El caos de Akira Kurosawa

Las películas no son planas. Son esferas multifacéticas.

 

Con un buen guión puedes hacer una película buena o una película mala. Con un mal guión sólo tendrás películas malas.

 

Ran es una serie de acontecimientos humanos observados desde el cielo.

 

Akira Kurosawa

Tras el estreno en 1970 de la primera película en color de Akira Kurosawa, Dodeskaden, en Japón nadie quiere saber nada más de él ni de su cine. Se le considera una antigüedad arqueológica, un pintoresco resto de otro tiempo alejado de la modernidad, incompatible con ella. Dolido y desesperado ante el rechazo generalizado de todo un país a su cineasta más importante e influyente, se hunde en una profunda depresión e intenta poner fin a su vida con toda la solemnidad y el ceremonial de los que, como el cine ha mostrado tantas veces, sólo un japonés es capaz. Kurosawa siempre llevó la muerte muy a flor de piel; su admirado hermano Heigo, quien le insuflara su amor por el cine, el mismo que le obligó a recorrer las ruinas del terremoto de 1923 para mirar de frente los cadáveres y educarlo en la superación de sus miedos, terminó suicidándose. Sin embargo, Kurosawa estaba habituado al rechazo o cuando menos a ser considerado un personaje controvertido, y quizá hay que explicar su intento de suicidio en el marco de una crisis existencial provocada por la ancianidad y la cercanía de la muerte. Su reputación de luces y sombras va ligada a dos características muy marcadas de su personalidad como cineasta: por un lado, su obsesiva forma de trabajar con los actores y su carácter autoritario y perfeccionista hasta la extenuación, rasgos que le valieron el apelativo de El Emperador, y por otro, su acentuado eclecticismo entre oriente y occidente, la voluntad artística de sintetizar historias, estéticas, ambientes y valores puramente japoneses con la tradición literaria occidental, en particular la obra de autores como Shakespeare, Dostoievski, Gorki o Simenon. Esta doble naturaleza está presente en Kurosawa desde su propio nacimiento y salpica toda su obra.

Nacido en Tokio en 1910, en pleno estertor de la dinastía Meiji, en el seno de una familia acomodada de origen samurai influida por la modernidad (su padre, Isamu, severísimo e intransigente, solía limpiar, afilar y pulir entre maldiciones su katana; su hermano Heigo trabajaba en las salas de cine mudo como narrador para el público), su primera afición fue la pintura, en particular la obra de Van Gogh, cuya estética inspira buena parte de las composiciones de sus filmes en color. Estudiante de Bellas Artes, en 1936 accede por oposición a un empleo como guionista y ayudante de dirección en los estudios Toho, donde debutará como director durante la Segunda Guerra Mundial.

Tras unos inicios lastrados por el cine de encargo y la falta de libertad creativa fruto de la censura, no tarda mucho en mostrar lo que puede dar de sí gracias a dos películas, El perro rabioso (Nora inu, 1949), su encuentro con dos de sus baluartes interpretativos, Toshiro Mifune y Takashi Shimura, historia contada en clave de thriller negro salpicado de tradiciones y convenciones japonesas de un policía al que roban su pistola y que se sumerge en los bajos fondos de Tokio para recuperarla, y su gran obra maestra Rashomon (1950), la película que da a conocer al resto del mundo la existencia de un cine japonés diferente a las sempiternas cintas históricas de samuráis. Premiada con el León de Oro en Venecia, contiene todas las notas fundamentales del cine de Kurosawa: profundidad filosófica, crisis existencial, gran calidad estética deudora tanto de sus gustos pictóricos como de la puesta en escena Nô y Kabuki del teatro japonés, y un estilo que combina a partes iguales sencillez y solemnidad, elementos de una gran belleza plástica con cuestiones psicológicas, sociales, sentimentales e incluso políticas, normalmente de corte nacionalista. Su dominio de la técnica cinematográfica, especialmente del ritmo narrativo, del montaje y del uso del color y del blanco y negro, además de su gran conocimiento del teatro y de la capacidad expresiva de los actores hacen que su cine sea el más asequible para el espectador occidental y sirva de inspiración y modelo tanto para directores japoneses (Mizoguchi, Inagaki, Imamura) como occidentales (Scorsese, Coppola, Spielberg, Lucas). Rashomon, convertida por Hollywood en el western Cuatro confesiones (The Outrage, Martin Ritt, 1964), Los siete samuráis (Sichinin no samurai, 1954), adaptada por John Sturges en Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960) o Yojimbo (1961), origen de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dolari, Sergio Leone, 1964), suponen el cierre de un círculo. Kurosawa se nutre de todo un caudal narrativo occidental para construir historias épicas o cercanas a la realidad japonesa contemporánea en películas que a su vez son fuente y punto de referencia para la renovación de las formas de narrar caducas y encasilladas del cine europeo y norteamericano.

