a la atmósfera de la historia, así como un tono “wildeano”. Pero de la trama solo retuvo la idea esencial. En la novela, todo esto se justifica mediante una larga serie de soliloquios a lo Nietzsche por parte del protagonista, mientras que en la película se encuentra resumido exquisitamente en forma de comedia elegante y refinada, adornada por unos continuos juegos verbales, llenos de mucho ingenio. Aunque “Ocho sentencias de muerte” está fijada fundamentalmente por los diálogos y por los comentarios de Dennis Price, es innegable que sus mejores efectos se derivan del contrapunto entre palabras e imágenes.

    Abrazos mil.

    PD: La próxima vez que vaya a ver el triste edificio de los estudios Ealing, me enfrentaré con ese cenutrishmen. Te lo juro.

    1. Es algo, la supuesta falta de personalidad del cine británico, de lo que se le ha acusado muy a menudo en distintos momentos de su historia, en particular desde Francia y más propiamente durante y justo tras la «nouvelle vague»: El mismo Truffaut lo dice explícitamente en un par de artículos, y otro tanto hace Godard. El cine británico incluso se ha dejado llevar por ello en demasiadas ocasiones, primero como cómoda sucursal del Hollywood de los primeros tiempos del sonoro y después como servil coproductor o colaborador de los grandes estudios durante décadas, hasta hoy. El trasiego de intérpretes, técnicos y directores desde las islas a América también ha contribuido a diluir las diferencias y a vaciar de significado el sentido de un cine propiamente británico. La Ealing, sin embargo, encontró un filón en esta línea humorístico-costumbrista, como Korda y luego otros hicieron en la línea del cine historicista británico, contando las hazañas del Imperio y las biografías de célebres personajes. Pero fuera de ahí, ciertamente es un cine algo falto de carácter y de señas de identidad propias.

      La palabra hablada en el cine es un problema cuando la imagen no sustenta nada. En el cine la imagen es imprescindible, obviedad que hoy en día resulta no serlo vistas las tonterías con ínfulas que se filman a veces, y en teoría la palabra hablada no lo es. Pero claro, hay un puñado de grandes maestros, Wilder o Mankiewicz, Bergman o Allen, que sin descuidar el necesario potencial de la imagen cuidan de la palabra hablada en términos de alta literatura, y claro, la conjunción es perfecta. Ahí, y en otros, como esta película de Hamer o el Dorian Gray de Lewin, etc., asistimos a un placer completo. El juego entre imagen depurada, discurso de altura y la sinergia o la contradicción entre ambos según las necesdades narrativas, es el cine puro. Y en el caso de Hamer, hablamos probablemente de su primera y única obra maestra.

      Tomo nota del libro, cómo no. Otro más…

      Abrazos

  3. He disfrutado muchísimo de tu análisis. Y recuerdo lo que la disfruté cuando la vi por primera vez hace seis años… ¡Me doy cuenta de que tengo que volver otra vez a ella!
    Tengo conciencia de lo que me gustó cómo estaba contada, su arquitectura fílmica. De su humor negro y mala baba… siempre con elegancia. De Alec Guinness… y compañía.
    Así que leyéndote he ido recordando y descubriendo matices.
    Continuo teniendo ganas como dije en su día de descubrir más películas de su director, Robert Harmer.
    Siempre hay que volver a Ealing.

    Beso
    Hildy

    1. Una maravilla de película, mi querida Hildy. Últimamente me he dado un pequeño atracón de títulos de la Ealing, y no sé con cuál quedarme, todas son maravillosas en su simplicidad aparente y en su riquísimo tratamiento de personajes, espacios y situaciones, además de en su forma asombrosa de captar los estados de ánimo de su tiempo. Por una vez, esa necesidad tan británica de afirmarse frente al exterior surtió un excelente efecto.

      Besos

  4. Imagino, Alfredo, que los cinéfilos británicos, al ver una vez más esta película -porque seguro que con el panorama actual, hacen como nosotros y vuelven la mirada al siglo pasado- se tirarán de los pelos, se lamentarán en vano y maldecirán el momento en el que dejaron que se perdiera una industria con timbre propio, un sello adornado con unas formas típicas de una sociedad que daba -y sigue dando- excelentes intérpretes y entonces también buenísimos guiones que sorteaban la censura de la época.

    Esta película es un claro exponente de lo que se hace con talento, lanzando cargas de profundidad a diestro y siniestro sin dejar títere con cabeza, con un ritmo impecable y todo con poco más de hora y media: una cantidad de información tan apabullante que permite revisarla de vez en cuando y seguir descubriendo más que puyas verdaderas cuchilladas a una sociedad que, en el fondo, quizás no ha cambiado tanto como pretenden aparentar los ornamentos físicos.

    Claro que saber valerse de clásicos de la literatura anglosajona para presentar personajes absolutamente asociales como personas encantadoras sólo puede hacerse habiendo leído mucho y la lectura, Alfredo, parece ser una asignatura pendiente para los supuestos cineastas que poblan las actuales carteleras.

    Esta película la guardo en un apartado especial para tenerla siempre a mano: es como el agua oxigenada para cualquier rasguño: sirve para oxigenar las neuronas después de alguna que otra experiencia de dos horas en la que no me cuentan nada.

    Discrepo ligeramente respecto a la intervención de Sir Alec y no por desmerecer su trabajo sino por considerar que su performance altera el reconocimiento que merecen Hamer y Dighton, director, guionista y Denis Price y Joanne Greenwood como pareja de ególatras de mucho cuidado.

    Ya sabrás que hubo un intento de perpetrar un refrito de la mano de Will Smith y Robin Williams del que nos libramos, aunque no pudimos librarnos de lo que los hermanitos Coen hicieron con otra joya de la Ealing, The Ladykillers: hace una semana hice el experimento de verlas ambas en sesión doble. No lo recomiendo.

    Un abrazo.

  5. No sé si quedarán muchos cinéfilos británicos… Tampoco sé bien cuál es la relación con su propio cine. Ya sabes que hay cinematografías odiadas, en primer lugar, con mayor o menor fundamento, o sin ninguno, por los autóctonos (no hay que irse muy lejos…).

    Creo que señalas la clave de la cuestión, o al menos la principal de ellas, en el cine de los últimos años. No ya el exceso de dependencia de la tecnología, que también, sino la falta de imaginación derivada de la falta de lecturas. Al menos desde Spielberg y su equipo de lectores y «subrayadores» de libros hasta nuestros días, la lectura ha dejado de ocupar el lugar de privilegio de antaño entre los cineastas, la mayoría de los que valen la pena grandes lectores (incluso los que disimilaban haciendo el gañán, como Ford). ¿Cómo vas a aprender a estructurar historias y crear personajes y relaciones entre ellos si obvias el caudal literario de la humanidad?

    Los remakes, ay, los remakes… De esa película de los Coen recuerdo un único gag decente dentro de una obra profundamente decepcionante. Posiblemente sea la peor película de sus autores, que incluso cuando andan flojos suelen tener algún ratito de inspiración. Pero aquí, ni por esas.

    Un abrazo

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