Oriente mestizo y misterioso: El embrujo de Shanghai (The Shanghai Gesture, Josef von Sternberg, 1941)

The Shanghai Gesture by Josef von Sternberg with Gene Tierney and Victor Mature, 1941 (b/w photo)' Photo | AllPosters.com

Un amplio y sofisticado movimiento de grúa introduce de lleno al espectador en el centro neurálgico de la clave narrativa de esta gran obra, la última que puede llamarse así de entre todas las que componen su filmografía, de este austríaco emigrado tempranamente a Estados Unidos, uno de los más grandes forjadores de estilo cinematográfico de la historia de este arte, Josef von Sternberg. Elevándose sobre el escenario, un casino de atmósfera irreal, onírica, casi alucinatoria, que desciende en círculos concéntricos cual infierno de Dante hacia el punto que ocupa el centro geométrico del edificio, la mesa de la ruleta, y más concretamente, la ruleta misma, que reparte la fortuna, esto es, los destinos, de quienes se agolpan en torno a ella, elevándolos a las alturas de la benevolencia o arrastrándolos al fondo de un sumidero de abandono y ruina. No obstante, cabe tanto hablar de círculo, o de ciclo, el de la vida y la muerte, el del fin que comporta un nuevo principio, como de espiral, en este caso la espiral (como la del agua que se va por el desagüe, como se va la suerte de quienes pierden su dinero en la ruleta) de degradación de juego, sexo y drogas que, como otros antes que ella, sigue Poppy Smith (Gene Tierney) de la mano del enigmático y falsario Doctor Omar (Victor Mature), uno de los esbirros de la dueña, de la reina, del lugar, la no menos misteriosa Gin Sling (Ona Munson).

Círculos y líneas rectas tejen un espacio situado entre el sueño y la pesadilla, tan liviano y relajante cual efecto de una droga suave como tenebroso y siniestro cuando esta misma droga se apodera del ser y lo anula y pervierte. Las primeras líneas rectas surgen, en paralelo con las lujosas lámparas de araña que cuelgan de los altos techos, de las mesas de juego, que en cestas tiradas con cuerdas trasladan las ganancias de Gin Sling a sus dependencias privadas en el piso superior, donde los recaudadores y contables dan forma a su fortuna. La tensión entre los extremos de rectitud y espiral descendente es el tono continuo de una película, basada en una obra de teatro de John Cotton muy cambiada en el guion, que refleja los intereses narrativos y estilísticos de su director, la composición de un universo recargado y crispado, una representación idealizada de la realidad que, en una estética de melodrama operístico, sublime los sentimientos más exacerbados y también las pasiones más perversas, pero dominado por una turbiedad que expresa mejor que nada el interior convulso de unos personajes atormentados y devorados por las cuentas que ha de pasarles la vida.

Así, el gusto del autor, típico en su cine y ya mostrado con anterioridad en sus películas, referido a la Rusia de los zares, la España del XIX, el África colonial francesa o la propia China, se plasma en esta ocasión en una Shanghai artificiosa recreada en estudio al modo idealizado de las ciudades internacionales de los años treinta (como Tánger, Alejandría o Macao, colonia portuguesa que Sternberg utilizará para reincidir en los mismos aspectos en la década siguiente, en su última gran película para Hollywood), cosmopolita y multicultural (aunque siempre dominada por los blancos), hablada en inglés, francés, alemán, español o portugués, abigarrada y repleta, occidentalizada pero revestida del exótico barniz oriental al estilo del que hoy, por ejemplo, sirve de decorado alusivo en los parques temáticos, y casi siempre retratada en horario nocturno (el día no existe para unos personajes que viven sumidos en la penumbra de una conciencia que dista mucho de estar limpia), esa ciudad que representa otro mundo posible de aventuras y promesas para esos chicos de la triste y gris posguerra española que narró Juan Marsé, que llevó magistralmente a guion Víctor Erice (dando un protagonismo destacado al juego de cine dentro del cine entre esta película de Sternberg, la novela de Marsé y su propia adaptación, abortada antes de llegar a salir del papel) y que terminó truncado en la decepcionante película de Fernando Trueba. Continuar leyendo «Oriente mestizo y misterioso: El embrujo de Shanghai (The Shanghai Gesture, Josef von Sternberg, 1941)»

