Cine para pensar – El extraño

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Esta obra maestra indiscutible, también titulada en español como El extranjero (The stranger) filmada en 1946 por el genio Orson Welles, uno de los cuatro o cinco directores clave de la historia del cine, encierra en sí misma una perversión que, si bien no anula ni un ápice el atractivo y calidad de la película, si puede mover a cierta indignación general cuando se compara con la realidad histórica del periodo descrito.

La película, quizá la menos conocida de entre las dirigidas por Welles, supone un reto. Los proyectos de Welles parecen siempre fruto del caos, de la casualidad o simplemente del engaño (célebre es la gestación de La dama de Shanghai: hablando por teléfono con el productor, Welles le dijo que tenía una magnífica novela para adaptar al cine si le proporcionaba cincuenta mil dólares; ante la anuencia del productor y preguntándole por el título, Welles echó mano de la primera novela expuesta en un quiosco que había junto a la cabina telefónica y resultó tener ese título; luego rellenó la película con una historia prácticamente propia y de manera genial, pero así era Welles, que aunaba con su genio cinematográfico una afición real por los trucos de magia, como bien supo Chaplin, aunque esa es otra historia…). En este caso la producción salió adelante por el ímpetu del «exótico» productor Sam Spiegel, deseoso de convencer a los estudios y a los críticos de que era capaz de producir una película comercial y estética y narrativamente convencional.

Para ello, Welles, antifascista convencido que levantó las iras de los grupos filonazis norteamericanos con su apenas velada crítica a los totalitarismos en sus creaciones teatrales del Julio César de Shakespeare, adaptó una novela que ya tenía pensado llevar al cine antes de Ciudadano Kane, escrita por un desconocido Nicholas Blake, cuya trama era una intriga en el marco de la Gran Bretaña simpatizante con el fascismo antes de la Segunda Guerra Mundial. Él convirtió la historia a la moda que empezaba a desarrollarse en Hollywood en cuanto a películas que describían la caza de criminales de guerra nazis que acaparaba las primeras páginas de los periódicos a medida que se iban conociendo los distintos actos de barbarie cometidos en Europa en nombre de la supremacía racial o nacionalista, y de la que la mayor obra maestra es, sin duda, Encadenados, que filmó Alfred Hitchcock también en 1946.

La acción se centra en un tal Wilson (el gran, grandísimo, Edward G. Robinson), un gris detective de una agencia de seguridad norteamericana, dedicado a perseguir a criminales huidos refugiados en los Estados Unidos, y que cree descubrir a uno de los más crueles y sanguinarios, Franz Kindler, que se dice creador de los campos de exterminio del III Reich, oculto en la personalidad de un eminente profesor universitario de la costa este norteamericana, Charles Rankin, llegado tras la guerra y convertido desde el principio en un ilustre miembro de la comunidad de la pequeña ciudad universitaria en la que se desarrolla la trama. Rankin-Kindler acaba de contraer un matrimonio que «blinda» su posición y respetabilidad ante cualquier duda, o al menos eso cree él, con la hija de un importante magistrado del Tribunal Supremo, interpretada por Loretta Young.

A partir de aquí, y a diferencia de la película de Hitchcock antes mencionada, la trama no deriva en un triángulo amoroso tradicional con un marco de intriga político-criminal de fondo, sino en el drama emocional que siente la esposa de Kindler cuando Wilson entra en contacto con ella, le revela sus sospechas y le solicita su ayuda haciendo hincapié en los crímenes cometidos por su esposo y presunto asesino con la intención de desenmascararle. Evidentemente, ella no puede creer al detective, su esposo es tan atento, tan culto, tan cariñoso, tan querido por la comunidad, por la cual hace todo lo que puede: participa en los acontecimientos públicos, pronuncia discursos, se desvive por restaurar el reloj del viejo campanario… Pero la duda está sembrada en su inconsciente, y a la manera de las películas de misterio en las que el malvado hombre planea el asesinato de su inocente e ingenua esposa, empieza a sentir que Charles-Franz ya no es el que era, que está a cada momento más nervioso, que sospecha que algo no va bien, y ata cabos que poco a poco demuestran que Wilson puede tener razón, lo que se confirma cuando ella llega a ser consciente de que su flamante marido está buscando la forma de liquidarla.