La carrera de Kurosawa durante los cincuenta y los sesenta es una sucesión de obras maestras: Vivir (Ikiru, 1952), impagable reflexión sobre la vida y la muerte, Trono de sangre (Kumonosu jo, 1957), celebrada aproximación a Shakespeare que está considerada la mejor versión cinematográfica de Macbeth, incluso por encima de la de Orson Welles, La fortaleza escondida (Kakushi toride no San-Akunin, 1958), inspiración para George Lucas de buena parte del argumento de la saga de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), Sanjuro (Tsubaki Sanjuro, 1962), El infierno del odio (Tengoku to jinogu, 1963), Barbarroja (Akahige, 1965)… Pero con la llegada de los setenta, en Japón se le considera agotado. Arruinado como productor por el fracaso de sus cintas en el país, Dodeskaden no le permite levantar el vuelo y se ve forzado a emigrar en busca de financiación.

Receloso de emprender una nueva aventura americana tras el fracaso de su participación en Tora! Tora! Tora! (1970), mira hacia el extremo contrario, la Unión Soviética, y allí filma otra obra mayor, Dersu Uzala (1975), parábola panteísta (filosofía según la cual existe una ley suprema por la que dios, universo y naturaleza son equivalentes) que obtuvo el Oscar a la mejor película de habla no inglesa –con el dato añadido de su procedencia soviética en plena Guerra Fría, fenómeno que tuvo lugar dos ocasiones más, con la versión de Guerra y Paz (Voyna i mir, 1968) de Sergei Bondarchuk y con Moscú no cree en las lágrimas (Moskva slezam ne verit, 1980), de Vladimir Menshov-. Cinco años después, envejecido y casi ciego, gracias a la ayuda económica de Francis F. Coppola, George Lucas y sus queridos estudios Toho filma la deslumbrante Kagemusha (1980), en la que un ladronzuelo que malvive en el Japón medieval devastado por las luchas internas es elegido por su parecido físico para suplantar a un señor de la guerra tras su muerte.

En 1985, de nuevo con apuros económicos, consigue que el francés Serge Silberman, productor habitual de la etapa francesa de Luis Buñuel, vuelva al cine para coproducir la que quizá es su mejor película: Ran. Con setenta y cinco años cumplidos Kurosawa vuelca en la que cree que va a ser su última obra toda la experiencia y los conocimientos acumulados en cuarenta largos años de carrera. Escoge un tema situado en el Japón del último medievo representado por dos historias diferentes, la japonesa leyenda de las tres flechas y la obra El rey Lear de Shakespeare, para relatar la historia de un señor de la guerra, Hidetora Ichimonji (Tatsuya Nakadai), que decide dividir su reino entre sus tres hijos, Taro (Akira Terao), el que será titular del trono cuando él falte, Jiro (Jinpachi Nezu) y Saburo (Daysuke Ryû), el menor y más querido. Hidetora se reserva el título de Gran Señor mientras viva, pero con la intención de retirarse a una vida más tranquila. Sin embargo, Saburo no está de acuerdo con la decisión de su padre; considera un error parcelar el reino por las envidias que pueden surgir entre los hermanos y también por la codicia de los reinos vecinos, que verán en la separación una señal de debilidad y una ocasión para invadir el territorio. Hidetora, que toma el comentario como una ofensa a su autoridad, con gran dolor de su corazón y precipitado por la ira que despierta en él lo que interpreta como desobediencia de su hijo más amado, decide desterrarle. Saburo sin embargo no se equivocaba, y de inmediato comienza una rivalidad letal entre Taro y Jiro, azuzada por Kaede (Mikeo Harada), nuera de Hidetora, verdadero espíritu maligno, conspirador, cruel y mezquino. Taro y Jiro buscarán apoyo exterior para mantener sus posiciones y eso dará pie a la invasión augurada por Saburo, que observa los acontecimientos desde fuera deseoso de ayudar a su padre, que ve cómo su mundo se desploma con el único consuelo de Kyoami (Shinnosuke Ikehata), un bufón tan entrañable como irritante.