Cuando el remake era un arte: Un rostro de mujer

Junto al cine de secuelas, la otra gran abominación del panorama cinematográfico actual, al menos en lo que a Hollywood se refiere, es el fenómeno del remake: a un productor falto de ideas cuyos guionistas, generalmente provenientes de exitosas series de televisión que son como gigantescas plantas de reciclaje de tramas ya amortizadas, están secos, se le ocurre volver a hacer una película que ya ha sido hecha una, dos o más veces, o que por provenir de un país no anglosajón la mayor parte del público americano no ha visto. Así, cumple la cuota de estrenos anual, apuesta más o menos sobre seguro y puede dar carpetazo al asunto con un discreto margen de beneficio. Por lo común, estos productos suelen quedar muy por debajo en cuanto a calidad y pericia técnica de las versiones anteriores, y no digamos ya si de emulaciones de películas extranjeras se trata. Pero en otro tiempo, cuando el remake tenía sentido, cuando el público americano estaba destinado a desconocer para siempre el cine que se hacía fuera de sus fronteras y cuando no existían los medios de que disponemos hoy para bucear en la memoria cinematográfica y recuperar títulos de décadas atrás o películas fuera de nuestro circuito más asequible, podía ser bien diferente. El remake es consustancial al propio cine, se ha hecho siempre, primero porque las películas mudas debían volverse a rodar habladas; luego porque lo hecho en blanco y negro debía volver a verse en color. Otras veces porque las historias mutiladas por la censura ya podían verse sin la amenaza de cortes y amonestaciones. Aquellos propósitos propiciaban en parte la misma basura de hoy, pero también la existencia de magníficas películas que han pasado a la posteridad como obras autónomas, con carácter propio, en las que su condición de copia -u homenaje, como se dice ahora- es lo de menos. Es el caso de este magistral drama dirigido por George Cukor en 1941, Un rostro de mujer.

Basada en la película sueca de 1938 del mismo título dirigida por Gustav Molander, inspirada a su vez en la obra de teatro de Francis de Croisset, Cukor encuentra aquí en Joan Crawford una más que digna intérprete para el personaje que Ingrid Bergman encarnara en la versión sueca. Construido en torno al magnetismo del personaje principal, Cukor conserva la localización sueca de una historia que nos cuenta a modo de gigantesco flashback, acompañado de un epílogo final. En un tribunal criminal de Estocolmo se abre el proceso contra una enigmática mujer acusada de asesinato que oculta parte de su cara bajo el ala del sombrero. En la sala contigua, los testigos convocados aguardan a prestar juramento antes de ser llamados uno por uno a la presencia del juez y relatar de manera fragmentada los distintos episodios que conjuntamente van a presentar al público la historia de Anna Holt, una mujer cuyo desgraciado pasado pervivía en su rostro en forma de grotesca cicatriz. Convertida en delincuente y chantajista a causa de una infancia infeliz y llena de rencor por el rechazo que su físico despertaba en todo el mundo, mujeres y niños, pero especialmente en los hombres, hizo de la crueldad y la falta de escrúpulos su norma de comportamiento, lo que la hacía al mismo tiempo vehículo de las bromas y foco del terror de los miembros de su banda. Sin embargo, todo cambia cuando conoce a Torsten (Conrad Veidt), un hombre sofisticado y de posición acomodada que parece verdaderamente interesado en ella y que no manifiesta el rechazo habitual ante la visión de su malformación. Por él está dispuesta a todo, a abandonar el mundo de la delincuencia y también a someterse, gracias precisamente a una de las víctimas de sus chantajes (Melvyn Douglas), a una costosa y dolorosa cadena de operaciones quirúrgicas que le restablezcan la faz que un truculento episodio de su pasado casi consiguió destrozar para siempre. Sin embargo, un plan de Torsten para asegurar su futuro juntos volverá a plantear ante ella el dilema que ya creía haber resuelto.

A priori, lo más destacable de la cinta es su estructura. La narración se construye en torno a los distintos testimonios que las personas convocadas por el tribunal, todos ellos personajes a su vez presentes en los distintos capítulos de la narración, ofrecen de la historia de tan misteriosa mujer Continuar leyendo «Cuando el remake era un arte: Un rostro de mujer»