Ecos del 20-N: Espérame en el cielo

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España ostenta el triste récord, junto a un muy escaso número de otros países, de haber permitido que su dictador más criminal de entre todos los que le ha tocado en suerte padecer muriera «cómodamente» en su cama al final de su vida, una vida cuyo único mérito consiste en haberse erigido en pianista habitual de los burdeles de Melilla mientras sus compañeros de armas «consumían» los servicios del local, «mercancía» a la que Francisco Franco era bastante indiferente. El resto de su vida, como la de cualquier militar dictador, es un catálogo de crímenes, asesinatos, matanzas, represión y torturas que, con todas las bendiciones de la Iglesia por la que tanto hizo y que tantas veces hizo el saludo fascista en su honor, lejos de transportarle al cielo del título de la película le habrán valido el billete directo en clase prefente al más cruel de los infiernos, si es que tal cosa existe como lugar físico (si no habría que inventarlo para individuos repugnantes como él). Astuto pero no muy inteligente, malicioso y maquinador pero más bien tirando a lerdo, es decir, poseedor de todas las cualidades con las que quienes sufren complejos de inferioridad consiguen trepar a costa del sufrimiento ajeno a altas cotas de éxito o poder en detrimento de la verdadera inteligencia, Franco es la más vergonzosa mancha de la Historia de España, no sólo porque el país consintiera que su vida transcurriera plácidamente como dictador hasta el fin de sus días en lo que es un bochornoso retrato de lo que supone la sociedad española frente a otras, a muchas de los cuales no vacilamos en mirar por encima del hombro dándonoslas de modernos, europeos y capitales para la cultura y la historia occidentales, sino porque buena parte de la moderna sociedad de hoy se considera heredera o tributaria de su era del crimen, la justifica, ampara o le quita hierro, cuando no la ensalza públicamente a la menor ocasión o la declara una época de «extraordinaria placidez», como dijo el representante de cierto partido democrático en el Parlamento Europeo.

En lo que somos maestros, desde luego, es en la guasa. Si incluso para tener dictadores escogemos a un señor bajito y barrigón, feo, afeminado, inculto y con delirios de grandeza (en eso sólo Italia nos supera con Mussolini, aunque, evidentemente, ellos tuvieron la autoestima suficiente como para colgarlo en cuanto pudieron), no es de extrañar que la parte medianamente inteligente y digna del país (incluida la derecha inteligente y digna, que la hay, aunque lleve años oculta bajo la capa de caspa y regresión mental a la era de las cavernas que vomitan sus dirigentes y sus medios afines) se tome a chacota a semejante personaje en cuanto tiene ocasión. Si en la extraña pero recomendable Madregilda de Francisco Regueiro tenemos a un Franco infantiloide, inmaduro y bobo, en esta película de Antonio Mercero, famoso director de series de televisión de éxito y de películas flojas con tendencia al sentimentalismo entre las que destaca el telefilme La cabina, del que ya se habló aquí, se recurre al tan manido mito del doble, subsección estadistas (desde El Gran Dictador a Presidente por accidente o Dave, presidente por un día) para chotearse de los personajes que fomentaban y controlaban la atmósfera de miedo de la posguerra española.

Paulino (el actor argentino Pepe Soriano) es dueño de una ortopedia. Su vida es la del español medio de los años cincuenta (del que, sin ser partidario de la dictadura, no había sido ya asesinado o del que no estaba en la cárcel, claro), tomando la cuestión política como un gran vacío que ignorar e intentando compensar la falta de libertad con todos los momentos de diversión que pudiera regalarse. En uno de éstos, mientras realiza una performance entre la concurrencia de un puticlub que frecuenta (Rascayú, cuando mueras que harás tú, canción prohibida por entonces que no es de Paco Clavel y que le cantaban en voz baja a Paquito quienes esperaban ansiosos que la palmara), es secuestrado por unos individuos que resultan ser de «la secreta» y que lo conducen a unos calabozos en los sótanos de El Pardo (jamás congenió tan bien el nombre de un palacio con el de su inquilino principal). Su delito: su parecido físico con el dictador. Su condena: convertirse en su doble para evitar atentados a la persona del (patético) Generalísimo. Mientras su mujer (espléndida Chus Lampreave) y sus amigos, que lo creen muerto, intentan contactar con él en unas delirantes sesiones de espiritismo (entretenimiento muy de moda por entonces), Paulino forma parte de la operación Jano y, a las órdenes de un instructor de la Falange (magnífico José Sazatornil, premio Goya al actor de reparto por este papel en la edición de 1988), tan amenazador como paródico (de nombre Sinsoles, no hace falta decir mucho más), es adiestrado constantemente para emular voz y ademanes de Franco, sin resignarse a poder escapar de su inesperado destino. Continuar leyendo «Ecos del 20-N: Espérame en el cielo»

Cine de verano – Morir en Madrid, de Frédéric Rosiff

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Nominado al Oscar al mejor documental en 1966 y ganador de un BAFTA en 1968, este documental reúne algunos de los episodios más célebres de la Guerra Civil española y de la represión franquista, desde el asesinato de Federico García Lorca a la participación internacional o el bombardeo de Guernica por la Legión Cóndor. Impresindible su visionado por más que sea un tema recurrente del que no pocos espectadores españoles ya están más que cansados. Así nos va.