Kurosawa despliega toda su pericia técnica, especialmente en las escenas de combate. Dirigiendoal estilo de su admirado John Ford, crea algunas las batallas más fascinantes de la historia del cine, despojadas de sonido ambiente y de música, cubiertas de silencio, coreografías de la violencia repletas de sangre y muerte de una crudeza y una belleza plástica sobrecogedoras. Las escenas de interiores, construidas con gran meticulosidad sobre un minimalismo sostenido en escenarios desnudos, despojados de adornos superfluos y casi por completo vacíos de actores, enriquecidos con la eclosión de color de armaduras y vestidos (o de la sangre que salpica a ráfagas las paredes blancas) destacan por las excepcionales interpretaciones, especialmente la de Harada como brutal instigadora de una espiral de locura y venganza, un ser odioso y diabólico, chantajista y maquiavélico cuya inmensa ambición no se detiene ni ante la muerte de su esposo ni ante la entrega sexual a su enemigo para conservar la vida y el poder. Su personaje se edifica en torno a la dualidad, es una mujer de carne y hueso pero también la encarnación del mal en estado puro, el fantasma de la fatalidad y de la muerte. Este aspecto etéreo del personaje se subraya en las escenas en que transita por los pasillos de palacio, su kimono de seda acariciando el suelo de madera como el susurro de la brisa, como un espectro suspendido en el aire en el mejor estilo de la señora Danvers de Hitchcock en Rebeca (Rebecca, 1940). Kaede es quizá la efigie del caos (Ran significa precisamente eso, “caos”) entendido como la ausencia de la bondad en el mundo, como la pérdida del equilibrio entre las fuerzas del bien y del mal.

Al contraste entre la magnificencia de las escenas de batalla, sangrientas y coloristas, y los interiores sencillos y minimalistas contribuye una banda sonora que alterna la épica grandilocuencia de las percusiones con la inocente aparición de la flauta solitaria en los instantes más emotivos o en las escenas situadas en la naturaleza, como la de caza que abre la película. Kurosawa construye una historia shakespeariana de odios y venganzas en la que no caben conceptos como la compasión o el perdón y que se erige por derecho propio como una de las más importantes epopeyas de la historia del cine. Ran condensa la sabiduría cinematográfica de un maestro, una carrera de cuatro décadas en algo más de dos horas y media de metraje.

Codirigida con Ishiro Honda y producida por Steven Spielberg, ve la luz en 1990 Los sueños de Akira Kurosawa (Akira Kurosawa’s dreams), testamento fílmico del cineasta, ensoñaciones dispersas sin hilo temático conductor pero de algún modo coherentes divididas en ocho pequeñas historias que tratan de deseos, sueños, esperanzas y frustraciones, tratadas con imágenes bellísimas y exquisita sensibilidad y que en última instancia supone la aceptación de la muerte del hombre como justo castigo por su maldad intrínseca y el reconocimiento de la vida como un preciado regalo que corremos el riesgo de malgastar, al que es preciso aferrarse a toda costa.

