Trenes que se escapan: Tierras de penumbra

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Para la memoria cinéfila que descansa en el sentido de la vista, Sir Richard Attenborough siempre será, además del hermano mayor del célebre naturalista británico de la televisión, David, el «Gran X», la cabeza visible, aunque camuflada, de esa organización subterránea -nunca mejor dicho- establecida por el mando de los cautivos aliados a lo largo de los distintos campos de prisioneros del Reich alemán durante la II Guerra Mundial en La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1963). Para quienes tienen memoria corta y selectiva -para mal-, Attenborough siempre será el abuelito barbudo de la revisitación que Spielberg, a su manera, como siempre, hizo del mito de King Kong en su Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993). Pero además, Attenborough atesora una estimable carrera como director, prolongada a lo largo de más de cuatro décadas, que además de no pocos fiascos e irrelevancias varias, contiene títulos tan apreciables como Un puente lejano (A bridge too far, 1977), de inigualable reparto, por cierto, de esos que ya resultan imposibles de reunir, la oscarizadísima y excesiva Gandhi (1982), el musical A chorus line (1985), la controvertida y contradictoria -al menos para quien escribe- Grita libertad (Cry freedom, 1987), tan tan tan pretendidamente antirracista que termina siendo racista, o también Chaplin (1992), la biografía selectiva y algo sentimental de ese gran genio del cine que por aquí llegamos a conocer como Charlot. Un año más tarde, filmaría la que para muchos es su mejor película, Tierras de penumbra (Shadowlands, 1993), una verdadera joya que demuestra que en el cine son posibles varias cosas, para muchos, impensables.

En primer lugar, y empezando por lo más pedestre, este excepcional drama demuestra que Sir Richard Attenborough es capaz de filmar una película de una duración más o menos normal (125 minutos; prácticamente todas las reseñadas en el párrafo anterior exceden las dos horas y media, algunas por mucho, o por muchísimo), en este caso sin que la densidad y la solemnidad de la trama impidan que el tiempo quede absorbido y diluido en el creciente interés y el hipnótico poder que la sensibilidad de su historia y de sus imágenes ejercen sobre el espectador preparado. Minucias aparte, la película de Attenborough prueba dos aspectos más: que es posible impregnar el cine de literatura, de buena literatura, sin resultar estático, poco dinámico o excesivamente literario, y que se puede exponer en imágenes todo el dramatismo de una situación dura como es una enfermedad terminal sin resultar morboso, lacrimógeno o ñoño. La sobriedad en la construcción de historia e imágenes, la estupenda labor de puesta en escena (especialmente la minuciosa y detallista recreación de los ambientes académicos de Oxford, sus aulas, sus rituales, su vestuario y las relaciones humanas que se establecen en ellos), la magnífica fotografía de Roger Pratt, especialmente en los bellos exteriores escogidos de Oxfordshire y Herefordshire (Inglaterra) y las impactantes interpretaciones de Anthony Hopkins y Debra Winger, contribuyen decisivamente a otro hecho inusual; la película consigue capturar algo que en principio parece inaprensible para el medio cinematográfico: la esencia del dolor; su naturaleza dramática, triste y melancólica.

Este aspecto ya quedaba meridianamente desarrollado en el libro que inspira la cinta, Una pena en observación, la obra en la que el poeta y escritor C. S. Lewis (el inventor del mundo mágico de Narnia, universo de fantasía tan célebre entre los jóvenes como el de su contemporáneo -y amigo- J.R.R. Tolkien) recogió su experiencia real junto a la americana Joy Gresham, una mujer divorciada junto a la que, tras haberse acercado a él como una admiradora más de su obra, vivió una intensa y muy particular historia de amor espléndidamente trasladada al cine, con toda su sensibilidad y toda su crudeza, por Attenborough y el guionista William Nicholson. Pero en la película, este ensayo que disecciona el dolor con precisión y metodología casi quirúrgica, adquiere, merced a la calidez de su puesta en escena y a la notoria labor de interpretación y de dirección de actores, una talla notable, hasta el punto de convertirse por derecho propio en una de las mejores cintas de los noventa y uno de los dramas más poderosos de la historia del cine. Continuar leyendo «Trenes que se escapan: Tierras de penumbra»

Mis escenas favoritas – El señor de los anillos… o casi

Quien escribe no es particularmente seguidor de esa pareja de humoristas llamada Cruz y Raya ya divorciada ni tampoco de ninguno de sus miembros por separado. El señor de los anillos no es una trilogía que, más allá de su espectacularidad visual y su apelación a la épica, despierte mayor interés. Pero la mezcla de ambos proporcionó uno de los momentos más hilarantes de los tiempos recientes de una televisión, la española, acostumbrada a despertar, al menos en sus programas más vistos, la vergüenza ajena. Síntesis paródica de dos personajes y una larga historia en mucho menos de las nueve horas y pico de la trilogía original.

