Un western tardío: Ladrones de trenes

Burt Kennedy es uno de esos directores calificados reiteradamente como ‘artesanos’. Su carrera profesional, iniciada en la televisión durante los años sesenta y terminada en el mismo medio a principios de los noventa, parece avalar una afirmación por lo demás insensata en la mayor parte de los casos en los que se aplica. Especializado en ofrecer versiones minimizadas, breves y desprovistas de épica de un Oeste «a la John Ford», la filmografía de Kennedy prácticamente está consagrada al género del western, exceptuando el notable film noir La trampa del dinero (1965), que reúne a Glenn Ford y Rita Hayworth junto a Joseph Cotten. De los más variados tonos, temas y formas, los westerns de Kennedy resultan básicamente entretenimientos ligeros, películas consagradas a la aventura, los tiroteos y las persecuciones a caballo, cintas con personajes arquetípicos pero no exentos de solidez y personalidad, con oscuras manchas del pasado o recovecos psicológicos que introducen matices y derivaciones en las tramas, al igual que poseedores en parte de un sentido del humor que acompaña siempre en los guiones a las secuencias de acción y violencia propias del género, algunas espectaculares. Con todo, Kennedy posee en su haber películas de bajo presupuesto pero inolvidables referencias dentro del género, como Los desbravadores (1965), fallida mezcla de western y comedia, la innecesaria secuela El regreso de los siete magníficos (1966), obviamente sin repetir los mismos siete, el clásico Ataque al carro blindado (1967), con John Wayne y un Kirk Douglas con un impresionante despliegue atlético, el mito del western erótico de serie B Hannie Caulder (1971), con Raquel Welch, y sus duplas con Robert Mitchum (Un hombre impone la ley y Pistolero, ambas de 1969) y James Garner (También un sheriff necesita ayuda, de 1968, y Látigo, subtitulada del mismo modo que la anterior, de 1971). En esa misma línea de acción, aventura, erotismo, humor y violencia se encuentra el último western de Kennedy, quizá un plus sobre su obra anterior, Ladrones de trenes (1973), titulada de manera absurda en algunos países de Latinoamérica como Los chacales del Oeste (no se ve un chacal ni a mil kilómetros a la redonda…).

La película, una postrera muestra del género en un tiempo en que el cine americano se hallaba en plena transformación (que no llegaría a nada, o más bien al cine americano mayoritario hoy, o sea, nada), supone las boqueadas del western clásico tal como se conoció en los cincuenta y primeros sesenta, cuando, a excepción de Ford, Hawks, Hathaway y Mann, su decadencia de temas y de repercusión entre crítica y público iba en picado. Así, a la manera clásica pero con un inicio deudor de los modos empleados por Sergio Leone, por ejemplo, en Hasta que llegó su hora (1969), Kennedy compone una historia que ya nace obsoleta y decadente, pero que resulta entretenida y divertida.

Un tren llega a una desolada estación del desierto; allí espera un pequeño grupo de hombres capitaneados por Grady (un Rod Taylor algo pasado de kilos y ya con la marca de la edad en el rostro) y Jesse (Ben Johnson, antiguo campeón de rodeos, toda una institución en el western), y entre los que se encuentra Ben Young (el meloso cantante Bobby Vinton) o el esbirro Calhoun (Christopher George, que ya fuera antagonista de Wayne en El Dorado, de Howard Hawks, 1967). Del tren se apea Lane (un John Wayne veteranísimo y ya próximo al final de su carrera) acompañado de la atractiva y joven Mrs. Lowe (Ann-Margret), que posee el secreto del lugar donde su difunto esposo enterró el botín de medio milón de dólares que consiguió tras asaltar un tren. Wayne y los suyos no van tras el botín, sino tras la recompensa que ofrece el ferrocarril por su recuperación, cincuenta mil dólares, pero a las ambiciones personales del grupo, tanto en lo referente a la totalidad del dinero como respecto a la apetitosa anatomía de la viuda hay que sumar la persecución por parte de los antiguos camaradas de Mr. Lowe, acompañados por un buen puñado de pistoleros, que siguen sus pasos tras el dinero, y la aparición de un solitario personaje (Ricardo Montalbán), trajeado y fumador de puros, que observa los acontecimientos desde la distancia.