Y a ella siguió abrazado hasta 1998, pudiendo filmar todavía dos películas más, Rapsodia en agosto (Hachigatsu no kyoshikyoku, 1991), drama con Richard Gere (pero no por eso) que vuelve sobre sus temas habituales tomando como partida el holocausto nuclear de la ciudad de Nagasaki en 1945, y Madadayo (1992), relato íntimo y en clave muy personal situado en la Segunda Guerra Mundial que, como muchas películas crepusculares, supone una emotiva despedida de la vida y de la profesión a través de una visión tierna y nostálgica plagada de experiencias, recuerdos y anhelos de un pasado, a pesar de todo, feliz. En ella, el anciano profesor que abandonó su plaza para convertirse en escritor todavía celebra su cumpleaños con sus antiguos alumnos. Éstos, fingiendo volver a ser niños, juegan a hacerle repetidamente la misma pregunta:

Mahda-kai (“¿Estás preparado para pasar a la otra vida?”)

A lo que él responde divertido:

Madadayo (“De momento, no, esperad”).

Aunque intentaran jubilarlo más de veinte años antes de su última película, Kurosawa quiso irse sólo cuando estuvo listo, como ya lo dejó advertido: “se puede morir tranquilo si uno ha cumplido su vocación”.

8 comentarios sobre “El caos de Akira Kurosawa

  1. Magnífico. Es tanto lo que se puede decir de este gran cineasta que una vez dijo que la fuente de inspiración para sus películas de samuráis era John Ford. Pues no sé qué decir, amigo mío. En 1971, Akira Kurosawa, se cortó las muñecas con una navaja, desesperado al parecer por el derrumbe de su carrera y el fracaso en conseguir respaldo comercial para sus futuras películas. El intento de suicidio de Kurosawa (una manera de escapar de los problemas que él nunca concedió a sus héroes samuráis). Puede que el suicidio sea un acto perfeccionado por los japoneses, pero cuesta imaginarse a Billy Wilder metiéndose estoicamente en el mar y dejando atrás la playa de Malibu tras el fracaso de “Fedora”. Por aguda y brillante que sea una película, como en el caso de Wilder, no vale la pena mojarse los pies por ella.

    François Truffaut, en el libro de conversaciones con Alfred Hitchcock, lo felicitaba por su tino en marcharse a Hollywood, y hace el comentario de que hay algo inherente a Inglaterra que es anticinematográfico. Truffaut menciona la naturaleza antidramática de la vida inglesa; de rutina imperturbable y modales apagados, y hasta su clima, afirma Truffaut, son anticinematográficos. A primera vista, estas restricciones se aplicarían aún más a la noción de un cine japonés (sobre todo la lluvia, que ciertamente empapa muchos de los filmes de Kurosawa). Dada la rigidez glaciar de la vida en el Japón de la preguerra, la deferencia absoluta a la autoridad y al consenso social, y la supresión del menor destello de individualismo, es simplemente un milagro que haya surgido un cine japonés, ni que decir de un talento inconformista como el de Kurosawa.

    Kurosawa solo pudo encontrar la libertad para hacer su personalísimo cine gracias a la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial. La población, que con el ánimo destrozado contemplaba las ciudades bombardeadas como un paisaje lunar, se dio cuenta de adónde le habían llevado el consenso y la obediencia, y ella la predispuso a encontrar algún tipo de alternativa. Desde el inicio de su carrera, mientras hacía películas de propaganda bélica, Kurosawa creyó en el poder del cine para promover una regeneración nacional, y estaba convencido de que los japos hallarían la salvación si se consideraban a sí mismos ante todo como individuos. En 1950 produjo “Rashomon”, una obra maestra de la subjetividad en la que la muerte de un guerrero y la violación de su mujer se ven desde cuatro puntos de vista contrapuestos. La mayor atracción de “Rashomon” consiste en su negativa a convalidar ninguna de las versiones de los testigos como la historia verdadera. En un mundo de absoluta relatividad, no hay manera de saber quién dice la verdad. Esta misma ambigüedad subsiste en los filmes de Kurosawa con escenarios contemporáneos – “Drunken Angel” y “El perro rabioso” -, sombrías visiones de la criminalidad de posguerra que partieron de las mismas fuentes del cine neorrealista italiano, y que transmiten la inequívoca impresión de que los japos, más que ningún otro pueblo, disfrutan al deprimirse. Yo los he visto deprimidos incluso cuando van en grupo de viaje por Europa. De ahí sus miradas fijas en la punta de paraguas del guía. Es increíble, por ejemplo, que pasen por delante del Coliseo de Roma y estén mirando la Rana Gustavo ensartada en la punta de una sombrilla.