Cine en serie – El señor de los anillos (El retorno del rey)

MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (IX)

Último capítulo de la monumental trilogía de Peter Jackson, adaptación a su vez de la famosa trilogía de Tolkien, El señor de los anillos (El retorno del rey) es la apoteosis final, el estratosférico acopio de sus grandes virtudes y defectos como obra cinematográfica y también como adaptación a la pantalla de una obra literaria. En cuanto a la trama, una vez sitiado y derrotado Saruman, la batalla decisiva se libra en Gondor, donde Aragorn (Viggo Mortensen, como si hiciera falta decirlo…) se dispone a reclamar el trono que le pertenece y ante cuyas puertas Sauron se dispone al asalto final con su gran ejército. Sus enemigos pretenden frenar su avance lo más posible, resistir hasta la muerte si es preciso para, a la vez que intentan derrotar a sus irresistibles enemigos, dar tiempo a Frodo y Sam a que lleguen al Monte del Destino y se deshagan del anillo y distraer al mismo tiempo a Sauron para que preste atención al combate y de despiste de las andanzas de los pequeños hobbits.

La película recupera en parte el vigor y la orientación perdidos en la segunda entrega pero hace gala en mayor medida de los defectos apuntados en la misma (esquemáticos retratos de protagonistas y situaciones, personajes arquetípicos, dependencia de los efectos, pérdida de pulso, excesiva acumulación de detalles, nula labor de descarte como adaptación, doscientos un minutos de duración…). Sin embargo, a lo sombrío de su antecesora antepone de nuevo la majestuosidad y la monumentalidad, en este caso casi operística, del primer capítulo, con espectaculares paisajes y recreaciones, digitales, eso sí, de los escenarios donde transcurre la acción y fenomenales (aunque, de nuevo, excesivamente computerizadas) escenas de combate en plan videojuego que vuelven a pecar de algún guiño humorístico innecesario así como de un abuso de los efectos que nos conducen más al gráfico del ordenador que al fotograma. Eso vuelve a ser un problema, el abuso del ordenador, capaz de recrear una imagen pero no de darle espíritu, fuerza, cuerpo, que en vez de hacer más real un personaje, lo vuelve más irreal, imposible.

Con todo, la mayor perversión de la cinta es no saber podar buena parte del excesivo relato de Tolkien. Como recreándose en la aproximación al final, tanto el libro como la película se pierden en recovecos dilatorios, en últimos capítulos que hacen perder el hilo directo de la acción, que provocan la aparición de sucesivos clímax y saltos de tensión o incluso la desaparición de ésta en algunos momentos, en un ansia incomprensible de querer contarlo todo. Así, además de que la cinta se va de minutos sin sentido, como ya ocurriera con la anterior entrega (mucho más si de la versión extendida se trata), incrementa su sensación de vacío, de que tanta alharaca final no sirve para cubrir los agujeros que ha ido dejando durante las largas horas anteriores en cuanto a personajes y trama, de que tras los árboles, en esta ocasión, no vemos el bosque, sino una enorme extensión de nada. Así, la alargada conclusión tras el final de la batalla y del episodio del anillo, y también el larguísimo epílogo con los hobbits de vuelta en La Comarca, no hacen sino servir al tedio, al exceso, a la incapacidad para finiquitar una historia que, desposeída de la paja, da para bastante menos. Eso, unido a la conversión de lo épico en lo sentimental, hace que la película pierda fuelle y que carezca de un registro único, solvente, de un pulso firme que la haga caminar como un todo.