Orson Welles, mucho mejor director y guionista que actor, interpreta aquí, no obstante, con enorme soltura y efectividad al villano respetable cuyo turbio pasado nadie puede imaginar pero que supondría el desprecio de todos quienes se deshacen en sonrisas y cumplidos cada día en la pacífica ciudad. El frío y calculador ex-nazi, capaz de resistir cualquier tensión o prueba a la que se le quiera someter, comete un patinazo fatal cuando, hablando sobre Karl Marx se le escapa la siguiente afirmación: «Marx no era alemán. Era judío». A nadie parece importarle demasiado el matiz diferencial, pero Wilson y la esposa del criminal sacarán a la luz todo lo que ese desliz significa, culminando en una escena en lo alto del campanario y con el pago por parte de Kindler de todas y cada una de sus fechorías con una escena de violencia explícita tan admisible como justa tratándose de un criminal nazi evadido.

La película capta formalmente la atmósfera típica del cine negro, evolución tardía del estilo expresionista alemán, con sombras, oscuridades, ambientes lúgubres y tenebrosos, de la cual Welles se había dejado imbuir y que eclosionaría en la obra maestra El tercer hombre (cuyos momentos y diálogos más celebrados le deben mucho más a Welles que al director nominal, Carol Reed) y en la fantástica Sed de mal años más tarde. Pero la virtud principal de la película reside en la explotación de las intrigas, secretos y misterios que pueden ocultarse en los subterráneos de un pequeño pueblo, una pequeña y tranquila comunidad en la que nunca pasa nada, de atmósfera plácida durante el día pero lúgubre y amenazante en la noche, repleta de vecinos sorprendentes, de filósofos de café, de damas de honor y reinas del baile, de hombretones recios y temperamentales, y con un pasado turbio, de rencillas, rencores y crueldad a punto de estallar. Muchas décadas antes, Welles se adelantó a los misterios que podría ocultar una pequeña comarca, una olvidada zona rural llamada, por ejemplo, Twin Peaks.

La película ocupa un lugar en la filmografía de Welles en la que empieza a despedirse de la cinematografía y el teatro norteamericanos, apenas cinco años después de filmar la que es una de las mejores películas de todos los tiempos y en plena cadena de éxitos teatrales. Welles es quizá el peor tratado de entre los genios del cine por su eterna ‘peligrosidad’ cuando tenía el pleno dominio de sus producciones: siempre éstas fueron mutiladas en el montaje, antes de cuyas fases Welles era despedido o simplemente apartado o distraído, y aun siendo magníficas casi todas sus películas, no hemos podido disfrutar (con excepción de montajes tardíos según los criterios de Welles, como con Sed de mal) del resultado final que este genio hubiera querido para sus películas. Tan solo hemos podido hacerlo con una, Ciudadano Kane. ¿Qué podría haber salido de las demás si le hubieran dejado plena libertad? Una vez más la política y el temor de los poderosos limitó la creatividad y la libertad de expresión de un genio indiscutible.

Como el propio Welles dijo, «empecé en la cumbre y desde entonces no he hecho más que caer». Se mantiene en el cine entre Estados Unidos, Reino Unido y España, donde rueda varias películas y país por el que sentiría más aprecio que por ninguno (sus restos se hallan enterrados en la finca del ya fallecido torero Antonio Ordóñez) desde finales de los cuarenta hasta mediados de los sesenta, y después, como tantos grandes profesionales que nunca son reconocidos en Estados Unidos por no responder a lo políticamente correcto, emigró a Europa definitivamente, donde siguió rodando interesantes proyectos que dejaban claro lo que el cine perdió por ponerle continuas cortapisas a alguien que necesitaba libertad creativa total para deslumbrarnos con obras maestras.

