Una de John Le Carré: Llamada para un muerto (The deadly affair, Sidney Lumet, 1966)

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A mediados de los años sesenta el Reino Unido vivía bajo el estado de psicosis colectiva generado por el caso de los «Cinco de Cambridge», altos funcionarios de los servicios secretos y la diplomacia británicos (el más conocido, sin duda, Kim Philby, y también el que más estragos causó) que en realidad actuaban como dobles agentes al servicio del KGB soviético. Partiendo de la novela de John Le Carré escrita a partir de aquellos fenómenos, el cineasta americano Sidney Lumet dirigió bajo producción de la filial británica de Columbia esta película imbuida de todo el clima de juego del ratón y el gato que presidió la Guerra Fría, pero prestando atención a los rincones más oscuros, a sus participantes más grises y anónimos, nada que ver con el glamour y el espionaje espectáculo de James Bond. Lumet construye una película de estética, estilo y tono muy británicos (escoge como localizaciones lugares tan característicos como Chelsea, St. James’s Park, Pimlico o Twickenham, entre otros), con un guion que acentúa la ironía y el pragmático cinismo típicos del humor inglés, y a la que, además de una mayoría de actores locales (James Mason o Harry Andrews como personajes principales, además de secundarios como Lynn y Corin Redgrave o Roy Kinnear), se ajusta una buena nómina de intérpretes extranjeros (Simone Signoret, Maximiliam Schell o Harriet Andersson).

El punto de partida es un anónimo que revela la antigua militancia comunista, en tiempos de la universidad, de un alto funcionario del Departamento de Extranjeros de los servicios secretos. Charles Dobbs (James Mason), encargado de investigar la importancia de esta revelación, se entrevista con el interesado y no lo encuentra un peligro para la seguridad británica, achacando sus devaneos marxistas a una locura de juventud y a un carácter bondadoso y afable: en el fondo sigue creyendo ingenuamente en la posibilidad de una vida mejor y más justa, en altos ideales de igualdad y hermandad. Sin embargo, el funcionario, a pesar de saberse tratado con indulgencia, se suicida esa misma noche. La incoherencia de este hecho, y la aparición de ciertos indicios inquietantes que hacen dudar de la autenticidad de esta muerte por la propia mano (en particular, que encargara al servicio telefónico que le despertaran a la mañana siguiente), hacen que Dobbs sea encargado de esclarecer todo el asunto junto al inspector retirado Mendel (Harry Andrews, uno de los rostros clásicos del cine historicista y bélico británico), en unas pesquisas doblemente difíciles: además de la posibilidad de toparse con un complot del espionaje soviético al que parece no ser ajena la esposa del fallecido (Signoret) entran en juego los recelos y las luchas jurisdiccionales de distintos estamentos de seguridad británicos. Paralelamente, Dobbs vive una situación personal difícil. Desencantado de su trabajo, vive una complicada relación con sistemáticamente infiel esposa (Andersson), que le engaña repetidamente con amigos y compañeros de profesión cuya identidad él desea no conocer. La visita imprevista de Dieter, un antiguo camarada de armas en la Segunda Guerra Mundial (Schell), junto al que cumplió varias misiones secretas contra los nazis, siembra la duda en Dobbs sobre la identidad del nuevo amante de su esposa…

Lumet, con guion de Paul Dehn a partir de la novela de Le Carré, presenta una doble intriga que, como es de esperar, después de complicarse y retorcerse añadiendo a cada paso enigmas, sospechas y apariciones inquietantes, termina entrelazándose en una sola. A la virtud de reunir un reparto tan ilustre y eficiente (aunque con importantes nombres relegados a papeles pequeños, poco explotados, en ningún modo, eso sí, insignificantes), se une una puesta en escena sobria y de tintes misteriosos y enigmáticos (ahí entra en juego la fotografía de Freddie Young, otro clásico de la cinematografía británica), como corresponde a una intriga que combina exteriores nocturnos e interiores desasosegantes, que no hace ascos, sin embargo, a colocarse en su contexto temporal, los años sesenta y el nacimiento de la cultura pop (la música de la película es de Quincy Jones, y la canción que Andersson escucha repetidamente es una bossa nova de Astrud Gilberto), ni tampoco a dejar espacio para el humor, los diálogos chispeantes y los sarcasmos que el humor británico exige (réplicas agudas, observaciones oportunas, o ese pobre Mendel que descansa mal por las noches y luego se queda dormido en cualquier parte). Pero la película, aunque modesta en sus pretensiones y poco espectacular en su factura final, también contiene secuencias de mérito, como la que tiene lugar en el teatro: apostados Dobbs y Mendel, junto a algunos otros agentes, en el patio de butacas donde saben que va a tener lugar el encuentro entre el agente soviético y el enigmático espía cuya identidad desconocen mientras tiene lugar una representación de Ricardo II de Shakespeare, es meritoria la manera en que Lumet diseña y ejecuta una larga toma con continuos cambios de punto de vista, en la que tiene lugar la revelación al espectador del misterio de la trama, y en la que los diálogos pronunciados por los actores en el escenario y la evolución de la propia obra teatral son los que transmiten al espectador las claves de todo el argumento y también anticipan su resolución.

