La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad

Para el escritor Javier Marías, inspirador de esta entrada gracias a su descacharrante artículo Insomnio de cine (2000).

Que Lars von Trier es gilipollas perdido es algo que se viene comentando hace días por los mentideros estos de las películas. Él mismo no lo niega sino que, habiéndolo confirmado de palabra motu proprio en no pocas ocasiones, no le duelen prendas en mostrarse tal cual es incluso en las ruedas de prensa promocionales de las películas que acaban de recibir ovaciones y elogios (ya se sabe, su estúpido discurso en Cannes sobre su particular comprensión de los comportamientos de Hitler). Hasta ese momento, sin embargo, a un montón de juntaletras y no pocos críticos de buena fe impresionables con cada reinvención de la rueda, Von Trier les parecía la panacea de la rebelión y de la provocación tras la cámara, el culmen de la intelectualidad y de una refrescante y necesaria nueva mirada cinematográfica (el tal Dogma, que, salvo excepciones contadas, ha producido películas que parecen resultado de largas horas de orgía etílica), haciendo caso omiso de sus pretenciosos y casi siempre huecos juegos pseudosesudos y de sus artes promocionales basadas en la ofensa, la controversia y la polémica gratuitas, hasta que la falla ha ardido del todo y el amigo Lars ha terminado retratándose como un pretencioso director sin más con una carrera llena de altibajos, con películas excelentes (Dogville, El jefe de todo esto, Rompiendo las olas), mediocres (Europa, Los idiotas) o directamente espantosas, entre las que destaca por encima de todas este celebrado engendro llamado Bailar en la oscuridad (2000).

Lo que llama la atención es que semejante plaste haya logrado tal corriente de admiración casi unánime entre críticos, aficionados y público en general tratándose de una casi ridícula traslación a imágenes de un guión todavía más ridículo. Y más aún que en Cannes, donde hoy no le darían ni las buenas tardes, le regalaran nada menos que la Palma de Oro en la edición que probablemente más barata se ha vendido, por no mencionar el premio a la mejor ¿actriz? para su horripilante protagonista, la pseudocantante Björk, que cansada de sus perpetraciones musicales decidió aprovechar la oportunidad de trasladar su abominable presencia a la pantalla. La película (que, como viene siendo habitual en Von Trier y su productora, Zentropa, aspira al título de coproducción más superpoblada de la historia, pues forman parte de ella productores de Dinamarca, Alemania, Holanda, Italia, Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia, Finlandia, Islandia y Noruega; casi la ONU…), por más premiada que esté y más elogios que reciba, desprende por sí misma lo que es, una musicalización (si es que a lo suyo, obra de la susodicha islandesa, se le puede llamar música) de una historia que asume uno por uno todos los pestilentes postulados del culebrón más ramplón y del folletín decimonónico de más baja estofa concebible: sin escatimar azúcar, lágrimas y cursilerías varias, Von Trier nos acerca a la historia de Selma (la pedorra de Björk, una de las ¿artistas? más incomprensiblemente sobrevaloradas de todos los tiempos), una inmigrante checa en Estados Unidos que malvive en un régimen de semiesclavitud en una fábrica. Como tal caracterización es poca desgracia, la muchacha es madre soltera y además padece una extraña enfermedad ocular degenerativa y hereditaria (sin que en ningún momento digan cuál es) que la está dejando ciega. Pero este cúmulo de desgracias contrarresta su mala fortuna siendo un cacho de pan: más buena, más dulce, más amorosa, más pava, no puede ser. Más bien pavisosa, con esa congelada sonrisa como si permanentemente se regocijara de una ventosidad expulsada sin que nadie se haya dado cuenta. El primer problema de la película radica precisamente ahí: mientras que todos los personajes la adoran por su bondad, al otro lado de la pantalla sólo se ve a una idiota suprema, a un ser bobo, meloncio, consciente de manera autocomplaciente de su propia bondad y, por tanto, falsa, soberbia, engreída, presuntuosa, una Teresa de Calcuta de andar por casa, de cartón piedra.