Pero volviendo a la película, hablemos de la perversión que esconde, y que no es otra que la profunda irrealidad de la historia. Ciertamente, hubo grandes esfuerzos por parte de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial por procesar y condenar al nuevo tipo de criminales, no nacido en esa guerra, pero sí suficientemente difundidos: los genocidas, tan antiguos como el mundo (toda guerra contiene un genocidio, de nuevo estamos ante la santificación de los números, recordemos los asesinatos masivos de los norteamericanos en Vietnam), pero ahora, de forma políticamente correcta, condenables cuando son capturados, y ensalzables cuando se erigen vencedores. En el banquillo de Nuremberg se sentaron los jerarcas nazis que no habían muerto ya (como Hitler o, en su día, Heydrych) o que no tuvieron tiempo o forma de suicidarse (como hicieron Himmler, Goebbels o Göring, éste en pleno juicio), algo publicitariamente efectivo. Igualmente, desde 1946 hasta 1949 muchos otros cargos públicos civiles y militares se sentaron en los banquillos en procesos mucho menos atractivos para la prensa, y por ende, para el público, sobre todo por el carácter desconocido de los acusados (como refleja la gran película Vencedores o vencidos, de Stanley Kramer). Pero existe un número amplio, grandísimo, de oficiales y funcionarios de mando intermedio que huyeron de Europa al acabar la contienda, vía Suiza (allí por dinero lo que haga falta), el Vaticano (más de lo mismo, en este caso incluso facilitando pasaportes diplomáticos pontificios a auténticos asesinos y criminales confesos en aras del arrepentimiento sincero, es de suponer) o España (ruta principal de fuga, vía Irún, Canfranc o Port Bou hasta Madrid, y de allí a Buenos Aires o Asunción, amparados por las fuerzas de seguridad de Franco y con el conocimiento consciente de los aliados vencedores de la guerra).

La mayoría de estos jerarcas evadidos, como Bormann (su pista se perdió para siempre), Eischmann (capturado y ejecutado en Israel) o Mengele (muerto en la playa de Sao Paulo muchos años después, se supone que ahogado, y se supone que por agua), escogieron Sudamérica para ocultarse, o no tanto, puesto que muchos de ellos adquirieron predominante posición pública e incluso en muchos casos se fundaron localidades de estética y habla alemana en pleno Cono Sur. Pero junto a estos evadidos «pobres», que Perón en Argentina pretendía acaparar como fuerza de futuro en previsión de que la Guerra Fría acabara con Estados Unidos y URSS y su República Argentina pudiera ocupar el lugar de preeminencia mundial tras la futura y próxima catástrofe nuclear, estaban quienes tenían algo que ofrecer a los vencedores, los científicos nazis, quienes diseñaban armas asesinas o políticas de tratamiento genético que ensayaban en prisioneros a cuyos verdugos políticos se juzgó en Nuremberg. La Unión Soviética sacrifícó a decenas de miles de sus soldados en su alocado avance hacia Berlín, cuyo fin además de ganar la guerra era hacerse con las reservas alemanas de uranio y los informes secretos que les permitieran fabricar las bombas atómicas de que ya disponía Estados Unidos. A cambio de la colaboración «desinteresada» de científicos alemanes, los rusos les llevaban en palmitas a una dacha del Dniéper y les trataban como auténticos huéspedes de lujo, pero al que no tenía nada que aportar o se negaba, lo enviaban a refrescarse a Siberia sin contemplaciones. Los norteamericanos eran más sutiles, pero acapararon a la mayoría de estos nazis que deberían haber sido juzgados y condenados. Sin embargo, tuvieron una plácida existencia trabajando en proyectos secretos para el gobierno americano, diseñando sus armas mortíferas y sus misiles nucleares atómicos, bombas de hidrógeno, etc., etc. En Los Álamos, la base de Nuevo México donde se gestó el proyecto Manhattan (la bomba atómica), fácilmente habría más nazis que en las cenas de cumpleaños de Hitler, pero como su aportación al imperio era necesaria nunca nadie les molestó ni les acusó de ningún crimen. Los Estados Unidos y su doble moral. Y hay quien sigue adorándolos como panacea de las libertades. De las suyas, claro.