El otro aspecto notable de la película viene constituido por la relación de Dobbs y su esposa, que una vez más prueba que existen múltiples maneras de amarse, y que no siempre los sentimientos pueden demostrarse a la manera tradicional o socialmente aceptada. Ambos se aman, y sin embargo las infidelidades continuas, y cada vez más dolorosas, forman parte de ese amor, son síntomas de motivaciones, reacciones y sentimientos que ambos buscan en el otro. Este aspecto, y las conclusiones que su tratamiento llevan a la visión que de la pareja da la película proporciona un nuevo e inusual ingrediente (para una película de intriga y espionaje) que hacen este título atractivo, a pesar de ser uno de los más ignorados de la carrera de un cineasta tan solvente como Sidney Lumet, y de haber obtenido en su año una buena cosecha de nominaciones a los premios BAFTA (mejor película, guion, fotografía, actor principal y actriz extranjera) de las que no cosechó ningún premio.

8 comentarios sobre “Una de John Le Carré: Llamada para un muerto (The deadly affair, Sidney Lumet, 1966)

  1. Esto que te voy a decir es una manía muy personal, por lo tanto, errónea. Siempre me han gustado más las películas basadas en la obra de John Lee Carré que leer sus novelas, y eso que he leído unas cuántas. Me gusta ver en el cine (no siempre) ese tipo de película de espionaje que no espía nada, aburridas, soporíferas, esos planos de la calle tan anodinos como la calle en donde vivo, las tazas de café, los cigarrillos, los espían que no ven nada despeinados y con ojeras y mirando el reloj a todas horas. En estas películas se escuchan muchos suspiros. Idas y vueltas. Traiciones, conspiraciones, pero todo dicho de boca y no a lo James Bond. En estas películas casi nunca sale el sol y casi siempre llueve, quizá lo hagan para ponerlos con gabardina que siempre queda bien a excepción de Alfredo Landa en el Crack que no es de espías. En estas películas siempre quedan bien aquellos actores que fueron muy grandes en su época y que han envejecido y nadie los llama para hacer películas; eso ayuda más al cansancio de la interpretación, y los secundarios nos tiene que sonar de algo, pero solo de algo, como cuando vimos a Michael Lonsdale en Chacal, entre otros. Las buenas películas de espías tienen que tener un ritmo y no una velocidad, y eso es difícil (sobre todo para el cine de hoy).

    Ay, no sé si ya lo he dicho aquí, (creo que en tu espacio he dicho ya muchas cosas), que el mirón, el voyeur que apaga la luz de su casa para ver desde su ventana a la vecina de enfrente es más tonto que Cascorro. Porque no tiene en cuenta que si ella no sabe que la están espiando no se desnudará.

    Abrazos

    1. A mí me pasa lo mismo con Le Carré, por mala que sea la película (que las hay flojitas, como El sastre de Panamá). Pero, al igual que tú, me encantan esas pelis de funcionarios de espionaje desastrados (como El topo, El espía que surgió del frío o esa que hizo poco antes de morir Philip Seymour Hoffman, y cuyo título no recuerdo). Gente gris que se dedica a tareas grises. Me gusta mucho ese submundo.

      Tomo nota de tu sugerencia. Eso explica muchas cosas que hago mal…

      Abrazos

  2. ¡Ostras! Esta no la he visto o no la recuerdo, lo que también es una ventaja. Me la apunto, claro. ¿En cuantas películas de espionaje (más o menos, como dice Paco) habrá intervenido James Mason? Casi diría que iba alternando, bueno/malo… 😉
    Un abrazo.

    1. Qué suerte tenemos, ¿verdad, Josep? Seguir encontrando cosas que nos interesan y que se nos escaparon, e ir por ellas con ilusión.

      Totalmente cierto lo de Mason, sobre todo desde que empezó a entrar en una edad….

      Abrazos

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