Si ahí terminaran las incongruencias y los caprichos narrativos, el pecado se quedaría a medias. Para continuar con la estructura telenovelera, resulta que su nene, que padece de la misma enfermedad ocular que ella y que no desempeña ningún otro papel en la película que ser una coartada emocional sin protagonismo alguno más que de manera tangencial (ni la propia Selma, como señala Marías, le hace ni puto caso), precisa de una operación cuyos costes ella sola no puede afrontar sin realizar enormes sacrificios y pasar por grandes privaciones, guardando cada céntimo y cada dólar que puede en el calcetín destinado a la intervención quirúrgica. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad»

La tienda de los horrores – Le divorce

le_divorce

Si hace apenas unos pocos meses cantábamos alabanzas al tándem James Ivory-Ruth Prawer Jhabvala al referirnos a la magnífica Lo que queda del día, en esta ocasión cargamos contra uno de los más lamentables trabajos del director, esta vez fuera del marco decimonónico que le es propio y por el que ha conseguido cimentar su sólida reputación de cineasta especializado en dramas de época, la insoportable Le divorce, elogio de la frivolidad, drama sobre los pasatiempos de las aristocracias ociosas. Contra lo que suele ser habitual, Ivory adapta la novela (que no hemos leído pero que adivinamos un tostón) de Diane Johnson y nos traslada al París contemporáneo para introducirnos en el drama de dos familias, una francesa y una norteamericana, ambas ricachonas a más no poder, que se ven afectadas por la separación de la pareja formada por Charles-Henri de Persand (Melvil Poupaud), de profesión aristócrata forrado, y Roxeanne Walker (Naomi Watts), escritora de libros infantiles de fama mundial, faltaría más.

La trama arranca con el viaje de Isabel (que no Elizabeth, curiosamente), interpretada por Kate Hudson, la hermana de Roxeanne, a París para ayudarla ahora que se encuentra en los meses finales de su embarazo. Así, mientras, aprende francés y busca un trabajillo con el que además de matar el tiempo pueda alternar con la bohemia parisina, lo que finalmente consigue empleándose como secretaria de la famosa escritora norteamericana afincada en Francia Olivia Pace (Glenn Close). Nada más llegar, se encuentra la tostada del recién decidido divorcio, pero claro, la chica es joven y lozana y pese a todo se enrolla con el tío de Charles-Henri (Thierry Lhermitte), lo que aquí llamaríamos «de profesión tertuliano», provocando la incomodidad a ambas familias, ya que mientras una pareja se está separando, la que se une no cuenta precisamente con la confianza de ninguna de las partes, ni siquiera de ninguno de sus miembros (él, mujeriego declarado, antiguo amante de Olivia entre muchas otras; ella una trepa en toda regla, ansiosa de éxito social y mucho dinero que gastar en bolsos y zapatos). La cosa se complica más cuando la familia de Charles-Henri, de naturaleza arpía, y la de Roxeanne, que viaja desde Estados Unidos (Sam Waterston y Stockard Channing) meten baza en el asunto y organizan una especia de cumbre del G-8 (G de gilipollas) para resolver el entuerto, con el concurso imprescindible de la ex-pareja de la nueva esposa de Charles-Henri (Matthew Modine), un ser desquiciado de sesera hueca, y con el problema de una antigua pintura, posesión de la familia de Roxeanne pero que había sido regalada al matrimonio que formaba con Charles-Henri, que se revela como obra de un gran pintor y que, mientras la familia francesa busca hacerse con la mitad de su valor, la americana pretende vender en una casa de subastas de Londres para llenarse la bolsa y que sus rivales no vean un duro. Mejor dicho, un euro (lo que cambia de valor una letra…).
Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Le divorce»