Si los nazis «evadidos» a Estados Unidos hubiesen sido perseguidos con el celo del personaje de Robinson en esta gran película de Orson Welles, probablemente muchos más nazis habrían sido llevados ante la justicia y se hubiesen sabido más datos del régimen de crueldad impuesto por Alemania en Europa durante cinco años. Pero quizá hubiese sido necesario procesar también a otros jerarcas no alemanes que posibilitaron la llegada de Hitler al poder y que, agrupados en asociaciones filonazis o fascistas, apoyaron económicamente las actividades y las políticas de Hitler y Mussolini, y en las que había encuadradas figuras tan respetables como los padres de un tal John Fitzgerald Kennedy, o el padre y abuelo respectivamente, de un par de presidentes norteamericanos llamados Bush, tal como contamos cuando hablamos de la estupenda Abajo el telón, de Tim Robbins, en la que el actor Angus Macfayden da vida a un excelentemente retratado Orson Welles, un genio de su tiempo, al que por mucho que se empeñaron, no pudieron callar.

10 comentarios sobre “Cine para pensar – El extraño

  1. Me ha encantado leer tu entrada. Es una peli que vi hace muchos años y tu recordatorio me ha hecho rememorar escenas tan fascinantes como las rodadas en el reloj de la Iglesia. Nosotros, por edad, nos hemos librado del horror masivo de la segunda guerra mundial. No es lo mismo vivirlo, que estar ahí. Tenemos otros horrores, cierto, pero espero que el demonio nazi no se vuelva a repetir. Aunque exista gente que lamentablemente viva con el objetivo despreciable y mezquino de dominar a los demás vía terror.
    El tema que tratas en tu post, sirve también como homenaje y denuncia, hoy 12 de julio, a aquellas horas vividas hace diez años, cuando este pais sintió una impotencia colectiva brutal ante la sinrazón armada.

  2. Gracias Magda, las escenas en el campanario son brillantes. Por otro lado, «nazis» hay muchos, demasiados, aunque aparentemente vistan y se comporten de otro modo. Por desgracia, no pasan de moda.
    En cuanto al homenaje, nos sumamos, por supuesto. Quizá debería haber preparado algo más explícito (no sé, quizá «Juego de lágrimas»).
    Un saludo

  3. LA HE VISTO HACE POCO!!! Y me encanto. Mantiene el interés todo el tiempo, te hace dudar, pensar, fumar ( eso a mí) y hasta te enfurruñas y te entran ganas de decir, oye, pero es qué no te das cuenta de lo que yo estoy viendo.
    Buena película, pero tu explicación aún lo es más.
    Y tanto.

    ESCALONES AL PODER!!!!

  4. Bueno, qué exagerada… La peli es magnífica, es genial. Qué pena que Welles no gozara de mayor libertad, de más manga ancha. Pero él mismo se cerró las puertas al meterse a saco con W. Randolph Hearst en «Ciudadano Kane». Un tipo demasiado poderoso que no cejó en ponerle trabas, en ir a por él.
    Cuántas cosas nos hemos perdido de Welles…

    Besos

  5. Señor 39escalones, permítame que no hable de la magnífica obra de Orson Welles y sin embargo que me deje llevar por el hipnótico atractivo físico que posee

  6. Noemí, para mí tiene indulgencia plena.

    Señorita Rouge, supongo que el hipnótico atractivo excluye su caracterización en «Campanadas a medianoche».

    Lucía, anímate, que sólo es trabajo. Se acepta el abrazo y se devuelve otro.

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