Como apunte final, dos cuestiones sobre el argumento que vienen ya viciadas desde el libro. En primer lugar, el giro final, el que permite a los «buenos» vencer en la gran última batalla. Evidentemente, cuando uno crea un enemigo tan formidable, numeroso y temible, es imposible que resulte creíble que ese enemigo pueda ser vencido. En la misma línea que esos productos de suspense que crean una intriga tan intrincada, laberíntica y elaborada que sólo puede resolverse traicionándola, que el autor se haga trampas a sí mismo y pueda dar salida a la trama a través de las limitaciones que la propia magnitud de su relato ha generado, en este caso es preciso crear, más bien sacarse de la manga, un último aliado para la causa del bien, inexistente durante más de mil páginas y seis horas largas de película previas, que acabe con los malos en un abrir y cerrar de ojos cual séptimo de caballería llegado en el último momento. Una de las grandes debilidades de la obra de Tolkien no ha sido resuelta por Jackson y su equipo, precisamente allí donde la labor del adaptador ha de saber resolver los mecanismos narrativos que en la obra original no funcionan.

Por último, la otra cuestión es precisamente la caracterización invencible del enemigo, del mal. Porque, tanto en el libro como en la película, las filas de Sauron cuentan con un innumerable ejército de luchadores terribles y poderosos, pero también de criaturas malignas invencibles, un grupo que durante páginas y páginas, o minutos y minutos, es retratado de manera grandiosa, amenazante, irresistible, imparable. Pero, pensemos detenidamente: ¿qué consigue esa gran fuerza durante los tres libros o las tres películas? ¿Qué grandes poderes tiene Sauron para llevarlos a la victoria? ¿Qué batallas vencen, a qué enemigos logran eliminar? ¿En qué se traduce esa abrumadora superioridad sobre las fuerzas del bien? En nada. Las tropas de Sauron son amenazantes, imparables, invencibles porque un montón de personajes durante cientos de páginas y minutos en la pantalla se dedican a repetir lo amenazantes, imparables e invencibles que son, pero nunca las vemos vencer, dar rienda suelta a su crueldad, saquear, incendiar, asesinar, devastar. Más bien, sólo pueden apuntarse, en realidad, un tanto: la muerte de Boromir. Porque, a lo largo de los libros y las películas, más allá de perseguir, amenazar, apabullar por número e impresionar con sus uniformes negros y la nube de oscuridad que llevan tras ellos, ¿en qué batalla vencen? Si se tratara de un equipo de fútbol habrían cesado a Sauron por falta de resultados… Tanto enemigo, tanta tropa, tanto ejército, y siempre es vencido, en algunos momentos en tiempo récord, y lo que es peor, no puede apuntarse ningún tanto a favor porque siempre hay un milagro último, un golpe de suerte, un aliado todavía más poderoso y con el que nadie contaba antes, que salva a los buenos. En ninguna obra literaria o cinematográfica ser perdona algo así: para Tolkien, un genio sin duda, su imaginación es, además de su coartada, su bula para todo.

Cine en serie – El señor de los anillos (Las dos torres)

MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (VI)

La segunda parte de la monumental adaptación a la pantalla de la obra de J.R.R. Tolkien por Peter Jackson y su equipo da comienzo en el punto en que la Comunidad del Anillo se disuelve: Frodo y Sam siguen su camino hacia Mordor, Merry y Pipin han caído prisioneros de los orcos de Sauron, y Aragorn, Legolas y Gimli, dejando a los pequeños portadores del anillo que encuentren su propio destino, van tras los cautivos para liberarlos, mientras Sauron y su aliado Saruman siguen acumulando fuerzas con las que aplastar a las razas libres de la Tierra Media, desunidas y parapetadas tras sus débiles defensas…

Tras el impactante efecto sorpresa de la primera entrega, Las dos torres ofrece más de lo mismo (pero peor) en la forma, aunque empieza la decadencia en cuanto al fondo. Como dijimos en su momento en esta misma sección, a medida que la trilogía avanza, sus grandes virtudes se van poco a poco diluyendo y los pequeños inconvenientes del primer capítulo, minimizados ante la grandiosidad del conjunto, van creciendo hasta poco a poco adueñarse de este puente hacia la conclusión. El problema, precisamente, es la entrega incondicional a la espectacularidad de las formas y el paulatino descuido de unas, ya de por sí, demasiado elementales, lineales, esquemáticas cuestiones de fondo (personajes, psicología, motivaciones, reacciones ante los hechos…) siguiendo, obviamente, las pautas marcadas por Tolkien pero haciendo que la película, exactamente igual que su antecesora y su continuación, dependa en exclusiva de los conocimientos previos del espectador sobre la obra literaria a fin de que pueda entender la lógica de acontecimientos y personajes, sin que se trate de un producto cinematográfico autónomo. Continuar leyendo «Cine en serie – El señor de los anillos (Las dos torres)»