    Abrazos miles

  2. Mi querido Paco, me viene de perlas que menciones a Billy Wilder, porque hoy se cumplen 114 años de su nacimiento.

    Kurosawa no era precisamente la alegría de la huerta, convivió demasiado con todo tipo de desgracias. Pero su cine rezuma un profundo vitalismo, aunque en muchas de sus películas haya momentos tremendos. Quizá por eso mismo. Y porque es el director más occidentalizado de entre los japoneses, lo que, conociendo a Occidente, limita mucho las posibilidades del optimismo al mismo tiempo que invita a buscarlo casi con desesperación.

    La opinión del carácter anticinematográfico de todo lo inglés está muy extendida entre los franceses. El comentario de Truffaut es compartido por Godard, por ejemplo, y algunos más. Supongo que lo suyo va más ligado a lo teatral. Y sin embargo, existen excepciones como Hitch o Mackendrick, o mi querida Hammer. En fin, que de todo hay.

    Rashomon es tan moderna en su dibujo de eso que llaman ahora pomposamente «posverdad», que produce escalofríos: Es lo que tienen las obras maestras. No solo no dejan de tener vigencia, sino que anuncian el mundo que viene, porque el mundo siempre gira y vuelve a pasar por donde ya hemos pasado.

    Abrazos

  3. Sí, se cumplen 114 años de la “existencia” del viejo zorro. Sigue vivo. Siempre seguirá vivo para los pocos locos que van quedando que aman el cine de verdad. El otro día me topé con un farmacéutico que conozco mucho y me preguntó por qué ya no iba a la farmacia. Le respondí que siempre tengo a mano cualquier cosa de Billy Wilder: una peli, un libro, una entrevista, una biografía, una anécdota, una frase… El farmacéutico se puso a llorar. Te preguntarás: ¿por qué se puso a llorar? Y yo qué sé, tío.

    Yo admiro muchas cosas procedentes de esa isla húmeda: como bien dices: “Hitch o Mackendrick, o mi querida Hammer”. Me fascinan todavía las viejas comedias de la Ealing. Son maravillosas y no hace falta que las mencione aquí porque las conoces tan bien como yo, amigo mío. Y ya no hablemos de la literatura. A veces me dan ganas de ponerme un bombín, traje negro y paraguas y que se pase todo el día lloviendo y por la noche, niebla profunda. Crear un club de excéntricos a lo Chesterton o Conan Doyle. Me encantan las novelas de P. G. Wodehouse, y Stephen Fry… para, para ya, joder.

    Las películas de Kurosawa fueron las primeras que abrieron los ojos occidentales al vigor imaginativo y la belleza del cine japonés. Aunque se le conocen más por sus estudios épicos sobre la figura del guerrero samurái, Kurosawa abordó también numerosos temas modernos mostrando una profunda compasión por la condición humana. Ahí tenemos, por ejemplo, “Vivir”.

    Ver y escuchar a Kurosawa (aunque sea por medio de un intérprete) constituye una experiencia que no se olvida fácilmente. Era un hombre de elevada estatura, especialmente para ser japonés, y su comportamiento era invariablemente amable y sonriente. Resulta difícil reconciliar esta benigna imagen con la del humanista desesperadamente apasionado o con la del gran maestro en el cine de acción y violencia. En su caso, puede decirse que las aguas, en apariencia tranquilas, son excepcionalmente profundas.