La película ofrece un breve metraje (92 minutos) repleto de sucesos, en su primera mitad ligados más bien a las relaciones establecidas dentro del grupo en torno a la suculenta dama y a las expectativas de botín, adornados con las habituales peleas y rivalidades masculinas, el enfrentamiento de los veteranos del grupo con las nuevas incorporaciones, y el canto a la amistad cómplice de los viejos camaradas de la guerra civil. En esta primera parte las secuencias estáticas en torno a las hogueras de lumbre y los distintos episodios de un largo viaje a través de un territorio salvaje y desértico se alternan con las tomas de transición del grupo deambulando por sobrecogedores enclaves paisajísticos, así como las correspondientes a su persecución por parte del nutrido grupo de jinetes. Llegada al núcleo central, la película profundiza, por un lado, en la incipiente e inevitable historia entre Lane y Mrs. Lowe, así como en la violencia surgida del hallazgo del dinero y de la lucha con el grupo de bandidos que amenaza a los protagonistas.

Éste es quizá el elemento más débil de guión y película, la identidad difusa del adversario. No estamos ante un villano, ante un ser pérfido, cruel y asesino, sino ante un grupo sin identificar de pistoleros que persiguen y sitian a los buenos, unos jinetes tan viles y crueles como ellos que aquí, sin embargo, se comportan con inusitada rectitud y férrea moral por el empeño de Kennedy por mostrar una historia de buenos y malos. Esa falta de un contrapunto más concreto al personaje de Wayne no resta espectacularidad al tiroteo final, de nuevo en la estación del ferrocarril y con un tren en plena circulación que amenaza con descarrilar, pero sí elimina un aspecto básico del guión que impide profundizar en la psicología de los distintos personajes, así como en potenciales variantes de una trama demasiado plana y, en algunos momentos, repetitiva.

Sin embargo, esta sensación de haber asistido a un entretenimiento facilón, liviano y olvidable se matiza muy mucho con el giro final, una vez que el grupo de bienhechores ha recuperado el dinero, protegido a la bella y renunciado a la recompensa en favor de su joven hijo, y el extraño hombre trajeado y fumador de puros se da a conocer y revela un aspecto insospechado de todo lo que ha ocurrido. En ese instante, comienza otra película, pero el The end final nos priva, probablemente con acierto, de asistir a su más que probable controvertido desenlace.

12 comentarios sobre “Un western tardío: Ladrones de trenes

  1. Yo la habré visto, sí, pero en estos momentos no la recuerdo. Mala señal.

    En cualquier caso, siempre he echado mano de una fórmula magistral para saber la valía de un director, que pocas veces me falla (más allá de la calidad del producto que se analice). Me refiero a la cantidad de estrellas que acaban trabajando con él. Todo tiene matices, claro (contratos con estudios que les obligan a un número concreto de películas, decadencia de algunos actores en cuanto a fama y patrimonio, que les arroja en manos de cualquier producción,…) pero aún así, no deja de ser significativo que tanto monstruo acabara a las órdenes de un tipo como Kennedy.

  2. Entiendo lo que quieres decir, Anónimo (o no tan anónimo) aunque según en qué épocas no es buena forma de guiarse. Ten en cuenta que durante décadas los actores y las actrices pertenecían a los estudios, y que por tanto a veces -y no pocas- estaban obligados a trabajar con un mismo director, les gustara o no. Por ejemplo, Tyrone Power (acabo de comprobarlo preparando otra cosa) trabajó una decena de veces con Henry King, que también tuvo en sus películas a Gregory Peck, Rock Hudson, Ava Gardner, William Holden, James Stewart, Henry Fonda, Dana Andrews y muchos otros. Y sin embargo, la filmografía de King, salvo honrosas y escasísimas excepciones, sólo resulta pasable