Cine para pensar – El rey pasmado

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Que Dios me perdone, pero ese hombre no cree en Dios.

Qué dice, padre Almeida…

Ese hombre sólo cree en la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, dentro de la cual espera medrar, y sobre todo, mandar.

Para haber vivido tanto tiempo entre salvajes, su paternidad manifiesta un profundo conocimiento de los hombres civilizados.

Es que los salvajes no creerán en nuestro Dios, pero sí creen de verdad en los suyos.

Este diálogo publicado en esta misma escalera hace algo más de un año no se refiere a José María Escrivá de Balaguer, fundador de una secta católica denominada Opius Dei que años después compró su santidad al Vaticano con cuantiosos emolumentos y oscuros y subterráneos servicios prestados, polémica figura a la que se ensalza y critica por igual (aunque las críticas vengan sostenidas con un rigor y unos hechos difícilmente rebatibles con otra cosa que no sea la fe, que, como ya se sabe, es a medida de uno mismo, o el fanatismo, que es a medida de otros) y al que una mente preclara del Ayuntamiento de la «siempre heroica» e «inmortal» (aunque con hechos como éste lleva camino de perder la «t» de su histórico apelativo) ciudad de Zaragoza ha decidido ponerle una calle en pleno centro urbano en sustitución de su actual nombre tributario de un general golpista y en aplicación de la Ley de Memoria Histórica: utilizando la paradoja evangélica, una vez más se sale de la sartén para caer en las brasas; se pasa de nombrar a una calle como un partidario, discreto y de segunda fila, de Franco, a sustituirlo, con grandes dosis de maquillaje mercadotécnico y con un estrafalario argumentario pseudopolítico aparentemente democrático de la Señorita Pepis, por el de uno de sus más firmes apoyos y sostenes durante cuarenta años de larga y criminal dictadura. Lo cual está dicho y escrito por él mismo, por si acaso alguien cae en la tentación (lo cual es pecado, recuerdo) de discutirlo o de intentar matizar una verdad histórica indiscutible o de rehabilitar con deformaciones interesadas a semejante personaje al que la Iglesia ha elevado a los altares sin que la necesidad de inventarle un milagro sobrenatural haya sido obstáculo para ello en pleno siglo XXI. El favor con favor se paga.

Y decimos que el diálogo no va sobre este individuo, pero bien podría ser. La conversación tiene lugar en el breve descanso de una Consulta de Teólogos convocada por el Conde Duque de Olivares (espléndido como nunca Javier Gurruchaga), valido del rey Felipe IV de Castilla y III de Aragón, que tiene como objeto dilucidar si el augusto soberano tiene derecho a ver a su esposa desnuda, «por muy francesa que sea», y si tal antojo responde a la sospechosa presencia del Maligno en la Villa y Corte, tal como parecen augurar las inusuales señales en el cielo vistas en las pasadas noches. El padre Almeida (el actor portugués Joaquin de Almeida), un jesuita recién llegado de Brasil, habla con el Gran Inquisidor (el gran Fernando Fernán Gómez) sobre el capellán de la Corte, Villaescusa (superlativo Juan Diego), hombre intolerante, autoritario y que no vacila en la utilización de métodos criminales para la imposición de la recta fe. Continuar leyendo «Cine para pensar – El rey pasmado»

Cine en serie – Raza

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MALDITO CINE (V)

Esta película absolutamente demencial es una excepción en esta sección. En principio, en «Maldito Cine» hablamos de excelentes películas puestas al servicio de tesis ideológicas horrendas. Raza sólo cumple la segunda de las premisas, la tesis horrible, porque de calidad anda más bien justita, incluso para una cinematografía tan en ciernes como la española de los años cuarenta. Por ello, debería ser más bien objeto de La tienda de los horrores, pero no sería justo para las películas que ya están allí compartir espacio con este engendro, destinado a mostrar el espíritu abnegado y valeroso que sería propio del ser español y que coincidiría completamente con el ideario nacional-católico del régimen puesto en pie tras la guerra civil, y cuya única virtud es la fiel ambientación (no es de extrañar, habiendo terminado la guerra apenas dos años antes) en la que, cosa inusitada en la dictadura, los simbolos, uniformes, carteles e idearios republicanos son expuestos abiertamente.
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