    Más abrazos miles

  4. Está claro que no hay farmacéuticos como los de antes…

    ¡He descubierto hace poco las novelas de Stephen Fry! He leído hace poco «El mentiroso» y me he hecho con el resto de sus libros, incluido su ensayo sobre los mitos griegos. Espero hincarles el diente a todos dentro de poco. Me gusta mucho este tipo, como actor, presentador e invitado a charlas en las que no deja de títere con cabeza con toda la gracia del mundo. Todo un personaje, lúcido y divertidísimo.

    A eso me refería, justamente. «Vivir», a un espectador superficial tal vez le parezca dramática, lacrimógena. Y es uno de los más hermosos cantos al milagro de estar vivo que se han rodado nunca. Maravillosa. Y en cuanto a sus vídeos, hay una famosa entrevista en la que le piden que dé un consejo a los jóvenes. Y les dice: «Leed». Genial.

    Abrazos

  5. Stephen Fry es un tipo completamente genial en todo lo que hace. “Mythos” es excelente. Es algo así como la obra maestra de Robert Graves, “Siete días en Nueva Creta”. Parece mentira que este buen hombre tenga ese maravilloso sentido del humor, cuando ha pasado una depresión de caballo que le duró años. Además, ¡siempre he creído que el bueno de Fry es el auténtico Mycroft! Hay un delicioso libro publicado por Anagrama titulado “¡Pues vaya! Lo mejor de Wodenhouse”. Solo por el prólogo de Fry con más de treinta páginas ya vale la pena leerlo.

    Hoy le preguntas a cualquier director de cine, recién salido del horno de la escuela de cinematografía, qué es lo último que ha leído y te pregunta: ¿qué es eso de leer? ¿No será, acaso, ver series en Netflix? Si es así, sí, soy un gran conocedor de la cosa.

    Abrazos mil

    PD: Qué jodidos estamos.

  6. Jajajajaja… Me encanta la posdata…

    Fry es desternillante, agudo y a veces extraordinariamente sensible. Es un cuadro típico, así que no me sorprenden sus depresiones. Grandes cómicos han sido igualmente grandes depresivos, y viceversa. Lo de la lectura y demás… Pues es que si el modelo que se sigue es el de Spielberg (que no lee, sino que tiene equipos de lectores), no se puede esperar otra cosa.

    Recuerdo que te había «prohibido» recomendar libros… Te voy a tener que prohibir citarlos…

    Abrazos

  7. Menos mal que me has hecho recordar esa justa y merecida prohibición de recomendar libros. De todas maneras, ni la editorial ni el autor me van a pagar un duro por ello. Y tienes toda la razón cuando dices: “Te voy a tener que prohibir citarlos…”. Ayer, en mi último comentario me tentó muchísimo hablar de la última y maravillosa novela de Manuel Vicent “Ava en la noche”. Pero me dije: Ni hablar del peluquín. Ni te atrevas. Y al final no lo hice. Cumplí con tu prohibición, con tu amenaza. Y eso que la novela de Vicent va de cine, sí, de las noches brillantes de cine y glamur a las que siguen los días grises de la dictadura franquista. Se rememora con cierto lirismo y patetismo aquellos años cuando los directores, actores y actrices del cine americano venían a España para rodar películas, o simplemente, de parranda. Menos mal, mi querido amigo que no te dije nada de esto. Contribuir a que alguien ponga otro libro más en una pila semejante a la torre de Pisa no tiene ningún sentido. Pues sí, en la novela de Vicent se puede leer sabrosas anécdotas como la de Bette Davis cuando rodaba en aquella España de 1958. La Davis amenazó al productor Samuel Bronston, con abandonar el rodaje si no despedía al encargado de las comidas, incapaz de suministrarle “carne de primera”. Una situación que el cocinero solucionó con carne de gato, que la actriz, sin saber su procedencia, consideró exquisita. Escribe Vicent:

    “En 1958 Bette Davis se comió ella sola unos diez gatos en un pueblo del Mediterráneo, y a eso debió tal vez su carácter”.