    Bueno, mi querida Hildy, «descubrirte» yo a ti algo… La película no está mal, pero llama más la atención por el reparto y de dónde vienen que por la historia en sí.
    Besos

  3. Ahora soy yo quien entiende lo que estás diciendo y sí, mi fórmula de medición no es ni mucho menos perfecta.
    Aunque tambrién cabría pensar, por salir en defensa del gremio de «artesanos», que para mantenerse tanto tiempo en nómina de una de aquellas Majors, la mayoría de estos directores tuvo que tener un mínimo de calidad garantizado o, cuanto menos, un saber hacer acorde con el sello de la empresa que les pagaba. Vamos, que algo ha de tener el agua cuando la bendicen. Digo yo.
    Pues eso, no tan anónimo.

  4. Ya sabía yo que eras tú, my darling…
    Tienes toda la razón, los directores a sueldo básicamente se mantenían en el trabajo si se atenían al plan de rodaje, no se pasaban del presupuesto y no daban problemas ni con los actores ni en público. Parece algo fácil, pero en Hollywood, y menos entonces, no debía de serlo.
    Un abrazo

  5. La ‘peli, compa Alfredo, no la conozco, pero las disquisiciones acerca de ese concepto tan manido de los directores «artesanos» sí que me resulta bien interesante (ojo, no quiero decir con eso que la reseña no me lo sea, pero, claro, sin referencias la cosa tiene otro color…). Yo tengo una opinión muy clara, y es que directores artesanos, como camareros, albañiles, banqueros o presidentes del Gobierno, los hay de todo tipo y pelaje: buenos, malos y ni lo uno ni lo otro (bueno, en el caso de los banqueros, igual he hecho mal en meterlos en el lote: no hay uno que no deba estar colgado del palo mayor de la nao…). Y éste, a tenor de todo lo que apuntas, pues debía ser de los buenos. ¿Artesano? Sí, vale, pero de los buenos. De los directores «no artesanos» (o sea, de los «auteurs»), habrá que hablar otro día. Porque hay también cada pieza…

    Un fuerte abrazo y buena tarde.

  6. En efecto, es así. No me gusta mucho el término «artesano», porque se usa con cierta ligereza, generalmente para contraponerlo al concepto de «autor», más que discutible, me parece. Pero si a alguien le encaja, y por eso lo menciono, es a Kennedy, y a otros que igual están para un roto que para un descosido.
    Abrazos.

  7. A lo que parece debo ser el único -aparte de tí, Alfredo- que ha visto esta película: y me acuerdo, fíjate, porque has mencionado a la Margret, que en la época eran palabras mayores: si incluso trabajó con Gassman en una película rarísima; casi tanto como ésta que, como muy bien analizas, acaba dejando un regusto de «sí pero» porque a pesar de ser entretenida -Kennedy sabía rodar escenas de acción: está claro- uno se quedaba con la sensación que podría haber sido más…

    Respecto al adjetivo de «artesano», estoy de acuerdo contigo y con el anónimo Raúl: seguro que en Hollywood los estudios no dejaban que el cuñao dirigiera dos películas seguidas si no cumplía unos mínimos y el baremo, llámalo listón si quieres, era bastante más alto de lo que muchos pueden suponer…

    Un abrazo.

  8. En efecto, Josep, sobre todo porque al final se marca un giro de ultimísima hora que metido de otra forma habría dado lo suyo de sí.
    Y sí, esos mínimos sin duda estaban ahí, directamente relacionados con los beneficios.
    Un abrazo.

  9. Pues he visto «Los desbravadores» y «Ataque al carero blindado» (que la pasaron por TV hace pocos días y me gustó mucho porque, después d etodo, los tiempos no han cambiado tanto para los blindados) Esta me pinta bien pero creoq ue tambiñen anotaré «L atrampa del dinero» que me seduce ya por sus intérpretes.

  10. Supongo que lo tuyo es ya deformación profesional, ¿no?
    «La trama del dinero» permite ver a unos grandes ya un tanto pasados; la película no da mucho de sí, pero tiene su aquel volver a ver a ese terceto de tres.

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