Cine en fotos: Michał Waszyński

 

Uno de los múltiples aciertos de la última película de Víctor Erice es recuperar, aunque sea a través del guiño a la falsa traducción de su libro de memorias, la figura de Michał Waszyński, hijo de humildes judíos ucranianos que se convirtió en prolífico director de cine polaco, y después en un refinado hombre de sociedad que presumía de orígenes aristocráticos. Consiguió eludir el Holocausto pero no la dictadura soviética, y fue deportado a un campo de Siberia. Cuando Stalin necesitó de la carne de cañón polaca, Waszyński se sumó al célebre batallón Anders, que peleó contra las fuerzas del Eje en Oriente Medio, Italia y el Norte de África. Waszyński se las arregló para reengancharse en una unidad de producción de películas y realizar algunos documentales y crónicas de guerra.

El final de la contienda lo halló en Roma y continuó haciendo cine, llegó a dirigir a Anna Magnani y a Vittorio De Sica en El desconocido de San Marino (Lo sconosciuto a San Marino, 1948), y de director pasó a productor, donde tenía el dinero más a mano. Colaboró con Orson Welles en Otelo (Othello, 1952), participó en el descubrimiento de Sophia Loren y Audrey Hepburn, metió baza en la concepción de películas como La condesa descalza (The Barefoot Comtessa, Joseph L. Mankiewicz, 1958), y de la mano de Samuel Bronston, con quien había trabajado ya en Italia, convertido en su mano derecha, desembarcó en España en los años cincuenta.

Dentro del «imperio Bronston», en cuyas películas el «príncipe Waszyński», que ya se había fabricado una biografía nueva acorde a su personaje de hombre de mundo elegante y refinado, solía aparecer con el crédito de «productor asociado», le correspondía un importante papel en la elección de reparto, vestuario y decorados (ya lo había hecho en la primera superproducción de Hollywood en España, la película de Robert Rossen sobre Alejandro Magno, de 1955). Hombre políglota, de gran cultura y de gusto exquisito, era imprescindible consejero de la compañía para asuntos artísticos (también se rumorea sobre sus grandes cualidades para distraer dinero de la caja…).

Instalado en San Miguel de la Florida, en las afueras de Madrid, su casa era obligado punto de reunión y de fiestas durante el llamado «Hollywood español» de los 50 y 60. Y en esa casa murió el 20 de febrero de 1965, algunos dicen que a causa de una insuficiencia cardíaca agravada por la diabetes; otros que falleció de un infarto en pleno brindis con champán durante una cena privada, rodeado de amigos y gentes del cine. Sea como fuere, y hasta en eso continúan la leyenda y las dudas sobre su verdad, la única certeza al respecto es que sus restos yacen en un cementerio romano.

Mucho más que cine de aventuras: El hombre que pudo reinar

king1

El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton, 1834-1902).

Probablemente sea ésta la película de aventuras más hermosa y trepidante de todos los tiempos, uno de los máximos exponentes de arte cinematográfico como compendio de entretenimiento, diversión y contenido didáctico, intelectual, dramático y emocional. Y sí, la forma es, mucho más perfeccionada que en su habitual rincón de la serie B, la de cine clásico de aventuras en una fecha tan tardía para él como 1975, no pudiendo ser de otra manera tratándose del autor que adapta, el inmortal escritor indio probritánico Rudyard Kipling. Pero el fondo, la historia que subyace tras las peripecias de dos aventureros y vividores que hacen del trapicheo, el timo y la cara dura su medio de vida, es tan antigua, tan grande, tan abismal y tan profundamente humana, que conecta lo que en apariencia es mera crónica de un viaje de descubrimiento y conquista de un país desconocido con una magistral introspección hacia el interior de las contradicciones, ambiciones, complejos, dignidades, frustraciones, bajas pasiones y debilidades del alma humana.

Película imposible de no haber sido rodada por John Huston, director capaz tanto de la mayor de las excelencias cinematográficas (filmografía impresionante como pocas: El halcón maltés, El tesoro de Sierra Madre, Cayo Largo, La jungla de asfalto, La reina de África, Moulin Rouge – la buena -, Moby Dick, Vidas rebeldes, La noche de la iguana, Fat city: ciudad dorada, El juez de la horca, El hombre de Mackintosh, El profeta del diablo, El honor de los Prizzi o Dublineses, por citar las más comunes), como de dejarse seducir inexplicablemente por la mayor de las mediocridades, incluso imitándose o plagiándose a sí mismo (Medalla roja al valor, La burla del diablo, Sólo Dios lo sabe, La Biblia, Casino Royale – no obstante, la buena – Annie o Bajo el volcán), sólo un cineasta poseedor del mismo espíritu inquieto, inconformista, un tanto anárquico, errabundo y desencantado, podía lograr filmar esta obra maestra de 129 minutos. No en vano estuvo dándole vueltas al proyecto durante décadas, reescribiendo y readaptando, cambiando múltiples veces de reparto según pasaba el tiempo (de Humphrey Bogart y Clark Gable a Robert Redford y Paul Newman, pasando por Burt Lancaster y Kirk Douglas), hasta que finalmente pudo llevarla a la pantalla con Sean Connery y Michael Caine (a sugerencia de Newman, que al rechazar el papel había comentado la conveniencia de que los personajes fueran interpretados por británicos).

La historia, adaptada por el propio Huston a partir de la obra de Kipling, nos sitúa en la India británica, joya de la Corona de la reina Victoria, autoproclamada emperatriz de la India, en la cúspide de la dominación británica sobre el país, 1880, para mayor gloria y admiración del escritor indio, un auténtico entusiasta de esa idea, en el fondo paternalista y racista, que dominó durante décadas la política exterior británica, imperialista y violenta, enunciada con la expresión «hacer del mundo Inglaterra». En ese contexto geográfico y político, Peachy Carnehan (Michael Caine) y Danny Dravo (Sean Connery), antiguos casacas rojas de un regimiento de fusileros de Su Majestad, sobreviven en el país como pueden, ya sea con sesiones de falsa magia para incautos, ya con rocambolescos negocios de tráfico de armas o de mercancías exóticas. Sus constantes idas y venidas, sus viajes continuos, les llevan a tener noticia de las leyendas que señalan en lejano reino de Kafiristán, más allá del Himalaya, como lugar de fastuosas riquezas, de tesoros incalculables, un Eldorado en las planicies del Asia central. Continuar leyendo «Mucho más que cine de aventuras: El hombre que pudo reinar»