    Jaja. Te quería contar esto, pero cerré el pico. Fui respetuoso a tu prohibición, pero hay más. Escucha este fragmento:

    “Esa tarde toreaba Luis Miquel Dominguín una mano a mano con Antonio Ordóñez en la Feria de Julio en Valencia y Ava Gardner estaba en la barrera con abanico, gafas de sol, sombrero de paja fina, los antebrazos apoyados en la maroma, y, en un burladero de callejón, Hemingway tomaba notas sobre aquel verano sangriento y dejaba que las cámaras de los fotógrafos le frieran las barbas”.

    Estoy contentísimo de no haber dicho nada de esto. Y eso que todavía quedan muchos fragmentos, sin hacer destripe (odio la palabra spoiler) que tenía ganas de leerte en voz alta como este:

    “Aquel Madrid de finales de los años cincuenta soñado de lejos por un joven provinciano parecía fascinante, y sobre todo más asequible que irse a París. En Madrid no había ningún Sartre, pero estaba Ava Gardner, que salía siempre en el No-Do bajando del avión, sentada en la barrera de Las Ventas, entrando y saliendo del hotel Castellana Hilton, bebiendo en compañía de Luis Miquel Dominguín. Allí estaban Hemingway y Orson Welles, Lana Tarner, muchos artistas de Hollywood que venían a España a rodar películas; allí estaban Samuel Bronston y Jean Negulesco y Frank Sinatra y Sophia Loren y Charlton Heston. En Madrid acababa de morir Tyrone Power mientras rodaba la película “Salomón y la reina de Saba”. La noche anterior había cenado con Luis Miquel Dominguín y con Aline Griffith, una americana que presumía de espía de la CIA y que solo capturó a un Romanones para convertirse en condesa de Quintanilla. Al rey Salomón le dio un infarto en escena, abrazado a Gina Lollobrigida, y murió en el taxi camino del hospital. Se contaba que su cadáver vestido de rey de Jerusalén, con la coraza y la corona, permaneció dos días en la morgue de la clínica Ruber. Antes de llevárselo a Hollywood, sin despojarle de los adornos regios de cartón piedra, le celebraron un funeral de cuerpo presente en la iglesia de los Jerónimos. En ese tiempo, Orson Welles había rodado la película “Mr Arkadin”. Un día comenzó a andar por una loma y todo el equipo le siguió con las cámaras a cuestas. Creían que estaba localizando, pero de pronto se volvió y se puso a gritar: “No me sigáis, por todos los diablos, que solo voy a mear”. Era un genio. Madrid de noche olía a Ava Gardner, cuyas juergas clandestinas estaban adornadas con atracos y asesinatos de altura”.

    En fin, que he cumplido con mi deber, amigo mío. ¿Quién soy yo para que tu torre de Pisa siga declinándose peligrosamente? ¿Quién soy yo para que vaya la gente a tu casa y se haga la típica foto delante de esa torre haciendo el gesto imbécil con la mano tratando de sujetarla para que no se caiga?

    Abrazos miles.

  8. Así me gusta, hombre, que me hagas caso. ¿Ves qué fácil es si seguimos unas pautas razonables?

    Del asunto, está muy bien el libro de Marcos Ordóñez, «Beberse la vida». Pero en fin, me he leído en los últimos tiempos un par de libros de Vicent que me traje de Mataró (todavía me queda uno), pero no sé si caeré con este; me da que es un tema muy sobado. No obstante, los párrafos que, sin querer, sin intención, has transcrito, me resultan muy estimulantes, así que ya veremos.

    Te dejo, que tengo que colocar correctamente en la fila a los japoneses que vienen a mi casa a hacerse fotos… Ya sabes, la distancia de seguridad y tal…

    Abrazos

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